BAC

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Capítulo 1

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Capítulo 1

Dieciocho, diecinueve y… veinte. Otra serie acabada. Tan solo le faltaban dos para cambiar a la elíptica. Mientras Diego recuperaba el aliento tras el esfuerzo, dio un repaso a la gente que tenía a su alrededor. Deformación profesional.

Un musculado cuarentón situado a su derecha llevaba casi media hora machacando pectorales. Diego había verificado que al final de cada dos series de veinticinco repeticiones aquel señor cogía su móvil y revisaba con ansia los mensajes. Algún día lo había visto haciéndose fotos. La alianza de su mano izquierda, los tatuajes de sus piernas con dos nombres de mujer, Ainhoa y Tania, delataban su estado civil y su más que probable paternidad.

– Un casado con un lío, ¿quién manda selfies desde el gimnasio a su esposa...? – pensó Diego, mientras se secaba el sudor de la frente y sonreía.

Justo enfrente suyo, una joven de unos veinticinco años, morena, esbelta y con unos enormes pechos operados corría en la cinta mientras escuchaba música con unos cascos SuperBass de color azul eléctrico. Los colores chillones de su vestimenta, el estilo de sus tatuajes, aquel moño alto y, sobre todo, el descaro con el que miraba a los hombres de la sala mientras mascaba chicle le adjudicaban su condición de chica atrapada por la moda choni. Choni de barrio alto, pero choni, al fin y al cabo.

A Diego se le daba bien analizar el comportamiento de la gente. Era parte de su trabajo, como decía él, era un don. Trabajaba desde hacía tres años en la brigada criminalista de los Mossos d'Esquadra en Barcelona.

– Sí... como los de Mentes Criminales… – solía repetir con ironía Diego cuando surgía el tema y explicaba a alguien como se ganaba la vida. – Igualito…

La visión sesgada que tenía la mayoría de la gente sobre el trabajo policial e investigativo a veces le hacía reír. Tiempo para otra serie de abdominales. Contaba mientras seguía observando a su alrededor en cada pausa. Uno de los habituales del gimnasio, un enorme mulato, musculado y con una perpetua sonrisa, hablaba con una de las monitoras de CrossFit del gimnasio en un rincón de la sala.

– Ya está pillando otra vez. – pensó Diego.

Lo había apreciado en otras ocasiones, generalmente los viernes. La monitora se acercaba al mulato, quien desaparecía durante unos minutos y volvía con una pequeña toalla enrollada que entregaba a la monitora. Pastillas, éxtasis o algo similar. Algunas vigoréxicas como aquella monitora solían llevar un ritmo de vida al estilo de los SEALS del ejército americano. Durante el fin de semana estaría de fiesta en fiesta hasta altas horas de la mañana, atiborrada de pastillas o cocaína para no notar el cansancio y poder seguir el ritmo.

Aquel gimnasio, al que solía ir tres días en semana, era uno de los más exclusivos de la parte alta de Barcelona. Frecuentado por ejecutivos, esposas de ricos, algún hijo o hija de papá que ni trabajaba, ni pensaba en hacerlo y, sobre todo, gente de buen ver. Era conocido por ser uno de los gimnasios donde más se ligaba de la ciudad. Aún recordaba sus primeros días en el gimnasio con frecuentes paseos de señoras ricas y ociosas curioseando a su alrededor mientras hacía sus ejercicios. Las risitas, comentarios entre susurros y miradas de arriba a abajo fueron constantes durante unas semanas.

– Diecinueve y… veinte. – contó Diego de nuevo.

Un minuto de descanso y a por la última serie. Aún no tenía el tono físico de antes del accidente, pero no le quedaba mucho para recuperarlo. Solía llamar accidente al balazo en el hombro que recibió dos meses atrás.

– ¡Joder, como pasa el tiempo! – pensó Diego.

Tras finalizar sus ejercicios de abdominales, cogió su toalla, el móvil y se dirigió hacia la única bicicleta elíptica libre. Sin darse cuenta tropezó con una mujer, una cuarentona de muy buen ver con la que solía tener aquel tipo de incidentes.

– Esta señora busca rollo. – se dijo Diego.

Subió a la elíptica, mientras con una mueca que pretendía ser una sonrisa, se dirigió a aquella mujer.

– Si no te importa, la uso diez minutos y te hago un gesto cuando acabe. – dijo Diego, tuteándola.

Diego necesitaba llegar a su trabajo sobre las once de la mañana y ella tendría el resto del día para seguir buscando rolletes. No solía establecer conversaciones con los compañeros de gimnasio, pero prestaba atención a lo que se decía a su alrededor. El volumen de la música que salía por los altavoces le obligaba a afinar el oído.

Había escuchado varias conversaciones sobre aquella voluptuosa mujer, Beatriz, la del Kompressor, en alusión a su Mercedes, un coche de gama alta que aparcaba ocupando dos plazas del parking para evitar que se lo rayaran. Conversaciones en las que los jóvenes y musculados ejecutivos se vanagloriaban de sus escarceos sexuales con la señora Puigmajor, alias Kompressor, después de salir del gimnasio. Por lo visto, los tropiezos por los pasillos o en la zona de máquinas era el método que usaba para entablar una inocente conversación que a veces conducía a un final feliz en su ático de la parte alta de la Bonanova, donde convivía con su marido, un acaudalado empresario.

Intentó concentrarse en el cronómetro de la elíptica e incrementó un nivel la dureza del ejercicio. Casi no notaba el dolor en el hombro.

– Esto es buena señal... – pensó, mientras seguía con la mirada a la mujer que acababa de entrar en la sala.

Se trataba de una esbelta rubia, con cuerpo atlético, muy atractiva. Pero aquellos no eran los únicos motivos que le llamaban la atención. La había visto algunas veces por su oficina, pero no estaba seguro que perteneciese a los Mossos. Iba vestida con ropa de calle y hablaba animadamente con dos de los monitores. La había visto también por el gimnasio, pero hacía tiempo.

– Tal vez sea abogada o procuradora. ¿Será una agente o quizás la mujer de algún compañero? – se preguntó Diego.

Intentó disimular disminuyendo la resistencia de la elíptica para que no fuese tan evidente que la observaba. Habían coincidido varias veces en el gimnasio durante una temporada, tiempo atrás, pero desapareció, dejó de verla.

– Pip, pip… ¡piiiip! – avisó la máquina emitiendo un sonoro pitido.

Mini sesión de elíptica finalizada. Por un momento, mientras seguía observando a la mujer rubia, Diego casi olvidó de avisar a Beatriz, la Kompressor. Era consciente que aquella señora llevaba un rato mirándole atentamente, pero tenía la sensación que no era por usar la elíptica, ya que dirigía su mirada insistentemente hacia una parte de su anatomía que se marcaba en su pantalón malla.

Recogió la toalla mientras seguía con la mirada a la rubia, que continuaba hablando con los monitores, y se dirigió a la ducha. De repente, notó que alguien se acercaba hacia él por detrás, casi corriendo. Giró su cuello lo suficiente para ver por el rabillo del ojo a Beatriz-Kompressor. Cuando Beatriz lo alcanzó, le tocó en el hombro, Diego se detuvo y se volvió hacia ella.

– Perdona, creo que te has dejado esto. – le dijo Beatriz con un marcado acento catalán. – Ostras, muchísimas gracias, menos mal que te has dado cuenta. Si lo olvido me matan. – contestó Diego con una sonrisa natural esta vez.

Había perdido tres móviles en el último año, y era el del trabajo. Su jefe estaba un poco harto ya.

– ¡Me has salvado de una buena bronca, te debo un refresco! – dejó caer Diego.

Con una expresión casi gatuna, los ojos muy abiertos y los labios apretados, Beatriz contoneó su cuerpo de forma que Diego dejó de mirar sus ojos para centrar su atención algo más abajo. Beatriz era muy consciente que sus pechos eran lo más llamativo de su menudo cuerpo y no dudaba en usarlos para llamar la atención. Diego estaba absorto cuando Beatriz le contestó.

– Me gusta que me tuteen... Y lo del refresco, te tomo la palabra… ¡guapo! – le dijo Beatriz, con una sonrisa pícara tocándole el brazo derecho.

Aquello sonó como un "Ya te lo recordaré, no te preocupes" en los oídos de Diego. Miró el reloj del pasillo y vio que marcaba las diez y veintitrés minutos. Se despidió de ella con un brusco saludo con la mano y se encaminó sin mediar palabra hacia las duchas, mientras ella se quedaba con una frase preparada en su boca entreabierta.

– Mierda, ¡voy a llegar tarde! – pensó Diego mientras se desnudaba en el vestuario.

Fue una ducha rápida, se vistió sin preocuparse demasiado de cómo le quedaba la ropa, se peinó con las manos y, a paso ligero, se dirigió al parking del gimnasio mientras consultaba las notificaciones de su móvil. Ocho llamadas perdidas, cuarenta y dos mensajes de WhatsApp, dieciséis de Telegram, dieciocho correos electrónicos y las eternas actualizaciones pendientes de una gran cantidad de aplicaciones. Decidió que los miraría en la oficina. Se colocó el casco y montó en su Burgman.

A las once y un minuto, Diego entraba por la puerta principal del edificio, saludando a los agentes de policía que montaban guardia en la entrada. Su puesto de trabajo estaba situado en la tercera planta, le daba tiempo a subir en ascensor, así podría revisar sus mensajes. Otra despedida de soltero, otro amigo más que se casaba. Tenía el WhatsApp lleno de mensajes con propuestas para la despedida de Ramón, uno de sus mejores amigos. Sin dejar de leer, Diego se encaminó a su despacho, conocía el camino de memoria. Cuando finalmente levantó la cabeza, descubrió que no había nadie en la oficina.

– Coño, ¿qué pasa aquí? – se preguntó, mientras dejaba el casco debajo de la mesa, sobre la papelera vacía.

Su móvil emitió un sonido.

– Otro WhatsApp de la despedida de Ramón. – pensó Diego.

Estaba equivocado, era de su jefe.

– Levanta la vista y mira la sala de reuniones. – decía el mensaje.

Así era su jefe, directo. Su cabeza buscó la sala de reuniones, al fondo de la sala. Estaban todos, y su jefe, mirándolo seriamente desde detrás de la cortina que tapaba la cristalera. Miró el reloj, pasaban solamente tres minutos de las once, no era para tanto...

Al entrar se quedó de pie, en la última fila, mientras su jefe caminaba hacia la mesa frontal y algunos compañeros le saludaban. Con voz solemne, Ángel Pérez, intendente de la brigada criminalística de los Mossos d'Esquadra en Barcelona, comenzó a anunciar el motivo de la reunión.

– Señoras y señores, nos acaban de comunicar que han encontrado muerto en su chalet de Ibiza a Julio Castro, ex-tesorero del Partido Popular y ex-ministro de Hacienda. Según los informes preliminares se trata de un homicidio. – comunicó Pérez al grupo.

Un murmullo se apoderó de la sala, seguido por un silencio que solo se cortó por la tos del inspector Nicolau. La inspectora Olga Fernández fue la encargada de romper el tenso ambiente provocado por la noticia.

– ¿Cuándo ha sido? ¿Qué se sabe de los asesinos? – preguntó Fernández. – Y otra cosa…está fuera de nuestra jurisdicción, ¿no?

– No lo sabemos con certeza, han encontrado el cuerpo esta misma mañana, es lo único que ha trascendido de momento. Como podrán suponer, el incidente ha causado una alarma entre la clase dirigente, que ha movilizado a todos los cuerpos que puedan ayudar a esclarecer los hechos. – continuó Pérez.

El muerto era una de las personas más odiadas por todas las esferas de la sociedad. Dentro de su partido, entre sus contendientes políticos, policías, jueces, abogados, trabajadores, parados… Diego no conocía a nadie que hubiese defendido a aquel personaje. Castro se había hecho famoso al verse implicado en varios casos de corrupción y financiación ilegal de su partido. Era el encargado, según las investigaciones, de recaudar el dinero de los empresarios y repartirlo entre los altos cargos de su partido. Debía haber recibido amenazas a diario, desde que destapó la trama de corrupción política más grande conocida hasta la fecha. El difunto Castro actuó de forma desafiante y arrogante durante las vistas orales en los juicios, pero se derrumbó cuando la jueza que se encargaba de la investigación encontró indicios suficientes para inculparlo por evasión fiscal y prevaricación. En ese momento, como un lobo acorralado, se ofreció a dar nombres y datos a cambio de una rebaja en la petición de condena del fiscal.

El intendente Pérez prosiguió con la explicación, mostrando fotografías del domicilio de la víctima en Ibiza. En lo que parecía un salón, tumbado boca abajo sobre una mesa de billar, se hallaba el cuerpo sin vida del ex-tesorero, con lo que parecía un palo clavado en la nuca. Otra imagen mostraba el cuerpo desde otra perspectiva, más lejana. Estaba semidesnudo, con los pantalones bajados por debajo de las rodillas y con la camisa rota por la espalda. Un sonoro murmullo recorrió la sala de reuniones al verse un plano más corto del cuerpo en la siguiente imagen.

Tenía la palabra corrupto escrita con sangre en la parte superior de la espalda, justo debajo, había otras letras que no se acertaban a leer y, sí, parecía que lo habían empalado con un taco de billar.

– Deu meu! – exclamó el inspector Nicolau, mientras masticaba nerviosamente un chicle.

Diego apostó consigo mismo que no pasarían cinco minutos antes que Nicolau pidiera permiso para abandonar la sala con cualquier excusa. Aquel veterano era un fumador empedernido, un inspector de la policía nacional que pasó a los Mossos d'Esquadra cuando se fundó el cuerpo, y que no había conseguido hacer carrera pese a ser uno de los mejores investigadores de la brigada.

– Desde luego, no parece un suicidio… – dijo Josep Miravet, uno de los expertos en temas informáticos, haciendo gala de un sentido del humor un tanto irónico.

El comentario provocó otro murmullo con risas veladas en el grupo que lo rodeaba, risas que desaparecieron en cuanto Pérez lanzó una mirada inquisitoria al autor de la supuesta gracia.

– Como he comentado antes, se han movilizado miembros de la Ertzaintza, Mossos, Policía Nacional, Guardia Civil e incluso algún experto militar para buscar cualquier clase de pista sobre el terreno. Se trata de una finca enorme y puede ser fácil pasar por alto una pista. – prosiguió Pérez.

Mientras Pérez reanudaba la exposición de los hechos, Diego repasaba mentalmente los datos e intentaba recordar detalles de cuanto había visto en las fotografías, a la vez que observaba a sus compañeros. Disfrutaba intentando adivinar que había detrás de cada gesto, expresión o frase. Las caras de los presentes indicaban gestos de desaprobación, rechazo, sonrisas complacientes, miradas de odio, o simplemente indiferencia. Justo a su lado, el subinspector Salou, le daba un suave un codazo mientras le susurraba algo al oído.

– Anda que movilizan a tanta gente cuando se trata del asesinato de ciudadano de a pie. Cerdos… – le dijo Salou, cuya agria expresión facial denotaba cierta aversión.

Volvió a prestar atención cuando oyó su nombre.

–        Inspector González… – dijo su jefe.

De hecho, su nombre había sido pronunciado dos veces con anterioridad, pero fue la tercera vez, cuando su jefe elevó el tono, lo que ocasionó la reacción de Diego.

– Diga, intendente. – contestó Diego.

Sabía que a Pérez no le gustaba que le llamaran así, de modo que corrigió sobre la marcha.

– Diga, señor. Perdón, estaba pensando en los datos que ha proporcionado. – dijo Diego.

– Le he propuesto para que sea parte del equipo de la investigación del crimen. Estaba comentando que hemos recibido una llamada del Ministerio del Interior pidiendo ayuda para resolver el caso. – continuó con tono solemne el intendente Pérez. – Dada la gravedad del crimen, han contactado con todos los cuerpos autonómicos, pidiendo colaboración en la investigación. Nos hemos comprometido a ayudar en lo que podamos, así que les pido que, hasta nueva orden, dejen todo lo que tengan entre manos y comiencen ahora mismo con este caso. El intendente Quadres les explicará a continuación los pasos a seguir.

Quadres se levantó y se dirigió al frente de la sala. El intendente Pérez le hizo un gesto con la mano a Diego.

– Acompáñame a mi despacho. – dijo Pérez, dando por finalizada su presentación.

Se acercó a Diego y le colocó la mano en el hombro derecho mientras con un gesto de su mano izquierda le indicaba que lo siguiera.

Entretanto, de reojo, Diego vio como Nicolau buscaba algo en su chaqueta con gesto enervado. Nicolau cogió un paquete de tabaco y salió corriendo hacia la calle. Desde que no se podía fumar dentro de los edificios, parecía que tenía el despacho en la puerta del cuartel.

– Diego, creo que puedes ser de gran ayuda en la investigación. Debes ir a Ibiza, te están esperando. – dijo Pérez, cerrando la puerta de la sala de reuniones tras de sí.

Se dirigieron al despacho del Pérez, situado a la derecha de la sala donde el resto de la brigada continuaba reunida.

Diego se mantuvo callado durante unos segundos mientras hacía un repaso mental a la situación. No tenía que avisar a nadie, vivía solo y sin mascotas en un piso de alquiler del Eixample de Barcelona, a apenas quince minutos del trabajo.

– Sí, ningún problema. – aseguró Diego mientras observaba como su jefe buscaba algo entre unos papeles de su mesa.

– Vale… – contestó Pérez sin dejar de buscar.

El jefe de Diego se echó el móvil que llevaba rato buscando al bolsillo y cogió las llaves de un coche del cajón de su mesa.

– ¿Cuándo salgo? – preguntó Diego, mientras se rascaba la cabeza y pensaba en el caso.

Diego pensó que formar parte del equipo que iba a investigar un crimen de aquel calado debería tener peso en los currículos a la hora de lograr ascensos. No era su objetivo, pero lo tuvo en cuenta.

– Hay una avioneta esperando en el aeropuerto de Sabadell, ¿tienes que pasar por casa? Te llevo y hablamos por el camino, Olga vendrá con nosotros, ella será tu enlace en el caso. – contestó Pérez.

– Sí, salimos cuando quieras, gracias. – asintió Diego mientras pensaba que necesitaría algo de ropa. No sabía cuánto tiempo iba a estar fuera.

Pérez envió un mensaje a la inspectora Fernández, que salió de la sala y se unió a ellos. Los tres policías se encaminaron hacia el parking, situado en la planta inferior del edificio. Bajaron en silencio, a toda prisa. Pérez jugueteaba con la llave de su coche. Diego se sentó en el asiento trasero.

Mientras Pérez intentaba ganar algo de tiempo entre el espeso tráfico de la ciudad, la inspectora Olga Fernández revisaba su móvil. Diego y Olga trabajaban en la misma brigada desde hacía poco más de un año.

– Diego, ¿me puedes confirmar tu número de teléfono? Tengo grabados tres números diferentes. Has perdido tantos móviles que no sé cuál es el correcto. – preguntó Olga.

– Es buena, como disimula… – pensó Diego.

La inspectora Fernández y Diego mantenían una relación sentimental en secreto desde hacía unos meses y de momento querían seguir manteniéndola así.

– Es el que acaba en cuatro cero ocho. – dijo Diego mientras le guiñaba el ojo desde el asiento trasero.

Un brusco golpe de volante y el posterior frenazo rompieron el momento de complicidad. Habían llegado al domicilio de Diego. El inspector salió del coche corriendo mientras Pérez encendía un cigarro y gesticulaba a los conductores que tenían que esquivar su vehículo parado en doble fila.

Mientras subía por las escaleras al tercero sin ascensor, Diego saludó a la pareja de ancianos que bajaban por la escalera, echándose a un lado para dejarles paso. Eran sus vecinos del piso de arriba, los señores Camps, un entrañable matrimonio con los que mantenía una buena relación. Abrió la puerta de su piso, introdujo el código de la alarma en el panel de control y se dirigió a la habitación. Sacó una maleta pequeña de la parte superior del armario, la dejó abierta sobre la cama y fue metiendo la ropa en ella con precisión milimétrica. Fue al cuarto de baño, cogió el cepillo de dientes, un tubo de dentífrico empezado y un cepillo de uno de los cajones del lavabo. Después abrió un armario tipo columna situado detrás de él y cogió una maquinilla de afeitar desechable, un bote pequeño de crema de afeitar y un bote de desodorante. Metió todo en una bolsa de aseo y la guardó en la maleta. Antes de salir, cogió una americana que había en un colgador situado junto a la puerta.

– ¡Listo! – pensó Diego, mientras conectaba la alarma y cerraba la puerta de su piso.

Bajó por la escalera con la esperanza de tener que estar pocos días fuera. Los casos de asesinatos violentos solían tener una resolución bastante rápida, según su experiencia. Tal vez los planes que había hecho con Olga para pasar unos días juntos en Grecia la primera semana de agosto tuviesen alguna influencia en sus pensamientos.

Pérez arrancó el motor mientras Diego entraba en el coche, dejando la maleta a su lado.

– Han llamado de la central. La brigada científica de las islas no ha encontrado de momento ninguna pista en la escena del crimen, tampoco testigos que hayan visto nada sospechoso. – comentó Olga.

El intendente maniobró para incorporarse al tráfico. Se dirigieron a la Meridiana para tomar la C-58. A esa hora del día el tráfico aún era fluido por una de las rutas más transitadas de la zona.

Aprovecharon los veinticinco minutos de trayecto para establecer el protocolo de comunicación del operativo. Pérez también aconsejó a Diego sobre algunos temas, sobre todo, el trato que debía tener con algunos de los investigadores que iban a estar en Ibiza.

A Diego le gustaba la forma de trabajar de Pérez. Era directo y nada amante de la burocracia, como él. Acordaron que Olga centralizaría las llamadas e informaría al resto del equipo, de modo que descargaban a Diego de cualquier tipo de distracción. Solo se llamarían en caso de necesidad, nada de innecesarios informes diarios.

Cuando llegaron al aeropuerto de Sabadell, detuvieron el coche en el control de entrada y se identificaron. Hacía muchísimo calor. Se dirigieron en el coche hasta uno de los hangares situados en el sector norte, donde un grupo de personas esperaba junto a una avioneta Cessna Excel.

Al bajar del coche, Diego reconoció de inmediato a un hombre que sobresalía del grupo. Se trataba de Sabino Muguruza, inspector de la Ertzaintza con el que había coincidido en algunos cursillos de formación.

Olga, Pérez y Diego se acercaron hasta la avioneta. Un auxiliar del aeropuerto se acercó y le indicó a Diego que le diera su maleta, tras cogerla, se alejó y la subió a la pequeña aeronave.

El mayor de los componentes del grupo, un señor trajeado de aspecto afable, con amplias entradas en su pelo canoso y gotas de sudor bajando por sus mejillas sonrosadas, se adelantó a los demás y tendió la mano a Pérez.

– ¿Qué tal estás Ángel? ¡Cuánto tiempo! Gracias por venir tan rápido. – dijo, mientras daba la mano y abrazaba a Pérez.

– Bien, gracias por preguntar – respondió Pérez, estrechándole la mano, a la vez que daba un par de palmadas amistosas en la espalda a aquel hombre.

– Gracias a todos por estar aquí.

Buenas tardes. Soy Carlos Santamaría, secretario de Estado de Interior. – dijo con voz solemne y grave. – Les presento. Sabino Muguruza, inspector de la Ertzaintza. Eva Morales, capitán de la Guardia Civil. Eva será la encargada de coordinar la investigación. Álvaro Pons, inspector de la Policía Nacional, experto en delitos informáticos. Diego González, inspector de los Mossos d’Esquadra.

Los investigadores se saludaron entre ellos y Santamaría finalizó la presentación con Pérez y Olga.

– Ya conocen el motivo de esta urgencia. Sobre todo, les pido que no haya filtraciones a la prensa. Llevamos un tiempo con una situación política un tanto inestable, y hechos como este crimen, no ayudan. – comentó Santamaría, con gesto serio y triste a la vez.

El secretario de Interior entregó en mano un dossier a cada uno de los investigadores, mientras se despedía y les deseaba suerte en la tarea. Se dirigió a Diego, lo apartó del grupo.

– Así que es usted el detective que resolvió el caso del asesino del trece. Hizo un buen trabajo de investigación hasta pillar aquel cabronazo. En parte está aquí gracias a eso. Confiamos en su buen hacer. – dijo Santamaría.

– Haré lo posible para ayudar a mis compañeros, no tenga la menor duda. – dijo Diego de forma escueta.

A Diego no le gustaban ese tipo de halagos. Tampoco le gustó que le llamase detective. Zanjó la conversación con Santamaría mediante otro apretón de manos y se giró en dirección al grupo de investigadores. Desde unos metros de distancia, Diego se despidió mediante un saludo con la mano de Pérez y Olga, a la que le hizo el gesto de ponerse un teléfono en la oreja. La llamaría en cuanto tuviese un momento a solas.

Los investigadores subieron al avión. Diego, el último en entrar se sentó en la última fila, en la parte derecha y se colocó el cinturón de seguridad. Sabino y Álvaro estaban comentando algo sobre el caso, mientras Eva encendía un portátil y preguntaba si la avioneta disponía de conexión WiFi. No tenía ganas de hablar, así que cogió su copia del dossier y empezó a hojearlo sin prestar atención, simplemente disimulaba. Observaba a Eva. Finalmente había conseguido averiguar a qué se dedicaba la mujer rubia del gimnasio, la que frecuentaba a veces su oficina. Allí estaba ella, pura elegancia ataviada con un caro traje chaqueta. Sentada ante la mesita desplegada, dando un sorbo a una botella de agua mineral mientras comprobaba unos datos en su ordenador, un MacBook Air de última generación. Tenía clase, era evidente.

Diego pensó que ella no le había reconocido, es más, le dio la sensación que no le había hecho mucho caso cuando les presentaron. No le dio importancia.

El piloto de la avioneta anunció que despegarían en cuanto les asignaran orden de salida en la pista número dos. Dos minutos más tarde, la avioneta inició la marcha para realizar la maniobra de despegue. El vuelo, según indicó el comandante, tendría una duración aproximada de una hora.

Diego imaginó que tendría tiempo suficiente para leer el dossier. Se colocó unos cascos, necesitaba escuchar música. La avioneta era lujosa, no le faltaba detalle alguno. Quiso poner a prueba la colección de música que disponía el equipo de audio del aparato, así que buscó el Death Magnetic de Metallica. El menú era bastante intuitivo, Multimedia, Música, Géneros, Rock, Heavy Metal, Búsqueda por grupos y allí estaban, todos los discos de Metallica, incluso algunos directos. Impresionado, pulsó la tecla random tras seleccionar el que buscaba. Reconoció sin problemas el sonido de la batería de la introducción de Cyanide, subió el volumen, se acomodó en el asiento y entonces sí, abrió el dossier. Consistía en cuarenta y nueve páginas, desglosadas en cinco apartados. La primera hoja era un índice del contenido. Las cuatro siguientes eran la introducción, un resumen de la vida y milagros de Julio Castro Arizmendi. Seguían cuatro páginas con datos más concretos, lugar de nacimiento, familiares, amigos y amigas de la infancia, colegios, instituto y universidad. Diego leía tranquilamente, prestando atención a los datos que le parecían importantes, mientras sonaban los primeros acordes de Broken, Beat & Scarred.

El asistente de vuelo se acercó a Diego y tocándole en el hombro, le hizo saber que iban a servir la comida. Diego estaba tan concentrado que ni había caído en la cuenta que aún no había comido nada. Le pasó una bandeja con una ensalada de pasta y unas pechugas rebozadas, para beber, una botella de agua. Tras darle las gracias, Diego comenzó a comer mientras proseguía con la lectura.

A continuación, ocho páginas dedicadas a repasar la formación académica de la víctima. Una formación envidiable, cursada en las instituciones de más renombre. Desde los Salesianos de Barcelona hasta la Universidad de Cambridge, donde cursó Económicas; finalizando con un master en Administración de Empresas en la prestigiosa universidad de Harvard. Hablaba tres idiomas a la perfección: castellano, inglés y francés.

The unforgiven III, My Apocalypse, The Judas Kiss y The end of the line acompañaron a Diego en la lectura del siguiente apartado, un compendio de veintiocho páginas con un recorrido cronológico de la carrera profesional y política del señor Castro, que había sido asesinado con cincuenta y nueve años y que había comenzado su carrera profesional a los veintiséis, trabajando como consejero asesor en un banco. Castro había sido tentado por la política ocho años más tarde, cuando contaba con treinta y cuatro, siendo presentado como tercer cabeza de lista de los Populares en las elecciones para la presidencia de la Comunidad Valenciana. Así comenzó y, legislatura a legislatura fue subiendo escalones hasta ser ministro de Economía y Hacienda durante seis años. Al final de aquel apartado, una página completa de posibles contactos para obtener más información. El último apartado, que constaba de cinco páginas, fue el que más llamó la atención de Diego ya que contenía una lista de amantes y escarceos sexuales. Aquello era serio, normalmente los familiares o amigos no eran muy dados a facilitar ese tipo de información; pero ahí estaba, un listado de dieciséis nombres, con fechas, datos de contacto e incluso fotos. Continuó leyendo con atención, mientras sonaba The day that never comes. Algunos de los nombres lo dejaron boquiabierto.

– Aquí hay algo que no cuadra… – pensó Diego, a la par que cerraba el dossier, desconectaba los cascos y hacia ejercicios de relajación para el cuello mientras bebía un trago de agua.

Diego sabía que un dossier tan completo no se redactaba en un periodo de tiempo tan breve. Tan solo habían pasado unas horas desde el descubrimiento del cadáver. También le chocaba que el asesinato de un delincuente confeso, con unos quince juicios pendientes por otros tantos delitos, hubiese levantado tanto revuelo y se considerara tan vital, tratándolo como un asunto de estado, involucrando tanto al Ministerio del Interior, como a varios cuerpos de seguridad de varias autonomías. Alguien disponía de mucha información sobre Castro y tal vez temía algún desenlace tras su muerte…

– Llegamos al aeropuerto de Ibiza en unos diez minutos. Por favor, permanezcan sentados y con los cinturones abrochados. Les avisaré de nuevo cuando iniciemos las maniobras de aproximación. – anunció el comandante por la megafonía de la avioneta.

Diego aprovechó para observar a sus compañeros de investigación. Eva seguía con su ordenador, prácticamente en la misma postura, pero se había sacado la parte de arriba de su traje, dejando al descubierto unos bonitos hombros. Se fijó en sus brazos y en el resto de su esbelta figura. Estaba en forma. No iba al gimnasio a pasar el rato. Parecía distante, fría. Le llamó la atención la forma que tenia de juguetear con su pelo mientras leía, con los dedos pulgar, índice y corazón de su mano izquierda rizando su pelo liso en un movimiento que Diego entendió como una forma de distracción para mantener sus manos ocupadas.

– Debe fumar. – dedujo Diego.

Álvaro conversaba de nuevo con Sabino, comentaban la última sección del dossier, concretamente hablaban de la relación extra matrimonial que había mantenido Castro con una de las actrices más famosas y bellas del panorama artístico de los últimos tiempos, Sonia Blanco. Diego también se había sorprendido al leerlo, Castro le doblaba la edad y no era un hombre especialmente atractivo. Diego apreció que Álvaro tenía un carácter abierto, gesticulaba bastante al hablar y escuchaba con atención a Sabino cuando éste tomaba la palabra. Sabino notó que Diego los observaba, pero no le importó, simplemente le sonrió.

Minutos más tarde, la avioneta tomó tierra suavemente y se dirigió despacio hasta una apartada zona con hangares pequeños. Había dos coches, dos lujosos Mercedes clase S de color negro esperándoles junto al hangar más lejano. Diego pudo ver que al lado de uno de los coches había dos hombres, que supuso eran los conductores. Dos hombres fuertes con gafas de sol y un intercomunicador en el oído derecho.

Diego esperó a que los otros tres investigadores bajasen de la avioneta para recoger su bolsa de viaje, la abrió un momento e introdujo el dossier en un bolsillo interior. La cerró, agarró la botella de agua, se puso las gafas de sol y bajó por la escalerilla. Sabino y Eva subieron al primer coche, así que le tocaba compartir coche con Álvaro.

– Tardaremos unos veinte minutos en llegar a la finca, en la nevera tienen refrescos y agua. – dijo el conductor.

Álvaro la abrió y tomó una tónica, Diego una Coca-Cola.

– ¿Qué hace un experto en delitos informáticos en esta investigación? – preguntó Diego, rompiendo el hielo.

– Bueno, no es exactamente así... Trabajo en el equipo informático, pero eso no significa que solo me dedique a ese tipo de los delitos. No he querido contradecir a Santamaría en la presentación. Usaremos la informática como ayuda para la investigación, es una herramienta muy potente, pero eso ya lo debes saber…. – contestó afablemente Álvaro Pons.

Álvaro era un treintañero ataviado con tejanos desgastados, una camiseta negra del grupo Muse y unas deportivas blancas de marca. Medía poco más de metro sesenta y cinco, era delgado, pero fibrado y con la piel muy morena. Lo que más llamaba la atención era el tatuaje tribal de su brazo derecho, que comenzaba en el codo y subía hacia su hombro.

– Sí, entiendo. Veo que han intentado formar un equipo con gente experta en áreas complementarias. Parece lógico. – contestó Diego sin esperar una respuesta.

Diego miró por la ventanilla del coche y advirtió la velocidad a la que se desplazaban. Dos motoristas de la Policía Nacional les abrían camino por la autovía y otros dos cerraban la pequeña comitiva que claramente sobrepasaba la velocidad máxima permitida. Minutos después dejaron la autovía y se incorporaron a una sinuosa carretera, aun así, el ritmo seguía siendo frenético.

– No sé a qué se debe tanta prisa. – comentó Diego a su compañero. – No creo que cinco minutos de diferencia hagan que solucionemos nada… Álvaro le sonrió y sacó su móvil del bolsillo.

– Hey, hola. Sí, estamos llegando. – dijo Álvaro a su interlocutor y prosiguió – ¿Ha llegado el equipo que te pedí? Okey, Pues prepara la conexión segura y llama a Miravet, que vaya filtrando la información. Okey. Gracias. Chao.

Devolvió el teléfono al bolsillo delantero del tejano y se sentó de medio lado, para hablar cara a cara con Diego, que hizo lo mismo.

– ¿Sabes? Castro había sido objeto de escraches, abucheos y amenazas de todo tipo. Twitter y Facebook están plagados de perfiles con comentarios intimidatorios hacia su persona. ¡Hace poco más de media hora que han publicado la noticia de su muerte y el hashtag #CastroNoRobaMas es trending topic! Hemos identificado al menos veinte perfiles de tuiteros asegurando su participación en el crimen, todo y que no ha trascendido la causa de la muerte. Se supone que nadie sabe que ha sido asesinado. Tenemos operativos preparados por toda la geografía de España, esperando a que identifiquemos a los propietarios de los perfiles para proceder a detener y tomar declaración a los sospechosos. También se están revisando todas las cámaras de seguridad de aeropuertos, puertos y peajes en busca que sospechosos, en fin, hay una movilización brutal a todos los niveles a la búsqueda de alguna prueba, algo que nos pueda dar una pista. – concluyó Álvaro, dando un trago a su tónica y lanzando un suspiro.

Diego miró a su compañero de investigación un tanto perplejo por la información que acababa de escuchar. Algo le decía, quizás la experiencia, tal vez el sentido común, que detrás de aquellos perfiles solo encontrarían jóvenes cabreados buscando popularidad en las redes sociales.

Asintió y se rascó la barbilla. Echó mano a su móvil y abrió su cuenta de Twitter. Hacía tiempo que no lo usaba. Buscó el hashtag que Álvaro había mencionado. La cantidad de mensajes que alababan a los asesinos de forma más o menos directa atrajo su atención. Tampoco faltaban los chistes, ni memes, los montajes gráficos con Castro en situaciones supuestamente divertidas. Bloqueó el móvil y lo guardó en su bolsillo. No le gustó lo que leía.

Volvió a mirar de nuevo por la ventanilla del coche.

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