BAC

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Capítulo 44

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Capítulo 44

Al ponerse la camiseta aquella mañana notó que su hombro se había vuelto a resentir. Llevaba varios días sin hacer nada de ejercicio y, tal como había presagiado su fisioterapeuta, si no era constante, los dolores reaparecerían. Y le molestaba, bastante. El calmante que se había tomado hacía unas horas ya no hacía efecto. Diego miró el reloj de su móvil. Pasaban seis minutos de las diez de la mañana. Llevaba un par de horas en la comisaría de la Policía Nacional de Burgos.

La noche anterior le había costado conciliar el sueño y estuvo repasando todas sus notas, intentando encontrar una conexión entre los tres asesinatos. Ahora ya eran cuatro. Los dos primeros, aunque diferentes, tenían alguna cosa en común, no tenían ningún indicio. El tercero, el del arzobispo, parecía totalmente diferente, algo no le cuadraba. Testigos, conexiones personales de la víctima con gente de su entorno, incluso un móvil. El cuarto seguía el patrón de los dos primeros, con algunos matices. Pasó cerca de media hora elaborando perfiles de los posibles asesinos, sin llegar a ninguna conclusión. Prueba de ello era que las hojas donde había estado plasmando sus pensamientos estaban arrugadas en la papelera.

Tras hablar con Sor Claudia el día anterior, hoy debía interrogar a Leonor y Pedro, los padres de la monja. Después de una acalorada discusión sobre cómo afrontar aquellos interrogatorios, Diego se salió con la suya. Defendió su postura hasta elevar la voz. Después se disculpó con Eva. Ella era la responsable de la investigación, a él le habían encargado hacer los interrogatorios. Diego quería hablar con Leonor y Pedro a la vez. Quería comprobar como reaccionaba cada uno de ellos a sus preguntas. Eva no estaba de acuerdo, pero finalmente cedió ante la insistencia de su compañero. Tan sólo puso una condición, estar junto a él durante el interrogatorio.

Llegar tarde formaba parte de la puesta en escena. Los padres de Sor Claudia los esperaban, esposados y separados en dos mesas individuales, colocadas con cierto ángulo entre sí, para estar equidistantes con otra mesa, donde estarían Eva y Diego. Las tres mesas formaban un isósceles. Los investigadores tendrían una visión casi frontal de los detenidos, pero a diferencia que, en otras ocasiones, los detenidos podrían mirarse casi de frente, sin necesidad de girar la cabeza noventa grados. De ese modo, los interrogadores no perdían el contacto visual de los detenidos. Todo estaba dispuesto tal y como Diego había pedido. Mucha luz, las mesas perfectamente colocadas y los detenidos esposados por delante. Los gestos de las manos eran de vital importancia, no podían perder detalle. Las manos esposadas realzaban la sensación de poder de los investigadores sobre los detenidos.

Diego repasó sus apuntes mientras observaba a Leonor. Aquella mujer menuda, delgada, pero de apariencia fuerte, tenía una mirada aguerrida, casi altanera. Le hablaba a su marido, susurrándole, le decía que le dejara hablar a ella. Sabían que la sala estaba llena de micrófonos, pero no parecía importarle. Su marido, Pedro, un hombretón entrado en carnes la miraba con ojos pacientes.

Diego y Eva entraron a la sala, en ese orden. En silencio. Serios. Se sentaron frente a los señores Solís Martínez. Diego miró a Leonor y después a Pedro. Eva se colocó a la izquierda de Diego, casi en el filo de la mesa, dejando a su compañero en el centro, cediéndole el protagonismo. Todo estaba estudiado.

– Buenos días. Somos el inspector González y la capitán Morales. Supongo que les habrán informado del motivo de su detención. Son sospechosos del homicidio de José Eduardo Muñoz-Molina de Soto, perpetrado en su residencia de Covarrubias, el día diecinueve de julio sobre las veintitrés horas. – dijo Diego.

El inspector percutió cada palabra con un tempo estudiado, haciendo pausas entre cada frase para poder ver la respuesta gestual del matrimonio. Leonor mantuvo la mirada, casi desafiante. Pedro bajó sus ojos una centésima de segundo, un signo evidente de arrepentimiento, pero leve, ya que volvió a subirlos, pestañeaba constantemente. Tosió.

– En el registro de su vivienda hemos encontrado dos disfraces de monja, pelucas y un cuchillo envuelto en un trapo. Hay restos de sangre tanto en el cuchillo como en el trapo que lo envuelve. Nuestros expertos se encargarán de determinar si coincide con el ADN de la víctima. Tenemos testigos que los han reconocido como las monjas que se desplazaron a la casa del arzobispo. No queremos andarnos con rodeos. – dijo Diego. – Si demostramos, que lo haremos, que son los autores del crimen, pasaran el resto de su vida en la cárcel. Con la nueva reforma penal, el delito será considerado terrorismo y pueden ser condenados a cadena perpetua.

Todo lo que les había dicho Diego era cierto. También habían recibido el informe preliminar de la autopsia. Tenían más pruebas incriminatorias, pero aún no tocaba usarlas.

– Hay una forma de lograr una reducción de la condena, pero deben colaborar. Si nos proporcionan información, los fiscales podrían valorarlo positivamente. – concluyó Diego. – ¿Qué es BAC? ¿Quienes sois?

La pregunta fue directa. Los detenidos se miraron. No dijeron nada.

– Conocemos los hechos e incluso el móvil del crimen. – expuso Diego, pacientemente. - Sabemos que su hijo Enrique fue víctima de abusos por parte de Muñoz-Molina cuando era un niño. Creemos que aquellos abusos fueron el desencadenante de sus cambios de actitud. También sabemos que ustedes no le creyeron cuando se lo contó. Debió ser duro para un niño que las personas que le deberían proteger duden de la veracidad de…

– ¡Pare! – interrumpió Pedro. – ¡Ustedes no saben una mierda!

Su mirada había cambiado, el gesto también. Diego esperaba esa reacción, sabía que el padre no era el corderito que intentaba aparentar. Eva se quedó sorprendida.

– ¿Tiene usted hijos? – continuó Pedro, con las pupilas dilatadas. – ¿Tiene usted idea que lo duro que es perder a uno? ¿Qué se quite la vida por culpa de un desgraciado…? ¡Usted no tiene ni puta idea de nada!

– No, no tengo hijos. Pedro, cuéntenos lo ocurrido y ayúdenos a detener a los BAC. – respondió Diego, calmado.

El hombre se echó hacia detrás y volvió a mirar a su esposa, que permanecía impasible, en silencio. Ella, con su mirada, parecía recriminarle que hubiese hablado.

– Pedro. Sabemos que entraron a la habitación del arzobispo, que Leonor le inyectó un anestésico en la zona epidural y que cuando el anestésico hizo efecto, que usted seccionó sus genitales y posteriormente los colocó en la boca. – dijo Diego mirando al padre de Sor Claudia. – Sospechamos que su hija María Dolores fue la que se encargó de la planificación de todo. Esta detenida también.

– Nuestra hija no sabía nada. – dijo el detenido. – Déjenla en paz.

– Su hija les abrió la puerta de la casa del arzobispo aquella fatídica noche, ¿pretende que creamos que no sabía nada? ¿Qué no les reconoció? – dijo Diego. – Vamos a ver, Pedro, ese hombre merecía un castigo por todo lo que había hecho, pero no podemos permitir que la gente se tome la justicia por su mano.

Diego tenía la intuición de que Pedro colaboraría si no se sentía atacado.

– ¿Castigo? ¿Qué castigo ni qué leches? – respondió Pedro. – Ese cabronazo malnacido llevaba años, décadas, abusando de criaturas y se sabía. Nadie hacía nada por evitarlo. Retiraban las denuncias… ¡Alguien debía darle su merecido! Cuando descubrimos que nuestra hija trabajaba para él… Ese cerdo continuaba haciéndoles lo mismo a otros niños…

– Y decidieron poner fin. Se mudaron aquí con el propósito de vengar a Enrique… ¿no? – afirmó Diego. – Parece ser que lo tenían todo bien planificado. Usted Pedro, se jubila anticipadamente. Leonor se toma una excedencia del trabajo. Eso sí, antes se hace con unas dosis de anestésico y el instrumental necesario para poder administrarlo. Alquilan un piso en Burgos. Desde allí trazan el plan con ayuda de su hija, quien les mantiene al día de las actividades pedófilas del arzobispo. Entrar a la vivienda y matar al arzobispo, una tarea fácil. Una muerte lenta, querían que sufriese. Por último, marcan a su víctima con las letras BAC. Para despistarnos. Querían aprovechar la oleada de crímenes de esa banda para que la muerte del arzobispo pareciese otra más…

Aquellas afirmaciones sorprendieron a Eva, que no quiso intervenir. Pensó que tal vez se trataba de una de las maniobras de Diego. Tardó poco en averiguarlo en cuanto leyó un mensaje en su móvil.

– Se equivoca. Nuestra hija no sabía nada. – intervino Leonor.

Aquellas palabras fueron un reconocimiento implícito del resto. Tal vez la hija no estaba implicada, pero los detenidos no estaban negando su participación en el asesinato. No podían hacerlo, varias pruebas los incriminaban, demasiadas. Estaban avanzando. Diego tenía la intuición que Pedro sería más visceral, hablaría antes. Formaba parte del legado animal en los hombres. El macho es el cazador, el que se encarga de las labores duras. El cabeza de familia.

– Hay que reconocer que han sido bastante hábiles, pero tuvieron un error, un grave error bajo mi punto de vista. Hacer parar al taxista en la plaza Lavaderos. Eso nos ha despistado, no sabíamos cómo explicarlo. Tras hablar con su hija y conseguir alguna información fue como sumar dos más dos. – continuó Diego. – ¿Pensaban que no íbamos a relacionar a una monja cuyo hermano fue víctima de abusos por parte de su actual jefe? ¿Pensaban que tampoco íbamos a relacionar esa parada del taxi cerca de la calle donde viven? Joder, la han cagado, pero bien cagada.

– Pues igual la hemos cagado, sí. Igual no somos tan inteligentes como la policía. Los que lleváis tantos años haciendo la vista, mirando hacia otro lado. Los que dejan que gentuza como ese cura hijo de puta abuse de inocentes. – dijo Pedro. – No tengo ni puta idea de quienes son esos BAC, pero espero que acaben con toda la purria de este país. Este país de corruptos y de listillos donde se idolatra al ladrón…

– Pedro, cállate, haz el favor. – dijo Leonor, seria, pero cabizbaja.

– ¡No me callo, Leo! Estoy harto de estar callado. Ya todo me da igual. ¿Saben? Me queda como mucho un año de vida. Tengo un cáncer de pulmón. El puto tabaco. No iba a irme de este mundo sin castigar al cerdo que hizo que mi Enrique… – dijo Pedro, tosiendo entre cada frase que salía de su boca.

El hombre, emocionado, no quería llorar, pero no podía evitar toser. Hizo una pausa, para tomar aire y continuó.

– Decidimos pasar unos meses aquí, en parte por mi enfermedad y en parte por estar más tiempo cerca de nuestra hija, no la vemos demasiado. Este clima seco me va mejor. Al poco de llegar comenzamos a oír rumores sobre un arzobispo jubilado que vivía en Covarrubias. ¡Nuestra hija nos había ocultado que trabajaba para ese monstruo! A la pobre le han sorbido el seso esas putas monjas, así que planeamos cargarnos a ese cerdo. Tenía que sufrir, castigarlo por sus pecados. Entrar fue más fácil de lo que creíamos. – aseguró Pedro.

Diego y Eva no quisieron interrumpirlo, Pedro estaba lanzado. Una amplia sonrisa iluminaba su rostro. El rostro de su esposa, en cambio, era todo lo contrario. Unas lágrimas resbalaban por sus mejillas, con la cabeza de medio lado mientras escuchaba paciente a su esposo.

– Pensamos que disfrazados de monjas, unas pelucas y algo de maquillaje mi hija no nos reconocería. ¡Y así fue! Por un lado, me alegro, por otro pienso que si una hija no reconoce a sus padres, aunque vayan disfrazados… bueno, ese es otro tema… – dijo Pedro, haciendo pausas de tanto en tanto, cuando notaba que le faltaba el aire. – Ese viejo vicioso nos abrió la puerta de su habitación cuando dijimos que llevábamos videos que le iban a gustar. ¿Cómo es posible que alguien así represente a la iglesia católica? Bueno, ni a la iglesia ni a ninguna institución. ¿Han visto sus declaraciones? Defendía a ultranza la familia tradicional, no dejaba de publicar sermones en contra de los homosexuales, del aborto… ¡Y a nadie le daba por investigar sus delitos sexuales! Joder, ¡lo sabía toda la comarca! La iglesia lo había cambiado de parroquia seis veces por lo mismo, pero en este puto país los curas parecen intocables.

Los dos investigadores se miraron de reojo. Pese al tono, aquel hombre tenía razón. El padre de la monja seguía lanzado.

– … no recuerdo que hayan metido a ninguno en la cárcel. ¡Pues este iba a pagar lo que hizo! Esos BAC son la hostia, ¡una inspiración! Ojalá haya más gente siga el ejemplo y se cargue a gentuza que piensa que puede vivir impune. Cuando vi en las noticias que se habían cargado a Castro y que después se cargaban a ese Zafra, no saben cómo me alegré… Y no creo que sea el único, ¿saben? En la tele acusaban a los BAC de terroristas. ¡Terrorismo! Terrorismo ha practicado el gobierno permitiendo que sus gentes, los que curran y pagan impuestos se queden sin trabajo mientras salvan a bancos y roban a manos llenas. – exclamó Pedro, a quien detuvo otro ataque de tos.

Eva le sirvió un vaso de agua y se lo acercó. El detenido se lo agradeció con un gesto de sus manos. Tenía ganas de seguir, Diego lo adivinó en su mirada, aún no había finalizado su discurso. Apuró el contenido del vaso y continuó.

– Terrorismo de estado, eso es lo que han hecho aquí. ¿Saben cuántas personas se han suicidado por no poder pagar una puta hipoteca? Centenares. Esa pobre gente tenía familia, hijos, pero al estado, a sus gobernantes corruptos les importaban más los bancos que el pueblo que les da de comer. En este país hace falta gente con un par de cojones, que metan miedo en el cuerpo a los que se creen intocables. ¡Esos que han robado dinero público a sabiendas que no les iba a pasar absolutamente nada! Los que han estafado a pobres o sacado provecho de sus cargos para enriquecerse. La policía no va a hacer nada, porque son unos vendidos, los jueces no pueden hacer nada porque los políticos cambian las leyes para protegerlos, no para perseguirlos. Ya era hora que tengan miedo, que sus conciencias estén intranquilas. Que pasen miedo… Y a ese cerdo…, sí, le corté los huevos a ese cabrón y me siento liberado. ¡Lo volvería a hacer! Observar cómo se desangraba y casi no podía respirar con sus genitales en la boca... ¡El muy imbécil incluso nos ofreció dinero para que no le hiciésemos nada! Esta gentuza cree que todo se arregla así, que pueden comprar todo. Cuando le hablé de mi hijo la cara le cambió…No saben cómo disfruté viendo morir a ese cerdo malnacido. Ya he confesado mi crimen y puedo morir en paz. No consentiré que me atrape esa gentuza. Ahora hagan su trabajo. – finalizó Pedro, con un suspiro mezclado con tos.

Diego pensó que todo había sido más sencillo de lo esperado. Aquel hombre se había desahogado, no cabía duda.

Eva le miró de reojo. Estaba asombrada por la rápida confesión de Pedro. Su desgarrador relato le había impactado. No podía negar que tenía cierta simpatía por aquella pareja. Dos padres que se habían propuesto vengar a su hijo, acabar con la vida de aquel que provocó que su hijo se la quitase. No podía evitar pensar que, en parte, aquel hombre, tenía razón. Había una casta de intocables en la sociedad española, eso era innegable. Desde políticos a nobles, pasando por banqueros o religiosos, era bastante extraño ver en un juzgado a algún miembro de aquellos selectos grupos. Estaba deseando poder hablar a solas con Diego. El inspector le había enviado un mensaje durante el interrogatorio donde le decía que el matrimonio que tenían delante de ellos no formaba parte de las BAC, sino que eran unos imitadores. Fue minutos antes que Pedro confesase que habían aprovechado la sucesión de asesinatos de los BAC para vengarse de Muñoz-Molina. Estaba impresionada.

Tras la pausa, de tan solo unos segundos, Pedro suspiró aliviado. Su tos seca evidenció de nuevo su problema respiratorio. Leonor lo miró. Diego descubrió que seguía habiendo amor en su mirada. Amor después de tantos años. Amor después de perder un hijo. Amor capaz de perpetrar un crimen.

Eva se levantó y le hizo un gesto a Diego. Quería hablar del interrogatorio, a solas. Una vez fuera, en la calle, Eva se encendió un cigarrillo.

– ¿Cuándo has sabido que no eran de las BAC? - le preguntó a Diego.

– Tenía mis dudas desde el principio. Tampoco creas que estoy seguro al cien por cien. Demasiadas discrepancias con los otros asesinatos. – dijo Diego.

– Pero eso no indica nada. Según los datos que manejamos los crímenes parecen haber sido cometidos por personas diferentes. – respondió Eva.

– ¡Piénsalo! ¿Cuántas personas han visto a los autores de los dos primeros crímenes? ¿Cuántas pistas han dejado? ¿Hemos encontrado alguna relación con las víctimas? Casi nada, por no decir nada. – dijo Diego. – Este tenía una componente sentimental. Había algo de ensañamiento, brutalidad. Era algo personal y viendo la reacción del señor Solís…

– Vale, pero sigues sin contestarme a la pregunta inicial… – dijo Eva, sonriendo y exhalando el humo en la cara de su compañero.

Diego apartó el humo de la cara y sin querer tocó con su mano izquierda el pecho derecho de su compañera de investigación.

– Perdona, ha sido sin querer. – dijo Diego.

– Tranquilo, no pasa nada. ¿Te ha gustado? – dijo Eva, picarona.

Eva no dejaba pasar la oportunidad para ponerse a tiro. Llevaba demasiadas horas sin provocar a Diego. Le encantaba ver como su compañero se ruborizaba.

– No ha sido un contacto demasiado prolongado como para poder expresar una opinión con conocimiento de la materia, pero sí, digamos que, de momento, por lo que he visto y tocado, sí… Merecen un notable alto. Me gustan naturales. – dijo Diego, que había logrado sorprender a Eva con su comentario.

La capitán, que no se esperaba una respuesta de ese tipo, volvió de inmediato al caso que los ocupaba. Notó como sus mejillas aumentaban su temperatura. Le dio una calada al cigarro y contestó.

– Bueno, ¿me lo vas a decir o no? – preguntó Eva, cambiando de tema.

– Ahora te lo explico, impaciente. Pensaba que te gustaban estos juegos… – dijo Diego con la ceja izquierda levantada y una sonrisa de medio lado.

El cambio de actitud de Diego desconcertó a una Eva, que acababa de mostrar un punto débil. El inspector tomó nota mental de lo acontecido y no dilató más la espera.

– Ayer por la noche, repasando mis notas y revisando los videos. – dijo Diego. – De hecho, tuve la intuición en el momento que entramos en la habitación del arzobispo. Cuando lo vi allí tumbado, en aquella postura, crucificado sobre la cama y el charco de sangre. Si las siglas BAC significan brigadas anti corrupción, este crimen se salía del contexto de los otros dos. Estaba claro que era un ser despreciable, pero por otros motivos. Acabé de verlo claro con la aparición del cadáver de Valero. Otro político, otro presunto corrupto. Muñoz-Molina no era un santo, visto lo visto, pero no entraba dentro de los parámetros de corrupción que manejan los BAC.

Eva no quiso interrumpirlo y le animó con un movimiento de su mano para que continuase.

– Después de los dos primeros casos, los de Castro y Zafra, estaba claro que los BAC quieren pasar desapercibidos, y de momento, lo están consiguiendo, muy a nuestro pesar. Lo hemos comentado en más de una ocasión, parecen profesionales. Este era un poco diferente. – continuó Diego. – Para comenzar, la víctima tenía una conexión con una de las personas de su entorno, Sor Claudia. Ya teníamos un posible móvil. El taxista que los trajo dijo que una de las monjas no hablaba y que era fornida, casi hombruna, que tosía. Álvaro nos proporcionó información sobre la monja. Había un apartado donde hablaban que tuvo un hermano que murió por sobredosis, si recuerdas estuve bastante rato hablando con Sor Claudia del tema. Supe por sus reacciones que era importante para ella, que aún le dolía, por eso la machaqué con ese tema.

– Eso ya lo sé, cuando llegamos a… – dijo Eva interrumpida por Diego, que puso su índice en los labios.

– Espera, impaciente. Había un pequeño párrafo en el documento que envió Álvaro, donde hablaba de sus padres. Mencionaba algunos detalles como las profesiones, ella enfermera, el camarero en un restaurante. También hablaba del traslado temporal a Burgos, por la enfermedad del padre. Supuse que por eso la monja grande no hablaba y tosía. – dijo Diego, haciendo una breve pausa. – Cuando nos enviaron el preliminar de la autopsia de Muñoz-Molina todo encajó. El arzobispo tenía un pinchazo en la espalda que casi pasan por alto. Habían encontrado restos de un anestésico. Mi hipótesis es que le administraron epidural, para prolongar la agonía. Para verlo sufrir. Aun así, son solo teorías, todo y que tenemos pruebas que los incriminan y parece que hayan confesado, queda mucho trabajo por hacer.

– Ya… Y su hija, ¿en serio crees que no sabía nada? – preguntó Eva. – Recuerda que el sillón de lectura estaba en un sitio con poca luz, creo que les esperaba, que era cómplice del plan de venganza familiar.

– No, creo que dice la verdad, pero tal vez lo veía venir y no ha hecho nada por evitarlo. El libro tenía dos marcas, es probable que dejara de leerlo hace tiempo, por eso no recordaba por donde iba. No nos mintió del todo. El libro tiene una dedicatoria de su madre. – dijo Diego. – Por eso tenía el libro en la mano, pero no necesitaba luz para leerlo. Se la sabe de memoria. Además, tenemos el portátil y el disco duro de Sor Claudia en su habitación. Has leído la información que nos ha proporcionado Álvaro. Han encontrado documentos, fragmentos de videos y fotos que Sor Claudia estaba recopilando para probar las actividades del arzobispo. Si realmente estuviese implicada en el asesinato no se habría tomado tantas molestias para denunciarlo. Creo que los miembros de esa familia planeaban vengarse, pero de dos formas muy diferentes.

– A no ser que sea su tapadera, su forma de quitarse de en medio. Es muy lista. – dijo Eva.

El teléfono de Eva comenzó a sonar. Contestó mientras apagaba su cigarro.

– Dime. Sí, claro. Te iba a llamar ahora. ¿Cómo? No, no, no… ¡eso no! – exclamó Eva haciendo una pausa para escuchar a su interlocutor. – ¡No podéis hacer eso! Dame una hora, solamente una hora más, por favor.

Colgó el teléfono y cogió otro cigarrillo del paquete. Lo encendió, entre nerviosa y cabreada.

– Era Gracia. Quieren hacer pública la noticia. Que hemos detenidos a unos miembros de los BAC. – dijo Eva, con su ceja izquierda levantada.

– Eso sería un gravísimo error. No estamos seguros al cien por cien, mas bien, es falso. ¿A quién coño se le ha ocurrido? – dijo Diego.

– La orden viene de arriba. Por lo visto están presionando desde Interior.  – dijo Eva, visiblemente alterada. – Tienen prisa en dar la noticia para dar sensación de control, de seguridad. Acaban de matar a Valero y creen que es lo mejor… Menuda gilipollez. Son capaces de cargarles el muerto a estos pobres diablos… ¡Hostia puta!

– ¿Qué podemos hacer? – preguntó Diego. – Tampoco es cosa nuestra… Realmente no tenemos muchas opciones, somos meros peones. Pensemos en positivo, que provecho podemos sacar de esto.

– ¿Qué quieres decir? No te sigo. – dijo Eva, curiosa.

– Si les dejamos creer que ese matrimonio forma parte de los BAC, quizás consigamos más medios para poder atrapar a los verdaderos. – continuó Diego, encogiéndose de hombros. – Claro, que también nos pueden retirar del caso, nunca sabremos qué les pasa por la cabeza. Por eso creo que debemos mantenernos al margen de las decisiones políticas.  Nosotros a lo nuestro, que nos dejen trabajar.

Tal vez provoquemos una reacción de los BAC si se publica que han detenido a unos supuestos miembros de su banda.

– ¿Entonces qué hacemos? Gracia me ha pedido que hablemos con él antes de las doce. Quieren organizar una rueda de prensa con el Ministro de Interior, para que se la noticia se pueda emitir en los telediarios de las tres. – dijo Eva.

– Terminemos el interrogatorio, no creo que tardemos demasiado. Después nos vamos al hotel y preparamos la reunión. – dijo Diego mirando su reloj. – No salgamos más tarde de las doce.

Eva miró el reloj de su móvil. Aún no eran las once de la mañana.

– Me parece bien. Entra si quieres. Llamo a Gracia y le confirmo la reunión. – suspiró Eva. – Ahora voy.

Diego asintió con la cabeza y se alejó en dirección a la sala remangándose la camisa, caminando lentamente. El sol comenzaba a calentar. Se giró para mirar a Eva. Allí estaba, gesticulando con el cigarro en su mano izquierda, mientras andaba de un lado a otro a la par que hablaba por teléfono. Concentrada y nerviosa a la vez, no parecía muy contenta por la conversación que mantenía con su jefe. Pensó en la repercusión que podría tener dar a conocer las identidades de los supuestos BAC, los padres de Sor Claudia. Aquella gente no se merecía ser expuesta de esa forma a la opinión pública. Los medios de comunicación, ávidos de noticias, los destrozarían.

Entró de nuevo en la sala donde permanecían los presuntos asesinos del arzobispo. Pedro se mostraba altivo, aliviado, con un extraño rictus en la cara que pretendía asemejarse a una sonrisa. Parecía el Joker del Caballero Oscuro. El estado de ánimo de su esposa no era el mismo, cabizbaja, triste. Sus ojos y sus mejillas estaban ligeramente rojos. Había estado llorando.

– Bueno, aquí estoy de nuevo, veo que han estado hablando. – dijo Diego, levantándose por una servilleta de papel y acercándosela a Leonor.

– Gracias. – dijo la madre de Sor Claudia sin poder retener un sollozo.

– Bueno, déjenme que les explique lo que está pasando. Ahí afuera, hay decenas de buitres esperando un poco de carroña. Me refiero a los periodistas. – dijo Diego mirándoles a los ojos de forma alterna. – Algunos encontraran su historia apasionante, los padres vengadores… Otros los llamaran animales, asesinos sanguinarios…

– ¿Qué pretende decirnos? Vaya al grano, somos mayorcitos. – dijo Pedro, tosiendo de forma compulsiva. – Necesito tomar mi medicina y beber agua, por favor. Si no tomo esas pastillas la tos no cesará.

– Ahora mismo mando a alguien a su piso. ¿Dónde están las pastillas? – preguntó Diego.

– Las tiene en su mesita de noche, en una cajita azul. – dijo Leonor, mirando a su esposo preocupada. – Les voy a pedir por favor, que me traigan también las mías, son para regular la tensión. Estoy un poco mareada, necesito tomarlas. Deberían estar dentro de mi bolso, colgado en la entrada, en una percha.

Acto seguido, Diego se apresuró a ordenar a uno de los policías que alguien se desplazara al domicilio de los detenidos a buscar los medicamentos. Eva se aproximaba a la sala donde tenían a los detenidos. Diego pudo ver que el gesto de la responsable de la investigación se había agriado aún más.

– ¿Qué haces? – preguntó Eva, en un tono bastante arisco.

– Necesitan su medicación. Este hombre casi no puede respirar y ella está mareada. Tienen mala cara, he enviado a que las busquen. ¿Te parece bien? – le contestó Diego un poco a la defensiva.

– Si claro, disculpa… Aún me dura el cabreo de la charla con Gracia. Menudo mamón está hecho. – dijo Eva, bajando la voz y apartando a Diego hacia el pasillo. – Han confirmado la reunión, poco antes de las doce nos vamos hacia el hotel. Antes que lo olvide, me ha llamado Sabino, va de camino a su casa, su hija vuelve a tener fiebre y ha aprovechado para despedirse del equipo, me ha dicho que saltaba tu contestador. Te envía saludos. Sobre lo de Gracia, no tengo palabras. Resulta que el Ministro del Interior tiene preparado hasta el discurso. Le he pedido que no lo permitiese, me ha mandado callar y me ha recordado que era mi superior, que acatase las órdenes o que ya sabía lo que tenía que hacer… A punto he estado de mandarlo todo a la mierda.

– ¿Y? – preguntó Diego, mientras comprobaba que tenía dos llamadas perdidas en su móvil.

Había desactivado las notificaciones durante los interrogatorios, pensó que igual no había sido buena idea. Después llamaría a Sabino para hablar con él. También debía llamar a su madre.

– Pues he pensado que tal vez eso es lo que esperan, así que he decidido hacer exactamente lo contrario, seguir con la investigación. Al menos hasta que me obliguen a dejarlo. – dijo Eva, con una mirada traviesa. – ¿Vamos?

Eva echó a andar hacia la sala y Diego no pudo hacer otra cosa que seguirla para poder continuar con la conversación.

– ¿Y te han dicho lo que van a anunciar en esa rueda de prensa? Creo que deberíamos saberlo. – preguntó el inspector, aligerando el paso hasta alcanzar a su compañera.

Eva giró la cabeza y aminoró el paso para que Diego se colocase a su altura. Cogió un coletero que llevaba a modo de pulsera en la muñeca de su mano derecha y recogió su pelo en una cola de caballo sin dejar de andar.

– No, no me lo han dicho. – dijo Eva tras una breve pausa. – No pienso llamar otra vez, paso. Acabemos el interrogatorio de esos señores, tengo ganas de saber cómo se les ocurrió asesinar a Muñoz-Molina.

Eva llegó a la puerta de la sala y la empujó con fuerza, tanto, que dio un golpe a la papelera situada al otro lado. Diego la cerró con cuidado y se sentó al lado de Eva, que ésta vez se había sentado en el centro de la mesa.

– Bueno señores, ya han ido a buscar sus medicinas. Si quieren que llamemos a un médico, podemos parar. – dijo Eva.

– Se lo agradecemos, de veras. – dijo Leonor. – No necesitamos a ningún médico, si nos traen las pastillas nos encontraremos mejor casi de inmediato. Somos mayores, los cuerpos degeneran.

– Como quieran. Veamos, ya han confesado el crimen, así que no perdamos el tiempo, necesitamos que nos den los detalles de la preparación del asesinato, por favor. – dijo Eva, en un tono bastante severo.

– Pedro, Leonor, ¿cuándo planearon matar al señor Muñoz-Molina? – preguntó Diego.

El detenido miró a su esposa y ella le hizo un gesto con los ojos. Había vuelto a llorar. Pedro suspiró y puso las manos esposadas sobre la mesa.

– ¿Le llaman señor? Es increíble… Fue idea mía, cuando me enteré que Loli trabajaba para ese cerdo. – dijo Pedro.

Su voz estaba rasgada, se oían silbidos agudos cuando el aire entraba en sus pulmones. Hizo un esfuerzo por seguir.

– Cuando me detectaron el puto cáncer estuve dos semanas hecho polvo, derrotado. ¿Saben? Fumaba desde los trece años… ¡Más de cincuenta años con ese puto vicio! En fin, ya llevábamos unos días viviendo aquí, una noche no podía dormir, hacia bastante calor y me levanté a fumar. Ella no sabía que seguía fumando… – explicó el padre de la monja.

– Eso crees tú… – susurró Leonor, mirándole de reojo. – Bueno… – dijo Pedro, reprimiendo la tos. – Estuve pensando en Enrique, en Loli y en ese cerdo. Pensé que no podía irme a la tumba sin hacer nada. Me iba a morir de todas formas, así que comencé a imaginar cómo matar a ese cabrón, hacer justicia, vengarme.

La forma de hablar de Pedro, aquella sonrisa al recordar, sus gestos, aquellas pausas… Diego tomó algunas notas en su libreta, pero no le hacían falta. Tenía la impresión que decía la verdad.

– Primero pensé en meterle fuego. Entrar en su habitación y rociarlo de gasolina, pero se podía salvar, además, podía hacerle daño a mi hija o a otras personas. Lo descarté, no lo soportaría. Después pensé en pegarle una paliza, o un tiro. – continuó Pedro. – Incluso vigilé sus movimientos, pero ese cerdo no salía demasiado y si lo hacía, iba acompañado. No podía arriesgarme a hacerle daño a un inocente. Estuve dándole vueltas durante varios días, diría que un par de semanas. La semana pasada, escuché en la tele que a un violador lo habían castrado químicamente, jejeje. Eso y los BAC. Fueron mi inspiración, tenía que entrar en su casa y cortarle la polla, metérsela por el culo…

– Un momento. Leonor estaba con usted la noche de los hechos y le ayudó. No pretenda hacernos creer que ella… – dijo Eva, interrumpiendo al detenido.

– No pretendo nada, mi esposa me ayudó. – dijo Pedro, interrumpiendo a Eva. – Ella consiguió el sedante y algún material más. Se encargó de comprar los disfraces, el maquillaje, las pelucas. Al principio me dijo que estaba loco…

– Y sigo pensando lo mismo. – dijo Leonor, tomando la palabra. – No podía dejarte solo, imagina que te da uno de esos ataques de tos. Cuando me lo contó, pensaba que estaba de broma, que era su forma de olvidarse de su enfermedad, de evadirse. Pero cuando insistió lo miré a los ojos y vi que iba en serio. Estaba más animado. La verdad es que a mí también se me pasó por la cabeza ir a hablar con el arzobispo y decirle cuatro cosas, hasta en darle un buen guantazo.

– Un guantazo no era suficiente para reparar todo el daño que nos había hecho. – intervino Pedro.

– Sí, por eso te dije que te ayudaría. – explicó Leonor. – Su idea era más tosca, entrar a la casa y matarlo a cuchilladas, cortarle el pito y metérselo por el culo. Le convencí que así no sufriría. Pensamos en administrarle algún anestésico para que no notase el corte. Fue fácil de conseguir, trabajando en un hospital…

– ¿Y cuándo decidieron el día? – preguntó Eva, impaciente.

– Pues hace una semana más o menos. – contestó Pedro mirando a su esposa. – Fuimos a ver a nuestra hija y nos cruzamos con ese cerdo. No dijo nada, ni saludó. A mi señora le molestó mucho, no soporta los maleducados. Era la segunda vez que visitábamos la casa del arzobispo, teníamos que conocer el terreno. Habíamos escuchado que tenía visitas de degenerados de toda la provincia, que intercambiaban videos y fotos, hasta que montaban orgías con niños. Se nos ocurrió disfrazarnos de monjas y que nos acercase un taxi. Me tuve que tomar varias pastillas para no toser. Fue muy divertido, nunca me había disfrazado, ni para Carnaval. Preparamos las cosas, las metimos en mi furgoneta y nos cambiamos detrás. Nos fuimos andando hasta la estación, a mi paso, con tiempo. Desde allí llamamos al taxi y lo esperamos. No sabía que tardaría tanto en llegar, me puse bastante nervioso.

Diego y Eva escuchaban atónitos el relato de Pedro y Leonor.

– Nervioso no, te pusiste insoportable. – corrigió Leonor.

– Bueno, déjame que lo explique, mujer. – continuó Pedro, ante la atenta mirada de los dos investigadores. – Cuando llegó el taxista estaba aquella señora, la que quería compartir el taxi, menos mal que Leonor se plantó y conseguimos que no viniera. En ese punto yo estaba atacado. Pensaba que todo iba a salir mal. Sudaba como un cerdo. Menos mal que vemos series de esas donde hablan de asesinatos. Sabíamos que no debíamos dejar rastro, así que usábamos las mangas para tocar cualquier cosa, la puerta del coche, el timbre, hasta el dinero con el que pagamos al taxista. Cuando llegamos, llamamos al timbre y nuestra hija se asomó desde la escalera para ver quién era. Mi esposa había estado practicando para hablar con acento gallego y poner otra voz. La verdad es que lo hizo muy bien…

– La verdad es que lo hice perfecto. – dijo Leonor, sonriendo y hablando con acento gallego.

– Sí, tienes razón, amor mío… – contestó Pedro devolviendo la sonrisa. – Loli bajó a abrir la puerta y casi ni nos miró. La verdad es que tenía cara de cansada. Nos indicó por donde subir y nos dijo como abrir la puerta para salir. Todo iba rodado. Cuando picamos en la puerta del arzobispo tardó en contestar. Pensaba que a lo mejor se había ido a dormir. Al final se acercó a preguntar que queríamos y Leonor le dijo que le traíamos un video de parte de un amigo, un video que le iba a gustar mucho. No dudo en abrir el muy cerdo. Nos hizo pasar y nos pidió el video, impaciente. Leonor le soltó un guantazo que le hizo perder el equilibrio. Lo sujeté con todas mis fuerzas, ella le amordazó y lo durmió con un anestésico. Tuvimos que quedarnos toda la noche porque se pasó con la dosis.

– ¿Qué pasa? ¡Soy enfermera, no anestesista! – respondió Leonor.

– Ya lo sé, cariño… – dijo Pedro, mirándola con dulzura. – Bueno, Leo lo estuvo vigilando mientras yo daba una cabezada y descansaba un poco. No estoy acostumbrado a andar tanto. Cuando el cura estaba volviendo en sí, Leo le pinchó el calmante, el epidural ese que usan las preñadas para dar a luz. Eso le iba a dormir de cintura para abajo. Poco después se despertó y nos ofreció dinero para que no le hiciésemos daño. Fue muy gracioso ver cómo nos rogaba que lo soltáramos, llorando como un niño. Entonces le recordé quienes éramos y lo que íbamos a hacerle. Intentó gritar, menos mal que estuve rápido y le pude tapar la boca. Le quitamos la ropa y…

– Un momento, ha dicho que durmieron allí, ¿dónde? – preguntó Eva, curiosa.

– En el sofá que tenía en el despacho. Echamos unas sábanas que encontramos dentro de un armario. – respondió Leonor. – Nos las llevamos en la mochila, para que no encontraran pruebas. Lo dejé todo muy limpio.

– Sí, las metimos en la mochila y las tiramos en una papelera cerca de la estación. – añadió Pedro.

Eva estaba alucinando por la naturalidad con la que aquella pareja estaba relatando los detalles de la preparación y ejecución del brutal asesinato. Sonrió al escuchar a Leonor. La brigada científica había confirmado rastros de el ADN de los dos asesinos por toda la habitación, pero no se lo iba a decir. Prefería continuar escuchándolos.

– Siga con lo que pasó en la habitación, por favor. – dijo Eva.

– Sí, dile que pasó cuando lo desnudamos y vimos aquel pito ridículo. – dijo Leonor.

– Pues sí, era minúsculo, como de un muñeco. Un niño chico la tiene más grande que ese cerdo. – contestó Pedro colocando sus dedos pulgar e índice de su mano derecha a una distancia aproximada de dos centímetros, seguía tosiendo. – Me costó muy poco cortárselo, los huevecillos eran como de codorniz. Se lo metimos todo en la boca, sobraba sitio. Jejeje. Le obligamos a mirar mientras se desangraba. Estaba consciente pero no sentía nada. Le dijimos que al fin se hacía justicia por nuestro hijo Enrique. Lloraba como un bebé. Maldito bastardo hijo de puta… Cuando comprobamos que estaba muerto, recogimos todo y limpiamos. Eran casi las seis de la mañana y el taxista no iba a tardar mucho. Solo nos preocupaba salir de allí antes que nuestra hija o cualquier otra persona nos pudiesen ver.

– ¿Y qué pasó cuando llegó el taxista? – intervino Diego.

– Pues nos montamos en el taxi, le indicamos que nos llevase a la estación. Teníamos que volver al coche y quitarnos los disfraces. – dijo Leonor.

– Un momento, antes de ir a la estación se detuvieron en la plaza Lavaderos ¿Por qué? – preguntó Diego.

– Mi esposo no recordaba si había apagado la luz del comedor cuando salimos del piso. Paramos allí para ver si estaba encendida o no. Yo tenía la certeza que estaba apagada, pero él se enrocó en que estaba encendida. A veces se le olvida y pagamos unos recibos… – contestó Leonor.

Una forma de avisar a los BAC de la ejecución del arzobispo o un contacto que esperaba una señal. Nada que ver. Simplemente habían parado a mirar si habían dejado una luz encendida. Diego estaba desconcertado. Miró de reojo a Eva, que escuchaba con la boca abierta intentanto no reírse.

– Bueno, Pedro, continúe por favor, ¿qué hicieron después de que el taxista los dejara de vuelta en la estación? – preguntó Diego.

– Pues nos cambiamos en la furgoneta y tiramos algunas de las cosas en papeleras diferentes de camino al piso. – contestó tosiendo Pedro, que comenzaba a mostrar signos de cansancio. – Cuando llegamos, nos dimos una ducha, desayunamos y nos acostamos a dormir. Nos despertó Loli, un rato mas tarde, nos llamó por teléfono a las nueve o así. Nos contó lo del asesinato del arzobispo, pero nos pidió que no se lo dijésemos a nadie. Pobre, estaba llorando.

El móvil de Diego vibró sobre la mesa. No miró el mensaje, pero si la hora. Eran las diez y cincuenta y tres minutos.

– Perdón, continúe. – dijo Diego.

– No, si ya está, no hay más, seguimos en casa como si nada, con nuestra rutina, hasta que vinieron a detenernos. – dijo Pedro con un hilo de voz. – ¿Saben? Me siento liberado, tranquilo. He acabado con la vida de un miserable, alguien que no merecía seguir viviendo para hacer daño a inocentes. Sé que no he hecho bien, que matar a otra persona no se debe hacer, pero tipos así no reciben nunca el castigo que se merecen. Quiero que toda la culpa recaiga sobre mí…

– Lo sentimos mucho, pero eso no está en nuestras manos. El fiscal leerá la transcripción de sus declaraciones y decidirá si presenta cargos contra los dos. Nuestro trabajo acaba aquí. – aclaró Eva, encogiéndose de hombros y colocándose bien la coleta. – Gracias por su colaboración, solo tengo una última pregunta. ¿Qué saben de los BAC?

– Yo sé lo que he oído en la radio, visto en la tele o leído en la prensa. Que nadie sabe quiénes son y que tienen a los poderosos acojonados. – dijo Leonor, resuelta. – Ya se lo dijimos antes y lo repito ahora. No tenemos nada que ver con ellos, tan solo quisimos cargarles el muerto, aprovechar la confusión. En la tele no paraban de contar como los BAC marcaban a sus víctimas con las siglas BAC y un calificativo. Decidimos imitarlos, pensamos que sería fácil que el arzobispo fuese considerado otro más…

Eva estaba practicamente convencida que decían la verdad. Tan solo quería dejar constancia una vez más en la grabación.

– Bueno, les agradecemos su sinceridad y la colaboración. – dijo Eva, dando por finalizado el interrogatorio. – Ahora les trasladaran a sus calabozos. Pedro, me han comunicado que sus medicinas vienen de camino.

Pedro miró a su esposa. Diego notó algo especial en aquel cruce de miradas, algo que no supo catalogar. De repente, su cerebro hizo una conexión. Recogió su libreta y salió de la sala a toda prisa, sin esperar a Eva. Buscó a los policías que custodiaban la puerta, estaban charlando en el pasillo contiguo.

– Cabo, lleven al detenido al hospital, que busquen su historial y le administren allí su medicación. Es un enfermo crónico y necesita tratamiento de inmediato. – ordenó Diego. – Las medicinas que han ido a buscar a su casa llévenlas al laboratorio forense y que las analicen, por favor.

El agente se separó unos metros e inició de traslado de los detenidos, además de dar aviso pidiendo una ambulancia. Eva que había salido justo detrás de Diego lo había escuchado todo.

– Hemos estado a punto de meter la pata, hasta el fondo… – dijo Eva. – ¡Casi nos engañan! La medicación que están esperando no es para la tos, ¿me equivoco?

– Creo que no. Nos han contado todo porque los medicamentos que nos han pedido no son lo que creemos. – dijo Diego sin apartar sus ojos de los de Eva. – Ojalá me equivoque, pero no me extrañaría que encontráramos algún tipo de veneno en esas pastillas. ¿No te ha parecido muy raro todo? Ella había llorado, él estaba contento. Y las miradas que se echaban. ¡Se estaban despidiendo! Hemos sido unos ingenuos… Ya comprobaremos después las grabaciones para saber de qué han estado hablando en nuestra ausencia. Lo que me extraña es que no nos hayan dicho nada desde la sala de grabación. Han confesado todo porque pensaban que no tendrían que pagar por su crimen. Pobres ilusos. En esas series que ven por la tele no explican algunas cosas. Supongo que desconocen que existe un protocolo médico para controlar el suministro de medicamentos a los detenidos, ese que casi nos pasamos por el forro... Aun así, se lo he recordado a los agentes que los vigilan. Les he dicho que llamen a una ambulancia y que lleven a Pedro al hospital. Ese hombre tiene muy mala cara.

Eva no daba crédito a lo que acababa de pasar. Aquella pareja, los asesinos del arzobispo habían planeado todo, hasta la forma de escapar de la justicia.

– ¡Hostia puta! – exclamó la investigadora, arrugando la frente. – Estoy alucinando, de veras. Si tienes razón nos has librado de un problemón. No había caído, la verdad. Imagínate que les damos las pastillas que tienen en su casa y aparecen muertos. Nos echan del cuerpo a patadas, ¡o del país! Joder, no quiero ni pensarlo…

– Pues no le demos más vueltas al tema. – dijo Diego tratando de quitar importancia al asunto. – Venga, Eva, vamos al hotel, tenemos que preparar un informe antes de la reunión.

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