Ballerina

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ACTO II » 11

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—¿Cómo? ¡Eso no puede ser! Estamos a tres escasas semanas de estrenar. No podemos tomarnos ahora unas vacaciones. ¿Qué demonios estás diciendo? Esto es una locura. ¿Dónde está Sergey? —Se separó de él, empujándolo con vehemencia, en cuanto el espíritu de la bailarina profesional se adueñó de ella. Empezó a susurrar palabras en alemán que no sonaban nada bien. Estaba fuera de sí, aterrada, le faltaba el aire. Aleksei la agarró por los hombros y se agachó para poder mirarla a los ojos, ya que la diferencia de altura era de varios centímetros.

—Respira. Parece que está viendo a Sergey. Ayer se comportó de la misma forma, pero, tras mucho hablar con él, le hice entender que la coreografía estaba perfecta. Apenas hay que hacer unos pequeños ajustes y estaremos listos. No podemos seguir forzando tanto a la prima ballerina, y el resto de la compañía también está agotada. Así no podemos estrenar ni por asomo. —Kat lo miraba como si se tratase de un extraterrestre, no procesaba sus palabras. Todo era por su culpa, sus compañeros debían odiarla.

—Pero la gente debe de estar enfurecida conmigo, por lo de ayer. Todo esto es culpa mía; si yo no me hubiese desmayado, jamás habrías tomado esta decisión tan arriesgada, porque déjame decirte que lo es, Aleksei. ¡Te has vuelto completamente loco! —Se zafó de sus brazos y dio vueltas, nerviosa, por el vestuario, hablando de nuevo en perfecto alemán. Él no entendía algunas palabras, pues tenía el idioma algo oxidado, pero por el contexto comprendía que estaba asfixiándose por no ser perfecta. Fue hasta ella y la paró; la abrazó, obligándola a mantener la cabeza sobre su pecho. El latido del corazón de él poco a poco la tranquilizó, como si se tratara de un bebé que, al escuchar el corazón de su madre, se calmase. Unos minutos después, ya más tranquila, volvió a mirarlo a la cara, aunque el miedo seguía ahí.

—La compañía se toma unos días de descanso. Y no, no es por tu culpa, Kat; todos necesitáis un respiro. Confía en mí, sé lo que me hago. —Pensaba que no se podía ser tan afortunada; no podía haber nadie tan interesado en cuidarla y protegerla, o quizá simplemente era que nunca había existido nadie que se mostrase así con ella. Respiró tranquila y asintió con la cabeza, sintiendo las manos de Aleksei sobre sus mejillas.

Salieron del teatro en dirección a la casa de Kat. En el camino, escribió a sus amigos, Franz y Anastasia, que se habían limitado a preguntarle cómo se encontraba, pero no le habían dicho nada de la semana de descanso. Salían de viaje esa misma mañana en dirección a sus pueblos natales a pasar algún tiempo con sus familias, a las que hacía meses que no veían. ¿Y ella?, ¿adónde se suponía que iría? Entonces, pensó en su padre y en su tío enfermo en un hospital. ¡Su padre! Si se enterase de la semana de descanso, crucificaría a Sergey, y a Aleksei lo alejaría de ella para siempre. Una oleada de pánico se apoderó de ella; se agarró al asa de la puerta y se encorvó, haciéndose más y más pequeñita.

—¿Estás bien? —El bailarín apartó un segundo la vista de la carretera al sentir el cambio en Kat. Ella inspiró profundamente, se enderezó de nuevo y afirmó con la cabeza. Pero la realidad era bien distinta; se sentía aterrada, frágil, en el limbo, a punto de caerse. Acarició la mano de él, posada sobre el cambio de marchas; su contacto la tranquilizaba, era lo que había aprendido hace poco. No era su sola presencia, sino el roce de su piel sobre la suya. Aleksei giró de nuevo la cabeza y le sonrió. Levantó la mano de las marchas para poder entrelazar los dedos con los de ella, y así siguieron el camino, separándose únicamente cuando él debía meter otra marcha.

El bailarín no se separó de esa mano delicada, que lo apretaba con fuerza inusitada. Entraron en la casa de Kat con ella delante, abriéndole paso a Aleksei, que no dejaba de observar el que era el hogar de ella. No había un ápice de hogar en aquella casa, ni fotografías ni objetos personales. Se le encogió el corazón al darse cuenta de que aquella chica de cabello rubio como el sol estaba sola en la vida, pues su padre parecía ser nada más que esa persona que aportaba material genético. Kat estaba nerviosa en su propia casa. Aleksei no le había preguntado si podía entrar; al contrario, no dejó de andar de su mano y entró en la casa como si llevaran años en aquella situación. Inspiró una bocanada de aire y lo expulsó antes de perderse en la calidez de su mirada.

—Bueno… y, ahora, ¿qué? —Kat odiaba sentirse así, insegura y frágil, pero demasiadas veces su corazón albergaba esos sentimientos. Aleksei, cruzado de brazos, contempló a la bailarina potente y fuerte del escenario, que ahora aparecía débil y asustadiza. El baile lo había sido y lo era todo en su vida. No soportaba verla así; durante esa semana se encargaría de conocerla a fondo, de ayudarla a resurgir y a reconocerse en la mujer que era en realidad, oculta bajo muchas capas de miedo.

—Ahora vamos a hacer tu maleta para poder irnos adonde tú quieras. —Aleksei se acercó a ella y le colocó un mechón rubio de cabello detrás de la oreja sin dejar de sonreírle. La atrajo hacia su cuerpo y se fundieron en un dulce abrazo. Kat aspiró su aroma y se dejó mecer en un vaivén lento. «Adonde tú quieras», le había dicho él. Poco tiempo tuvo que pensar para saber el lugar al que deseaba ir: a la casa de su madre en Viena. Kat se apretó contra su pecho, deseando retener ese momento, hasta que alzó los ojos y lo miró con dulzura.

—Entonces, ya tenemos destino.

Varias horas más tarde, estaban en un avión camino al hogar de su madre. En el vuelo, tuvieron tiempo para hablar del ballet, de la carrera fulgurante de él, de sus experiencias; de las caídas a los infiernos, las subidas y rozar el cielo con los dedos, el éxito de Aleksei, su familia, los amigos de Katerina… Pero, además, tuvieron tiempo para besarse, siempre sin dejar de desenlazar sus manos, e incluso durmieron un poco, con la cabeza de ella sobre el hombro del coreógrafo.

Tras muchas horas en avión y tren, por fin pisaron la tierra materna de Katerina. El corazón le iba al galope; de la mano de Aleksei, comenzaron a andar hacia la casa que consideraba su verdadero hogar. El bailarín se sentía satisfecho, pues veía de nuevo la calma en la cara de la ballerina por el mero hecho de estar pisando aquella tierra. Llegaron a la puerta de una grande casa de campo junto a un bosque colindante. El paisaje era de ensueño, como sacado de un cuento. El edificio constaba de dos plantas de ladrillo amarillo, con un par de chimeneas y muchas ventanas grandes. Kat entró de la mano con Aleksei en la propiedad, y caminaron hasta la puerta principal. Antes de llegar a ella, existía un buen trecho de tierra y una fuente en el centro, además de contar con zonas ajardinadas con flores de varios colores en los setos.

Se giró para mirar al hombre que la llevaba de la mano y le sonrió una vez más, en aquel día lleno de esperanza para ella. Llamaron a la puerta de madera y, en unos instantes, el ama de llaves abrió. Se trataba de una señora de unos sesenta años, con el pelo canoso y de uniforme. Al ver a Kat, estalló en un grito ensordecedor, pronunciando su nombre con los brazos en alto. La bailarina se soltó, entonces, de él para poder abrazar a aquella mujer que significaba tanto en su vida. Las lágrimas no pudieron contenerse en ambas mujeres y fluyeron como el río anexo a la casa.

—Mein liebes kind.[2] —Cuando Katerina escuchó la voz de Magda, se aferró todavía más a ella; necesitaba expulsar la congoja que no le permitía respirar. El ama de llaves le acariciaba la cabeza con los ojos cerrados, disfrutando del abrazo de su querida niña, a la que tanto echaba de menos. Pero, al abrir los ojos, se fijó en que no venía sola. Poco a poco, se despegó de ella; con los dedos le limpió las lágrimas y después besó sus manos mirándola con el amor que siempre albergaba por ella en su corazón. Desvió la vista y volvió a mirarla. Entonces, Katerina se dio la vuelta, aún con el rostro húmedo por el llanto, y le presentó a Aleksei.

—Dast ist Aleksei.[3] —El coreógrafo le dio la mano a la mujer, que le dio la bienvenida en un perfecto alemán que él estaba empezando a trabajar de nuevo. Entraron finalmente en la casa, que era aún más imponente por dentro. Una gran escalera de madera ascendía en espiral a la segunda planta, y varias puertas cerradas cercaban la estancia. Max, el mayordomo y esposo de Magda, apareció en el hall, tras haber escuchado el timbre de la puerta. A Kat de nuevo se le iluminaron los ojos al verlo y se lanzó a sus brazos, lo que le impidió hacer la consabida reverencia. El anciano la tenía rodeada con sus brazos fuertemente, como si nunca quisiera soltarla, y derramaba algunas lágrimas sin permiso. Tras unos instantes eternos para ambos, se separaron para mirarse y poder apreciar cada arruga, cada rasgo, para reconocerse de nuevo.

—Halt mich fest, kleine Tänzerin.[4] —Katerina sintió cómo le explotaba el corazón al escuchar el ruego de Max, que durante mucho tiempo había sido como un padre para ella. Estrechó a Max más fuerte, exactamente como le había pedido, y él la balanceó unos segundos antes de separarse de ella y hacer la reverencia que jamás olvidaba. Kat esbozó una sonrisa y le presentó a Aleksei, que observaba atónito la escena. Llevaron sus maletas a las habitaciones de arriba y, tras un largo suspiro de ella, él la llevó junto a su pecho. Echaba de menos abrazarla y parecía que era el único que no lo hacía.

—Vas a tener que enseñarme alemán de nuevo o me temo que no voy a entender una palabra estando aquí. —La risa de ella retumbó en su pecho y le provocó una satisfacción inmensa. Cuando alzó la cabeza, Aleksei se fijó en esa boca tan apetecible, en la que deseaba perderse durante días. Inclinó la cabeza y rozó lentamente los labios de Kat en un beso breve, pero ella ansiaba más. Tiró de su chaqueta de lana, forzando que él abriese la boca para buscar su lengua. Deseaba sentir su sabor, saborearlo a él y olvidarse de todo sintiendo el tacto de sus labios—. ¿Qué te parece si me enseñas esto antes de que te lleve en brazos a alguna habitación y te haga el amor? —Un aleteo débil se fraguó en las entrañas de Kat, y se convirtió en algo más ardiente. A la chica se le escapó un gemido que dibujó una sonrisa en la cara del hombre del que se estaba enamorando. ¿O acaso ya lo estaba?

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