BAC

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Capítulo 50

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Capítulo 50

Estaba sentado en un banco a la sombra de un sauce, situado en una pequeña plaza junto a la comisaría, respondiendo a una llamada.

– ¡Hey!, me alegro de escucharte. ¿Qué te cuentas? ¿Cómo? ¿Salir a cenar esta noche? Me encantaría, pero va a ser imposible… estoy en Girona. Sí, por trabajo, el último asesinato de los BAC. Ya te contaré. Vale, otro día. Sí, claro. Venga, hasta luego. Ah, vale, te llamo esta noche. Saludos. – finalizó Álvaro.

En su cara apareció la expresión de un chaval de quince años cuando lo saluda su vecina veinteañera. Pero ni él tenía quince años ni Carmen veinte. Le había llamado. Ella. Se sentía extrañado pero contento. No acostumbraba a recibir demasiadas llamadas de mujeres, llamadas que no fuesen profesionales o de su madre. Habían intercambiado los números de teléfono la noche anterior, cuando la acompañó andando hasta su casa. Carmen, aquella preciosa mujer le había llamado. Con el corazón un tanto acelerado, guardó su móvil en el bolsillo delantero del pantalón. Levantó su mirada hacia el cielo, aquel cielo azul y prácticamente limpio de nubes. Respiró hondo. No era muy enamoradizo, siempre había sido bastante pragmático con sus sentimientos. Recordó la noche anterior, cuando, después de llegar a casa estuvo pensando en Carmen hasta conciliar el sueño. En como Carmen le recordaba a Tere, la mujer con la que compartió casi tres años de vida y con la que tenía una hija en común, o no… Sus gestos, su forma de andar, incluso su voz. Aquel cosquilleo en el vientre le indicaba que la parte que no podía controlar de su ser estaba alterada. El subconsciente, la química, las hormonas, lo que fuese… Carmen le gustaba, mucho. Suspiró profundamente. Miró a su alrededor. Recordó que tenía que llamar a Pentium, así que volvió a sacar el teléfono.

– Hola, soy yo. ¿Qué habéis encontrado?... ¿Cómo? Sí, claro que lo he escuchado, ¡solo quería oírlo otra vez!... ¡De puta madre! Vale, seguimos en contacto. Buen trabajo, felicita al equipo de mi parte. – dijo Álvaro tras realizar varias pausas dejando hablar a su interlocutor.

Su delfín le acababa de confirmar que tras incluir el parámetro de edad de los votantes en sus algoritmos de filtrado, Pamela arrojaba un listado donde los políticos asesinados aparecían entre los veinticinco primeros de la lista. Tema aparte era el arzobispo. Aunque no tenían los resultados de las autopsias de sus asesinos confesos, para Álvaro estaba claro, eran miembros de los BAC. Unos asesinos que habían conseguido engañar a todos. Unos asesinos que, tras confesar su crimen habían preferido morir antes de entrar en prisión. Ya habían vengado a su hijo, es posible que aquella pareja no tuviese nada más importante que hacer, ningún objetivo por el que mereciese la pena vivir. Lo encontró triste.

Buscó el contacto de Carmen en WhatsApp. Pensó que la foto que tenía en el perfil no le hacía justicia. Abrió Facebook y encontró la página personal de la agente. Cerró la aplicación. No, no iba a investigarla, no pensaba cometer de nuevo los mismos errores. Aquella obsesiva manía suya de controlarlo todo no iba a entrometerse esta vez. Tenía que dejar espacio vital a la improvisación, tiempo para que se conociesen. Le gustaba mucho. Miró de nuevo su foto en WhatsApp y le envió un mensaje. Pensó en algo sencillo pero atrevido.

– Tengo ganas de verte. – escribió, finalizando el mensaje con un emoticono, el de la carita ruborizada.

Comprobó que Carmen leía el mensaje. Sostuvo el Smartphone entre sus dedos unos segundos. Suspiró. Carmen estaba escribiendo. Sonrió al ver su respuesta. Un emoticono con un beso acompañaba una frase. Ella también tenía ganas de verle. Esta vez su suspiro fue profundo, mucho, tanto, que llenó sus pulmones con aquel aire caliente, húmedo. Cuando bajó de nuevo la cabeza comprobó que le hacían señales desde la puerta de la comisaría. A continuación, su teléfono emitió varios sonidos, eran mensajes instantáneos.

– Ya hemos llegado. – decía un mensaje de Diego.

Los saludó con su mano derecha y comenzó a andar en dirección a la comisaría. Cuando llegó a su lado, saludó a Eva con un par de besos y a Diego con un amistoso abrazo.

– ¿Qué tal estáis? – preguntó Álvaro, y sin darles tiempo a contestar, prosiguió. – Menudos perlas los asesinos del cura, nos han engañado a todos.

– Ya te digo… – contestó Eva, seria.

– Espero que los psicólogos y el grupo de investigadores que van a visualizar las grabaciones nos digan algo pronto. Estoy realmente preocupado. Nos perdimos algo, y no podemos permitirnos otro fallo. – dijo Diego.

– Lleva horas dándome el coñazo con lo mismo… ¡Que pesadito que estás! – dijo Eva soltando un bufido.

– Al final no dijeron nada en la rueda de prensa. Tampoco han comunicado aún la muerte de los asesinos de Muñoz-Molina. Por lo visto, no quieren meter la pata. – comentó Álvaro.

– Sí, lo sabemos. Nos ha llamado Gracia para decírnoslo. No le ha faltado tiempo para comentarnos lo mucho que ha tenido que presionar para que el portavoz del gobierno no lo comentase. En cierto modo, nos ha dado una regañina. – explicó Eva. - En parte, merecida.

– En fin, vamos al lío. ¿Dónde está el apartamento donde se aloja Tresánchez? Se supone que íbamos a realizar el registro. – dijo Diego.

– Está a unos diez minutos. Como habíamos quedado, Olga y Ander llevan toda la mañana interrogando a otros huéspedes y a los empleados del complejo de apartamentos. Yo he estado liado con los sistemas de comunicación, ha sido breve, nuestro hombre aún vive en el siglo XX. Si queréis, dejamos las cosas en comisaría y vamos caminando. – concluyó Álvaro, colocándose las gafas de sol.

– Será media hora, necesito un café y fumarme un cigarro tranquilamente. – dijo Eva. – Así nos explicas mejor lo del siglo XX.

– Vale, tú mandas… – dijo Álvaro sonriendo.

Definitivamente algo había cambiado en la actitud de su compañero, pensó Diego. Se mostraba más positivo, abierto y relajado. Entraron al edificio y tras ser presentados a varios agentes, dejaron sus maletas en un despacho y volvieron a la calle.

Mientras Eva se quedaba hablando en la puerta con el oficial al mando de la comisaría, Diego se acercó al oído de Álvaro y le dijo algo en voz baja.

– ¿Qué? ¿En qué se nota? – preguntó Álvaro con los ojos muy abiertos y algo ruborizado.

Diego no ocultó su satisfacción mirando a los ojos al informático. Sonrió de oreja a oreja.

– Bien, me lo acabas de confirmar. – dijo Diego.

– ¡Que cabronazo! Eso no se hace… – exclamó Álvaro susurrando y bajando la mirada.

Álvaro evitó dar explicaciones. Todo y que Diego le caía bien, no lo consideraba su amigo. No tenía suficiente confianza con él como para contarle más detalles. Con el ceño fruncido, pensó que no le importaría. Su móvil le sirvió como salida, lo sacó del bolsillo para contestar una llamada.

– Hola. Sí, aquí los tengo. Ahora salimos para allí… No sé, media hora. Venga. Ah, ahora se lo digo. Hasta ahora. – se despidió Álvaro.

– ¿Era Azpeitia? – preguntó Diego, que había notado la incomodidad de Álvaro.

– No, Olga. Preguntaba si tardaremos mucho en llegar. Están esperando para comenzar el registro del apartamento. – respondió Álvaro.

– Ya estoy aquí, ¿nos vamos a hacer ese café? – preguntó Eva. – ¿Perdona Álvaro, qué decías?

– Que Olga acaba de llamar para preguntar si tardábamos, que están esperando para comenzar el registro. Le he dicho que en un rato llegamos. Vamos por ese café, también lo necesito. Os voy explicando lo del bombero. – contestó Álvaro. – Por aquí.

Los tres investigadores comenzaron a caminar por la acera, mezclados entre los numerosos transeúntes que llenaban las calles. Era época turística y se notaba por la cantidad de coches y personas que deambulaban por la zona. Eran poco más de las diez de la mañana y el enjambre de turistas cargados de bolsas con la compra o las mochilas para ir a la playa, era mareante. Álvaro los guio hasta un bar cercano. Abrió la puerta y dejó pasar a sus compañeros. Detrás de la barra, el camarero les sonreía esperando que hiciesen el pedido.

– Un cortado. Descafeinado. De sobre. – dijo Diego encaminándose hacia una mesa en un rincón.

– A mí me pones un cortado, pero con poca leche, un chorrito. – dijo Eva.

– Un café solo. – dijo Álvaro.

Sin mediar palabra, el camarero se giró hacia la cafetera y comenzó a preparar los cafés mientras tarareaba una canción en chino.

– No sé si os pasa a vosotros, pero a mi esta gente me deja descolocado. – dijo Álvaro mientras se sentaban en el exterior. – Te miran con esa cara sonriente, como si no se enterasen de nada, pero luego te sorprendes. Me juego los cafés a que nos sirve a cada uno lo que hemos pedido, sin dudarlo.

– ¡Acepto! – dijo Eva. – Pero no valen medias tintas, un pequeño fallo y pagas.

Álvaro asintió con la cabeza mientras se sentaba frente a Eva.

– Por cierto, el restaurante ese, El Bulli está cerca de aquí, ¿no? No me importaría ir allí, para comprobar si de verdad vale la pena. – ironizó Eva, sonriente.

– No te hagas muchas ilusiones, la lista de espera era de meses, sino años. Además, ese restaurante lleva tiempo cerrado. Tío, ¿qué te pasa? Andas muy callado. – dijo Álvaro dando un manotazo en el muslo a Diego.

Diego iba a responderle justo cuando llegó el camarero canturreando una canción de Julio Iglesias en chino. Sonriendo, y haciendo equilibrios con la bandeja, fue depositando las bebidas frente a cada uno de los investigadores, en el orden en el que habían realizado el pedido. Todos dispuestos a la misma distancia del borde de la mesa redonda, sin brusquedades, con la cuchara perpendicular al cliente.

– Son tres con setenta y cinco. – dijo el camarero con la bandeja bajo el brazo derecho y adelantando su otra mano con el tiquet.

Álvaro miró satisfecho a Eva, que sacó un billete de cinco euros de su bolso y se lo dio al camarero.

– Quédate con el cambio. ¿Puedes traer un cenicero, por favor? – preguntó Eva, resignada.

El camarero, diligente, agarró el billete y saludó a Eva inclinándose levemente hacia delante y le acercó un cenicero metálico, reluciente. Volvió a la barra del bar cantando de nuevo.

– Se van a quedar todos los negocios. No sé si es una pose o lo disimulan muy bien, pero parece que realmente no les importa trabajar, servir a otros, en el buen sentido de la palabra, ¡no me malinterpreteis! En este país nos hemos apalancado, nos hemos creído lo de que todos somos clase media y ya nadie quiere trabajar en el sector de servicios… – explicaba Álvaro.

– Deja los cuñadismos para otro momento y cuéntanos lo del bombero. ¿Por qué decías que seguía viviendo en el siglo XX? – interpeló Eva, algo dolida por haber perdido la apuesta.

– Está bien, pero antes dejemos que Diego diga que le pasa, está raro. – dijo el informático mirando a Diego de reojo.

– Le pasa que le duele haberse equivocado. No lo soporta. Me lo ha dicho como veinte veces mientras veníamos. – respondió Eva girándose hacia Diego. – Joder, estás demasiado afectado por lo de Pedro y Leonor, no hace falta tomárselo tan a pecho.

Diego miró a sus compañeros y se recostó en la silla dando un bufido. Miró alrededor y comenzó a hablar.

– Sí, por supuesto que me jode equivocarme. Me jode mucho, en mi orgullo profesional, pero lo que más me jode es que ese error haya facilitado que dos personas se hayan quitado la vida. Dos personas que podrían haber sido claves para detener a otros asesinos. Por otra parte, y quizás soy un egoísta pensando esto, me pregunto en qué forma afectará ese error a mi carrera profesional. – dijo Diego.

– Estás dando por hecho que esos dos pertenecían realmente a los BAC. Ahora mismo es tan solo una suposición. De todas formas, si así fuese, el error no ha sido solo tuyo. Ha sido una cadena de errores, desde mi misma hasta el agente que vigilaba a Pedro en el hospital o Leonor en su calabozo. Vamos a calmarnos y busquemos la parte positiva del tema. Si nuestras monjas han sido capaces de suicidarse tras ser atrapadas, tal vez sea la consigna del grupo. – dijo Eva.

– Estamos obviando algo de ese caso en concreto. Era una venganza personal. – apuntó Álvaro.

– ¿Y cómo sabemos que no ha sido así en el resto de casos? Tal vez sea esa la motivación que los mueve, algo personal. Aunque hayamos investigado en el entorno personal de todas las víctimas y no hayamos encontrado nada, los muertos son gente con mucha exposición pública. Debieron conocer a miles de personas y seguramente haber jodido más de una vida para llegar donde llegaron. Nos asignaron a los casos como expertos en terrorismo, al menos a mí, y esto no tiene pinta de ser una banda terrorista al uso. No sabemos si hay una motivación religiosa o ideológica detrás de todo esto. Incluso no sé si llamarla banda terrorista. – dijo Eva.

– Ese es el quid de la cuestión. Normalmente este tipo de asesinatos sigue un patrón, lo hemos hablado varias veces ya… No vamos a avanzar nada repitiéndolo otra vez. Espero que aclaremos algo cuando hablemos con el bombero. – digo Diego.

– ¿Recordáis que me pedisteis que incluyéramos el parámetro de la edad en el algoritmo de búsqueda de Pamela? Pues es algo que os quería comentar… – intervino Álvaro.

– Sí, ¿habéis obtenido resultados? – preguntó Eva adelantándose a Diego.

– Bueno, una vez filtrados los datos con las votaciones de los usuarios registrados mayores de cincuenta años, y con una estimación de confianza del ochenta por ciento en que la edad de los registrados sea correcta, los nombres de Valero y Regueiro han aparecido entre los veinticinco personajes más odiados. Tened en cuenta que las votaciones de la página no podían incluir a Castro, ya que fue creada después, y con Zafra estaban empezando... En términos estadísticos, la tasa de acierto es bastante alta. Os preguntareis que pasa con Muñoz-Molina. Pues bien, bajo mi punto de vista, ese asesinato tiene un hecho diferencial, la venganza personal… – explicó Álvaro.

– Espera, a ver si he entendido bien. Quieres decir que, si aisláis las votaciones de los usuarios más veteranos, habéis sido capaces de obtener los nombres de… Un momento, ¿en qué posiciones aparecen Regueiro y Valero? – preguntó Diego.

– Lo miro. – respondió Álvaro.

Desbloqueó su móvil y abrió un documento con una lista de nombres. Los de Valero y Regueiro aparecían resaltados en amarillo. Mostró el documento a sus dos compañeros. Valero era el número ocho, Regueiro estaba algo más abajo, en la posición número diecisiete. Diego cogió el móvil y leyó el resto de nombres con detenimiento.

– Pásame el fichero, creo que tenemos que avisar a Gracia. El resto de personas de la lista pueden estar en peligro. – dijo Eva, encendiéndose un cigarro.

Aquel detalle no pasó desapercibido para Diego. Era el segundo cigarro que fumaba su compañera. Le sonrió con disimulo mientras le devolvía el móvil a Álvaro. ¿Estaba fumando menos?

– Me ha llamado la atención la persona que ocupa el primer puesto. ¿Os habéis fijado? – preguntó Diego.

– ¿En qué? – preguntó Eva.

– No sé, igual son cosas mías… El primero de la lista es el actual portavoz del gobierno, que tal vez, junto con el presidente y un par de ministros, sea el personaje con más exposición mediática. – dijo Diego.

– Ese puede ser un motivo, no hay duda, pero debemos reconocer que tampoco se hace querer demasiado. Su carácter y sus declaraciones no creo que provoquen mucho cariño entre la población. No voy a entrar en detalles, pero YouTube está lleno de videos suyos despotricando contra todos sus oponentes políticos o excusando la corrupción de sus colegas de partido. – le recordó Álvaro.

– ¿Y qué me dices del número dos? Se trata del yerno del rey, implicado en casos de apropiación de bienes, corrupción, estafa… Bueno la lista de delitos es larga. – dijo Eva.

– No sé, sin hacer un análisis demasiado profundo, yo diría que los que aparecen en la lista son personajes que cumplen dos condiciones básicas, exposición mediática o presuntos delitos relacionados con el poder. Que yo sepa el portavoz del gobierno no está implicado en ningún caso de corrupción. – dijo Diego.

– Te equivocas. El señor Olaechea está pendiente de juicio por un caso que se destapó hace años dentro de una operación a gran escala. Según las investigaciones, que aún no han finalizado, cobró comisiones por hacer de intermediario. Ayudó a empresas españolas a establecerse en países emergentes de África y recibía un diez por ciento de las operaciones que se cerraban. Ocupaba un cargo en el ministerio de Exteriores en aquel entonces. Cuando se destapó la trama, lo apartaron una temporada y un par de años después lo hicieron portavoz del gobierno. – explicó Álvaro. – Estuve revisando cuidadosamente los nombres y todos, sin excepción, han sido acusados de delitos relacionados con la corrupción, incluso juzgados, pero ninguno de ellos está encerrado.

– Pues no, no sabía lo de Olaechea, pero es un dato curioso… O sea, de estas veinticinco personas, ¿ninguna ha pisado la cárcel? – preguntó Diego.

– Sí, alguno ha estado en la cárcel, pero, o ha sido indultado o ha salido en poco tiempo. El que más tiempo ha pasado en el trullo ha sido el número seis de la lista, el ex presidente de una entidad bancaria, Rodolfo Arias, el del pelotazo de las preferentes. Estuvo seis meses, todo y que estaba condenado a dieciocho años. Adujeron problemas de salud para darle un tercer grado. – dijo Álvaro.

– ¿No fue al que fotografiaron jugando a pádel con el expresidente del gobierno? – preguntó Eva.

– El mismo. – contestó Álvaro, echándose hacia atrás en la silla.

Miró su reloj. Había pasado casi media hora.

– ¿Vamos tirando? – preguntó el informático.

– No, espera… Esto es muy interesante, podría explicar muchas cosas. Si simplificamos el tema, tenemos una lista de personas, la mayoría, acusadas de delitos de corrupción, que no han pagado por ello. ¿No? Y esas personas son las que han votado usuarios en una página web, usuarios de más de cincuenta años. Esto reforzaría la teoría de banda de justicieros, ya lo hemos comentado alguna vez. – dijo Diego.

– Creo que deberíamos pasar la lista a Gracia y que les proporcionen vigilancia. – sugirió Eva.

– Sí, no estaría de más, pero eso puede provocar un poco de pánico, ¿no crees? Imagínate el panorama… – dijo Diego.

– Joder, lo que no podemos es quedarnos cruzados de brazos y no decir nada. Lleváis varios días trabajando en un algoritmo para detectar posibles objetivos de los BAC y ahora que habéis conseguido algo con un poco de sentido, creo que deberíamos usarlo, ya no solo por intentar atrapar a los asesinos, sino por proteger a una posible víctima. Tal vez nos equivoquemos, pero, al fin y al cabo, si lo acotamos a los veinticinco primeros resultados de la lista, tampoco hay que hacer un despliegue tan bestia. – explicó Eva, con vehemencia.

Eva se levantó y los dos inspectores la siguieron. Álvaro hizo un gesto para indicar la dirección en la que debían caminar.

– No es por el despliegue en si… A ver, imaginad que ponen vigilancia a los veinticinco primeros y los BAC se cargan al que estaba en la posición número veintiséis. El algoritmo tendrá en cuenta unos parámetros para hacer la búsqueda, pero los BAC tendrán su propia lógica, que dependerá de otros factores, incluso logísticos, igual no pueden acceder a ninguno de los que Pamela ha situado en el punto de mira, pero si a los de más abajo. Es un tema complicado. Si los BAC actúan de nuevo y asesinan a alguien que estaba en la lista, pero no tenía protección, el resultado será peor que si no se hace nada. No se puede colocar vigilancia a todos y cada uno de los que aparecen en la lista. Creo que debemos usar Pamela para intentar entender cómo funcionan los BAC, creo que evitar que vuelvan a actuar es imposible. Joder, Regueiro estaba en la posición diecisiete, ¿no? Hemos dicho los primeros veinticinco por acotar un poco. Si hubiésemos tenido esa información hace un par de días y hubiésemos acotado a quince los resultados, ella se hubiese quedado sin guardaespaldas. – dijo Diego.

– No estoy de acuerdo. Ya sé que no podemos proteger a todos los posibles objetivos, pero si evitamos una sola muerte ya habremos conseguido algo, ¿no crees? Álvaro, pásame la lista, acotada a cien resultados. Se lo enviaremos a Gracia y que ellos decidan. Venga, vámonos a ese apartamento. – dijo Eva apagando el cigarrillo.

– Lo que tú digas. – respondió Diego.

– Por cierto, Álvaro, explícanos lo del siglo XX, que no se te pase. – comentó Eva.

– Ah, sí, casi se me pasa. Pues que nuestro sospechoso, Ramón Tresánchez no ha tenido nunca un móvil, al menos registrado a su nombre. Tampoco tenemos constancia de ningún correo electrónico, ni perfil alguno en redes sociales. – explicó Álvaro.

– Pues sí, hay que reconocer que es un poco extraño. – comentó Eva. – ¿Y tarjetas bancarias? ¿Habéis comprobado si tiene y las usa?

– Sí, también hemos comprobado eso. Una sola tarjeta, vinculada a su única cuenta bancaria. Hemos pedido al banco el extracto de movimientos. Solo la usa para sacar dinero, normalmente doscientos euros a la semana. Hay alguna excepción en la cantidad que saca del cajero automático, pero nada reseñable. Ni un pago en comercios, al menos en los dos últimos años. Nos ha parecido un dato curioso.  – dijo Álvaro.

Se detuvieron en el paso de peatones para cruzar una calle bastante ancha, donde el tráfico era más denso.

– Es aquel edificio alto. – explicó el informático señalando un edificio a su derecha.

– Debe haber mucha gente de su edad en condiciones parecidas, ¿no? – preguntó Diego. – Me refiero a gente que no usa las nuevas tecnologías.

– Tal vez, pero no deja de ser curioso en un hombre de su edad y condición. Es una persona que lleva viajando de un lado a otro casi cuatro años, activo, deportista. No es un anciano viviendo en un pueblo en mitad del campo. No me cuadra. – dijo Álvaro. – Es algo que debéis averiguar en el interrogatorio.

Cruzaron la amplia calle entre las personas que se agolpaban en el paso de peatones. Eran turistas, en su mayoría, dirigiéndose a la playa cargados con sombrillas y mochilas. Diego miró de reojo a Eva. La notaba un poco distante, y más después de haber discutido con ella sobre si poner protección o no a los posibles objetivos de los BAC. Con un gesto de su mano izquierda, Álvaro les indicó por donde continuar.

– ¿Por qué vamos por aquí? – preguntó Eva.

– Porque quiero que veáis una cosa. – contestó Álvaro.

Unos metros más adelante se detuvo frente a un comercio. Se trataba de un locutorio. Un local no muy grande con el escaparate lleno de anuncios pegados con celo y con cuatro hombres de apariencia hindú delante de la puerta, fumando.

– ¿Qué? – insistió Eva, a la que los hombres desnudaban con la mirada, sin pudor alguno.

Diego los miró directamente a los ojos, dando un paso hacia ellos. No le hizo falta decir nada. Rápidamente, los hombres se giraron y comenzaron a hablar entre ellos. Los más jóvenes siguieron en la calle, pero con la cabeza gacha, mientras los otros dos entraban en el local. Unos instantes más tarde, tras apagar el cigarrillo, los dos jóvenes también entraron haciendo un esfuerzo por no mirarles.

Álvaro, pendiente de la maniobra protectora de Diego, lo esperó para comenzar a explicarles el motivo de su parada en aquel sitio.

– Tras la detención de Tresánchez se ordenó hacer una batida con su foto por los bares y negocios de la zona. Encontramos dos establecimientos donde lo reconocieron de inmediato ya que era cliente habitual. Un bar donde iba a desayunar de tanto en tanto y este locutorio donde venía a veces a llamar por teléfono. El propietario del local ha suministrado los videos de las cámaras para poder averiguar las fechas y horas en las que Tresánchez vino a usar los servicios. El encargado recuerda que no eran conversaciones demasiado largas. Lo recuerda porque siempre le dejaba el cambio. Estamos rastreando todas las llamadas realizadas en el último mes, llamadas de corta duración, máximo un minuto, sobre el mediodía. – explicó Álvaro.

– Bueno, esto explica por qué no tenía móvil. ¿Ordenadores? ¿Usaba los ordenadores? ¿Qué teorías manejáis? – preguntó Eva.

– Los trabajadores del locutorio no recuerdan que usase nunca los ordenadores, pero no lo descartamos. ¿Teorías? Todas. Tampoco descartamos ninguna. Desde que llamase a un amigo o familiar hasta que utilizase el teléfono para recibir instrucciones. ¡Quién sabe! – respondió Álvaro encogiéndose de hombros.

Diego permanecía en silencio, atento a la conversación de sus compañeros mientras observaba a los clientes y trabajadores del locutorio. Calculó que aquel local debería estar a menos de diez minutos a pie desde el bloque de apartamentos. Los empleados nos les quitaban ojo de encima. Con un gesto, Diego les indicó que se alejasen. Eva y Álvaro comenzaron a andar, él cruzó a la otra acera. Parado tras de un coche, vio como uno de los jóvenes que previamente estaban admirando la belleza de Eva se asomaba al exterior, como si comprobase que se estaban yendo. Tras hacerlo, entró en el local de nuevo, explicando algo a sus colegas. No habían notado la maniobra de Diego. Parecía que aquellos pakistaníes no estaban acostumbrados a estar pendientes de los desconocidos que se acercaban a su local. El inspector, por experiencias previas, sabía que si aquellos hombres tenían actividades clandestinas como tráfico de drogas o compraventa de objetos robados le hubiesen visto enseguida. Diego pensó que al menos aquellos cuatro hombres no estaban alerta, como suelen hacer los delincuentes cuando vigilan su negocio.

Eva y Álvaro lo estaban esperando en la esquina, unos metros después de haber girado.

– ¿Qué pasa? ¿Has visto algo sospechoso? – preguntó Eva.

– No, tan solo comprobaba una cosa. Quería saber si tus admiradores trapichean con algo. Yo diría que no. – contestó Diego. – Pero tampoco podéis fiaros mucho de mi olfato…

Eva, que tenía un cigarro en su mano derecha, dio una calada y exhaló el humo mirando hacia arriba, obviando el comentario de Diego. Negó con la cabeza y se giró hacia Álvaro.

– ¿Y en el bar? ¿Habéis conseguido averiguar algo allí? – dijo la capitán.

– Algo tienen. Hablad con Olga y Ander, se han ocupado ellos. Me dijo Olga que están tratando de identificar al compañero de desayunos de Tresánchez. La descripción del otro hombre coincide con la que nos había dado Manel Pous, el encargado de mantenimiento del barco de Valero. Están detrás de la pista. – respondió Álvaro.

Eva cogió su teléfono. Miró quién la llamaba y resopló. Hizo un gesto a sus compañeros y contestó.

– Hola otra vez. Sí, estamos de camino al apartamento. Dime. ¿Cómo? ¡No jodas! Perdona… me he dejado llevar. Explícamelo con detalle por favor. – dijo Eva sonriendo y realizando una pausa para escuchar con atención a su jefe. – ¿Me la envías ahora? Mejor a todos, así la vemos. Perfecto. Gracias. Por fin buenas noticias. Claro, te llamo si encontramos cualquier cosa, dalo por hecho.

Después de colgar, abrió la foto de la que le acababa de hablar Gracia. En ella se veía a un grupo de hombres y mujeres, unas treinta personas, se trataba de la típica foto grupal con las personas colocadas en dos niveles. En ella había tres personas resaltadas. Hizo zoom en la esquina superior izquierda de la imagen, donde pudo reconocer a Pedro y Leonor, las famosas “monjas asesinas”. En el otro extremo de la foto, en la fila de debajo, otro rostro conocido, Ramón Tresánchez. La foto parecía reciente.

Álvaro y Diego, quienes habían visto todo en la pantalla del móvil de su compañera, se miraron, sorprendidos.

– ¿De dónde ha salido esa foto? – preguntó Álvaro.

– Estaba en el domicilio de Pedro y Leonor, en Montemayor. La han encontrado junto varias fotos más, donde aparece básicamente el mismo grupo de personas en sitios diferentes. Ya tenemos un nexo entre dos asesinos confesos y un sospechoso. – explicó Eva, exultante. – Señores, les presento a los BAC, o al menos, a algunos de sus miembros.

Diego contempló la imagen mirando las personas que en ella aparecían. Gente normal, hombres y mujeres de unos sesenta años, algunos incluso mayores. Se preguntó quién sería el líder. Cogió su móvil y visualizó la misma foto, ampliándola para poder ver todas las caras, una a una. Después de un rápido repaso a todas, detuvo sus ojos en un hombre. Tenía la mirada serena, un gesto amable en su curtido rostro. Debía ser él, el líder del grupo. No dijo nada, no podía equivocarse otra vez.

– Esto cambia todo. – dijo Álvaro. – Eva, si no te importa, voy a pasar la foto a mi equipo, que intenten averiguar quiénes son.

– Sí, te lo iba a pedir ahora mismo, aunque creo que Gracia ya tiene a unos cuantos hombres en ello. Tras el registro del apartamento, interrogaremos a Tresánchez. Sería conveniente tener más datos de sus acompañantes de la foto. Voy a pedir que tengan preparado el interrogatorio sobre las seis de la tarde, a ver que podemos conseguir para esa hora. – dijo Eva, animada.

– ¡Bien! Dalo por hecho. – dijo Álvaro entusiasmado, frotándose las manos. – BAC, os tenemos…

Los tres investigadores continuaron su trayecto hasta el edificio de apartamentos comentando la buena noticia. Cuando llegaron, vieron que un grupo de personas se agolpaban frente a la puerta, curioseando. Ver un coche de policía delante de la entrada principal y varios agentes en la calle había llamado la atención de la gente que pasaba por allí.

– Los de la foto no parecen una organización criminal. Más bien parece un grupo de amigos celebrando las bodas de plata de alguno de ellos.  – comentó Álvaro.

– O un grupo de amigos convertidos en los justicieros de una sociedad corrupta… – dijo Diego pensando en voz alta.

Álvaro saludó a los dos agentes de uniforme que custodiaban el acceso al edificio, Eva y Diego se presentaron y entraron a la portería. Una vez dentro pudieron admirar el amplio distribuidor, con señalizaciones para las diferentes zonas. Aquel complejo turístico debía albergar cerca de mil personas. Los amplios pasillos comunicaban por el interior las distintas zonas que componían aquel monstruo de cemento, los apartamentos, el supermercado y diferentes salas de ocio con máquinas recreativas, billares, futbolines y tragaperras. Avanzaron por el pasillo que conducía al apartamento donde estaba alojado desde hacía dos meses el sospechoso del asesinato de Valero, Ramón Tresánchez. Cogieron el ascensor junto a una pareja de jubilados que les miraron de arriba a abajo. Diego se preguntó si aquellos señores, a simple vista inofensivos tendrían un plan para acabar con algún político corrupto. La señora, de repente se giró hacia Diego y le sonrió. Fue una sonrisa extraña, lo miró como si le hubiese leído el pensamiento. Un timbre avisó que el ascensor había llegado al segundo piso. Las puertas del ascensor se abrieron y los investigadores bajaron. La señora siguió mirando a Diego hasta que la puerta se cerró por completo.

– Es el apartamento doscientos trece. – dijo Álvaro, señalando con el dedo hacia la derecha del ascensor.

Junto a la puerta de uno de los apartamentos a mitad del largo pasillo, Diego pudo ver dos figuras que reconoció al momento. Eran Olga y Ander. Ella iba vestida con una camisa roja y tejanos blancos, se la veía de lejos. Estaban hablando efusivamente cuando notaron que los tres investigadores se acercaban.

– ¡Ya era hora! – dijo Olga enfurruñada.

Se acercó a Diego y Eva y los saludó, dando un par de besos a cada uno. La expresión de su cara no había cambiado.

– ¿Qué pasa? – preguntó Eva. – Nos hemos entretenido porque Gracia nos ha enviado una foto y hemos estado hablando del tema. También nos hemos parado en el locutorio que usa Tresánchez.

– Está bien, no pasa nada. – dijo Ander. – Olga está deseando entrar y buscar entre las pertenencias del bombero. Después de ver la foto, está claro que vamos por buen camino. Joder, vaya par de cabrones los asesinos de Muñoz-Molina, ¡nos han engañado como a novatos!

Azpeitia y Olga miraron a Diego. Su cara se tornó seria, gris. Ander, consciente de la metedura de pata, cambió de tema.

– Eva, ¿quién va a interrogar a Tresánchez? – preguntó Ander.

Aquella pregunta enrareció aún más el ambiente. Transcurrieron unos tensos diez segundos en los cuales los cinco investigadores cruzaron sus miradas sin decir nada. Eva dio un paso en dirección a Diego.

– Pues Diego y yo. Nosotros interrogaremos al sospechoso. Lo de Burgos no tiene porqué repetirse. Disponemos de unas horas para entrar aquí y tratar de detener este goteo de crímenes. Venga vamos. – dijo Eva, andando hasta la puerta.

– Espera. Dijiste que querías que entrásemos los primeros, pero como corríamos el riesgo de alterar pistas, han pasado los de la científica a primera hora y han cogido todas las muestras. – dijo Olga. – Nosotros hemos acompañado al equipo, pero no hemos tocado nada.

– Sí, claro, a eso me refería, quería que viésemos el apartamento después de que los científicos entrasen. – dijo Eva, suspirando. – ¿Habéis visto algo digno de mención? Va, pongámonos los guantes y entremos de una vez.

– ¿Todos? – preguntó Ander.

– Claro, a no ser que alguien no quiera. Tampoco es obligatorio, pero pensaba que después de todo el tiempo que llevamos sin pistas estaríais ansiosos por entrar. – dijo Eva con los guantes de látex colocados en ambas manos y dirigiéndose al interior del apartamento.

Olga, Álvaro y Diego la siguieron sin decir nada. Ander resopló y se puso los guantes.

– ¡Joder! ¡Perdonad! Ya sé que he metido la pata con la pregunta de antes, ha sido todo un malentendido… No estaba poniendo en duda… – dijo Ander.

– Ya lo sabemos, tranquilo. – le interrumpió Diego. – No pasa nada.

– A ver, vamos a centrarnos. – dijo Eva. – Diego y Ander que se queden en el dormitorio, Olga, entrada, lavabo y cocina. Álvaro y yo en el salón comedor y el balcón. No dejemos ni un centímetro sin registrar. Si alguno necesita ayuda, o encuentra algo, que avise al resto.

– Vale, entendido. – dijo Olga, dirigiéndose sola a la cocina.

Diego hubiese preferido hacer el registro con Olga, así hubiese podido charlar con ella. Se preguntaba si seguiría afectada, si estaba bien. Lo parecía. Era una mujer fuerte, con carácter e independiente, mucho, pero las lágrimas del otro día le hicieron verla de otra forma. Se  sentía culpable. Miró a Eva, que hablando con Álvaro se encaminaba al salón. Se extrañó que no le hubiese elegido a él como pareja de trabajo.

Hizo un repaso rápido del apartamento, debía tener unos cuarenta y cinco metros cuadrados, divididos en cuatro estancias. Un pequeño recibidor distribuidor con tres puertas, a la derecha una cocina, a la izquierda un pequeño pasillo que llevaba al cuarto de baño y al dormitorio. Al frente, el salón comedor con un ventanal que permitía salir a la pequeña terraza.

Olga se fue murmurando entre dientes, bastante descontenta con la tarea que le habían encomendado.

– Joder, ni que fuese la chacha. Lavabo y cocina, y, además, sola. ¡Valiente mierda! – se dijo Olga.

La inspectora cogió una pequeña escalera de tres peldaños y se dispuso a vaciar los armarios. Había una fila de tres armarios altos, dos usados como despensa y otro con la vajilla. El armario más grande, el de la izquierda, se encontraba prácticamente lleno de botes de conservas. Depositó el contenido del armario sobre la mesa de la cocina. Varias latas de tomate triturado y tomate frito. Continuó con botes de judías blancas, garbanzos y lentejas con verduras. Contó hasta seis botes de arroz precocinado y comenzó a ordenar por tipos las diferentes latas de conservas. Las gotas de sudor comenzaron a resbalarle por dentro de la ropa, bajando desde el cuello hasta los pechos, impregnando aquella camisa roja con diminutas manchas más oscuras. De un brusco tirón, sacó la camisa de sus pantalones y desabrochó un botón más. También abrió la ventana para que hubiese algo de corriente. No llevaba la ropa más apropiada para hacer aquel tipo de trabajo, pensó tras el enésimo viaje de la escalera a la mesa. Secó las gotas de su cara y cuello con un trapo limpio de cocina que encontró en uno de los cajones.

Respiró hondo y continuó vaciando armarios. Repitió la misma operación que con el armario anterior, amontonando el contenido sobre la otra mitad de la mesa. Algunos envases con paquetes abiertos de varios tipos diferentes de pasta y algunos botes de especias. No había nada fuera de lo común. A continuación, vació el tercero, que contenía una reducida vajilla. Tres platos hondos, cuatro llanos grandes y tres pequeños. Todos de vajillas diferentes. También sacó los vasos y tazas. Nada. Miró alrededor secándose de nuevo el sudor. Aún le quedaban los cajones, así que sacó uno a uno de sus guías y los dejó apilados en el suelo. Así podría mirar en el interior de la cajonera.

– ¿Qué tal? ¿Cómo va eso? – preguntó Eva asomada en la puerta, interesándose por el registro.

– No veo nada extraño de momento. Un coñazo. ¡Menuda calor que hace en este apartamento! ¿Y vosotros? – dijo Olga intentando disimular su cabreo.

– Álvaro ha encontrado unas cuantas fotos dentro de una caja de zapatos. Las mandaremos a la comisaría para que las escaneen y las distribuyan. He pedido que nos suban agua fresca. Estoy chorreando. – dijo Eva.

Olga le acercó un trapo del cajón para que pudiese secarse el sudor. Eva cogió el trapo y después de empaparlo en agua se lo pasó por la nuca y la cara.

– Gracias, este calor es espantoso. – exclamó Eva. – Bueno, prosigamos. Si quieres nos cambiamos, te ha tocado la parte más aburrida.

Olga le contestó con un chasquido de la lengua. Eva reconoció aquel gesto. Era un no. No quiso insistir.

– Si terminamos antes que tú vendremos a echarte una mano. – dijo Eva mientras volvía al comedor.

Olga la miró de soslayo. Dejó el trapo sobre la silla y se dispuso a continuar con la tarea que le habían asignado.

– Te ha tocado la parte más aburrida… ¡Será cabrona! – pensó Olga mientras abría los armarios bajos.

Dos cucarachas grandes, del tamaño de una almendra salieron del armario donde estaban productos de limpieza. Sin hacer ningún tipo de aspaviento, las pisó y recogió los cuerpos aplastados con papel de cocina para tirar los cadáveres a la basura.

¡La basura! No había mirado dentro. Decidió acabar con los cajones y los armarios bajos y dejar aquello para el final.

– A ver si mientras tanto, Eva termina y se acerca a echarme una mano… – pensó Olga con una sonrisa irónica en sus labios.

Aquella imagen la entretuvo un rato, mientras vaciaba el contenido de los cajones sobre la encimera. Utensilios de cocina, varios cubiertos y trapos. En el cajón inferior encontró varios papeles y cajas de medicamentos. Genéricos como Ibuprofeno, Paracetamol y una caja de un medicamento cuyo nombre le resultó familiar. Frunció el ceño, no conseguía recordar porqué le sonaba. Sacó su móvil del bolsillo trasero de su pantalón e hizo una foto de aquella caja. También encontró folletos de propaganda de restaurantes de comida rápida, algunos tiques de compra, la mayoría de productos de alimentación. Todos los pagos realizados en metálico. Separó uno de ellos. La búsqueda en Google le confirmó que el comercio emisor de la factura, Míster Pulpo, era una tienda especializada en artículos de pesca submarina. Era la factura de dos pares de aletas, un cuchillo Huitsu, un arpón modelo Oceanic con cinco flechas y dos snorkels. Una compra realizada ocho días atrás, con pago en efectivo, doscientos treinta y seis euros. Olga suspiró sonriendo. Llenó sus pulmones con todo el aire que pudo meter en ellos.

– ¡Bingo! – dijo Olga en voz baja.

Sabía que había encontrado algo importante. Apartó un plato y depositó aquel trozo de papel con sumo cuidado, como si de un papiro del antiguo Egipto se tratase. Cogió un tenedor y lo colocó encima. Sacó los botes de lejía, detergente, algunos periódicos antiguos doblados y el contenido de unos recipientes de plástico del armario bajo, el del nido de cucarachas, como pudo comprobar por la cantidad de aquellos insectos muertos patas arriba en una esquina del mueble. Roció la zona con un apestoso insecticida y se aproximó a la ventana buscando aire fresco.

Estaba claro que Ramón Tresánchez tenía previsto vivir una temporada en aquel sitio, a juzgar por la cantidad de comida que había almacenado en la despensa. Pero ya lo sabían, había pagado seis meses por adelantado. La inmobiliaria que gestionaba el complejo turístico hizo una excepción, ya que normalmente no aceptaban alquileres de duraciones superiores a un mes. La crisis y la baja ocupación de los dos años anteriores habían llevado a los gestores cambiar su política. Ramón era uno más, conocían al menos cinco casos parecidos en el mismo complejo turístico, los estaban investigando a todos.

Olga miró por la ventana. Turistas y más turistas. Eran como hormigas desplazándose de la playa a sus alojamientos o viceversa. Hormigas rojas que parecían brillar bajo aquel sol radiante. Volvió a secarse el sudor. El motor del frigorífico emitió un sonoro zumbido que le recordó que no había mirado en su interior. Lo añadió mentalmente a la lista de cosas pendientes. Frigorífico, basura y cuarto de baño. Decidió finalizar con los cajones. Comprobó que no tuviesen doble fondo y que no había nada oculto en la parte inferior. Los apartó con su pie derecho y se dirigió al frigorífico. Se trataba de un pequeño combi, abrió la puerta inferior del electrodoméstico.

A primera vista, nada anormal, estaba más bien vacío. En el lateral de la puerta, un par de botellas de agua mineral medio llenas, varios zumos de naranja de diferentes marcas, un tetra brick de leche de soja y algunos botes de conservas empezados. El bombero era bastante ordenado, según pudo comprobar. Vio varios recipientes con comida precocinada en el primer estante. Yogures, embutido y lácteos en el segundo. Había un pequeño compartimento en la parte superior de la puerta. En su interior, media docena de huevos y queso rallado. Siguió con los estantes. Dos filetes de ternera envasados y varios filetes de lomo. En el cajón de abajo, un par de cebollas, un pepino, tres manzanas, cuatro tomates, una lechuga y medio melón. Sacó todo y lo depositó sobre la encimera. Abrió el pequeño congelador, en su interior descubrió una bolsa de patatas fritas congeladas, otra de ensaladilla rusa y dos paquetes de croquetas de pollo con jamón. Soltó un suspiro. Estaba acalorada, pero el aire fresco que salía del electrodoméstico la alivió momentáneamente.

Salió al pequeño lavadero donde estaba instalada la lavadora y un calentador de agua, eléctrico. Había un cesto con algo de ropa sucia. Lo vació en el suelo. Un bañador, dos camisas, ropa interior y unos pantalones. Buscó dentro de los bolsillos. Nada. En el tendedero, dos toallas, una de baño y otra de playa. También miró dentro de la bolsa donde estaban las pinzas de tender la ropa. Contempló el lavadero y giró sobre sí misma, satisfecha. Consideró que había hecho un trabajo meticuloso, no dejó nada sin revisar. Sus ojos se dirigieron al cubo de la basura. Sólo faltaba su contenido. Cogió uno de los periódicos, apartó un par de hojas y las extendió en el suelo. Se disponía a vaciar la bolsa de basura cuando leyó el titular de la noticia. “Los BAC atacan otra vez”. Hablaba del asesinato de Zafra. No habían pasado más que unos días, pero le pareció como si fuese una noticia de meses atrás… Soltó un bufido con la mirada perdida.

Unos segundos más tarde, volcó la basura sobre las hojas. Peladuras de manzana, un envase vacío de arroz blanco y otro de tomate frito. Un pedazo de pan duro y una lata de atún vacía. Varias servilletas y una bola de papel higiénico con algo dentro. Era un preservativo, usado.

– ¡Vaya con el bombero! – pensó Olga.

Dejó el preservativo junto a la factura, en otro plato. Se dirigió hacia el pequeño cuarto de baño, solo le quedaba revisar aquella estancia. Con un gesto, Ander, que iba de nuevo a la habitación, le indicó que ya estaba hecho. Asintió con la cabeza y se dirigió hacia el comedor. Necesitaba bolsas para las pruebas. Una para la factura y otra para aquel preservativo. Tal vez los fluidos corporales podían servir para identificar al cómplice de Tresánchez.

– ¿Hola, ya estás? – le preguntó Álvaro al verla aparecer en el comedor.

Eva y Álvaro estaban sentados, mirando fotos y leyendo las notas de un cuaderno en la mesa del comedor.

– ¿Has encontrado algo? – preguntó Eva, dejando el cuaderno abierto sobre la mesa.

– Diría que sí, necesito dos bolsas. – respondió Olga. – Tenemos una factura de una tienda de material de submarinismo. Puede que podamos vincular los arpones encontrados en la playa con Tresánchez. También un preservativo, las pruebas pueden decirnos más de su compañero.

– ¿Das por hecho que Tresánchez es homosexual? – preguntó Álvaro mirando de reojo a Eva. – Bueno, todo indica que lo es…

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