BAC

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Capítulo 40

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Capítulo 40

Diego repitió la pregunta de nuevo, mirando con dureza a los tristes ojos marrones de Sor Claudia. Esperó paciente la respuesta, mientras presionaba a la monja.

– No me engañas, esas lágrimas no son por el arzobispo. – le dijo Diego y reiteró por tercera vez. – ¿Por qué te metiste a monja?

Sor Claudia seguía sollozando, negando con su cabeza metida entre las manos.

– ¿Fue por lo de Enrique? – preguntó Diego con un tono de voz algo más grave de lo normal. – Querías vengarte.

De repente la monja dejó de lloriquear. Se secó sus ojos con la manga derecha y levantó la cabeza hasta encontrarse de nuevo con los ojos verdes del inspector. No dijo nada. Permaneció en silencio. Su mirada había cambiado, pasó a ser más fría. Miró las dos cámaras de video que grababan el interrogatorio.

– Enrique, tu hermano. Eras cuatro años mayor que él, ¿no? – preguntó Diego, sin apartar la mirada de Sor Claudia. – Déjame que adivine… nadie le creyó cuando dijo lo del cura. Sería un adolescente, ¿doce?, ¿trece? Vale, trece años.

El gesto de la monja confirmó la edad. Era una técnica habitual, observar los ojos y las manos para confirmar datos.

– Muñoz-Molina abusó de tu hermano Enrique, cuando tenía tan solo trece años. Supongo que a partir de aquello comenzó a faltar a clase, tonteó con las drogas y el alcohol. Hasta que se quitó la vida a los diecisiete años. No fue un accidente, Enrique se suicidó, ¿me equivoco? – dijo Diego.

El inspector hizo una pausa intencionada. Debía dar tiempo a que Sor Claudia digiriese todo lo que le acababa de oír. Apuró la lata de Coca-Cola y se levantó a tirar el envase vacío a la papelera situada junto a la puerta. Se sentó de nuevo frente a ella. Sor Claudia apartó su mirada cuando Diego quiso buscarla.

– ¿Quieres beber algo? – le preguntó Diego. – Llorar da mucha sed.

Sin dar tiempo a que la monja contestase, Diego le sirvió agua mineral en un vaso de plástico.

– Aquí tienes. – dijo Diego. – Sinceramente, me llamó la atención que una futura doctora decidiese, así, de golpe, dejar la universidad para casarse con Dios. Cambiar la ciencia por la religión… Cuando leí lo de tu hermano lo vi claro. La venganza se sirve fría. Hay que reconocer que has tenido paciencia. Siete años. Siete años esperando para ejecutar la venganza, una gran virtud la pac…

– Te equivocas. – le interrumpió Sor Claudia.

Diego estaba poniéndola a prueba. Sabía que no había sido ella, solo quería hacerla hablar. Era cuestión de tiempo, de paciencia, la virtud de la que había hecho gala Sor Claudia, ahora le tocaba a él.

– ¿En qué me equivoco? ¿En lo de Enrique? ¿La paciencia? ¿La venganza? – dijo Diego. – Corrígeme, por favor.

Sor Claudia alargó su brazo derecho para coger el vaso de agua. Dio dos sorbos pequeños, mirando a Diego.

– Yo no he matado al arzobispo. Ya lo he dicho varias veces. – dijo Sor Claudia.

– Tal vez, pero puedes ser cómplice o quizás la artífice, la mente que ha planeado todo. No creo que hayas sido tu quien ha apuñalado al arzobispo hasta matarlo. – dijo Diego. – Venga, repasemos un poco los hechos, coopera, todo será más fácil. Estabas en la Universidad de Granada, cursando segundo de Medicina cuando tu hermano murió. Tuvo que ser un golpe muy duro, era muy joven.

La mirada de Sor Claudia se nubló de nuevo, pero no dijo nada. Diego tenía que averiguar hasta donde estaba implicada la monja, por eso había mentido al decir la forma en la que fue asesinado el arzobispo. El inspector presentía que la monja estaba bajando la guardia, volvió a la carga.

– Sabemos que Muñoz-Molina era un pederasta, tenemos pruebas que lo harían pasar unos cuantos años en la cárcel si siguiese con vida. Hemos detenido a varios de sus amigos. Me asquean esos delitos. Abusar de niños es repugnante. Tu hermano lo tuvo que pasar muy mal. Debió ser muy duro reunir fuerzas para contar lo que le habían hecho a tus padres y que no le creyesen. – dijo Diego.

– No tiene ni la más remota idea. No sabe de qué está hablando... – farfulló Sor Claudia, con lágrimas contenidas y la voz medio rota.

– Pues explícamelo. Todo. Y no dejes ningún detalle. – dijo Diego, mirando los papeles que le había entregado Álvaro en la última reunión.

La puerta de la sala se abrió de repente y Eva entró en la sala. Estaba nerviosa.

– ¿Diego, puedes salir un momento? Es urgente. – dijo Eva.

– Por supuesto. – respondió Diego, levantándose y acompañándola.

Sor Claudia los siguió con la mirada. Una sonrisa de medio lado adornaba su cara.

– ¿Qué pasa? ¿Me estoy excediendo, demasiado directo? – preguntó Diego, sin entender el motivo por el que Eva había interrumpido el interrogatorio.

– No es eso. Los BAC. Han vuelto a actuar. Han encontrado muerto a Gonzalo Valero Estella en un pueblo costero de Girona. – dijo Eva con los ojos muy abiertos.

– ¿Valero? ¿El que fue ministro? – preguntó Diego, incrédulo.

– Sí, el mismo, ex ministro de Fomento, de Interior y ex vicepresidente, entre otros cargos.  – respondió Eva. – Lo han arponeado en una playa de L’Estartit. Estaba de vacaciones con su yate por la zona. Parece ser que han aprovechado que se daba un baño para atravesarlo con un arpón y marcarlo. Gracia me ha preguntado qué vamos a hacer.

Diego se despeinó su pelo ondulado y anduvo por el pasillo, pensativo. Eva lo siguió con la mirada.

– ¿Me puedo quedar? – preguntó Diego. – Tengo la sensación que Sor Claudia nos puede aportar información valiosa, está a punto de hablar.

– Eso me ha parecido. Estaba siguiendo el interrogatorio desde la habitación de al lado, donde tenemos montados los monitores. – dijo Eva. – Apriétale un poco más, no creo que aguante mucho.

– Entonces, ¿qué hacemos con lo de Valero? – dijo Diego.

– Voy a pedir a Álvaro, Olga, Sabino y Ander que se desplacen ellos. Si todo va bien, nosotros podríamos ir mañana. – dijo Eva, mirando el reloj. – Son las nueve y media, ¿vas a continuar o sigues mañana?

Diego dudó. Tenía a Sor Claudia a punto de caramelo. Era más que probable que aquella interrupción le hubiese ayudado a recuperarse. Le costaría otra hora volver al mismo punto, a hacerla sentirse frágil, dolida.

– Que la lleven a comisaría y mañana sigo. – dijo Diego, metiendo las manos en los bolsillos traseros de sus desgastados tejanos. – ¡Joder! ¿Qué han puesto esta vez? ¿Cómo han marcado a Valero?

– Ladrón. Eso es lo que han escrito. En la espalda, con algo afilado. – respondió Eva. – Unos buzos lo han encontrado dentro de una cueva, a unos trescientos cincuenta metros de donde se había sumergido.

– Ladrón. Otro ladrón… – dijo Diego, pensando en voz alta. – ¿Sabes? Eso descartaría una de mis teorías. Castro era el corrupto, Zafra el ladrón y Muñoz-Molina el cerdo.  Como una especie de Seven. Sabes de qué película hablo, ¿no? Pensaba que los BAC estaba eliminando a un representante de cada uno de los pecados capitales de la era moderna.

Teoría que no has compartido… al menos conmigo – dijo Eva, seria, mientras mandaba mensajes a toda velocidad con el móvil.

– Sí, lo acabo de hacer, primicia mundial. No se lo he comentado a nadie más. – dijo Diego, sonriendo. – Estaba escribiendo la lista de pecados, de momento tenía la corrupción política, la avaricia capitalista, la pederastia consentida. No he podido identificar ninguno más, quizás tú puedas ayudarme.

– Ahora no, ya lo hablaremos más tarde. – dijo Eva, que por primera vez creyó percibir señales desde el otro lado. – Venga, recoge tus cosas y despacha a la monja hasta mañana, el resto del equipo nos espera en la entrada de la casa.

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