BAC

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Capítulo 3

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Olga notó a Diego algo distante, normalmente era más hablador. Lo achacó al cansancio y a la concentración en la investigación. Él era así, cuando estaba centrado en algo se aislaba del mundo que le rodeaba, su cerebro estaba ocupado en procesar la información.

Pérez avisó a Olga que la tercera detenida ya subía, así que aparcó sus sentimientos para volver al trabajo.

El interrogatorio de Clara fue un mero trámite, veinticinco minutos repitiendo las mismas preguntas y escuchando prácticamente las mismas respuestas, eso sí, en un tono más calmado. Las declaraciones de Clara no aportaron nada nuevo y confirmaron tanto lo dicho por su hermano acerca de la conversación de WhatsApp, como lo expuesto por su pareja y socia.

De todas formas, y amparados por la ley antiterrorista bajo la cual habían ordenado las detenciones, dispusieron tenerlos encerrados e incomunicados las cuarenta y ocho horas que permitía la ley. Al menos, tener unos sospechosos en los calabozos calmaría a las altas instancias del poder.

Olga volvió a su mesa. Estaba acabando de consultar sus notas y revisar unos informes cuando Nicolau se acercó a ella con su eterno chicle.

– Hemos encontrado a los testigos de Jehová que fueron a casa de Carlos Marín. – Nicolau hizo una pausa para tragar saliva. – Aseguran haber estado charlando con el detenido en su casa en el horario que el detenido dijo, o sea que tiene la coartada confirmada. Los informáticos han revisado todos los dispositivos y lo único que han encontrado son películas bajadas de internet y alguna visita a una página guarra. No sé si nos servirá para acusarles de algo…

– No lo sé, seguirán detenidos hasta que los jefes digan lo contrario. Igual no fueron ellos, pero tienen algo que ver con los asesinos. – dijo Olga. – No, que va, nos hemos equivocado, es una pista falsa… Pero es curioso que coincidan las siglas, ¿no crees?

– Sí, muy curioso… BAC… -  dijo Nicolau pensativo sin dejar de mascar el chicle. – ¿Sabes, Martí? ¡Me voy a casa! Ha sido un día muy largo y necesito despejarme. Mañana continuamos, que pases buena tarde. – comentó Olga, estirando los brazos para desentumecer la espalda.

Según su reloj, eran más de las ocho de la tarde. Olga cerró el portátil, lo introdujo en su maletín. Cogió su bolso y se dirigió a la puerta principal. Buscó el móvil y le envió un mensaje de chat secreto a Diego. Llamó al ascensor y una vez dentro, pulsó la tecla del parking. Aprovechó la bajada de tres plantas para buscar la llave del coche. Cuando las puertas del ascensor se abrieron, Olga pudo comprobar que el parking estaba prácticamente vacío. Su Seat León de color amarillo parecía un caramelo de limón a lo lejos, destacando entre la negritud del asfalto.

Se hallaba a unos treinta metros cuando escuchó un portazo y unas rápidas pisadas a su espalda. Alguien se aproximaba corriendo hacia ella. Por instinto, metió la mano en su bolso buscando su pistola y la agarró con fuerza. Aligeró el paso, templó los nervios y agudizó todos sus sentidos. Eran dos personas. No quiso girarse, sabía que no era buena idea. Rápidamente, miró a su alrededor, no tenía refugio posible, estaba totalmente expuesta, a merced de las dos personas que la seguían. Los escuchó hablar entre ellos, sin mirar atrás, se dirigió hacia la columna más cercana, situada a unos seis metros de distancia.

De repente los pasos cesaron. Se giró sujetando el arma con su mano derecha y maldijo en voz baja…

– Hijos de puta… – masculló entre dientes Olga.

Dos personas, a escasos cinco metros, permanecían inmóviles y con los brazos en alto. Los reconoció al momento, eran Pentium y Miravet.

– ¿Ves? Te lo he dicho, que nos iba a pegar un tiro. – dijo Miravet entre jadeos.

A su lado, Pentium contemplaba la escena, poniendo los brazos en jarras y aguantando la risa. Llevaba algo en su mano izquierda.

– Que susto me habéis dado, cabronazos. ¡Pues sí, ha faltado muy poco! – dijo Olga, visiblemente nerviosa. – ¿Se puede saber por qué no me habéis llamado? Solamente teníais que decir mi nombre. Esto no se hace, os podía haber volado la cabeza, joder. Espero que sea importante...

Pentium se acercó a Olga y le dio una carpeta, en silencio.

– Perdona chica, si tuviese tu móvil te habría llamado… – explicó Miravet, gesticulando con las manos.

– ¡Menuda excusa! ¡Estás loco! ¡Lo tienes claro! – respondió Olga, perfilando una tímida sonrisa en su cara.

– Bueno, tenía que intentarlo… Te hemos visto en la oficina y de repente ya no estabas. He supuesto que te ibas a casa, por eso hemos bajado a toda hostia. La carpeta contiene unos documentos que nos han enviado nuestros amigos norteamericanos. Eso es todo, nos ha dicho Pérez que te lo entregásemos antes de irnos, para que se lo pasaras a Diego y al resto del equipo. – dijo Miravet. – Lo siento de veras. Hasta mañana, ¡que descanses, guapa!

– Gracias, vosotros también. Nos vemos mañana. – se despidió Olga, mirando la carpeta cerrada mientras la pareja de informáticos se alejaba.

Se encaminó tranquilamente hasta su coche, sin entender a que venía tanta prisa por entregarle aquellos documentos. Más calmada, suspiró y arrancó el coche. Era la segunda vez que había tenido que empuñar su arma en su breve carrera como policía. No era agradable, se sentía rara al tener aquella pistola en su mano. Sentada con el coche en marcha, repasó mentalmente la situación que acababa de vivir. Pensó que no había reaccionado de la forma apropiada. Si sus presuntos agresores hubiesen ido armados no habría tenido tiempo ni de girarse. Debía haber salido corriendo hacia un lugar seguro nada más oírlos. Esperaba que aquel suceso no fuese el cachondeo de la oficina al día siguiente. Algunos de sus compañeros podían ser muy pesados… Encendió las luces del coche y finalmente, se dirigió a su casa.

Desde hacía seis años vivía en una vivienda unifamiliar de una urbanización en Castelldefels, un pueblo costero al sur de Barcelona. Decidió que pararía a comprar algo de cena por el camino, no tenía ganas de cocinar. Puso en marcha la radio, y cambió la emisora de inmediato en cuanto escuchó aquella horrible música, como impulsada por un resorte. No soportaba el reggaetón. Conducía tranquila, por el carril de la derecha de la Diagonal cuando se detuvo en un semáforo y notó que los dos chicos del coche de su izquierda la miraban. Bajó la mirada y buscó otra emisora en la radio. Una canción de Sting estaba acabando, mientras el locutor anunciaba que tras las noticias les esperaba una hora de música sin interrupciones.

Iba a cambiar de nuevo la emisora cuando sonaron las señales horarias. Las ocho y media, una hora menos en Canarias. Las noticias arrancaron con lo que era la noticia del día, la muerte del político Julio Castro. De repente, Olga subió el volumen del aparato de radio. No daba crédito a lo que estaba oyendo, habían filtrado que era un asesinato y que la policía tenía tres personas detenidas.

– Mierda… – pensó Olga mientras introducía un CD en el reproductor.

Violator, de Depeche Mode. Necesitaba dejar de pensar en el caso y en el susto del aparcamiento. World in my eyes le ayudaría. Subió el volumen, bajó las ventanillas delanteras y se colocó las gafas de sol que llevaba colocadas en la frente. El semáforo se puso en verde y Olga dio un terrible pisotón al acelerador, cambió vertiginosamente de carril y adelantó unos cuantos coches zigzagueando entre ellos.

Veinticinco minutos después, Olga aparcaba su coche a la entrada de Castelldefels para comprar en un kebab. Tras una espera de cinco minutos, recogió su pedido, un durum mixto sin cebolla ni aceitunas y continuó el trayecto hasta su casa.

Se trataba de la antigua residencia de verano de sus padres, situada en una buena zona de Castelldefels. Se la cedieron cuando se jubilaron y marcharon de nuevo a su pueblo natal en Sevilla, Dos Hermanas. Comenzaba a sonar The policy of truth cuando Olga entraba en el parking de su vivienda. Aparcó el coche y esperó a que la puerta automática terminara de cerrarse mientras recogía el CD, su cena, el bolso y el maletín con el ordenador, donde había guardado la dichosa carpeta.

Entró en la casa, se descalzó y se dirigió a toda prisa hacia el cuarto de baño, puesto que se estaba orinando. Aprovechó para cambiarse y ponerse una amplia camiseta de manga corta.

Introdujo el durum en el microondas y sacó una cerveza con limonada de la nevera. Seguía haciendo mucho calor y necesitaba refrescarse. Puso el CD en el equipo de música que tenía en la cocina y buscó Enjoy the silence, su favorita de aquel álbum. Cenó tranquilamente mientras terminaba de escuchar el disco.

Tras la cena, cogió su móvil y se dirigió a la parte de atrás de su casa, donde el comedor comunicaba con la terraza exterior mediante una amplia cristalera. Una piscina con el agua cristalina la estaba esperando. Encendió la luz interior de la piscina y se quitó la ropa junto a una tumbona. A continuación, se tiró de cabeza, desnuda. Nadó unos minutos de un extremo al otro de la piscina, relajada, sin prisa, casi sin salpicar agua. Finalmente, salió del agua por la escalera. La piscina se hallaba colocada de forma estratégica, sabía que ningún vecino podía verla. A Olga le encantaba bañarse desnuda, era su placer secreto.

Cogió una toalla y se secó un poco el cuerpo, después se secó el cabello largo y moreno. Colocó la toalla en la tumbona y acabó la lata de cerveza de un largo trago. Miró su móvil mientras se mordía el labio, dubitativa. Se hizo una foto desnuda, tumbada en la hamaca, donde sus turgentes pechos y su pubis rasurado brillaron con el flash. Acto seguido la envió.

– Mira lo que te estás perdiendo… – escribió Olga a continuación y reclinó la tumbona, para poder tumbarse mientras contemplaba su foto con una amplia sonrisa.

Diego no tardó en contestarle, diciendo que la llamaría en unos minutos. El equipo de investigadores estaba abandonando la residencia del difunto Castro. Iba sentado en el asiento trasero de un Land Rover, junto a Eva y Álvaro. Sabino, que era más corpulento, iba a sus anchas en el asiento del copiloto. Los llevaban a cenar a un restaurante que les había recomendado Mendoza. Cuando recibió el mensaje de Olga lo abrió sin dudar, sin saber de qué se trataba. Sospechó que Eva que se hallaba sentada a su lado, podía haber visto la foto, de reojo. La imagen se autodestruyó unos segundos más tarde, sin haber podido verla con detalle.

– ¡Joder, qué buena que está! Y que loca… – pensó Diego.

No era la primera vez que Olga le mandaba ese tipo de imágenes que se autodestruían al cabo de unos segundos. Era desinhibida y eso le excitaba.

Olga leyó la respuesta de Diego, se puso la camiseta por encima y se dirigió al sofá. Cerró la cristalera y apagó la luz de la zona de la piscina. Por lo breve de la respuesta, dedujo que Diego no estaba solo. Normalmente respondía a ese tipo de mensajes con palabras subidas de tono o emoticonos con los ojos salidos.

Los veinte minutos de espera se le hicieron eternos. Incluso tuvo la tentación de ir a buscar un cigarrillo y encenderlo, pero aguantó el tipo. Llevaba cerca de tres años sin fumar, pero cuando estaba nerviosa o tenía que esperar se acordaba de aquel puto vicio, como lo llamaba ella.

Diego bajó del coche y se excusó con el resto del grupo diciendo que tenía que realizar una llamada importante.

– Si veis que tardo pedirme cualquier cosa, por favor, no tengo mucha hambre. – dijo Diego mientras marcaba el número de Olga.

La sonrisilla que Eva dibujó en su cara parecía evidenciar que había visto la foto, o eso pensó Diego. Menos mal que la imagen no mostraba la cara de Olga.

– Hola viciosilla… – dijo Diego. – He abierto tu foto en el coche y creo que no he sido el único que la ha visto.

– No me digas… ¿Quién más la ha visto? – preguntó Olga.

Diego no quiso que se preocupara, así que le dijo que había sido una broma.

– ¿Me la puedes enviar de nuevo? Con la falta de luz y el traqueteo del camino no he podido verla bien. – le pidió Diego, casi susurrando.

Olga respondió afirmativamente, que se la enviaría de nuevo, apartó el teléfono de la oreja, seleccionó la aplicación de la cámara y se hizo una foto semidesnuda en el sofá.

– Me acabo de hacer otra, ¿la quieres ver también? – susurró Olga, con voz melosa.

– Ufff, ahora no es el mejor momento. Olga, estamos en un restaurante, todos. Mejor cuando llegue al hotel, que calculo será en un par de horas. Sí, ahora vamos a cenar. ¡Por supuesto! Las miraré con calma y detenimiento. Hemos tenido un día jodido, ya sabes que me gustaría estar contigo hablando durante horas, pero entiéndelo… – contestó Diego con su tono de voz más cariñoso.

– No pasa nada. – dijo Olga. – Claro, cena tranquilo. ¡No!, de verdad. Yo también he tenido un día de mucha presión y estaba aquí intentando relajarme. No he podido evitar pensar en ti e intentar ponerte cachondo. ¡Que no pasa nada! Mañana hablamos, necesitamos descansar. Te echo de menos. Cuídate y buenas noches. Ya me mandaras algún mensaje si puedes o quieres hablar después.

– Sabes que me encantaría estar a tu lado. Venga. Que descanses. – se despidió Diego, con la sensación que le había cortado el rollo a Olga.

Se dirigió al interior del restaurante. Vio que sus compañeros estaban ocupando una mesa grande situada en una esquina del salón, algo apartada del resto de comensales. Notó que Eva le seguía con la mirada mientras hablaba con Álvaro. Sabino le hizo una señal al camarero que estaba tomando nota de los pedidos para que esperara.

– Ya estoy aquí, perdonad. – dijo Diego, mientras se sentaba al lado de Mendoza, al que no había visto entrar.

– Hemos pedido todos, solo faltas tú. Te recomiendo el salmón marinado, me han chivado que el cocinero es vasco. – le sugirió Sabino guiñándole el ojo.

– Pues adelante. Una ensalada de la casa y salmón para mí, ¡ah!, y una cerveza sin alcohol, por favor. – Diego le entregó la carta al camarero y devolvió el guiño a Sabino en agradecimiento por la recomendación.

La cena transcurrió de forma distendida, y, a diferencia de lo que esperaba Diego, hubo pocas menciones al caso. Solamente se abordó el tema cuando Mendoza comentó que se había filtrado información a la prensa y que estaban investigando la fuente.

– Los jefes andan bastante enfadados. – dijo Mendoza. – Han puesto a un grupo de asuntos internos de cada cuerpo policial para que averigüen quien se ha ido de la lengua.

Diego evitó intervenir, no tenía ganas de darle vueltas a todo aquello. Es más, pensó que la filtración podía proceder de alguien de arriba. Observó como el grupo charlaba acaloradamente sobre aquello hasta que Sabino intentó desviar la atención hablando de la calidad de la comida. Lo consiguió, ya que los temas de conversación cambiaron de forma radical, abordando el futbol e incluso la música. Cuando pidieron los cafés, Sabino, algo achispado por el vino tinto, comenzó a contar chistes de abogados y policías. Mendoza se hizo cargo del pago de la cena y pidió que avisaran a un taxi para los investigadores. Les habían encontrado alojamiento en uno de los hoteles más caros de la ciudad, el Ibiza Gran Hotel. Era temporada alta y al parecer solo quedaban habitaciones en hoteles de lujo.

A Diego no le parecía honesto malgastar el dinero en una habitación donde solamente iban a ir a dormir, pero de todas formas no hizo ningún comentario. No tenía ganas de discutir ni llamar la atención.

El taxi tardó unos minutos, que Sabino aprovechó para fumar un cigarrillo y seguir explicando chistes. El vino de la cena había relajado el ambiente.

Eran casi las once de la noche cuando un Seat Altea se detuvo delante de la puerta del restaurante. A las once y cuarto, el grupo de investigadores bajaba delante de la puerta principal del Ibiza Gran Hotel, iluminado como un hotel de Las Vegas. Cuando entraron al hall, encontraron un trasiego de gente vestida lujosamente. Diego supuso que las bellas jóvenes que acompañaban a aquellos señores trajeados no eran sus hijas, sino prostitutas de lujo.

Se dirigieron a la recepción y tras identificarse, les entregaron las llaves. Álvaro fue alojado en la cuarta planta, Sabino en la quinta, Eva y Diego en habitaciones casi contiguas en la sexta planta.

– Si no te gustan las alturas te cambio la habitación... – dijo Sabino dirigiéndose a Diego, pero mirando a Eva.

– Que gracioso... Quedamos a las siete y media en el restaurante para desayunar. – le cortó Eva, antes que siguiera con los comentarios.

Se encaminó a uno de los ascensores. Diego se despidió de Sabino y Álvaro, deseándoles buenas noches y aligeró el paso para subir en el ascensor junto a Eva.

Subieron en silencio, Eva miraba su móvil. Diego hizo lo mismo con el suyo, comprobó que Olga había estado en línea en la aplicación de WhatsApp hacía tan solo unos minutos.

Cuando llegaron a la sexta planta, Eva salió del ascensor sin decir nada y se despidió con un gesto de su mano derecha, Diego le deseó buenas noches. Extrañado por la actitud distante de Eva buscó su habitación, la seiscientos trece, y abrió la puerta con la tarjeta.

Encontró la habitación con varias luces encendidas. Era enorme. Calculó que tendría al menos cuarenta metros cuadrados. Era casi tan grande como su piso. Diego se descalzó y fue desnudándose hasta llegar al armario, dentro del cual encontró su maleta, tal y como le habían dicho en recepción. La abrió en busca de un pantalón corto de pijama, lo cogió y se dirigió desnudo al cuarto de baño. En aquel instante su subconsciente le hizo acordarse de Olga y fue a buscar su móvil. Tenía poca batería, así que buscó el cargador en la maleta y lo enchufó en el lavabo.

Antes de meterse en la ducha, envió un mensaje a Olga, avisándole que estaba en la habitación del hotel y que se iba a duchar.

– ¡Una foto! – contestó Olga, que le estaba reenviando dos a Diego.

La inspectora estaba algo adormilada, aburrida. El mensaje de Diego la animó.

Tras mirar las fotos de Olga, Diego se metió en la ducha y abrió el grifo. Era una cabina de ducha con radio, masaje e incluso un asiento. No estaba acostumbrado a ese tipo de lujos innecesarios. Conectó la radio y ajustó la temperatura del agua a treinta grados. En unos segundos, unos chorros con la temperatura programada chocaron contra su cuerpo, al ritmo de la música clásica que se escuchaba en la radio. Bajó el volumen y se enjabonó, mientras recordaba las fotos de Olga. Se dio una ducha rápida, se secó apresuradamente y se puso el pantalón del pijama. Cogió el móvil y observó con deseo el cuerpo desnudo de Olga. La segunda foto que había recibido era aún más explícita. Olga le mostraba su pubis rasurado. Estaba comenzando a tener una erección, así que envió a Olga una foto del bulto dentro del pantalón. Apagó la luz del lavabo y se dirigió hacia la cama, con el cargador en una mano y el móvil en la otra. Marcó el número de Olga.

Estuvieron hablando por teléfono casi media hora, en voz baja, conversación que interrumpieron en algunas ocasiones para enviarse fotos. La conversación fue subiendo de tono y las imágenes que se enviaron también. Diego nunca pensó que aquel largo día iba a finalizar de aquella manera…

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