BAC

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Capítulo 43

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Capítulo 43

Sabino hizo un esfuerzo por colocar cada una de sus vertebras en su ubicación natural mediante unos estiramientos. Llevaba más de tres horas sentado en el helicóptero del ejército que los había trasladado a L’Estartit, un bello enclave turístico de la provincia de Girona, al norte de Cataluña. Al final decidieron que no tenía sentido viajar de noche, así que retrasaron la salida hasta las cinco de aquella madrugada. Un escalofrío recorrió su cuerpo. Se puso la chaqueta. Odiaba volar. Cada vez más.

– Por aquí, el coche está aquí abajo. – les indicó uno de los agentes de los Mossos d’Esquadra que los esperaban con un cerrado acento catalán.

Los cuatro investigadores siguieron al agente en fila india, bajando por un zigzagueante camino entre las piedras.

– Tengan cuidado, la piedra esta suelta. – dijo el agente, girándose para comprobar que le seguían.

La fila de cinco personas descendía lentamente hasta una explanada cercana. Álvaro cerraba el grupo unos metros por detrás de sus compañeros.

– ¿Qué? No te escucho bien. Se corta. Creo que no tengo mucha cobertura. ¿Cómo? Espera unos segundos, que llegamos al coche. – gritaba Álvaro.

Separó el teléfono de su oreja y miró la pantalla para comprobar la cobertura. Probó de nuevo.

– ¿Qué tal ahora? ¿Mejor? Vale. Así que Valero estaba en la lista, en el número cinco. Joder, eso es buena señal. Bueno…no lo ha sido para él, claro está. No, mejor no decimos nada. No tengamos prisa. Venga, gracias. Hasta luego. ¡Buen trabajo! – dijo Álvaro.

Colgó el teléfono. Pensó que tendría tiempo para explicar los avances de Pamela, tal y como le acababa de decir a Pentium, no tenían prisa. Admiró el paisaje. Antes de aterrizar había apreciado la belleza de aquel paraje. Desde allí era aún más espectacular. Se hallaban a unos kilómetros de la cala donde habían encontrado el cuerpo del ex político Gonzalo Valero Estella. Olga charlaba con los policías que los iban a trasladar en coche hasta la cala. Sabino estaba fumándose un cigarro, a unos metros del grupo, hablando con su esposa. Ander consultaba su móvil después de haber hablado con su familia.

Olga se alejó de los agentes riéndose para efectuar una llamada. Fue una conversación corta, de tan solo unos segundos. Se acomodó los leggings negros y, con la mano a modo de visera, giró casi ciento ochenta grados para contemplar como el helicóptero se alzaba en el cielo y se perdía por el horizonte, hacia el sur. Giró un poco más para poder admirar un calmado Mediterráneo. Suspiró. Estaba jodida. Romper con Diego no le había resultado fácil. Fue una decisión meditada, ya llevaba días, quizá semanas dándole vueltas al tema. La forma en que Diego miraba a Eva fue lo que acabó de abrirle los ojos. No soportaba que sus parejas se fijasen en otros. Celos. Los malditos celos. Los celos y su falta de emotividad. Le costaba expresar sus sentimientos. Era consciente y lo intentaba suplir con una actividad sexual frenética. Era su forma de compensarlo. Alguien se acercó por detrás y le tocó el codo, con suavidad.

– Olga, ¿nos vamos? – dijo Álvaro.

– Sí, disculpadme. Estaba pensando… – dijo Olga, caminando hacia los coches.

Los investigadores subieron a los dos vehículos. Olga y Álvaro en el primero, Ander y Sabino en el segundo. Durante el transcurso del viaje, Olga se dedicó a mirar por la ventanilla, desde donde podía ver el mar. Le apasionaba. Sacó su móvil y borró las últimas conversaciones personales que había mantenido con Diego, no sin antes releerlas con cierta melancolía.

– ¿Aquellas son las Islas Medas? – preguntó Álvaro, mientras tomaba una foto.

Olga levantó la mirada y miró en la dirección donde señalaba su compañero de investigación.

– Sí, esas son. – respondió Olga, sin muchos ánimos.

– Chica, hoy estas poco habladora. Ya me contarás que te pasa. – dijo Álvaro, sonriéndole.

Olga le dedicó media sonrisa, sin decir nada, volvió a bajar la cabeza y continuó con el móvil.

– ¿De dónde es usted, señor? – preguntó el Mosso que viajaba de copiloto.

– De Madrid. No había estado nunca en esta zona. – respondió Álvaro. – Es muy bonito, nada que ver con las playas de Barcelona.

– No señor, nada que ver, todo esto es más salvaje. – dijo el agente, sonriendo. – Lástima que haya venido por lo del asesinato, es mucho mejor venir de vacaciones.

– Sense dubte! – dijo el agente que conducía, en catalán.

Diez minutos más tarde, los dos coches se detuvieron y abrieron sus puertas frente a una aglomeración de curiosos que bordeaba un perímetro de seguridad vigilado por varios agentes de los Mossos d’Esquadra. Eran las ocho y media de la mañana y la nube de moscones se revolucionó al ver que un grupo de personas entraba en la zona restringida.

Olga creyó reconocer a uno de los periodistas que se agolpaba junto a la valla que impedía el acceso temporal al enclave de La Calella. Se acercó curiosa desde el otro lado y comprobó que Pinyol, con una cámara colgada del cuello, era uno de los periodistas que cubrían el suceso.

– Señor Pinyol, ¿qué le trae por aquí? – preguntó casi gritando Olga.

– Buenos días, inspectora González. – dijo Pinyol con su sonrisa de playboy. – Los BAC son noticia, intento hacer mi trabajo. Si recuerda bien, soy periodista. ¿Me dedicaría después unos minutos?

– No le prometo nada. – respondió Olga sonriendo.

– Bueno, yo estaré por aquí. – dijo Pinyol. – Eso no ha sido un no…

Olga se alejó a toda prisa intentando alcanzar al resto del equipo, convencida que Pinyol estaría mirándole el culo. Se detuvo un momento y se ajustó los leggings. Se giró con disimulo y comprobó que el periodista estaba con la cámara tomando fotos en dirección a donde se encontraba ella. Se reunió con el resto de investigadores unos metros más adelante. Un cabo de los Mossos d’Esquadra les ponía al día sobre el caso Valero.

– … y, según sabemos, el barco del señor Valero partió ayer desde el Port de la Selva, después de comer, en dirección a L’Estartit, donde tenían previsto pasar unos días. En el barco viajaba Valero con su esposa y otro matrimonio, los Ferrán. Serían las cinco y media de la tarde cuando atracaron el velero cerca de una cala llamada la Calella. – explicaba el agente, señalando a su espalda. – Valero le dijo a su esposa que iba a nadar un rato. Cogió las gafas de bucear y ya no volvieron a verlo. Veinte minutos más tarde, comenzaron a preocuparse. El señor Ferrán se sumergió para ir a buscarlo. Llegó hasta la orilla de la cala, donde había unos bañistas. Preguntó, pero nadie había visto a Valero. Un par de horas más tarde, un grupo especial de los Mossos lo encontró en el interior de una cueva por la que solo se puede acceder desde el agua. Estaba muerto. Lo hallaron apoyado boca abajo sobre una roca, con dos heridas de arpón, una en el corazón, otra en la pierna derecha. En la espalda habían escrito las palabras ladrón y BAC.

– Supongo que el cuerpo fue retirado. – dijo Ander. – ¿Dónde lo han llevado?

– Los buzos tuvieron que sacar el cuerpo tras la aprobación del juez García Amargo. No podían dejarlo allí. Un equipo de forenses sigue trabajando en el acceso a la cueva y otro en el interior. – dijo el cabo. – El cuerpo fue trasladado ayer noche a Barcelona, al Hospital de la Vall d’Hebrón, para efectuar la autopsia.

– ¿Podemos hablar con alguien del equipo de forenses? – preguntó Olga.

– Sí, acompáñenme. – dijo el cabo.

– Sabino, ¿te quedas conmigo? Tengo que comentarte algo. – dijo Álvaro.

Sabino se encogió de hombros y asintió con la cabeza, mientras se encendía otro cigarrillo.

– ¿Se necesita bombona para entrar en la cueva? – preguntó Olga.

– Se puede hacer a pulmón, es un recorrido de unos veinte metros. – explicó el cabo. - ¿Quiere ir?

– Sí, por favor. – dijo Olga.

Iba vestida con unos leggings y una camiseta de tirantes. Pensó que podía nadar así sin problemas. Siguió al cabo. Ander la acompañaba.

– ¿Vas a entrar así? – le preguntó Ander. – Sí, no hace nada de frío, estoy acostumbrada. – contestó Olga.

– Bueno, no lo decía por la temperatura, sino por la ropa. Cuando entres al agua vas a parecer una concursante de Miss Camiseta Mojada. – dijo Ander, sonriendo pícaramente.

Olga se encogió de hombros y subió las cejas. Quería ver el lugar donde habían encontrado a la última víctima de las BAC. Pérez le había pedido que se implicara en la medida de lo posible, ya que Diego continuaba en Burgos. Esta vez, el asesinato se había cometido en su jurisdicción. Tenían contactos en la zona esperando órdenes. Olga siguió las indicaciones de otro agente de los Mossos, que los acompañó hasta la cala, bajando por un escarpado sendero. Fue un descenso de unos trescientos metros hasta llegar a la cala. Una lancha los estaba esperando en la orilla. Olga cerró su bolso y se lo sacó. Se descalzó y se quitó los calcetines. Dejó todo sobre una roca, pero el agente que los acompañaba cogió todas sus pertenencias.

– Mejor se lo guardo yo, no se preocupe. – le dijo servicialmente.

Olga se lo agradeció con una caída de ojos y un gesto firme con su cabeza. Ander se quedó hablando con el cabo acerca de las declaraciones de los testigos que estaban en la playa la tarde anterior.

La inspectora entró en el agua hasta la lancha. El mar estaba más frío de lo que esperaba. Los buzos le ayudaron a subir.

– Gracias. – dijo Olga. – ¿Dónde está la cueva?

– Es allí, donde las boyas, bordeando aquellas rocas. Tendremos que entrar buceando, se lo han avisado, ¿no? – señaló el fornido buzo tendiéndole la mano derecha. – Pol, Pol Sardà.

– Sí, tranquilo. Creo que podré entrar sin problemas. Olga Fernández, encantada. – respondió la inspectora a la presentación.

– Okey. – respondió el buzo. – Carles, au, anem-hi.

La lancha emprendió su ruta hasta unas rocas situadas a unos doscientos cincuenta metros, en el margen derecho de la cala. Recorrido el tramo en lancha, ésta detuvo el motor y avanzó los últimos metros por inercia.

– Es mejor que bajemos por aquí. – le avisó el buzo Pol, cuando vio que Olga se disponía a bajar por el lado de las rocas.

– Toma.  – le dijo el otro buzo, ofreciéndole unas gafas de buceo.

– Gracias. – dijo Olga, y se las ajustó.

Pol se colocó sus gafas de bucear y se lanzó al agua, dejándose caer de espaldas. Olga esperó a verlo salir a la superficie para realizar la misma maniobra. El buzo nadó hasta las rocas, le hizo una señal y se sumergió. Olga llenó sus pulmones y lo siguió. Entre las rocas se abría un hueco a unos dos metros de la superficie del agua. Había luz suficiente, no necesitaban linternas. Nadó detrás de él por el entrante, la oquedad natural se ensanchaba a medida que avanzaban. Unos metros después el buzo le indicó que subiese. Olga emergió y dio una bocanada de aire. Se sacó las gafas y se mantuvo a flote hasta que sus ojos se acostumbraron a la luz. La cueva se encontraba iluminada con unos potentes focos. Era más amplia de lo que esperaba. Olga calculó que la zona que afloraba fuera del agua tendría una superficie de aproximadamente cincuenta metros cuadrados. El buzo, que ya había salido del agua, le tendió un brazo para ayudarla a subir. La temperatura dentro de la cueva era bastante más baja que el exterior. El buzo, embutido en un traje de neopreno, le acercó una manta térmica para que no se enfriase.

– Gracias. ¡Buenos días! Soy la inspectora Olga Fernández. – se presentó Olga al resto del equipo que estaba en el interior de la cueva. – ¿Quién tuvo la idea de buscar a Valero aquí? No me parece la primera opción, la verdad.

– Buenos días. – respondió con voz grave uno de los hombres que había en el interior de la cueva. – Sargento Pau Aymerich. Sí, aquí fue, pero no miramos por casualidad. Encontramos unas gafas de bucear enganchadas en una piedra cerca de la entrada. Llevábamos más de hora y media buscando por la zona y yo conocía esta cueva. La usaban los contrabandistas en la posguerra. Es un sitio bastante conocido por aquí. Horas después hayamos dos arpones justo en el otro extremo de la cala. Suponemos que son los que utilizaron para asesinar a Valero.

– ¿Dónde hallaron el cuerpo? – preguntó Olga.

– Aquí. – respondió el sargento Aymerich señalando una roca. – Tumbado boca abajo. Tenía una flecha clavada en el pecho, justo aquí. La otra la llevaba enganchada en la pierna derecha, justo por encima de la rodilla. Estaba muerto. Creo que el arponazo en el corazón lo debió matar al instante. Los forenses nos lo confirmarán.

– ¿Y las palabras? – preguntó Olga, acercándose a la roca, donde la sangre aún era visible.

– Yo diría que estaban hechas con un cuchillo. Eran cortes muy rectilíneos. Ladrón a esta altura y BAC aquí. – dijo el sargento, señalándose primero entre los omoplatos y después las dorsales.

– ¿Han encontrado algo más? – preguntó Olga abiertamente. – ¿Huellas? ¿Algún objeto personal?

– Como verá ayer conseguimos aislar varias huellas. – contestó uno de las cuatro personas que estaban reclinados sobre el suelo, señalando con su índice varias marcas en el suelo. – Las procesamos ayer. Seguimos buscando, pero es una tarea difícil.

– Ya veo… – dijo Olga aproximándose con cuidado a la que tenía más cerca.

– Por desgracia, en esta época del año las mareas hacen que la cueva quede parcialmente inundada, el agua alcanza esta altura. – comentó Pol. – Otro problema añadido es que esta cueva es como las Ramblas. Hemos encontrado botellas vacías, preservativos y restos de porros por aquella zona.

Olga miró hacia el fondo de la cueva, la parte más alta, donde dos agentes revisaban cada centímetro de aquella zona con la ayuda de potentes linternas, proyectando sus sombras en las paredes, fantasmagóricas y deformes. En el fondo de la cueva, a la izquierda, la naturaleza había colocado unas rocas grandes, prácticamente planas, más altas, del tamaño de camas de matrimonio. Pensó que no le importaría echar un polvo en la cueva con aquel buzo de anchas espaldas y marcados músculos. Necesitaba pasar página, dejar de pensar en Diego. Como solía repetirle una amiga suya, un clavo quita otro clavo.

– Cuando quieras, Pol. – dijo Olga, dejando la manta térmica enrollada en la mochila de uno de los forenses.

– Okey. Bueno compañeros, aquí os quedáis. Después vengo a recoger el equipo. – dijo el buzo despidiéndose de los investigadores.

– Gracias por todo. Hasta luego. – se despidió Olga, mientras se metía en el agua.

Se sumergió otra vez detrás de Pol y aparecieron de vuelta en la cala, donde aguardaba la lancha. Ayudada por ambos buzos, Olga subió a la pequeña embarcación. Le había dado un poco de frio. El sol comenzaba a brillar en el cielo, pero no calentaba lo suficiente. Emprendieron el viaje de vuelta a la playa.

Olga analizaba el asesinato de Valero. Al menos dos personas. Otra vez, algo que comenzaba a ser frecuente en los BAC. Por lo visto, mataban a sus víctimas por parejas. Eso o un hombre fuerte y hábil como Pol. Alguien capaz de herir a una persona que se hallase sumergido, rematarlo con un segundo arponazo a menor distancia y después arrastrarlo hasta aquella cueva. Esta vez los BAC no habían dejado el cadáver a la vista... Rectificó, realmente aquella cueva era el escenario perfecto para poder dejar expuesto a Valero y abandonar su cuerpo sin ser vistos. Debían conocer la zona y estar en forma. Un escalofrío recorrió su cuerpo. Ya estaban llegando a la orilla. Ander la esperaba allí, hablando con unos bañistas.

Se tiró de la lancha. Estaba mejor dentro del agua que fuera. Escurrió el pelo a medida que salía del agua. Uno de los madrugadores bañistas le ofreció su toalla. No la rechazó y le agradeció el detalle. Envuelta en la toalla, hizo un gesto a Ander y ambos se alejaron del reducido grupo de bañistas. Los buzos se alejaron despidiéndose y volvieron a la zona de la cueva.

– ¿Por qué se ha abierto el paso a la cala? – preguntó Olga asombrada.

– Órdenes. – contestó Azpeitia, encogiéndose de hombros. – No podemos mantener cerrado un espacio público. Eso sí, continuaremos vigilando el acceso a la cueva.

– Ah, vale. ¿Qué? ¿Has averiguado algo? – dijo Olga.

– Que todo el mundo de los alrededores conoce la cueva. Nadie se extraña de ver entrar o salir gente. En la zona se practica mucho el buceo, a pulmón o con oxígeno. – dijo Ander. – Lo que no es tan habitual es ver a bañistas con arpones. Ayer los agentes cubrieron las playas de los alrededores y hablaron con centenas de posibles testigos. Ninguno recuerda haber visto buceadores armados. ¿Y tú? Al final te ha dado frío…

– Bueno, ya se me está pasando. – dijo Olga, cubriéndose sus pechos. – Entrar a la cueva es bastante sencillo. Debe de ser obra de dos o más personas. Tuvieron que meter a Valero malherido, quizás muerto. Tal vez los forenses nos puedan ampliar la información cuando finalicen la autopsia. Bajo mi punto de vista, aquí tenemos poco que hacer. El mar borra muchas huellas, dudo que encontremos algo.

Ander escuchó a Olga con interés. Aquella joven inspectora tenía razón.

– Como tú veas…. Me gustaría hablar con la señora Valero y con los Ferrán. Quizás nos pueda aclarar algo. – dijo Ander. – ¿Qué piensas?

– Habla con el cabo y que lo preparen. Sobre todo, que no parezca un interrogatorio, esa mujer debe estar destrozada. – dijo Olga, pensando en la viuda. – Si no te importa, voy a ir a cambiarme, pásame la información por WhatsApp.

Ander contestó con el pulgar hacia arriba mientras Olga retornaba al punto donde había dejado sus cosas. Un agente, cuando la vio, se acercó a ella para dárselas.

– Gracias. Por cierto, necesitaré cambiarme de ropa. – dijo Olga. – ¿Sabe dónde han llevado mis cosas?

– No, pero ahora mismo lo averiguo. – dijo diligentemente el joven agente. – Espere aquí, si no le importa.

– Gracias. – dijo Olga.

Sacó el móvil del bolso. Tenía varios mensajes, varios de ellos relacionados con el nuevo caso. Pérez le había enviado el nombre de varios contactos más. Álvaro acababa de compartir un borrador del informe sobre Valero. Al parecer, aquel líder socialista había sido víctima de amenazas por Twitter. Algunos de los responsables ya habían sido detenidos. Leyó en diagonal la lista de delitos por los que esperaba juicio.

– La hostia… – pensó Olga.

Falsedad documental, prevaricación, malversación de fondos públicos, estafa, tráfico de influencias, evasión fiscal… Valero era un ejemplo de lo que no se debía hacer cuando se llega al poder. No había un solo delito relacionado con la corrupción que no estuviese en aquella interminable lista. Olga pensó que su muerte aliviaría la carga de trabajo de varios juzgados. Dieciséis causas abiertas contra aquel otrora alto cargo político. No le pasó inadvertido un curioso dato. Valero había intentado devolver parte del dinero supuestamente robado para que no lo encausasen. Lo había hecho tras el primer asesinato de los BAC, el de Castro. Castro y Valero habían sido adversarios políticos, pero al parecer les unía una profunda amistad. Llamó a Ander. Acababa de recibir un mensaje suyo.

– Ander. Dime. Sí, lo estaba leyendo ahora mismo. Dame media hora, no creo que tarde más. Sí, claro, te aviso. Venga, hasta ahora. – dijo Olga, colgando bastante seria.

Azpeitia había conseguido programar unas entrevistas con Teresa Montes, la viuda de Valero, y con el matrimonio que los acompañaba en sus vacaciones, los Ferrán. Se reunirían con ellos a las diez de la mañana en el hotel donde los habían alojado, en el centro de L’Estartit. Cuando levantó la cabeza, pudo ver al agente que había custodiado sus cosas saludándola a lo lejos. La llamaba. Olga cogió sus cosas y se acercó a toda prisa.

– ¡Acompáñeme! Tengo un primo trabajando en un hostal, me ha dicho que puede pasar a cambiarse. – dijo el agente. – Tardaremos como mucho quince minutos en ir y volver.

– Muy amable. Espere, por favor. – dijo Olga. – ¿Podemos pasar por el hostal y después ir al hotel Double Tree?

– Claro, nos pilla de camino. – respondió el agente, que llevaba la pequeña maleta de Olga en su mano derecha.

Olga envió un mensaje avisando a Ander que se reuniría con él directamente en el hotel y siguió al agente a toda prisa.

Media hora más tarde, entraba en el hotel donde se hospedaba Teresa Montes, la esposa de la cuarta víctima de los BAC. Se había cambiado a toda prisa en la habitación de un pequeño hostal. Ataviada con ropa más seria, releyó el mensaje de Ander. La esperaban en la habitación número doscientos nueve.

Sin preguntar, siguió las indicaciones de los letreros y subió a la segunda planta. Antes de llamar se colocó bien la camisa y el pantalón tejano. Golpeó suavemente con los nudillos de su mano derecha. Oyó voces dentro y unos pasos que se acercaban hasta la puerta.

– Hola. – dijo Ander Azpeitia, abriéndole la puerta.

Olga respondió al saludo y cambiando la libreta de mano, se acercó para saludar a la reciente viuda

– Hola. Lo siento señora Montes. – dijo con voz solemne Olga. – Le acompaño en el sentimiento.

– Gracias. – dijo secamente la señora Montes.

Olga, mientras dejaba su libreta sobre la mesa, escuchaba como Ander le explicaba a la reciente viuda los temas que querían hablar con ella. La observó, de reojo. A simple vista no parecía afectada en exceso. A su favor, habían transcurrido más de doce horas desde el asesinato de su marido. Había conocido personas capaces de digerir malas noticias de aquel calibre y demostrar entereza horas después de la muerte de seres cercanos.

– Bueno, comencemos con el relato de lo ocurrido ayer. – dijo Ander. – Espero que no le resulte demasiado traumático.

– No se preocupe, comprendo que deben hacer su trabajo. – dijo la viuda, con la mirada firme y gesto altivo. – ¿Por dónde quieren que empiece?

– Desde ayer por la mañana, pero desde luego, si recuerda algo extraño tanto en la actitud de su difunto esposo o en lo ocurrido en días anteriores, no dude en decírnoslo, por favor. – dijo Olga.

– Entiendo. Lo intentaré. – dijo la señora Montes. – Ayer Gonzalo se levantó temprano, quería preparar las cosas para el viaje. Jorge Ferrán y su esposa Melissa se iban a unir a nosotros para pasar unos días juntos. Estábamos en Port de la Selva.

El casi imperceptible gesto de la señora Montes tras pronunciar el nombre de la esposa de Ferrán le indicó que no existía buena sintonía con ella. Olga comprobó los datos que Álvaro había enviado. Ferrán, director adjunto de una de las compañías de suministro eléctrico a nivel nacional era muy amigo de Valero, a quien contrató como asesor cuando abandonó su cargo en la vicepresidencia del gobierno. Melissa Izaguirre, una guapa ex modelo colombiana era la tercera esposa del poderoso empresario Jorge Ferrán, casi treinta años mayor que ella.

– … y después estuvo ordenando el camarote de los Ferrán. Nos trajo las provisiones para el viaje. – contaba la señora Montes.

– Perdone, estaba revisando unos apuntes. ¿De quién está hablando? – preguntó Olga.

– De Manel. – contestó Teresa Montes, algo molesta por la interrupción. – El señor que se encarga de vigilar nuestro velero cuando no lo usamos y de su mantenimiento. También nos ayuda con los suministros, comida, bebida, ya saben…

– ¿Manel? ¿Sabe su apellido? – preguntó Olga. – ¿Es de Port de la Selva?

– Sí, de Port de la Selva. Se dedica a eso, cuida algunos barcos en el embarcadero del puerto deportivo. Vive allí, en su barco. Manel Pous, ese es su nombre. – respondió la señora Montes.

Olga envió un mensaje a Álvaro y Sabino. Les pidió que encontrasen al señor Manel y que hablasen con él.

– Gracias, continúe por favor. – rogó Olga.

– Mi marido se despertó con dolor de cabeza. Se tomó un ibuprofeno y estuvo ayudando a Manel a cargar las cosas y colocarlas en la despensa. Yo me quedé en el camarote leyendo la prensa. – dijo la señora Montes. – Me levanté media hora más tarde, serían las nueve y cuarto. Los Ferrán llegaron pasadas las diez. Bajaron a su camarote a dejar sus cosas. Íbamos a pasar unos días aquí y después partir hacia Menorca, para pasar una semana por allí. Jorge tiene una casita en la isla. Sobre las diez y media bajamos del barco para ir pasear por el pueblo y hacer tiempo hasta la hora de la comida. Teníamos mesa reservada en un restaurante a las dos. Paramos a hacer un aperitivo sobre las once. Gonzalo estaba de buen humor. Pasó un buen rato bromeando con Melissa. Jorge me estuvo hablando sobre la expansión de su empresa en Sudamérica.

– ¿Hizo su marido algún comentario sobre si había recibido amenazas recientemente? Nos consta que era uno de los objetivos preferidos de un grupo de tuiteros. – dijo Ander.

– No lo sé, Gonzalo llevaba mucho tiempo sin hablar de esos temas conmigo. Decía que no tenía importancia, que eran unos niñatos. – contestó la viuda. – Realmente no le preocupaba, estaba acostumbrado.

– Entonces comieron en el Port de la Selva. – dijo Olga, tratando de reconducir la conversación.

– Sí, fue una comida ligera, ya que el aperitivo había sido abundante. – dijo la señora Montes. – Además, Gonzalo tenía previsto salir a las cuatro. Le gustaba ser puntual. Aun así, Melissa se entretuvo comprando unas pulseras y un pareo en los puestos del paseo marítimo y nos retrasamos, pero a Gonzalo no pareció importarle.

Era evidente que la señora Ferrán no gozaba de la simpatía de la señora Montes. Olga, con disimulo, buscó imágenes de Melissa Izaguirre en su móvil. Comprobó que se trataba de una mujer espectacular. Una clásica belleza latina muy del estilo de Sofía Vergara, una bonita cara acompañada de unas curvas de infarto.

– Serían las cuatro y veinte cuando partimos. Ayer hacia un día perfecto para navegar. El viento era favorable. Tardamos poco más de una hora en el trayecto. Gonzalo disfrutó como un niño llevando el velero casi al límite. Parecía que íbamos a salir volando. Incluso no le importó que la esposa de Ferrán estuviese un poco mareada. Creo que fue su pequeña venganza por haber alterado sus planes. – dijo la señora Montes, con una sonrisa en los labios. – Cuando llegamos a las inmediaciones de L’Estartit, Gonzalo atracó el barco. Le encantaba bucear. Disfrutaba en estas calas.

Los ojos de Teresa Montes se humedecieron, pero continuó el relato, orgullosa.

– ¿Solía ir a bucear en solitario? – preguntó Ander.

– Sí, Gonzalo era un gran buceador, un buen deportista. Empecé a preocuparme cuando vi que pasaba el tiempo y no volvía. Jorge y Melissa se lanzaron al agua, a buscarlo, no tuvieron éxito. Yo no soy buena nadadora… Al final decidimos dar el aviso a la policía. Dos horas más tarde lo hallaron dentro de esa cueva, muerto. Los BAC. Nunca pensé que Gonzalo acabaría así. No era la mejor persona que he conocido, pero tampoco lo merecía. – dijo la viuda con un nudo en la garganta.

Olga apreció que la señora Montes se emocionaba y le ofreció un vaso de agua, que cogió sin mirar y al que dio un par de tragos antes de proseguir con el relato.

– Incluso había ofrecido devolver parte de su fortuna para ser exculpado. Cuando ocurrió lo de Castro pasó dos días encerrado en casa, no quería ni salir. – dijo Teresa. – Pese a sus diferencias ideológicas eran buenos amigos. Solían hablar por teléfono de tanto en tanto. Gonzalo era de los pocos que seguía apoyando a Julio.

– ¿Dónde estaban los Ferrán mientras su marido estaba desaparecido? – preguntó Olga, directa. – Por lo que ha comentado son buenos nadadores, ¿estuvieron en el barco?

– Sí, estoy completamente segura. Como les he dicho, Melissa se mareó durante la travesía. Cuando paramos, subió a la cubierta y estuvo tomando el sol, en topless. Jorge permaneció a su lado todo el rato. – afirmó la viuda.

Otro comentario sobre Melissa. Desde luego, no era su mejor amiga. Olga tomó nota de aquello en su libreta.

– ¿No vieron nada? ¿No notaron si alguna embarcación les seguía o estaba por la zona? – preguntó Ander. – Es una de las hipótesis que manejamos, que los buceadores que asaltaron a su esposo huyeran en una embarcación.

– No le sé decir... No estoy segura de haber visto ningún barco atracado cerca. Rebasamos otro velero, más pequeño, nada más salir de Port de la Selva, pero era una embarcación con una familia con hijos pequeños, estaban de paseo. – contestó la señora Montes. – Tampoco vi gente buceando cerca del velero, pero claro, eso no significa que no estuviesen.

Olga anotó sus conclusiones en su libreta y la cerró. La charla con la señora Montes no estaba aportando nada sustancial a la investigación, pero era un trámite que debían cumplir. Era evidente que Teresa Montes no estaba locamente enamorada de su esposo y que tenía celos de la esposa de Ferrán. No había expresado demasiado dolor por la muerte de su esposo, pero descartaba por completo la implicación de aquella señora en el asesinato.

– Ander, por mi parte no hay más preguntas. – dijo Olga. – ¿Alguna cosa a añadir?

– Bueno, solo preguntar porque paró en esa cala en concreto. Si los asesinos de su marido lo estaban esperando, debían saber que atracaría su barco allí. – dijo Ander.

Olga reabrió su libreta, boquiabierta y ligeramente ruborizada. Acababa de pasar por alto una de las preguntas clave de aquella investigación.

– Si descartamos que un barco o lancha los estuviese siguiendo, los que asesinaron a su esposo conocían su ubicación, sabían que llegaría a esa cala. – reiteró Ander. – Cuando su marido se zambulló en el mar, ¿qué hizo? ¿Hacia dónde se dirigió?

La señora Montes se quedó pensativa, intentando recordar.

– Fue hacia las rocas, era una de sus aficiones, parar en aquella cala era su forma de dar por comenzadas las vacaciones. – comentó la viuda. – Llevábamos cerca de diez años con esa tradición. Las fechas quizás cambiaban, pero era el pistoletazo de salida. Se lanzaba al agua con sus gafas, sus aletas y una bolsa para meter los mejillones. Normalmente, media hora después aparecía con parte de la cena, una bolsa llena de mejillones de roca.

– ¿No está prohibido recolectar mejillones en esta zona? – preguntó Olga, a sabiendas de la contestación.

– Si le digo la verdad, no lo sé, pero tampoco me extrañaría. Mi marido abandonó la ética hace mucho tiempo. Todo tenía un precio, según él. – respondió Teresa Montes, encogiéndose de hombros.

– ¿Puede usted decirnos si su esposo usaba las redes sociales? – preguntó Ander. – Quizás los BAC conocieron las fechas y los destinos vigilando las publicaciones.

– No, para nada. A Gonzalo no le gustaba hablar de su vida privada. – dijo la señora Montes, que se sobresaltó de golpe. – ¡Esperen! ¡Esos malditos paparazzi…!

– ¿Cómo? – preguntó Ander.

– Cuando salíamos de comer, había una moto con dos personas. En la calle, enfrente del restaurante. Uno de ellos tenía que ser un paparazzi, ya que nos hizo varias fotos… Llevaba una cámara con un objetivo tan largo como su brazo. – dijo la señora Montes.

– ¿Dónde? ¿Puede decirnos el nombre del restaurante? ¿Cómo era la moto? – preguntó Ander, atropelladamente.

– Una de carreterera. Grande. Roja. Estaban aparcados fuera. – respondió la señora Montes. - Nos hicieron fotos, después arrancaron y se marcharon a toda velocidad. Llevaban casco, no pude verles las caras. Era el restaurante Can Peixet.

Ahí estaba… Tal vez la información provenía de la prensa rosa. En aquella época del año era fácil encontrar noticias sobre el veraneo de personajes famosos. Valero no debía ser una excepción. O los BAC, igual los estaban esperando, pensó Olga. ¿Un fotógrafo haciendo fotos con el casco puesto? Era extraño, aunque con las cámaras digitales… Cogió su teléfono y llamó de inmediato a Álvaro. Salió de la habitación y anduvo unos metros por el pasillo.

– Hombre, ¡menos mal! Pensaba que no lo cogías… Sí, todo va bien. Sí. Oye, necesito que comprobéis una cosa. Parece ser que ayer Valero pudo ser fotografiado al salir de un restaurante de Port de la Selva, ahora te paso los detalles por WhatsApp. Tenemos que comprobar si la noticia fue publicada en algún medio o salió en la televisión. No descartéis los medios locales. – dijo Olga.

– Muy bien, entendido. Pero… ¿Qué relación tiene eso con su asesinato? – preguntó Álvaro.

– Espera un momento, Álvaro, Ander quiere decirme algo. – dijo Olga, al ver aparecer a Ander. – Dime.

– ¿Y un dron? ¿Y si lo seguían con un dron? – dijo Ander

– Espera, que pongo el manos libres, así lo escuchas bien. – dijo Olga. – Álvaro, los asesinos de Valero lo debían estar siguiendo de alguna forma, sabían sus movimientos. La única pista que tenemos son esos paparazzi, pero Ander cree que lo podían seguir con un dron. ¿Podemos vernos y lo hablamos?

– No me parece descabellado. – dijo Álvaro, tras meditar la respuesta. – ¿Cuándo podemos quedar?

– Aquí terminaremos pronto, tenemos para diez minutos más o menos. – concluyó Ander, mirando a Olga en espera de su aprobación, que realizó asintiendo con la cabeza. – Son casi las once, si quieres quedamos a las doce en Port de la Selva. Me han dicho por WhatsApp que los Mossos han localizado a Manel Pous. Lo tienen retenido en el puerto.

– Por mi bien, ahora le paso la información al equipo. Allí nos vemos. – respondió Álvaro.

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