BAC

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Capítulo 36

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Capítulo 36

– Agapito Mendilíbar, ¿no? – preguntó Olga al hombre que tenía frente a ella.

– Sí, yo mismo. – respondió mirándolos.

Se trataba del taxista que había llevado a las dos monjas, las presuntas asesinas del arzobispo jubilado de Ávila, José Eduardo Muñoz-Molina de Soto. Era un hombre joven, de unos treinta y cinco años, complexión fuerte y mirada nerviosa. Olga observó que la frente de aquel hombre se llenaba de minúsculas gotas de sudor. El taxista se frotó las manos. Estaba intranquilo, tenso.

– Quiero que sepa que esta conversación está siendo grabada. – agregó Olga mirándolo fijamente.

El taxista asintió con la cabeza y se peinó el frondoso y grasiento cabello con ambas manos.

– Está bien, comencemos. Descríbanos con todo detalle la jornada de ayer y el trayecto que realizó posteriormente, sobre las veintidós horas. – dijo Ander Azpeitia.

– Supongo que quieren que me centre en la tarde, por lo de las monjas, ¿no? Recibí una llamada, sobre las ocho, pueden comprobarlo en mi móvil. Tenía que recoger a dos personas en Burgos y llevarlas hasta la residencia del señor arzobispo. – explicó Agapito.

Minutos antes de comenzar el interrogatorio, Álvaro había pedido al taxista que desbloquease el móvil y había comprobado el registro de llamadas. También capturó información que pudiese interesar como los registros de su GPS y los mensajes. Pasó el resumen a sus compañeros. El teléfono móvil del taxista había recibido tres llamadas entre las seis de la tarde hasta las diez de la noche, todas de teléfonos fijos de la provincia de Burgos.

– ¿Podría decirnos quien le llamó ayer para pedirle un servicio hasta casa del arzobispo? – preguntó Ander.

– Bueno, no me llamaron a mí, me contactaron a través de la centralita de la compañía de taxis de Burgos. – respondió Agapito.

– ¿O sea, no le contactaron directamente? ¿Desde qué número recibió la llamada? – dijo Ander mostrándole una captura de pantalla del teléfono del taxista.

– Los servicios los pide la centralita de la empresa, ya se lo he dicho. Es ese, el segundo número, la llamada de las veinte horas doce minutos. La llamada anterior, la de las siete y media es de mi madre. Siempre me llama en el intermedio del concurso de la tele. Pueden comprobarlo si quieren. – contestó el taxista.

Lo sabían, Álvaro ya se había encargado de comprobarlo. Tanto el número fijo de su madre como el de la empresa de taxis aparecían en el registro de llamadas recibidas de Agapito infinidad de veces.

– ¿Y la otra llamada, recibida desde otro número unos minutos más tarde? – preguntó Ander.

– Era otra clienta, una mujer mayor, Concha. Una vecina de Covarrubias que quería que pasase a recogerla por la capital. Es una habitual, suelo ir a buscarla los lunes, pero la hora no siempre es la misma, lo mismo es por la mañana, que, por la tarde, que por la noche. Suele pasar el fin de semana en casa de sus hijos. El número debe ser de casa de su hijo, supongo. – dijo Agapito.

Olga sonrió al escuchar aquella expresión. De la capital, refiriéndose a Burgos, una ciudad grande a los ojos de aquel taxista. También conocían aquel dato, sabían que la llamada de la señora Concha había sido realizada desde la estación de Rosa de Lima, tan solo querían confirmarlo.

– ¿Y por qué la llamada para el servicio de las monjas fue realizada desde la central? – preguntó Ander, que también conocía la respuesta de Agapito.

– Supongo que la monja llamó al servicio de taxis de Burgos. Tenemos una especie de acuerdo, cuando no encuentran a ningún taxista que quiera venir al pueblo, a Covarrubias, me llaman primero a mí, que vivo aquí y si no puedo, llaman a Gustavo, que vive en Lerma, un pueblo de aquí al lado. – dijo Agapito, con gotas de sudor corriendo por su amplia frente. - Nos repartimos esta zona.

– Pero usted libra el lunes, ¿no? – preguntó Olga, mirando una hoja que tenía sobre la mesa con algunos apuntes.

– Sí, pero como comprenderá, no está la cosa para dejar pasar un cliente. Paqui, la telefonista de la empresa de taxis me llamó para preguntarme si podía hacer un servicio de Burgos a Covarrubias esa misma noche, con la condición de recoger a los viajeros al día siguiente a las seis de la mañana para volver a subirlos a la capital. Ninguno de sus taxistas quiso comprometerse a algo así, no les gusta venir a Covarrubias, ya que normalmente vuelven de vacío. Eran dos personas con equipaje, o sea que me iba a ganar unos ciento cuarenta euros limpios. No lo dudé. – contestó Agapito, con una tímida sonrisa.

– Entonces aceptó. ¿Qué ocurrió entonces? – preguntó Olga.

– Pues le dije a Paqui que tardaría casi una hora en llegar, que los recogería en la parada de taxis de la estación a las nueve de la noche. Les dieron los detalles de mi taxi, como es grande no pasa desapercibido. Un Seat Alhambra, lo compré el año pasado. – explicó Agapito, orgulloso. – Los clientes aceptaron y le dieron una paga y señal de treinta euros a uno de los taxistas que están normalmente en la estación. Es el procedimiento habitual. Así, si nos dejan tirados al menos recuperamos el dinero del combustible.

Olga y Ander se miraron. Desconocían ese dato. Sabían que Paqui, la telefonista del turno de tarde de la empresa de taxis había hablado por teléfono con una de las presuntas monjas asesinas. La telefonista estaba esperando fuera de la sala, la policía local había ido a buscarla a Burgos, era la siguiente en testificar. Ahora sabían que existía otro posible testigo, otro taxista. Otra persona que podía identificar a los uno de los presuntos asesinos. Olga sonrió antes de formular la previsible pregunta.

– ¿Nos puede dar el nombre del taxista que recogió la paga y señal en su nombre? Es muy importante. – dijo Olga, con el bolígrafo preparado para tomar nota.

– Por supuesto. Andrés, Andrés Domínguez. Vive en la capital. – respondió rápidamente Agapito, para luego agregar. – Lleva un Toyota Prius, de los nuevos.

Olga salió a toda prisa de la sala y llamó a uno de los policías locales que colaboraban en la investigación.

– Daniel, debes localizar a un tal Andrés Domínguez. Es un taxista de Burgos, conduce un Prius. – explicó Olga al joven agente, que habló enseguida con un compañero y abandonó el edificio colocándose la gorra reglamentaria.

Olga volvió sobre sus pasos, orgullosa, contenta. La investigación estaba dando sus frutos y ella estaba siendo parte de ella. Se sentía bien. Una amplia sonrisa iluminaba su rostro.

– Bueno, ya hemos dado aviso para que encuentren al otro taxista. Prosigamos. – dijo Olga, sentándose de nuevo y cogiendo su bolígrafo. – Debía recoger a sus clientes en la estación.

– Sí, pero la cosa se complicó un poco. Cuando recibí la llamada de doña Concha, la señora que me llamó después de Paqui, le dije que iba a recoger otros clientes y que también venían al pueblo… – contaba Agapito cuando fue interrumpido por Olga.

– ¿Cómo? Poco a poco. ¿Qué pasó? – dijo Olga.

– Normalmente, si hay clientes que bajan al pueblo y coinciden en horario, comparten coche, aunque no se conozcan. – contestó el taxista, algo triste. – Como les he dicho, los taxistas de la capital no suelen bajar a esas horas para nuestra zona. Di por hecho que cuando llegara a la estación, las monjas aceptarían y también bajaría a doña Concha. Eran cincuenta euros más…

No hicieron falta palabras. Las miradas inquisitivas de Ander y Olga hicieron que el taxista continuara el relato de los hechos tras aquella innecesaria pausa.

– Bueno, llegué a la estación un poco antes de lo previsto, así que estuve charlando con los colegas, echando un cigarrillo. Había llamado a Andrés, el del Prius, que tardó un poco en llegar porque estaba volviendo de una carrera corta. – explicó el sudoroso Agapito. – Pues eso, me dio el dinero, y yo le di cinco euros por el favor, es lo estipulado y entonces…

– ¿Entonces qué? – dijo Olga.

– Pues llegó doña Concha, me saludó y subió directamente a la parte de atrás de mi coche. Le tuve que explicar que debía bajarse, ya que había otros clientes antes, pero que les preguntaría si querían compartir el viaje, porque no lo había consultado aún. – contestó Agapito. – Estaba hablando con ella cuando llegaron las dos monjas.

– ¿Y qué pasó? – preguntó Ander.

– Me acerqué a preguntarles si estaban esperando un taxi para Covarrubias, me contestó una de ellas. – continuó el taxista.

– ¿Qué dijo? – preguntó Olga.

– Nada, solo confirmó con la cabeza y tosió. – contestó el taxista. – Entonces les pregunté si querían compartir el trayecto hasta Covarrubias con otra señora, se miraron sin decir nada y me dijo que no, pero con la mano. Así.

El taxista imitó el gesto de la monja, con el índice de su mano derecha señalando hacia arriba y moviendo el dedo a izquierda y derecha. Un claro gesto de negación.

– Intenté convencerlas, ofreciéndoles incluso una rebaja en el precio, pero se negaron. Sin mediar palabra., se montaron en mi taxi y esperaron dentro. Tuve que acercarme a doña Concha para explicarle la situación. La mujer se puso muy nerviosa y se puso a llorar. Andrés, que seguía en la parada se acercó a ver lo que pasaba y finalmente, casi a regañadientes, aceptó llevarla al pueblo. Tuve que pagarle quince euros de mi bolsillo… – dijo Agapito, agachando la cabeza.

– ¿Dónde vive esa señora? – preguntó Olga, con el móvil preparado para enviar el texto.

– En la calle de la Veracruz. Está por detrás del Ayuntamiento, no recuerdo bien si es el número cuatro o seis. – respondió el taxista, rascándose la cabeza y despeinando su pelo grasiento.

Olga envió el mensaje a sus compañeros. Necesitaban reconstruir cada paso, hablar con cada persona que hubiese visto o tenido contacto con aquellas monjas. El detalle más insignificante podía ser clave para la resolución del caso.

– Continúe, por favor. – dijo Olga al terminar de enviar el mensaje.

– Bueno, pues arranqué el coche y les dije que no entendía el motivo de su negativa. Les expliqué que lo de compartir carrera era normal y que se podían haber ahorrado un dinero. Pero no soltaron ni media palabra. Una de ellas, la más bajita, me pasó un papel con una dirección y me dijo “Llévenos aquí”. – dijo Agapito.

– ¿Llévenos aquí? ¿Sólo eso? ¿No dijeron nada más? – preguntó Ander.

– Eso mismo, me dio el papel y solo dijo eso. Las miré por el retrovisor. No parecían muy habladoras, la verdad, así que puse la radio, no muy alta y comencé a conducir. – respondió el taxista.

– ¿Cómo eran? Háganos una descripción detallada de cada una de las dos. ¿Tenían algún rasgo que le llamase la atención? – le pidió Olga. – Pero antes de comenzar, ¿qué hizo con el papel?

– Se lo devolví. Era un trozo pequeño de papel con la dirección escrita a mano, con letra grande, en mayúsculas. Tenía algo más escrito debajo, por eso se lo di. – dijo el taxista.

– ¿Recuerda que ponía? ¿Cómo era la letra? ¿El papel tenía algo especial? ¿Algún membrete? ¿Algo que le llamase la atención? – preguntó Ander.

– Lo otro que había escrito no parecía una dirección, ni un nombre, eran letras y números juntos. El papel me pareció normal, un cacho de folio cortado, algo arrugado. – dijo el taxista. – No recuerdo que tuviese nada de especial, siento no poder ayudarles.

– No se preocupe, sigamos. Descríbanos a las monjas. Como eran, altura, vestimenta, algún rasgo que las pudiese identificar. Piénselo tranquilo. Las ha visto dos veces, ayer noche y esta mañana, si no estamos equivocados. Intente recordar sus gestos, detalles como lunares, color de ojos, cualquier cosa que pueda decirnos puede ser útil. Tómese su tiempo. ¿Necesita algo? ¿Agua? ¿Un café?– dijo Olga.

El taxista, pensativo, asintió. Quería agua. Ander se levantó y se la sirvió en un vaso de plástico. El taxista ingirió el contenido del vaso de un único trago. Dejó el vaso sobre la mesa y comenzó la descripción.

– Iban vestidas con el típico traje de monja, negro, desde el cuello hasta el suelo. También llevaban la cabeza cubierta con el trapo ese que se ponen… – explicó Agapito.

– Toca, se llama toca. – dijo Olga, tratando de ayudar.

– Pues eso, llevaban toca. Una era bajita, poquita cosa, pero era la que parecía mandar. La más grandota no hacía ni decía nada, solo tosía de vez en cuando. Era un poco marimacho, ya saben lo que quiero decir… parecía un hombre. Era grandota, fuerte, un poco desgarbada. Ah, eran mayores. – dijo el taxista, mirando hacia arriba mientras trataba de recordar a las monjas.

– ¿Qué altura tendrían? Sea más específico, por favor. – le rogó Ander.

– Puff, a ver… La bajita me llegaría por aquí. – dijo el taxista colocando su mano derecha en horizontal junto a su pecho. – La otra era casi tan alta como yo, si no más.

El taxista debería rondar el metro ochenta, calculó Olga. Una de las monjas media poco más de metro y medio, metro sesenta como mucho.

– Mayores, ha dicho. ¿Edad aproximada? – continuó Olga.

– Como mi madre, o quizá algo mayores. Mi madre acaba de cumplir los sesenta y cuatro. No sé. Es difícil decirlo, solo se les veía esta parte de la cara. – dijo el taxista, haciendo una especie de marco con sus manos, colocándolas sobre su rostro.

– ¿Algún rasgo peculiar? ¿Algo que le llamara la atención? – insistió Olga.

– No pude fijarme demasiado con todo el lío que se montó. Además, estaba bastante oscuro. La señora Concha llorando. Yo, nervioso. No me fijé demasiado, la verdad. – el taxista realizó un breve pausa. – Aunque…Bueno…No sé si servirá de mucho. Creo que la que me dio el papel llevaba las uñas pintadas. Me resultó raro en una mujer de su edad, y más aún en una monja.

Olga anotó el detalle en su libreta. Sí. Era extraño. Comenzó a dudar tanto de la edad real de las supuestas monjas como de su verdadera virtud… Apreció que el taxista ya no sudaba, hecho que achacó al calor, añadido a los nervios. El aire acondicionado comenzaba a surtir efecto dentro de aquella amplia sala.

– Muy bien. Ese tipo de cosas son las que nos interesan. Tal vez vaya recordando detalles a medida que vaya recordando los hechos. – dijo Ander. – Continúe, por favor.

– Pues continúo. – dijo Agapito, suspirando y echándose hacia detrás. – A ver, se montaron en el taxi, me dieron el papel, arranqué y puse la radio. La verdad, iba bastante cabreado conmigo mismo, así que no prestaba mucha atención a lo que hacían durante el viaje. Les puedo decir que no hablaron mucho, por no decir que no hablaron nada. Recuerdo que miraban por las ventanillas, curiosos. ¡Ah!, la monja grandullona abrió un poco su ventana cuando llegamos a las curvas. Y tosia, tosía a menudo.

Olga realizó otra anotación en su libreta. Junto a un asterisco, resaltó la posibilidad que aquella persona tuviese tendencia a marearse en las curvas. Recordó que ese síntoma solía estar asociado a problemas de oído.

– ¿Cogieron sus móviles? ¿Hablaron por teléfono durante el trayecto? – preguntó Olga.

– No. Diría que no les vi en ningún momento con nada en la mano. – respondió Agapito.

– ¿Y no le resultó extraño que aquellas dos monjas fuesen a aquellas horas a casa del arzobispo? – preguntó Ander.

– Es de dominio público que en casa del arzobispo pasaban cosas… digamos… eh… raras. – dijo Agapito mirando a Olga.

– ¿Raras? ¿A qué se refiere con raras? – dijo Olga, apoyando los codos en la mesa y aproximándose al taxista.

– Emmm, joder, ya sabía yo… Me tenía que haber mordido la lengua. – dijo Agapito, con la cabeza gacha.

Parecía no tener conciencia que hablaba en voz alta y los investigadores podían escucharle. Cuando levantó de nuevo la mirada, encontró cuatro ojos clavados en él. Y silencio. Eso le puso otra vez nervioso y comenzó a sudar de nuevo.

– ¿Qué? – preguntó el taxista, como si de repente no recordase de que estaban hablando.

– Que nos cuente que cosas raras ocurrían en casa del cura y que sabía todo el mundo, y tranquilo, que no nos comemos a nadie. – dijo Ander.

– Lo de los jovencitos… Que el arzobispo era un viejo verde, pero tirando a rosa, ¿me explico? – comentó Agapito, con media sonrisa en la cara. – Tengo un amigo que dice que se echaba colonia Nenuco cuando iba a misa y que se sentaba en primera fila, cerca de él, para ponerle nervioso.

Olga y Ander se miraron entre ellos. Ante la mueca de Ander, Olga no pudo evitar echarse a reír. Ander se quedó observándola, divertido, intentando aguantar la risa.

– Co… ¿Cómo? – acertó a decir Olga entre carcajadas.

– ¡Que todo el mundo sabía que el viejo perdía aceite! Dicen las malas lenguas que en esa casa se organizaban orgias. Orgias con menores, se entiende. – comentó el taxista, mirando extrañado como Olga intentaba reprimir la risa.

– Ya. Entiendo. No me rio por eso, es por lo de la colonia, lo siento. – dijo Olga, secándose los lacrimales y disculpándose ante Ander. – No lo había oído nunca. Ha sido muy gracioso, perdón.

Así que todo el mundo sabía que el cura era un pederasta, pero nadie lo denunciaba. Es bastante asqueroso, ¿no le parece? – dijo Ander, muy serio.

El taxista lo miró, avergonzado. Su rostro se ruborizó, lo que provocó que las gotas de sudor fuesen más evidentes.

– Que quiere que le diga… Eso ha existido toda la vida, no me culpen a mí. En el pueblo de al lado había un ricachón que era famoso en toda la comarca por lo mismo. – explicó Agapito.

– Sí, tiene razón, pero no nos desviemos del tema. Menos mal que las cosas están cambiando… - dijo Ander mirando a Olga y después a su reloj. – Nos habíamos quedado en el viaje a Covarrubias. ¿Algo destacable?

– Como les he dicho, nada. Un viaje aburrido, como si hubiese ido solo. Traté de darles conversación. Lo típico, preguntándoles si eran de la zona, si habían estado antes, si conocían al arzobispo. Nada. No se dignaron ni a hablarme. Me miraron y contestaron con movimientos de cabeza. – dijo el taxista.

De repente, Olga abrió sus ojos de par en par. Los billetes. Debían conseguir los billetes con los que las monjas pagaron al taxista.

– ¡Espere! ¿Dónde tiene el dinero que le dieron? – preguntó Olga de forma impulsiva. – ¿Cómo le pagaron, billetes grandes o pequeños?

– Al final les cobré cien euros, ida y vuelta, como hubo el problemilla con doña Concha… Dos billetes de cincuenta, creo. Esperen, que igual los llevo aún en la cartera... – dijo el taxista echando mano al bolsillo de atrás de su pantalón tejano.

– ¡No los toque! – le advirtió Ander.

El taxista extrajo con cuidado su cartera del pantalón y la depositó sobre la mesa, como si contuviese un explosivo sensible a los golpes.

– Vamos a llevar su cartera a los forenses para que analicen los billetes. ¿Puede hacer el favor de decirme cuáles son? – preguntó Olga.

– Esa es fácil… Los únicos billetes de cincuenta euros que encuentren. – respondió sonriente el taxista.

– Gracias. – dijo Olga, cogiendo la cartera y dirigiéndose a la puerta.

Volvió minutos más tarde, tras haber entregado la cartera a un agente de la policía nacional que tramitaría el papeleo necesario para que los billetes fuesen clasificados como prueba. Después se trasladaría a los técnicos de la brigada científica que estaban dando soporte al caso Muñoz-Molina. Llevaban toda la tarde procesando huellas y posibles rastros de los BAC en el taxi de Agapito. De vuelta a la sala, encontró a Ander charlando animadamente con el taxista.

– Repita lo que me ha contado, así la inspectora Fernández podrá sacar sus propias conclusiones. – le pidió Ander al taxista.

– Le decía que he recordado que la monja no tenía las uñas pintadas esta mañana. – dijo Agapito, estirando sus brazos en dirección al suelo, orgulloso.

– ¿Qué más me he perdido? Me gustaría oír un resumen. – dijo Olga, cogiendo de nuevo el bolígrafo para apuntar los detalles que consideraba importantes.

– Llegamos a casa del arzobispo sobre las diez y cuarto. Bajé para ayudarles a salir del coche. No quisieron. La monja bajita me recordó que debía recogerlos a las seis del día siguiente, sin mirarme. La monja alta si lo hizo, pero no dijo nada. Tenía las facciones muy cuadradas. Como les he dicho antes, parecía un hombre disfrazado. Con sus mochilas a la espalda, fueron hacia la puerta y llamaron al timbre. Yo ya estaba dentro del coche, era tarde y tenía que madrugar hoy para llevarlos de nuevo a Burgos, así que me fui a casa, me comí un bocata de queso viendo un rato la tele y me acosté. – dijo el taxista.

– ¿Vio algo extraño en la casa? ¿Movimiento de personas? ¿Algún otro coche aparcado? ¿Luces encendidas? – preguntó Olga.

– No, no recuerdo nada que me llamase la atención. – respondió Agapito, rascándose la barbilla.

– ¿Y esta mañana? – preguntó Olga.

– Bueno, lo que le he contado a su jefe. – dijo Agapito, al que ni Olga ni Ander se molestaron en corregir. – Cuando me dio la dirección donde debía llevarlos, me di cuenta que ya no tenía las uñas pintadas.

Ander miró unos instantes a Olga y estuvo a punto de decir algo, pero finalmente se recostó en la silla y quedó en silencio.

– ¿La dirección? – dijo Olga extrañada. – ¿No ha dicho antes que las tenía que llevar a la estación de Renfe de Burgos?

– Sí, pero me hicieron parar en la plaza de Lavaderos. Antes de que me lo pregunten, ni se bajaron del coche. Simplemente paramos, no más de dos minutos y después, con un gesto me dijeron que continuase. – contestó Agapito.

– ¿No llamaron por teléfono, ni se acercó nadie al coche? – preguntó Olga, sorprendida.

– No, a esa hora no había prácticamente nadie en la calle, piense que no eran ni las siete de la mañana. Pasaron un camión de la basura y dos gatos. – dijo el taxista. – Vi por el retrovisor que se hicieron un par de gestos y miraron hacia algún sitio, pero no sabría decirles.

– Creo que deberíamos ir a esa plaza y que nos muestre exactamente donde se pararon y hacia donde miraron.

– afirmó Ander.

– Sí, voy a avisar al resto del equipo para que sepan que marchamos a Burgos. – dijo Olga, y bajando el tono de voz mientras cogía su móvil, susurró al oído de Ander. – ¿Qué hacemos con Paqui?

– Que decida Eva. Creo que esto es prioritario. – respondió Ander hablando todo lo bajo que podía, bajo la atenta mirada del taxista.

Olga levantó el dedo índice de su mano derecha mientras se colocaba al oído el teléfono con su mano izquierda. Salió de la sala mientras comenzaba a hablar con Eva.

– Hola. Sí. Oye, tenemos que ir a Burgos. El taxista dice que pararon en una plaza antes de dejar a las monjas en la estación. Claro, tranquila. Otra cosa, hemos llevado la cartera del taxista a los forenses, quizás podamos sacar huellas de los billetes. ¿Qué? Sí, han procesado un montón de huellas diferentes, pero ninguna que les pueda servir, por lo que me han dicho. Es un taxi, a saber… Ah, vale, se lo pregunto ahora mismo. – dijo Olga. – Sí, aún tenemos que hablar con la chica de la empresa de taxis, Paqui Menéndez. Eso mismo habíamos pensado, pero como no es testigo presencial… Eso. Espera, que casi se me pasa, tenemos a alguien mirando posibles destinos o procedencias desde la estación de Burgos. Vale, bien. Venga, hasta luego, seguimos en contacto.

Olga, con un gesto reclamó la presencia de Ander fuera de la sala. Le explicó que Eva daba prioridad a averiguar porque pararon las monjas en aquella plaza. Como Paqui era un testigo no presencial, la policía municipal se encargaría de tomarle declaración, pero deberían grabarla en video, para su posterior análisis si fuese necesario. También le comentó que ya había un grupo de policías trabajando con la compañía estatal de ferrocarriles investigando la posible procedencia o destino de las monjas en base a los horarios de los trenes que las monjas podrían haber usado para llegar o irse de Burgos.

– ¿Con qué frecuencia limpia el interior del coche? – preguntó Olga a Agapito nada más entrar en la sala.

– Pfff, pues no sé, igual hace una semana… No, diría que al menos dos. Desde que no se permite fumar dentro se mantiene limpio más tiempo y así ahorro algo más de dinero. – contestó Agapito encogiéndose de hombros. – ¿Por qué lo preguntan?

– Por saber cuántas huellas diferentes podemos encontrar en su coche, aparte de las de las monjas. – indicó Olga.

– Si es por eso, igual no encuentran nada. Llevaban el traje de manga larga. – dijo Agapito.

– Hábito… – corrigió Olga.

– Pues eso, el hábito de manga larga y, tanto al abrir como al cerrar, metían la mano por dentro, en eso si me fijé.  Pensé que eran manías de vieja, pero ahora veo porque lo hacían… – dijo el taxista, moviendo la cabeza de un lado a otro.

– Bueno, no podemos descartar un error, pero gracias por recordar ese detalle. – dijo Ander, con cierta ironía.

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