BAC

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Capítulo 35

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Capítulo 35

Sabino y Eva estaban situados al lado derecho de la cama del arzobispo junto a Francisco Montalbán, uno de los forenses. Diego, Olga y Álvaro se hallaban enfrente, en el lado izquierdo. Ander se había colocado a los pies de la cama, donde otro de los forenses tenía instalada una cámara para grabar todo el proceso.

El escenario del crimen era realmente macabro. El cuerpo sin vida del anciano estaba tumbado en el centro del enorme colchón. La cama de matrimonio era una antigüedad con los laterales tallados con escenas religiosas y con los doseles forrados de oro. Una mancha de sangre rodeaba el cuerpo, desnudo a excepción del pequeño taparrabos que pasaba casi desapercibido por la sangre. En el pecho, una palabra escrita en mayúsculas. Cerdo. Un poco más abajo, justo debajo del ombligo, tres letras más pequeñas, pero perfectamente legibles a aquella distancia. Unas iniciales que estaban comenzando a ser sinónimo de terror. BAC. Ambas palabras parecían haber sido escritas con sangre de la víctima.

Montalbán se dispuso a retirar el trozo de sabana que la víctima tenía colocado a modo de taparrabos. Su compañero ajustó el foco que iluminaba el cuerpo inmóvil. La sangre que impregnaba la tela estaba bastante seca y dificultaba la operación, así que le pidió unas tijeras para retirar vendajes. Cuando le proporcionaron la herramienta, cortó el taparrabos cerca de la ingle, apartando los rechonchos muslos.

– ¡Lo que imaginaba…! – comentó Diego alzando una ceja cuando retiraron por completo el taparrabos.

Miró a Eva, con quien había compartido antes sus sospechas. Hinchó su pecho satisfecho al ver el gesto de aprobación de su compañera. Miró también a Olga, que observaba a los forenses casi sin pestañear.

Los genitales del arzobispo no estaban. Los habían cercenado. En el lugar donde debían estar, tan solo había un hueco sanguinolento. La enorme mancha de sangre que rodeaba aquella parte del colchón comenzaba a cobrar sentido.

Sabino sintió nauseas. El olor a sangre y la macabra escena hicieron que se le revolviera el estómago. Dio unos pasos atrás y apartó la mirada, en búsqueda de aire fresco. Eva fue a su lado y le preguntó si se encontraba bien.

– Sabino, no pasa nada, vete si quieres. No es agradable ni imprescindible ver todo esto. Si alguien más quiere salir, que se vaya. – dijo Eva, dirigiéndose al resto de investigadores.

A Olga no le gustó que Eva la mirase a ella cuando finalizó su última frase. Era dura, como el que más. Había visto cosas peores que un viejo mutilado. Se dirigió a los forenses.

– ¿Dónde están los genitales? ¿Los han encontrado en alguna parte? – preguntó Olga.

– No, no hemos encontrado ningún resto humano en toda la estancia, a excepción de las gotas de sangre por toda la habitación. Tal vez sea un trofeo. – respondió Montalbán.

– Retiren la mordaza y busquen en la boca, por favor. – dijo Diego.

– ¡No jodas! – dijo Ander, mirando a Diego con cara de asco.

Montalbán retiró con cuidado el trozo de cinta adhesiva que sellaba la boca de la víctima con la ayuda de otro de los forenses que aguantaba la cabeza del arzobispo. Un borbotón de sangre espesa se derramó por la comisura de los labios. Tras retirar casi por completo la mordaza, el forense, con una expresión mezcla de incredulidad y asco, metió unas pinzas en la boca y retiró una masa informe de carne sanguinolenta. Su compañero le acercó un recipiente, en el que depositó aquel amasijo rojizo tirando a marrón.

– Hostia puta… ¡Que asco! – dijo Ander, acercándose curioso a ver el pedazo de carne que llevaba el forense entre sus dedos. – ¡Joder, eso es muy pequeño! ¿No?

Aquel comentario provocó las sonrisas de Eva y Olga. Álvaro intentaba sonreír, pero no podía ocultar el impacto de lo que acababa de presenciar. Diego contemplaba la escena con una sonrisa de orgullo en sus labios. Sabino hizo el amago de girarse, pero las náuseas le obligaron a desistir. Finalmente, salió de la habitación.

– Es lo que se conoce vulgarmente por micro pene, un miembro viril sin desarrollar por completo. – explicó Montalbán, mirando curioso el contenido del recipiente. – Una malformación a la hora del desarrollo sexual en los fetos.

El forense entregó el bote a su compañero, que le colocó una tapa y posteriormente lo introdujo dentro de una pequeña nevera, junto con el resto de muestras biológicas que habían ido encontrando.

– Bueno, creo que eso es todo. No tiene más heridas visibles. – dijo Montalbán después de girar el cuerpo con sumo cuidado, ayudado por su compañero. – ¿Hacemos entrar al juez?

– De acuerdo. – contestó Eva. – Francisco, ¿cuándo tendremos un informe completo de la autopsia?

– Lo llevamos a Madrid. Como mínimo, veinticuatro horas. – contestó Montalbán.

– Gracias por todo. Buen trabajo señores. – dijo Eva, mientras se quitaba los guantes de látex y salía de la escena del crimen.

Una vez fuera, esperaron a reagruparse. Buscaron a Sabino, que había salido a tomar el aire. Estaba fumándose un cigarrillo en el patio interior. Su color de piel volvía a ser normal. Álvaro le propinó un golpe con el puño en su hombro derecho.

– ¡Mira que aguante tiene el chicarrón del norte! – dijo Álvaro.

– ¡Ni aguante, ni hostias! Eso era repugnante ¡Tu no lo has visto bien! A mí me lo han pasado por delante de los morros. – dijo Sabino. – ¿Y el olor? ¿Qué me dices de ese olor nauseabundo? Era una mezcla entre sangre podrida y vestuario de machos después de un partido de futbol en verano.

– No sigas, ¡ahora sí que me está dando asco! – dijo Eva, encendiéndose un cigarro.

– Sé que os vais a reír… – dijo Álvaro. – Va siendo hora de comer, ¿nos acercamos al pueblo antes de hablar con el taxista?

– ¿En serio? ¿Tienes hambre? – preguntó Sabino con cara de circunstancia.

– Pues tiene razón, o eso, o ya no vamos. La monja esta despierta y al taxista lo tienen retenido en su casa. ¿Qué hacemos? – preguntó Diego.

– Diego, Sabino y yo hablaremos con la monja, como habíamos previsto. Olga y Ander, hablad con el taxista, creo que es prioritario. Lo de las grabaciones lo puede hacer Álvaro cuando termine de verificar el contenido de los equipos del pederasta. – Eva hizo una pausa. – Creo que esta vez me voy a ahorrar el tema de la presunción de inocencia, después de ver algunas de las imágenes de Muñoz-Molina. Aberrante. Entre nosotros… ¡menudo hijo de puta!

– Ya te digo… – dijo Sabino con mirada reprobatoria. – Bueno, entonces que hacemos, ¿vamos todos juntos a comer o por grupos? Yo preferiría que fuésemos juntos, así podemos hablar.

– Yo también. – dijo Olga, buscando con la mirada a Diego.

– Y yo. – dijo Álvaro.

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