Ballerina

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ACTO II » 12

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El primer día de su estancia en aquel lugar fue intenso y fresco. Kat le enseñó cada habitación de aquel lugar, a excepción de una, el lugar sagrado donde sentía viva a su madre junto a ella. Y, en realidad, no llegó a comprender por qué lo había hecho; quería compartirlo todo con él, pero algo la paralizó frente a su puerta. Aleksei, que iba distraído observando el pasillo, no se percató y, cuando la vio avanzar, no le preguntó nada, aunque supo que esa puerta no la habían cruzado. No le importó, Kat le enseñaría lo que ella desease cuando lo necesitase. También anduvieron por el bosque, aunque poco tiempo, pues empezó a refrescar. El bailarín seguía bastante asombrado de tener un bosque real al lado de la casa; se maravilló con los árboles, altos y frondosos, con los pájaros, que volaban libres y se acercaban al río para beber agua antes de reanudar el vuelo. Kat estaba en su elemento, sintiéndose libre, feliz, como en el escenario. Había añorado tanto aquella casa, el bosque, a Max y a Magda… Y ahora, además, tenía a Aleksei con ella. La vida no podía ser más perfecta.

Ya entrada la tarde, decidió enseñarle el jardín, ese lugar especial de la casa, que estaba junto a la habitación que guardaba los recuerdos de su madre. Max era el encargado personal de ese jardín y, de vez en cuando, le enviaba fotografías de las flores; del invernadero; del pabellón, situado a un extremo, donde había visto bailar a sus padres infinidad de veces; del bosque… Cuando Katerina recibía esa carta, una vez cada dos meses aproximadamente, su corazón se alzaba jubiloso durante días. Era su pequeño secreto, algo que podía atesorar en la intimidad de su cuarto, lejos de las miradas inquisitorias de su padre, que, por suerte, no se metía con que recibiese esas cartas. Solo una vez lo había hecho, pero le dijo que, mientras eso no la distrajera de su objetivo principal, se lo permitiría.

—Este es uno de los sitios más especiales de esta casa para mí —le dijo a Aleksei antes de entrar en el invernadero. Abrió la puerta, y el aroma a flores frescas inundó sus fosas nasales abruptamente. Un paso tras otro fueron contemplando las flores, perfectamente cuidadas y tratadas. El coreógrafo observaba a una entusiasmada Kat, que hacía años no veía ese lugar con sus propios ojos, sino a través de papel fotográfico.

—Esto es…

—Te quita el aliento, ¿verdad? —dijo ella, sin ser consciente de que él no se estaba refiriendo a las flores, sino a la expresión de ella, el reflejo de la pura felicidad que nunca antes había visto en su rostro. Katerina se acercó al lugar donde sus flores favoritas descansaban sobre unas macetas. Inclinó la cabeza para aspirar su olor y rozar la flor delicadamente con las yemas de los dedos.

—¿Edelweiss? —preguntó él, y se colocó a su espalda.

—Es mi flor preferida —dijo, en un hilo de voz, mientras la emoción la embargaba. Esa flor le recordaba tanto a su madre que un nudo se le formó en la garganta.

—Pero creía que era la campánula blanca —contestó Aleksei, sorprendido, ya que su compañero coreógrafo en el ballet, Sergey, le había dicho que esa era su flor preferida y no el edelweiss. Ella se giró con los ojos brillantes, repletos de emoción contenida, y negó con la cabeza.

—Lo es, pero en aquel lugar. Verás, Alek, yo he vivido en dos únicos sitios: allí, en San Petersburgo, y aquí. Nací en estas tierras y aquí me crie hasta que…, bueno, ya sabes, lo de mi madre, y entonces mi padre decidió que este ya no era nuestro sitio. —Kat sentía cómo las lágrimas se apoderaban de ella, pero debía mantenerlas a raya. ¡Dios santo, era una llorona!—. Yo creo que eso pudo con él. No es que no le gustara vivir aquí, sino que había muchos recuerdos que dolían demasiado y no lo soportaba. Por eso prefirió detestar y odiar esta casa. No la ha vendido; por mucho que lo ha dicho durante años, es incapaz de hacerlo, aunque jamás lo reconocerá. —Aleksei sintió una gran ternura por aquella sencilla chica que excusaba la actitud de un padre huraño y dictador. Era una chica que necesitaba amor y comprensión, dos sentimientos de los que había sido privada porque un día un hombre no pudo gestionar el dolor de perder a su mujer, y se olvidó de su hija. Rozó con sus dedos una lágrima solitaria que rodaba por la mejilla de Kat.

»A mi madre le encantaban las flores y en especial esta, la edelweiss. Cuando era pequeña, salíamos al bosque a buscarlas y volvíamos perdiendo la noción del tiempo. Recuerdo a mi padre esperándonos en la entrada del bosque con gesto serio y preocupado, pero mi madre nació aquí y conocía este lugar como la palma de su mano. Ella me decía que, desde que nací, estas flores siempre me acompañaron, así que es inevitable que sean mis favoritas… —No pudo contener por un momento más la emoción, y se desplomó sobre el pecho de Aleksei. Siempre había ocultado sus verdaderos sentimientos, incluso con Franz y con Anastasia no llegaba a ser ella de verdad, quizá por pudor, quizá porque ellos no podían comprenderla como lo hacía él. Suspiró fuertemente y la abrazó con mimo, acariciando su espalda de arriba abajo, reconfortándola, cuidándola. Le dolía saber que había sido tan desgraciada, primero con la desaparición de su madre a una edad tan temprana, y después por no recibir el cariño que se merecía.

—No temas más, ballerina, yo estoy aquí. —Y, de pronto, un sentimiento aterrador la invadió. ¿Hasta cuándo estaría él allí? El ballet se estrenaba en tres semanas y después harían una gira internacional, pero recordaba perfectamente que el magnífico coreógrafo Aleksei Ivanov había sido contratado solo para ayudar en los ensayos a Sergey. Se iría, quizá unos meses después; acabaría abandonándola, y ella se sumiría en un dolor tan grande que no podría soportarlo. ¿Cómo había sido tan necia para dejar que entrase en su vida, en su corazón? Ella no era de esas chicas que se aferraba a los hombres, no podía enamorarse, debía centrarse en su carrera profesional. Una cosa era que Aleksei le gustase y que deseara acostarse con él como con cualquier otro, pero ¿amor?; estaba bien jodida, para ser claros. Se separó de él, anduvo unos pasos y se alejó de él mientras miraba las plantas que los rodeaban.

—Yo… necesito un rato… a solas. —Aleksei frunció el ceño, sospechando que algo no andaba bien. Dio un paso hacia ella, pero Kat dio otro hacia atrás. No podía mirarlo a la cara en ese momento, no podía sentirlo cerca; el miedo era tan grande que la paralizaba. Tenía que escapar de ese invernadero que le quitaba el oxígeno. Se dio la vuelta y salió corriendo en dirección a la casa, con los gritos de Aleksei tras ella, que la llamaban en vano.

Subió rauda la escalera y se encerró en su cuarto en estado de pánico. Su padre tenía razón y debía centrarse en ser la primera bailarina de una gran compañía, cosechar el éxito por el que llevaba años y años trabajando, y olvidarse de él. Después de todo, Aleksei era un hombre mucho mayor que ella, con dilatada experiencia en todos los sentidos. Anastasia había comentado algo de una exnovia violinista, al parecer muy importante, de la que no sabía nada. Estaba centrada en el ballet y apenas se ocupaba de otras cosas que no fuera trabajar todo el día. Era un error; desde el principio dejarse llevar con él lo había sido, y ahora tenía al mayor error en su propia casa, al que tendría que ver día y noche hasta que pasaran seis largos días más.

—Kat —llamó con los nudillos a la puerta—. Kat, ábreme, por favor. No sé qué ha pasado, necesito que me lo expliques.

Aleksei respiraba agitado, preocupado, sin saber qué demonios había pasado. Todo estaba siendo perfecto, rozando lo bucólico. Necesitaba estar con ella, abrazarla, besarla, saber que estaba bien… Volvió a llamar a la puerta y a pronunciar su nombre suavemente, pero todo era en vano. Le respondía el silencio, el más aterrador de todos.

—Vete, Aleksei. —«No, no, no. Aleksei, no. Soy Alek», deseaba decirle él. Había llegado a darse cuenta de la diferencia en su nombre. Cuando lo llamaba Aleksei, era en presencia de otra gente o cuando estaba tensa y, cuando simplemente era Alek, era la chica libre y feliz fuera del escenario. El sonido de su voz al llamarla lo hacía soñar con las segundas oportunidades. La vida ya lo castigó una vez quitándole lo que más amaba; ahora, que estaba enamorado hasta la médula de aquella joven inocente de apariencia frágil, no iba a permitírselo.

—Kat, por favor, saber que estás sufriendo y que no me dejas estar a tu lado me está matando. Me matas, Kat; si no me dejas entrar y abrazarte… —El silencio seguía siendo la respuesta—. Está bien. —Tras unos segundos, en los que ella deseó escuchar las pisadas de él alejándose, no oyó nada. Se habría marchado. ¿Y qué esperaba?, si ella misma había actuado incomprensiblemente. Se tumbó en la cama en posición fetal y se abrazó a sí misma, dominada por el miedo y las inseguridades, y así, poco a poco, se fue quedando dormida.

Cuando Kat se despertó, ya no entraba un resquicio de luz por el amplio ventanal. Se desperezó, estirándose en la cama, y palpó la almohada, húmeda por las lágrimas que había vertido antes de dormirse. Se sentó en la cama sintiéndose todavía insegura y algo más estúpida. Aleksei debía de pensar, por lo menos, que tenía un trastorno de personalidad. Aún con la congoja en el cuerpo, se levantó y, tras exhalar un largo suspiro, agarró el pomo de la puerta, decidida a enfrentarse a lo que fuera. Una vez que abrió la puerta, se quedó perpleja al verlo apoyado sobre la pared, completamente dormido. Se había quedado allí, en su puerta. Aquello fue algo que le llegó tan hondo que, por un momento, se olvidó de respirar. Se puso en cuclillas y miró embelesada el rostro del hombre que la hacía sentirse feliz solamente con su presencia. Paseó con la yema de sus dedos todo el rostro apacible del coreógrafo, tocando cada surco, memorizando en sus dedos cada rasgo de él. Inevitablemente se despertó. Abrió los ojos, primero lentamente, después sonriendo al verla junto a él. Tiró de ella y la sentó a su lado; disfrutó de la calidez de su cuerpo, de su cercanía, y respiró tranquilo al tenerla con él.

—¿Cómo te encuentras? —Kat asintió con la cabeza, con miedo a emitir algún sonido. Aleksei suspiró por millonésima vez, apoyado en esa fría pared. Frotaba su brazo con la mano, de arriba abajo, desperezándose poco a poco. Había sido una tarde muy larga, allí sentado como un idiota, impotente, sin comprender qué demonios le había sucedido—. Voy a volver a decirte lo que te dije en el invernadero: no tienes que temer nada porque estoy aquí, contigo, y lo voy a estar. No sé si los recuerdos de esta casa o precisamente esas palabras que te he dicho han provocado esta huida en ti; me importa una mierda, sinceramente, porque no voy a apartarme de tu lado.

Kat asintió, comprendiendo que sus palabras eran sinceras, aunque el miedo seguía danzando a su alrededor; pero aquel abrazo, el haber estado toda la tarde haciendo guardia en su puerta, esperando a que ella saliese, y encontrarse con él… no podía ser nada más que algo real. Aleksei la estrechó aún más contra él antes de levantarse y llevarla de nuevo al dormitorio. Cerró la puerta tras ellos y se tumbaron en la cama, cara a cara, con las frentes apoyadas una sobre la otra. A él se le escapó un suspiro de alivio antes de quedarse dormido, con la cálida respiración de ella sobre su rostro. La abrazó, entonces, un poco más, y ella se dejó caer sobre su pecho y se aferró a su cadera.

—Me estoy haciendo mayor, y necesito algo en lo que confiar, así que dime cuándo vas a dejarme entrar; me estoy cansando, y necesito un lugar para empezar. —Y con la melodía de aquella canción, susurrada muy bajito, el sueño fue adueñándose de aquellas dos almas perfectas que solo buscaban un poco de consuelo y paz sin pensar que el amor sería el mejor bálsamo de todos.

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