Ballerina

Ballerina


ACTO IV » 27

Página 32 de 41

27

Un año después

Nueva York era la ciudad ideal. Katerina levantó la vista hacia el edificio Metropolitan Opera House y sonrió. Era primera bailarina de una de las compañías más importantes del mundo. No era la primera vez que confiaban en ella, pues un año antes había estrenado El lago de los cisnes con otra compañía internacional. Aquello había sido el trampolín para otras compañías; por eso, cuando la llamaron para ofrecerle aquella oportunidad, vio que sería un cambio de aires que daría un giro radical a su vida. Tras la amarga despedida en el puente de Zúrich, había regresado al hotel, donde se había pasado dos días llorando junto a Anastasia. Aleksei desapareció de su vida como si jamás hubiese pasado por ella. Su amiga la ayudó a expulsar el dolor y, en los momentos en los que se serenaba, analizaban su situación…

—Quizá sea lo mejor, Kat. —Ella la miraba con los ojos anegados en lágrimas, sin comprenderla—. Quiero decir… él acaba de pasar por un duro golpe y, después de todo, no ha sido una despedida definitiva, según me dijiste por el rollo ese del hilo y la conexión, ¿no?

Katerina no quería pensar, se sentía frustrada y dolida. Cuando llevas más de treinta horas llorando, es difícil volver a conectar con la realidad. Anastasia fue estricta con ella horas antes de volver al ensayo general.

—En pie, vas a ducharte, a vestirte, desayunaremos y volveremos al trabajo. La vida sigue su curso, Kat. Puede que te hayas enamorado por primera vez y sientas que el mundo se está derrumbando a tus pies, pero vendrán más que te harán sentir igual. —La bailarina sentía náuseas al pensar en otro hombre besándola o abrazándola. Se enfadó con Nastia por valorar tan pobremente su historia con Alek. Ella le había contado detalle a detalle lo sucedido con él, lo que ambos sintieron.

—¡Tú no sabes nada! ¿Acaso te has enamorado alguna vez así? No, porque tú vas de bailarín en bailarín sin durar más de dos meses. No te aferras a nadie, no sientes —le espetó, con toda la rabia que le hervía en las venas. Su amiga, con paciencia, se sentó en la cama y le confesó lo que llevaba oculto hacía tiempo.

—No, ¿eh? Llevo años enamorada del mismo hombre con el que estudiaste en la academia; años viendo cómo se enrolla con una tras otra, así que ¿por qué iba a ser yo la santa devota, enamorada como una idiota, de Franz? Empecé a salir con unos y otros solo para llenar espacios físicos, pues el emocional solo pertenece a uno, a él. Lo único que puedes hacer es seguir, apartar de tu mente a Aleksei y seguir sobreviviendo. Espero que lo hagas con más dignidad que yo. Cada vez que lo veo con una chica colgada de su brazo, deseo morirme. Esto no mejora, Kat. Cuando llega esa persona y no estáis juntos, es una mierda. —Se quedó petrificada, pues jamás se había percatado de sus sentimientos. Se dejó caer en la cama junto a ella, y la acarició para que, si así lo deseaba, llorase con ella—. Es inútil, Kat, no me quedan lágrimas que derramar. Franz no me ha mirado así nunca y, aunque quisiera decirte que duele menos, no es verdad. Pero he llorado todo lo que debía. —Apoyó su mano sobre la de Anastasia y le besó el pelo por encima de la oreja.

Se abrazaron un rato antes de volver al trabajo. Katerina también derramó todas las lágrimas que le quedaban por él. Ese día el ensayo fue mejor, estaba un poco más concentrada y poco a poco fue mejorando. Siguieron con la gira, viajando sin parar, atendiendo a los medios de comunicación y andando un paso detrás de otro. Regresó a su casa semanas después y se encontró con su padre, que seguía pendiente de ella, pero la distancia le había dado más fuerza y ya no se sentía tan desvalida en su presencia.

Cuando la oferta de Nueva York llegó, su padre quiso hacer las maletas inmediatamente para seguirla en su ascenso triunfal. Aquel fue el momento en el que Kat rompió con él de una vez por todas.

—Papá, te quiero. Sé que no has sido el padre que me merezco, pero no te culpo por ello, ya no. —Comenzó a soltar el lastre que llevaba años tirando de ella.

—¿De qué demonios hablas, Katerina? —preguntó, enojado.

—Me refiero a que, cuando mamá murió, todo se vino abajo. No eras el hombre sonriente que miraba con los ojos arrebolados de un amor puro, ni el que me llamaba Kat dulcemente. Durante años has sido el padre hosco, tirano y dictador que puso un muro entre su hija y él. Y ¿sabes qué?: yo no me lo merecía, papá, no tuve la culpa del accidente de mamá. Yo también perdí un pilar importante de mi vida, y la única persona que me quedaba en este mundo me trataba con frialdad, como si no le importase en absoluto.

—Yo… no sé de qué estás hablando. Mejor ve a hacer las maletas y deja de decir tonterías. —Su padre se puso a rebuscar en el cajón donde guardaba los pasaportes. Katerina se acercó a él, agarró su mano y negó con la cabeza.

—No, papá, ya no. Ahora me toca a mí vivir mi vida como yo decida, sin presiones ni miedos a engordar un gramo. Me toca por fin ser libre y disfrutar de mi carrera, que está despegando. Quiero ser simplemente Katerina, la niña que corría sonriedo por los campos vieneses mientras cogía flores, la que metía los pies en el arroyo de al lado de nuestra casa y chillaba de emoción. Quiero ser de nuevo esa chica, pero necesito hacerlo sola. Al menos por ahora, papá —le dijo al final, suavizando las palabras al ver el brillo en los ojos de su padre. Debía ser clara y directa, pero a la vez no quería hacerle daño, no el que él le había hecho a ella durante años. El señor Solokov se alejó unos pasos, se tocó el mentón y comprendió.

—Sé que no me he comportado como te mereces, pero solo mirarte era ver a tu madre. Me dejó cuando más la necesitaba, yo no entendía de niñas, lacitos ni tutús. No sabía cómo tratarte, cómo verte sin que me doliese el alma. —Se le quebró la voz sin que pudiera seguir hablando.

—Lo sé, papá, y por eso creíste que la indiferencia era lo mejor, pero fue lo peor. Yo no necesitaba a un profesor que me guiara, para eso ya tenía a los de la academia Simplemente necesitaba una caricia, una frase a liento, a mi padre. —Las lágrimas se escaparon de los ojos de ambos y, contra todo pronóstico, se fundieron en un abrazo. Katerina lloró por todos los abrazos que él le había negado durante años, por las risas que no inundaron su casa, por los besos que se quedaron suspendidos en el aire. Aún les quedaba un largo camino por recorrer, muchas conversaciones pendientes, reproches, gritos…, pero ahora era el momento de la bailarina.

Y, por fin, libre de lastres y de cargas, Katerina se marchó a Nueva York. Dejó atrás su primer ballet como prima ballerina, a Franz ya recuperado, pero tomó la vuelta a los escenarios con calma, a su mejor amiga, que cuidaba del hombre que amaba en silencio, y a su hogar en Viena. Se fue a la ciudad de los rascacielos junto a su compañero Colin, del que se había hecho inseparable desde la gira.

—¿Preparada, compañera? —La rodeó con el brazo antes de subirse al taxi que los llevaría al aeropuerto. Ella lo miró indecisa, suspirando. Su padre rozó su hombro y ella se giró antes de darle un caluroso abrazo con los ojos cerrados. Quiso retener en él todo lo bueno que había venido después de su sincera charla. El señor Solokov le habló mucho de su madre, de lo que la apasionaba la danza, de su eterna sonrisa y cuánto amaba a su hija. Fueron días de reconocerse nuevamente, de reencontrarse, abrazarse, quererse, besarse y apoyarse. Su padre entendió que no podía vender la casa de Viena, y de hecho le aseguró a su hija que iría a menudo para enfrentarse a los fantasmas que habían poblado su vida.

Tras separarse de él, fue hasta Franz y a Anastasia, que la miraban entre orgullosos y tristes. Los tres se abrazaron, diciéndose muchas cosas con el cuerpo. Katerina consiguió alejarse de ellos, pidiéndoles una promesa de ir a verla. Sus amigos asintieron y le dieron un beso en la mejilla cada uno. La bailarina caminó de espaldas, acercándose al taxi y reteniendo en su retina la imagen de sus mejores amigos, que se dieron la mano sin mirarse. Kat deseaba que aquello tuviera algún significado, pero prefirió no hacer ninguna señal a Anastasia; esta simplemente le sonrió, antes de lanzarle un beso con la sonrisa dibujada en el rostro. Se dio la vuelta, besó a su padre por última vez y entró en el taxi.

Y allí empezaba su nueva vida, en un apartamento de la Quinta Avenida, junto a la persona que menos esperaba. Colin era la viva imagen de la felicidad, siempre sonriente; por muy cansado que estuviese, nunca se le notaba. Cuando notaba que la nostalgia atacaba a su compañero de piso, hacía cualquier tontería para hacerlo reír. Muchos pensaron que era pareja, incluida la prensa del corazón, pero, cuando les hacían ese tipo de preguntas, ellos se miraban cómplices y sonreían, lo que dejaba la duda en el aire. Sin embargo, una mañana de mayo, ni siquiera sus payasadas consiguieron animarla. Había salido a hacer footing y, al pasar por un quiosco, una imagen la detuvo. En ella aparecía el bailarín Aleksei Ivanov, de treinta años, en una rueda de prensa. Kat cogió el periódico con manos temblorosas, y sintió cómo el corazón se le paraba al verlo de nuevo. Anunciaba, según la publicación, su retirada definitiva de los escenarios: nada lo vincularía al mundo de la danza a partir de entonces. No pudo seguir leyendo por más tiempo; entre otras cosas, porque el quiosquero le exigió que pagase para seguir leyendo. Pero Kat no quería hacerlo; ver de nuevo a Alek le había afectado mucho, y la noticia le cayó como un jarro de agua helada. La danza era una de sus pasiones; cuando tuvo que dejar de bailar profesionalmente debido a la lesión, sufrió por ello. ¿Por qué diantres lo dejaría para siempre?

Caminó sin rumbo un par de horas, rememorando la sonrisa de Alek, las arrugas que se formaban en su cara cuando se concentraba, el tacto de sus manos, sus ojos rebosantes de esperanza en la casa de Viena, los abrazos en los que se fundían y se convertían en una sola persona, y sus «te quiero, ballerina». Horas más tarde, entró al apartamento cabizbaja y hecha polvo; había vuelto a llorar al recordarlo. La herida que pensaba curada simplemente estaba escondida. Kat había luchado por el bienestar, por el olvido, por sanar una herida que dolía más que ese mismo olvido; pero las heridas, a veces, se abrían de par en par sin previo aviso y, por mucho hilo que pusieras en la aguja, no se puede coser lo que un día la causó. El problema era que ella creía vivir con ella ya cosida, cuando apenas estaba remendada. Únicamente había encontrado un equilibrio entre su vida anterior y la nueva, un equilibrio que la hacía sentirse bien cada vez que respiraba, sin que el dolor bajo las costillas la atizara día tras día.

—¿Kat? —La voz de Colin fue el resorte que hizo estallar las emociones que llevaban enjauladas meses. La bailarina se dejó caer al suelo, de donde fue recogida por él, que la atrajo a su regazo y la consoló, calmándola con palabras amables. Le decía que todo estaría bien, que sacara todo lo que la ahogaba y que él estaría ahí para ella siempre. Y Katerina lloró de nuevo, tras meses de no hacerlo, después de creer que se había arrancado del alma a Aleksei. Se aferró a la camisa de Colin desesperada, sintiendo cómo la herida se descosía puntada a puntada.

—Yo… lo siento. —Sorbió por la nariz, y se separó del pecho de Colin, que la apresaba en sus brazos. Él negó con la cabeza y volvió a tumbarla sobre él.

—No hay nada que sentir, aquí somos libres, Kat. Aquí se puede sentir todo sin pedir perdón —le respondió.

Su madre escribía frases de la emperatriz de Austria, a la que idolatraba tanto como su hija. Kat recordó, entonces, una de aquellas frases escritas, del puño y letra, de la gran Valèrie Solokov en ese diario, del que no se separaba. «Las verdaderas lágrimas no se pueden llorar. Y las que se vierten se vierten todas en vano».

Ir a la siguiente página

Report Page