Ballerina

Ballerina


ACTO II » 10

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Max descorrió las cortinas, lo que permitió que entrase la luz de los primeros rayos del sol estival. Kat entró tras él y, después de que le hiciera una reverencia al mayordomo de la casa, se marchó. A ella no le gustaban nada aquel tipo de gestos, la hacían sentir como si fuese una princesa de las del siglo pasado, pero él había recibido la más estricta educación prusiana y se comportaba de esa manera, pues le parecía lo correcto. Se acercó al ventanal para poder contemplar de cerca el bosque que se encontraba al otro lado. Adoraba aquel lugar, tan salvaje, tan natural, donde se respiraba libertad. Aún se podía escuchar el ulular de un búho y los grillos continuaban con sus cánticos. El sonido del correr del agua del lago, aunque no podía siquiera vislumbrarse, sí se escuchaba alto y claro, y le recordaba que solo en aquel lugar, tan especial para ella, que se encontraba cerca de la capital vienesa, podía ser feliz.

—¡Ya estás otra vez en esta maldita habitación! ¿Cuántas veces debo decirte que no entres aquí jamás? —Su padre entró a por ella, sin querer mirar la estancia en donde se encontraba aquel mausoleo que Katerina había construido con recuerdos de su añorada madre. Ella se giró, con la pena apresándole el corazón y los ojos brillantes por las lágrimas. Él deseaba vender la casa, pero no le pertenecía, sino que era de ella, era su herencia. Amaba ese lugar con cada fibra de su ser y por nada del mundo le permitiría deshacerse de él. Por ese hogar que un día fue, lucharía con uñas, dientes, pleitos…, con todo lo que hiciese falta, pero aquel no era el día de pelear. Agachó la cabeza y dejó que su padre tirase de ella para abandonar el único hogar que había conocido.

A Kat le resultó difícil levantarse al día siguiente. Esa vez sí escuchó perfectamente el sonido ensordecedor de su alarma, pero los músculos le pesaban una barbaridad, producto de todo el trabajo y el esfuerzo acumulado durante meses. Se levantó y, por primera vez, disfrutó del silencio apacible que reinaba en la casa. Normalmente, su padre ya estaba despierto, entretenido con alguna tarea en la casa, pero se había marchado el día anterior. Inspiró profundamente y, con una tranquilidad inusitada, bajó las escaleras para desayunar en paz. Disfrutó de cada bocado sin la presión de unos ojos desafiantes ni de una charla sobre calorías y proteínas. Después de darse una ducha de agua caliente, se vistió y caminó al teatro. Era un día apacible, apenas soplaba el viento, y las temperaturas eran soportables con un buen abrigo. La nieve se estaba derritiendo y ya quedaban pocos vestigios de ella.

Llegó finalmente al recinto, donde conversó unos minutos con Irina antes de subir a la sala de ensayo. Allí se puso las puntas y avanzó hasta el reproductor de música, donde las notas del vals de Johannes Strauss le dieron la bienvenida. Aquel día necesitaba, más que nunca, sentirse en tierras vienesas, en el hogar de su madre. Katerina sonreía más que nunca mientras bailaba, saltaba, colocaba los brazos en la posición adecuada, se estiraba y se convertía en el cisne que llevaba tanto tiempo interpretando. Kat regresaba a aquella casa con el bosque al lado, con un hogar lleno de recuerdos, plagado de amor y de dulces momentos, de una familia que se sentaba frente al fuego a leer historias y a compartir su día a día…

Halt an deine Fluten bei Wien,

es liebt dich ja so sehr!

Du findest, wohin du magst zieh’n,

ein zweites Wien nicht mehr!

Hier quillt aus voller Brust

der Zauber heit’rer Lust,

und treuer, deutscher Sinn streut

aus seine Saat von hier weithin.[1]

La música cesó y los violines de Strauss se apagaron. Respiraba agitada debido al esfuerzo, pero más satisfecha que nunca. Unos aplausos la devolvieron a la realidad. Se irguió algo inquieta, temiendo ser la diana de la sorna de Tanya. Respiró profundamente y, al girar la cabeza, se encontró con él, Aleksei, con esos ojos que le quitaban el aliento.

—Hoy no has querido bailar conmigo —le dijo ella, jugueteando con la falda que llevaba.

—Estaba demasiado ensimismado observándote. —Una amplia sonrisa se le dibujó en el rostro y, en apenas dos pasos, ya estaba frente a él, que la recibió con los brazos abiertos. Kat se refugió en su abrazo cálido, que la hacía sentir que podía con todo, que nada ni nadie podía hacerle daño y que únicamente allí se sentía segura y protegida. Aleskei le dio un beso tierno en la coronilla y ella se apretó más fuerte a él hasta que el bailarín la despegó para mirarla a los ojos de nuevo—. Vuelve a hacerlo.

—¿El qué? —Ella no entendía a qué se refería porque, si estaba hablando del baile improvisado, se sentía demasiado agotada como para hacerlo.

—Sonreír, no dejes de hacerlo. —De nuevo, la sonrisa apareció en su cara; era algo que con él no podía controlar. Ella, que siempre, siempre, siempre controlaba cada situación, cada paso que daba, con Aleksei se descontrolaba. No necesitó mucho más para lanzarse a sus labios, esos que deseaba besar desde que lo había visto en la puerta de la sala de ensayo. Lo besó con fuerza, como si todo dependiese de ese instante, con impaciencia y algo de desesperación. Él emitió un sonido ahogado, un gemido que le dio más fuerzas a ella para seguir arrasando su boca. De pronto, él se dejó llevar, y se encontró en la pared que estaba a su espalda. Sus lenguas ardían de deseo, con anhelo, con ganas de darse más y más. Aleksei la abrazaba con toda la fuerza que le quedaba en el cuerpo mientras que Kat se aferraba a su pelo dándole algunos tirones.

El bailarín interrumpió un segundo el beso, apoyando su frente sobre la de ella, para respirar de nuevo. Volvió, entonces, a besarla, ahora con suavidad y ternura, hasta que atrapó con sus dientes el labio inferior de Kat, lo que provocó un gemido gutural en ella que hizo que notara por primera vez lo que era capaz de causar en él y que latía contra su estómago. Aleksei estaba a punto de explotar, ansioso por estar dentro de Kat, de la dulce e ingenua bailarina que aparentaba tener más años de los que en realidad le correspondían.

—Debemos parar, aquí y ahora. —La cordura acudió al cuerpo de Aleksei, que a duras penas se separó de ella. Hacía relativamente poco tiempo que se conocían, pero desde el primer instante la conexión entre ellos había sido tan brutal que lo asustaba en ocasiones. Sin embargo, no quería pensar, no deseaba pararse a reflexionar sobre la magnitud de los sentimientos que le oprimían el pecho cada vez que no estaba con ella. La miró y vio la decepción en los ojos, oscurecidos por el deseo, de Kat—. Y no porque no te desee, porque ya has notado lo mucho que ansío tenerte, ballerina. Pero creo que tenemos que hacer las maletas.

—¿Maletas? Pero si el ensayo comienza en media hora. —Ahora era la sonrisa la que marcaba el rostro de Aleksei. Kat frunció el ceño sin comprender a qué se refería. Apenas contaban con tres semanas para dejar el ballet más que perfecto.

—Desde luego que no sé qué me haces. Ni siquiera te he preguntado cómo te encuentras después de lo de ayer. —Aleksei se recompuso como pudo y la abrazó, pasándole el brazo por el hombro, mientras salían de la sala. A Kat le empezó a entrar pánico. Si salían de allí con esa familiaridad, solo habría que sumar dos más dos. Se detuvo en seco, pero él no se lo permitió y, con la otra mano, tomó la de ella, y caminaron como si aquello fuera lo más natural.

—¿Qué haces, Alek? Si nos ven así, van a saber… —¿Qué iban a saber? La mente de Kat se bloqueó, pues ni siquiera ella entendía cómo podía sentir tanto, en tan poco tiempo, por el hombre que la llevaba casi en brazos. A él casi se le paró el corazón al escuchar cómo lo llamaba, «Alek». Quiso empujarla un poco más al límite e hizo lo que ella deseaba: se pararon en mitad del vestuario.

—¿Van a saber…? —Sonrió, antes de volver a enterrarse en su boca, que siempre lo recibía con gusto. Dos, tres, cuatro besos cortos que le cortaban la respiración. Kat era simplemente adorable; tras el último corto beso, rozó su nariz con la de ella y aspiró su olor—. No te preocupes por nada, hoy no va a venir nadie. El ensayo se ha suspendido por una semana.

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