Ballerina

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ACTO IV » 35

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El día de recibir los resultados del análisis llegó. Katerina y él borraron de su memoria que estaban aguardando ese día. Desde esa tarde en el jardín, donde expresaron en voz alta el miedo que los perseguía, habían decidido hacer como si no tuvieran la espada de Damocles sobre sus cabezas. Pasearon por el lugar de la infancia de él; cocinaron junto a su madre, que los miraba arrebolada por el amor que los unía; fueron al teatro, al cine… En definitiva, se comportaron como una pareja normal y enamorada.

Unos días antes, Anastasia llamó a su amiga para decirle que se había instalado en una casa cerca de la suya, en su hogar vienés. La voz de su amiga era jovial y llena de entusiasmo, como hacía mucho tiempo no se sentía.

—Me gustaría estar ahí contigo. Cojo un avión y me planto allí en un milisegundo —le dijo Anastasia, deseosa de confortarla.

—No, Nastia, tú tienes que estar bien y tranquila. ¿Franz sigue por allí o ha vuelto a la compañía?

—Aún está aquí, conmigo… —le reveló entre nerviosa e inquieta. Habían pasado muchas cosas en los últimos meses y no habían hablado de Franz.

—¿Y cómo… lo llevas? —No quería hacerla sentirse mal, le daba pavor crearle alguna inseguridad, algo que la hiciese recaer.

—Bien, Franz se ha portado conmigo de una manera increíble. Ha sido mi gran apoyo, mi amigo, mi sostén en esos días, y lo que le hice pasar fue un auténtico infierno, Kat. No sé si me lo podrá perdonar algún día y, a pesar de todo, duerme a mi lado cada noche, me acompaña durante todo el día y me hace sonreír a cada minuto.

—Nastia, no sé si es buena idea. Por tus palabras veo que sigues enamorada de él, y no sé si eso te hace bien.

—No me has entendido. Hace un año, Franz podía dormir con nosotras y ni de lejos podía pensar que significara algo más. No lo entiendo, Kat, en serio, pero, a pesar del calvario que ha vivido, está enamorado —terminó por revelarle aquella verdad, que llevaba latente un tiempo y que, tras su salida de la clínica, le había confesado una noche. Anastasia no podía creerlo; el sueño de toda su vida, desde que lo conoció, aparecía…

—Nunca te había visto de esa forma y no quiero que pienses cosas raras, como que te digo esto por pena o gilipolleces de esas. Tú siempre has estado a mi lado, con la lesión, compartiendo importantes momentos de mi vida y, aunque no quiero herirte, me has hecho sufrir mil vidas en una. —Ella, nerviosa, tragó saliva. Ni en todas las vidas juntas tendría tiempo suficiente para pedirle perdón—. Pero entonces pasó, todo cambió. No sé decirte qué momento fue o qué día, lo único que puedo decirte es que te quiero como jamás he querido a nadie. Contigo he aprendido que en al amor no todo es felicidad y buenos momentos. Vendrán días arduos, difíciles y los problemas nos acompañarán, pero no me pierdo ni uno solo de esos por nada del mundo. Anastasia, sé que siempre te querré y solo espero que tú desees pasar conmigo el resto de tu vida. —La emoción embargó a la chica, que no dejaba de llorar.

—Mi sueño hecho realidad… —dijo, conmovida, cuando Franz le dijo que la quería—. Yo no sé cómo empezar a pedirte perdón por todo lo que te he hecho sufrir y…

—No, nada de perdones ni arrepentimientos. En esta cama no cabe la amargura ni los reproches —la interrumpió.

—Ya no soy capaz de localizar el día en que me enamoré de ti y, aunque sé que no me merezco que me ames tanto… —Él fue a reprocharle su actitud de nuevo, pero ella le silenció los labios con el dedo—. Soy incapaz de alejarme de ti. Eres mi roca, mi bastón, mi fuerza, y yo solo anhelo pasar cada día de nuestras vidas haciéndote tan feliz como tú me haces a mí, olvidando el dolor que hemos atravesado con cada beso, cada palabra y cada caricia de la que solamente tú eres y serás el dueño. —Tumbados en la cama, acababan de confesarse un amor que había estado latente como el volcán dormido que espera su turno para explotar. Suspiraron, exhalando un aire que llevaban tiempo conteniendo, y se besaron por primera vez, sin prisa, impacientes, ansiosos de empezar una nueva vida desde aquel instante.

—¡Dios mío, Anastasia! ¡No sabes cuánto me alegro por los dos! Y claro que se entiende. Cariño, eres una persona maravillosa, aunque hayas pasado por lo que has pasado. Sigues siendo nuestra Nastia, te mereces toda la felicidad del mundo.

—Para, o me vas a hacer llorar —la interrumpió, con la emoción que le latía en el pecho—. Sabes que nos tendrás siempre, ¿verdad?

—Lo sé, en unos días hablamos —le dijo, dando por zanjada la conversación, que empezaba a agobiarla. La congoja estaba ahí, la tenía asustada por mucho que quisiera disimular, pero, cuando estás con gente que son tu familia, no puedes esconderla.

***

Entraron en la consulta del médico agarrados de la mano. Esa mañana habían hecho el amor como si quisieran decirse cuánto se querían y cómo necesitaban de la respiración del otro para seguir adelante. Se sentaron frente al doctor, que les estrechó la mano con fuerza. Katerina quiso adivinar los resultados por el semblante del médico, pero era de aquellas personas capaces de esconder sus emociones perfectamente. Alzó la vista de los papeles y la fijó en el paciente.

—Puedes estar tranquilo, todo ha salido bien. —A Aleksei se le escapó un gemido en un suspiro, mientras se tocaba la frente interrogando al médico con los ojos. Este asintió, sonriéndole, y él sintió cómo Katerina le apretaba la mano, presa también de una mezcla de emociones. Se giró para mirarla, con una corriente de alivio que le recorría el cuerpo. Ella le devolvía la sonrisa con una risa nerviosa que vibraba en su pecho y, lentamente, titubeando hasta que hallaron el valor de hacerlo, se abrazaron. No supieron decir cuándo salió el doctor de su propia consulta para dejarles ese momento de intimidad que necesitaban. A Aleksei se le escaparon las lágrimas que llevaba días ocultando para no desanimar a su madre ni a Kat. Aún le costaba entender cómo había sido posible vivir sin ella durante tanto tiempo, y ella no dejaba de pensar en cómo el brillo de su fulgurante mirada conseguía alejar cualquier temor que surgiese.

—Mi vida, ya pasó todo… —le dijo, con los ojos humedecidos tras la lenta agonía de no saber cómo iba a salir la analítica. Aún con los nervios a flor de piel, trató de consolarla. Kat temblaba en sus brazos por el incontenible llanto que le estaba empapando la camisa. Se separaron y se besaron entre risas y llanto, emocionados y aliviados. A los pocos minutos, el médico entró de nuevo, lo felicitó por los resultados y le recordó que debía seguir con el tratamiento, como habían acordado, por dos años más, y no saltarse ninguna revisión. Y, aunque la enfermedad podría volver de nuevo en algún momento, eso nadie le podía asegurar que no ocurriese, pero junto a Kat se sentía más fuerte y capaz de enfrentarlo todo. Quizá los días anteriores a una nueva analítica, se mostrase reservado y callado, pero ella estaría a su lado, comprendiéndolo y apoyándolo. Estrecharon la mano del médico y salieron de la consulta tan juntos como entraron.

Lena esperaba angustiada en la sala de espera y, cuando los vio salir llorando, se temió lo peor. Aleksei llegó corriendo hasta su madre, a la que abrazó y dijo que todo se había acabado. Una estupefacta Lena no entendía nada, hasta que le confirmó varias veces que estaba sano y libre del maldito cáncer. Su madre suspiró de puro alivio, sonriéndole y juntando sus lágrimas con las de su hijo. Cuando se levantó, fue hasta Katerina, que los miraba tapándose la boca para acallar los sollozos. Se abrazó también a ella, hasta que Aleksei las rodeó con sus grandes brazos y les susurró palabras de amor a las dos mujeres de su vida.

Una semana más tarde, regresaron al hogar de Kat. Quedaron con Anastasia y Franz y celebraron muchas cosas: que Aleksei estaba curado, que Anastasia había abandonado la clínica —aunque seguía yendo a terapia—, que los amigos de Kat no dejaban de verse en los ojos del otro; también celebraron el tremendo éxito de Kat en Nueva York… Celebraron, en definitiva, la vida y el amor. Franz decidió dejar la compañía, aunque Anastasia no lo aprobaba, pero respetó su decisión. A él no le hacía faltar saltar de escenario en escenario; en los meses que Anastasia había estado ingresada, su perspectiva de la vida cambió. Era feliz junto a ella en aquel pequeño pueblecito de Viena, enseñando a pequeños en una academia de danza. En cuanto a Kat, regresó a Nueva York días después para reincorporarse a su trabajo. Colin se quedó pálido cuando le contó todo lo que había pasado mientras estaba lejos y conoció por fin, a fondo, a Aleksei, al hombre que había conquistado a la estrella del ballet, que brillaba con luz propia.

Una noche, tras la función de Kat, volvieron a casa paseando. Ya era primavera y la sensación era agradable. Colin se fue a celebrar el cumpleaños de un compañero de la compañía para dejarles intimidad en el apartamento. La bailarina estaba agotada y se abrazó a Aleksei, mientras caminaba con la sonrisa en su rostro. En ese momento, tenía todo lo que deseaba: el ballet y a él. Cuando regresaron a casa, no llegó al sofá, pues Alek la retuvo en sus brazos.

—Tengo una sorpresa para ti —le susurró cerca del oído. Ella se separó de su caliente pecho para mirarlo; él se alejó de ella y fue hasta la pared cercana al enorme ventanal que cada día llenaba de luz el apartamento. Kat no se había fijado en que había algo en la pared, cubierto con una tela. Aleksei le ofreció la mano y ella, dubitativa, caminó hasta ella y se la estrechó. Quitó aquel pedazo de tela, que tapaba un cuadro, y Katerina se quedó con la boca abierta—. «Desearía tener este paisaje cuando esté lejos de aquí. El río, los pájaros, la verde hierba…». ¿Recuerdas tus palabras? —Con los ojos vidriosos, miraba a una incrédula Kat—. Yo solo he añadido lo que termina por darle hermosura al paisaje. —Ella negaba con la cabeza, con un par de lágrimas que se deslizaban por sus mejillas. La imagen era una fotografía del bosque de Katerina; a un lado se vislumbraba la pradera en la que tantas veces había recogido flores y por la que se había tirado como una niña pequeña, junto a él. Al otro lado, en el cielo azul, se veían los pájaros, que le recordaban el dulce canto con el que cada mañana daban la bienvenida; el río azul, tan vivo que podía escucharse el rumor del agua, y ella, sentada en el medio.

—No sé cómo demonios lo haces; cada día creas un nuevo recuerdo que albergará mi corazón hasta el día que me muera —contestó ella en un leve susurro, emocionada. Aleksei tiró de ella y la abrazó junto a la fotografía de su hogar, que la acompañaría siempre que estuviese lejos de él.

—Nada comparable a todos los que nos quedan por crear. —Y aunque le sonara totalmente cursi, así se sentía cuando estaba junto a ella. Le sonrió antes de entreabrir los labios para buscar los de ella, que, de puntillas, trataba de llegar a su boca. Se mecieron en una leve caricia, como si algún viento pudiese moverlos, y una vez más se amaron hasta la extenuación.

***

Kat pudo coger unos días de vacaciones, que aprovecharon para volver al hogar de Viena, donde pasaron los mejores días que pudieron recordar. El padre de Kat apareció para volver a ver a su hija y agradecerle a Aleksei cómo cuidaba de su pequeña. El bailarín, al principio, dudó de sus palabras, pero, al ver cómo se comportaba con su hija, comprendió que había cambiado. Se marchó a visitar a su familia en Rusia, y de nuevo se quedaron solos. Una mañana de primavera, salieron en dirección a ese bosque que tanto les había aportado, su lugar mágico y especial.

—Bendito Tchaikovski —murmuró Aleksei con Kat tumbada con la cabeza en sus piernas, mientras ella daba vueltas a una flor edelweiss que él mismo le había dado antes. Elevó los ojos y lo miró con el ceño fruncido—. Si no hubiese compuesto El lago de los cisnes, nunca me habrían contratado como coreógrafo y no te habría conocido. —Ella se rio de su comentario absurdo, antes de que él posara suavemente sus labios contra los de ella.

—Y pensar que no te soportaba antes de conocerte —musitó ella, recordando cómo su padre la había obligado a leerse la biografía del bailarín. Él se rio, encogiéndose de hombros, antes de darle un nuevo beso y otro, y otro, hasta que la alzó en su regazo y prolongó los besos, haciéndolos más largos e intensos.

—No sabes cómo me alegro de haberte encontrado, ballerina. No sé si fue cosa del destino o porque no podía ser de otra forma.

—«Lo que todas las personas tenemos en común no es el espíritu, sino el destino» —le recordó, emulando a la gran emperatriz de Austria, que amó y sufrió en la misma medida. Aleksei le sonrió pronunciando las palabras que eran propias de ella.

—«Te conecto». —Ella agarró su cara con las manos y rozó su nariz con la de él—. Nosotros somos mucho más, siempre.

—Lo sé.

Y ya no hubo tiempo para dudas, preguntas, miedos o inseguridades. Eran Aleksei y Katerina, dos personas unidas por el hilo de la conexión mágica del ballet, que latía en sus venas desde el momento de su nacimiento. Siempre habían estado unidos, a pesar de la distancia, las peleas, los celos, las terceras personas, el dolor, los miedos… Esta vez empezarían de nuevo algo que había comenzado hacía años, antes de ser siquiera conscientes. Y, aunque a ella le costó un poco más creer en esa conexión que supuestamente los había unido, en lo que creía, sin ninguna duda, era en el amor que los unía cada día, en los momentos de intimidad compartidos cada noche, en los abrazos que recuperaban tras las largas semanas separados por sus respectivos trabajos, en los besos de la mañana, que duraban todo el día.

Y poco más quedaba ya por decir: se enamoraron, se quisieron, se pelearon, se reconocieron, crecieron, vivieron alejados, se desearon en la distancia, regresaron atados por el hilo… No se ponían de acuerdo en cuanto al momento en que se habían enamorado. Aleksei apostaba a que había sido aquella primera vez que elevó a Kat en alto en el ensayo, cuando la conexión se hizo patente para ambos y los unió para siempre. Katerina se reía medio avergonzada cuando proclamaba a los cuatro vientos aquella declaración tan ñoña, aunque en el fondo se derretía por su romanticismo. Y, aunque ella también sabía que había sido en ese momento, le gustaba llevarle la contraria y descolocarlo. Por eso le aseguraba que se habían enamorado mucho después, en su casa de Viena, en la barca que los había mecido una soleada mañana de invierno, en los recuerdos que habían creado juntos… Y así fue como una pequeña ballerina soñó muy alto y muy fuerte, y a pesar de las traiciones, las mentiras, el dolor… consiguió hacerlos realidad. Creció, se hizo fuerte y así seguiría, no por él sino con él; pues no se puede crecer por el otro, sino junto a él. Y Katerina volaría siempre muy alto, deslumbrando, pues sabía que, si caía, Alek siempre la recogería y volvería a elevarla en posición de arabesque, como aquella primera vez.

FIN

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