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Capítulo 8

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– Prepárate, te vas a casa en cuanto esté listo el papeleo. – le avisó el policía.

El detenido se incorporó de la cama donde estaba recostado. Ya en pie, estiró su cuerpo entumecido por las horas en aquel incomodo camastro.

Había permanecido allí encerrado más de un día. Solo. Incomunicado. Se sentía sucio, no solamente en lo físico. Y cansado, muy cansado. No había conseguido dormir más de dos horas seguidas sin despertarse angustiado pensando en lo que le estaba ocurriendo.

Por unos simples comentarios escritos en WhatsApp le habían tratado como un delincuente, como un terrorista. Varios nombres acudieron a su cabeza en un instante, personas que habían robado millones de euros y que seguían en la calle, disfrutando de la libertad. No lo volvería a comentar de ninguna forma, no cometería de nuevo un error así. Había escarmentado, pero en su interior seguía pensando que aquellas injusticias deberían solucionarse. Tampoco es que aprobara la violencia, pero a su juicio, era la única solución viable en algunas ocasiones. Más aún cuando se trataba de juzgar a un poderoso.

– Se protegen entre ellos. – pensó Carlos. –  Los muy cabrones siempre encuentran algún resquicio legal para no tener que pagar por sus delitos.

Recordó los múltiples escándalos de corrupción de la clase dirigente que salían a la luz pública casi a diario. Y, sonriendo, comenzó a tararear una canción de Aviador Dro, aquella que contenía una estrofa que tenía grabada en el cerebro desde que era joven…

"La única solución es la violencia, tratarte con la debida intransigencia, y cuando creas que al fin me has convencido, entonces te daré tu merecido…"

Su sonrisa se tornó una mueca cuando pensó en su esposa y su hija. La mueca cambió a un gesto de amargura cuando recordó las reacciones de sus compañeros de trabajo. ¿Qué pensarían de todo aquello? ¿Cómo lo tratarían a partir de ahora?

Pensó en su hermana Clara y en su cuñada, Gemma. ¿Estarían también a punto de salir de sus calabozos? Estuvo a punto de preguntárselo al policía que se hallaba al otro lado de la puerta, pero no lo consideró adecuado.

La espera se hizo eterna. Finalmente, un policía de uniforme se acercó a la puerta de su celda y le comunicó que se apartara para abrir. No hizo falta que se lo repitiera.

Subieron por unas escaleras hasta la planta cero de la comisaría, donde le estaban esperando para firmar unos papeles. Carlos los leyó con atención, sin prisa. Básicamente explicaban el motivo de la detención y exoneraban a los miembros del cuerpo de los Mossos d’Esquadra de cualquier daño físico o psíquico. Asimismo, una de las páginas listaba los dispositivos que se habían recogido en su trabajo y domicilio y que le iban a devolver al abandonar las estancias policiales.

– Así, sin pruebas médicas que lo atestigüen, con dos cojones. – murmuró Carlos entre dientes, mientras estampaba su firma en el formulario. – En fin, con tal de salir de aquí…

Entregó el papel firmado y dos policías de paisano le acompañaron hasta la calle. Allí le esperaba un coche patrulla que lo llevaría a su domicilio, según le explicaron. Introdujeron una caja de cartón en el maletero y emprendieron la ruta hasta su casa.

Media hora más tarde, el coche entraba en la calle donde residía Carlos con su familia. Cuando salió del vehículo, uno de los policías le entregó la caja. Era bastante pesada. Instantes después, el coche desapareció como por arte de magia. Soltó la caja sobre un banco de la calle y miró en su interior. Vio su portátil, su Tablet y algunos teléfonos, incluso los antiguos que no usaba hacia años, los que guardaba olvidados en un cajón del mueble del comedor.

Alzó la mirada buscando su piso. Desde el ventanal del comedor, su esposa le saludaba con su hija en brazos. Agarró la caja y echó a andar a toda prisa hasta la portería. La puerta estaba abierta, como siempre.

Subió por la escalera, no quiso esperar al ascensor. Tenía ganas de ver a su esposa y a su hija, estaba cansado, pero corrió escaleras arriba cargado con la pesada caja. Encontró la puerta de su piso entornada. Ella estaba allí, esperándole con los ojos húmedos y enrojecidos. Se fundieron en un abrazo mientras las lágrimas corrían por sus mejillas.

– ¿Sabes algo de Clara y Gemma? – preguntó Carlos entre sollozos ahogados. – A mí no me han querido decir nada en comisaría.

– Sí, Clara llamó hace casi una hora. Están en su casa, dicen que vayamos a cenar. – contestó su esposa, llorando. – ¿En qué estáis metidos?

– En nada, que yo sepa. – aseguró Carlos, cerrando los ojos y volviendo a abrazar fuertemente a su esposa.

Su hija contemplaba la escena desde la alfombra donde jugaba con unos muñecos. Carlos soltó a su esposa y, tratando de sonreír, se acercó a su pequeña, que lo miraba con la boca abierta.

– ¡Papi! ¿Jugar? – le dijo su hija. Carlos se sentó a su lado y la abrazó, besándola. Más lágrimas salieron de sus ojos. Estaba feliz… y rabioso.

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