Ballerina

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ACTO III » 24

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Kat estaba cansada, no físicamente sino emocionalmente. Siempre se encontraba sin fuerzas, agotada mentalmente. La gira con el ballet era algo que debía ser su máxima ilusión, pero carecía de importancia desde la última llamada de Aleksei. Comprendía su dolor y que necesitara tiempo para recuperarse, pero ¿por qué la alejaba a ella? ¿Debía hacer caso a las revistas del corazón, que aseguraban que había vuelto con Marie? Katerina estaba en el limbo, sin saber a ciencia cierta qué sucedía con ellos. Aquella mañana soleada en Zúrich, no lo soporto más y pulsó «llamar». A los tres tonos, volvió a escuchar la voz que hacía semanas no le hacía saltar el corazón ni disparársele las pulsaciones.

—Kat… —Le costó reconocer la misma voz llena de vida tiempo atrás.

—Hola, Alek. Sé que me pediste tiempo, pero no aguantaba más sin escucharte —se excusó ella, con miedo a que le colgase y con la vergüenza, que le crecía en su pecho. Quizá él ya la habría olvidado, y estarían riéndose de la pequeña ballerina.

—Está bien, ¿cómo va todo?

—Bien, la gira está yendo muy bien. ¿Cómo estás tú? —Un silencio frío flotaba en el aire.

—He estado mejor —musitó.

—Claro…

—Te echo de menos, Kat. ¿En qué ciudad estáis?

—Ayer llegamos a Zúrich, donde vamos a estar tres semanas. —Alek hizo el cálculo mental de la distancia entre ellos. Era posible.

—Seguro que estás brillando como siempre haces y deslumbras al público. —La tristeza en su voz era más que patente, Kat la podía sentir a través del auricular, y le encogía el corazón.

—Alek… —Quería decirle tantas cosas, pedirle que regresara con ella, que la abrazara muy fuerte y volvieran a la casa de su madre, en Viena, donde nada les afectaba y nadie podía romper lo que los unía. Deseaba mirarlo a los ojos para volver a encontrar el coraje que notaba que iba perdiendo.

—Tengo que dejarte, mi vida. Voy a dar un paseo. —Por fin una palabra cariñosa. Kat se llevó la mano al pecho, como si le acabaran de dar una buena noticia, pero nada más lejos de la realidad. Antes de poder seguir la conversación, él cortó la comunicación, y la dejó con la palabra en la boca.

—Te quiero…

Decía la emperatriz de Austria: «La voz de uno nunca debe estrangular los pensamientos propios ni ahuyentar los ajenos». La voz de Katerina la ahogaba; cada vez que pensaba en Marie compartiendo besos con Alek, cada día que pasaba sin tener noticias suyas, cada noticia que leía sobre el coreógrafo Aleksei Ivanov, de veintinueve años, que sobrellevaba la pérdida de su padre en la intimidad de su hogar junto a sus seres queridos. Kat no se separaba, esos días, del diario de su madre y de la biografía de la emperatriz Elizabeth de Austria, su heroína, con la que se sentía identificada en la forma de sentir, al igual que su madre lo había hecho antes.

—Hola, peque —la saludó Franz, con tono risueño.

—¿Cómo estás hoy? —Cinco semanas habían pasado desde su accidente y poco a poco iba recuperando las fuerzas y las ganas de salir adelante. Los médicos le habían dicho que, con mucha paciencia y rehabilitación, podría volver a bailar, aunque quizá no de manera profesional. Lo que no sabían era que el carácter del bailarín no le permitía ese tipo de pensamientos negativos.

—Bastante bien, hoy se ha incorporado una enfermera nueva y creo que ya la tengo en el bote. —El ligón empedernido de Franz le provocaba risas en aquellos aciagos días. Charlaron sobre la gira; Anastasia; su sustituto, del que se celaba por estar actuando en su lugar; el padre de Katerina, que parecía haberse relajado y no la atosigaba constantemente… hasta que llegaron al quid de la cuestión—. ¿Y qué sabes de él?

Kat no quería decirle a su mejor amigo que no sabía nada de él. Franz había puesto el grito en el cielo al enterarse de su relación, pero confió en que él, al ser mayor que ella, la cuidaría y la trataría como se merecía. Cuando se enteró de la escasa relación que mantenían, maldijo entre dientes y la rabia se apoderó de él. Su dulce amiga no se merecía ese trato, la indiferencia, el dolor que le estaba causando, seguramente inconscientemente, pero que, aun así, dolía.

—Bueno, que está bien… —intentó engañarlo, pero si algo conocía a la perfección Franz eran todos los tonos con los que hablaba. Estaba el tono alegre, cuando algo la apasionaba, sobre todo la danza; el tono asustado, cuando debía enfrentarse a algo nuevo que la aterrorizaba; el tono meloso al hablar de las cualidades de Aleksei, y el tono sotto voce, el que estaba utilizando en aquel momento, cuando algo la superaba y le infligía tanto dolor que sus palabras morían antes de salir.

—Katerina, no tienes que inventar nada. Mira, peque, si él ha decidido que se ha terminado, debes aceptarlo, a pesar de no haber hablado, de no haber sido valiente y enfrentarse a ti. Pero, cariño, tienes que pasar página y seguir, no estás disfrutando del momento mágico que tienes la suerte de vivir. —Anastasia se había ido de la lengua y le había dicho seguramente cómo se encontraba.

—Franz, no seas injusto. Él ha perdido a su padre; yo perdí a mi madre y sé lo que es.

—No quieras excusarlo, eso es lo peor que puedes hacer. Sé libre de una vez por todas, libérate de tu padre, de los miedos que te atan a la pata de la cama, del mundo exterior. ¡Vive de una jodida vez, Katerina! —Una bofetada no habría dolido tanto.

—No te metas en mi vida, Franz.

—Tarde, llevo años haciéndolo y no voy a parar porque tú me lo digas. Te quiero demasiado, peque. —Kat se enfadó, a pesar de todo, con él, porque no quería ver la realidad ni sentirla tal cual era.

—Cuídate, ya hablaremos —le dijo antes de colgar. Llamaron a su puerta para avisarle de que el ensayo empezaría en breve. Resopló, mientras se ponía la mochila al hombro, agarró el pomo y dejó en la habitación la rabia y la pena que la estaban consumiendo.

***

—Nastia, no vuelvas a hablar con Franz de mí —soltó de repente a su amiga, que iba dando saltos al saber que dos días libres las aguardaban después del ensayo al día siguiente. Se paró en seco y la miró con la culpa escrita en la cara.

—Él se preocupa por ti tanto como yo, no como A…

—¡Basta! No digas su nombre, no lo menciones, ¡dejadlo en paz! Ha perdido a su padre, por el amor de Dios. ¿Es que nadie tiene consideración? —Ese era el diálogo que mantenía consigo misma cada día. Se quería convencer de que el dolor le era tan intenso que no podía estar para nadie más que para su madre y para sí mismo. Marie revolotearía cerca de él, pero no la miraría, ni siquiera le prestaría atención.

Caminó deprisa hacia el hotel, y dejó atrás a su amiga, enojada con ella, con Franz, consigo misma por ser tan idiota, e incluso con Aleksei. Hacía tres semanas que no sabía nada de él, el trabajo la tenía absorbida por completo. Subió en el ascensor junto a una pareja que se comía con la mirada. ¿Por qué tenían que ser tan gráficos?; no hacía falta proclamar a los cuatro vientos que estaban embobados uno con el otro. ¡Maldita sea!, no se aguantaba ni ella misma.

—Ballerina… —Esa voz… no podía ser. Alzó la vista, a unos metros de su habitación, y se encontró con él, con un Aleksei diferente, más envejecido, sin luz, pero que le sonreía como siempre. Kat no lograba despertar del estado catatónico en el que se había sumido. Tuvo que ser él quien avanzase hacia ella; su voz grave seguía ahí, cálida como un día de verano—. Hola…

Kat abrió la boca para juntar sus labios a los de él, para recordarse y sentirse. La mochila cayó al suelo, y ella alzó los brazos para rodearle la espalda con ellos y acercarse lo máximo posible a su cuerpo. De puntillas, profundizó el beso, que se convirtió en una caricia húmeda y delicada. La lengua de Aleksei abrió los labios de ella, explorando, lengua con lengua, reconociéndose de nuevo. Mordió su labio para contener un gemido que lo ahogaba. Se besaron mucho, muy lento, muy bien, hasta que su cerebro se quedó sin oxígeno, y tuvieron que separarse. Kat apoyó la frente en su pecho y él apoyó la cabeza en la de ella. Segundos, minutos, quién podría decir el tiempo exacto que permanecieron en esa postura. Kat subió la cabeza y lo miró; necesitaba asegurarse, con cada fibra de su ser, de que era real, de que estaba allí, con ella. Le sonrió y tiró de él hacia la habitación, donde empezarían a hablarse con la mirada de nuevo.

Tumbados frente a frente, se observaban, buscando algún cambio en su piel, en la forma de mirarse, pero todo seguía exactamente igual. Apenas parpadeaban, se estuvieron hablando con la mirada durante horas, hasta que un trueno acabó con ese silencio y Kat miró hacia el ventanal. Se levantó y fue hasta la pequeña terraza, abrió la puerta y salió a sentir la lluvia, que empezaba a caer. Las gotas caían sobre una Katerina que parecía estar descubriendo la lluvia por primera vez. Echaba la cabeza hacia atrás, y se empapaba con cada gota, con el ruido ensordecedor de los truenos de fondo.

Aleksei se asomó al quicio de la puerta y la observó relajada, expresiva, feliz. Ella se dio la vuelta al verlo allí; se mantuvieron la mirada unos instantes y, entonces tiró de su mano. Ambos se mojaban bajo la fina lluvia sin importarles demasiado el frío, que helaría sus huesos en breve. Se reían observando la lluvia, mirándose divertidos. Katerina se retiraba el pelo pegado de la cara cuando pilló a Aleksei, con la sonrisa curvada en sus labios, mirándola fijamente. Se fijaron en sus labios, que se llamaban a gritos, y se fueron acercando poco a poco, sin prisa. Primero se rozaron con la nariz, paseando la vista de los ojos a la boca y viceversa. Una leve cosquilla, dos, y los labios se encontraron en un beso breve, seguido de otro más largo, en el que se dijeron muchas cosas: que se habían echado de menos, que no querían separarse nunca más; se decían cuánto se necesitaban y el miedo atroz que aquello les causaba.

La habitación se iluminaba con cada rayo que precedía al trueno. Las manos de Kat habían perdido la vergüenza y se colaban bajo el jersey de Aleksei, peleando con la tela para dejarlo caer. Él se deshizo de la chaqueta de ella, casi arrancándosela de las ganas contenidas que resurgían sin permiso. El sujetador beige terminó de excitar al bailarín, que no se había sentido así en mucho tiempo. Dejó a la pequeña ballerina sobre el colchón mientras le quitaba las mallas con la ayuda de ella. Las bragas quedaron, entonces, al descubierto; paseó un par de dedos sobre su monte de Venus y ella gimió.

Aleksei, apoyado sobre las rodillas, se lo quitó todo, mientras Katerina no dejaba de admirarlo. Se retorcía humedeciendo los labios, más impaciente que nunca por volver a besarlo. Él deslizó las bragas por sus piernas hasta retirárselas del todo y lanzarlas a una esquina de la oscura habitación. Le quitó el sujetador, que le privaba de la vista de sus pechos pequeños, que avergonzaban a la bailarina, pero en aquel cuarto no había lugar para vergüenzas. Con la rodilla separó sus piernas, y sin palabras se entendieron a la perfección. De un empujón entró en ella, y se reconocieron, como si siempre hubiera estado allí. El cuerpo de Kat vibró y lo acogió en su interior contrayendo los músculos internos, que le sacaron un gemido a Aleksei de lo más hondo de su ser. Enroscó a su alrededor las piernas, con las que intentaba atraerlo hacia ella, aunque era imposible. Le lamía el cuello, bajando por la clavícula, donde mordió en un par de ocasiones. Katerina lo abrazaba por las espalda y le clavaba las uñas, lo que provocaba que él entrase más adentro, con más fuerza. Alcanzó sus pezones, los froto, lamió, tiró de ellos, besó y chupó hasta saciarse.

—Alek… —Él sabía que ella estaba a punto de llegar al orgasmo, de desbordarse en sus brazos. Con los suyos a ambos lados de su cabeza, empujó descontrolado, y se empaparon en un orgasmo húmedo que les puso la piel de gallina. Katerina gemía con los ojos cerrados, como queriendo retener el placer que la recorría entera; Alek, sin embargo, lo hizo mirándola con las ganas de retener esa imagen de ella debajo de él. Recuperaron la respiración lentamente, salió del interior de Kat y se tumbó a su lado, como un rato antes había hecho para mirarla a los ojos sin apenas rozarse.

—Te quiero, Kat. Somos mucho más, siempre. —Fue lo único que acertó a decir en un suave balbuceo. Con los labios hinchados, ella le sonrió, más confiada que nunca, y le devolvió la declaración

—Lo sé, ahora lo sé. —Aunque el amor que se respiraba estuviese en cada átomo de oxígeno de esa habitación, no duraría para siempre; al ser etéreo, volátil, se esfumaría por mucho que quisieran conservarlo.

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