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Capítulo 9

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Diego contestó al teléfono sin mirar quien le llamaba. Supuso que era Olga, así que por un instante no supo reaccionar cuando escuchó la voz de Eva al otro lado.

– Sí, ahora voy, estoy en el paseo marítimo, ¿Cómo? Vale, aquí te espero. Estoy casi enfrente del restaurante donde cenamos ayer. Sí, pero yendo hacia el sur. Ok, hasta ahora. – dijo Diego.

Guardó el móvil y se sentó a esperar en un banco, a la sombra, mientras se colocaba bien las gafas de sol y daba otro trago a la lata de refresco. Eva pasaría a recogerlo dentro de unos minutos y se acercarían de nuevo a la finca para intentar la reconstrucción del crimen de Castro.

Disfrutaba observando a la gente, desde pequeño. Recordó como pasaba algunos sábados cuando era joven. Se sentaba en un banco de la Plaça Catalunya con un libro y pasaba horas, largas horas, mirando a las personas que paseaban por la calle. Observaba sus reacciones, sus gestos. Intentaba imaginar que pasaba por las cabezas de los transeúntes, mientras inventaba historias sobre ellos.

Recuperó aquella vieja costumbre mientras esperaba a Eva. Diego se entretuvo observando a los turistas que inundaban la zona. Se fijó en una pareja de jóvenes de aspecto nórdico que pasaron frente a él con la piel achicharrada por el sol. Parecían discutir sobre qué dirección debían seguir, pero sin alzar la voz. Cualquiera de los peatones que pasaba hablando por su lado utilizaba un tono más alto que el que estaban usando aquellos jóvenes en su discusión. Diego siguió contemplando aquellos pieles rojas mientras se alejaban en la dirección que indicaba la chica. Pensó que serían europeos del norte. Suecos, tal vez daneses… Su educación era diferente, igualitaria. El chico siguió a su pareja sin rechistar, sin gesticular ni elevar la voz para demostrar su hombría.

Diez minutos después, un Ford Focus rojo se detuvo junto a la acera para que Diego subiese. El conductor del vehículo de detrás, tocando el claxon, les adelantó mientras lanzaba algún que otro improperio.

Diego saludó a Eva y no pudo evitar detener la mirada en sus piernas, embutidas en aquel tejano que más bien era una piel color azul marino.

Eva, concentrada en la conducción no había notado nada. Le comentó a Diego que se dirigían a la casa de Castro. También le dijo que Álvaro y Sabino estaban recogiendo sus cosas, que marcharían después de comer algo.

– Perfecto. – contestó Diego, mientras hacía un esfuerzo por no mirar las esbeltas piernas de Eva. – ¿Y nosotros que vamos a hacer cuando acabemos en casa de Castro?

Los segundos que transcurrieron antes que Eva acertara a contestar confirmaron la ambigüedad de la pregunta de Diego.

– No sé… – titubeó Eva, tratando de discernir si la pregunta era de carácter personal o profesional. – Si quieres vamos un rato a la playa.

Diego la miró estupefacto, boquiabierto. Ella tenía una sonrisa pícara en su cara.

– Bu…bueno, suena bien… – tartamudeó por un instante Diego. – Yo me refería a la investigación, pero no estaría mal relajarse un rato.

¿Relajarse viendo a Eva en bikini? ¿Relajarse, teniéndola al lado en una playa? Le estaba costando desviar la vista de sus piernas, tanto, que no podía imaginar si podría apartar la vista de su cuerpo en bikini...

De repente, Diego notó una vibración y su móvil comenzó a sonar. Era Olga. Durante unos instantes se había olvidado de ella.

– Hola, buenos días de nuevo. – le dijo Diego, con voz nerviosa. – Sí, vamos a la finca a intentar reconstruir el crimen. No, con Eva. Sabino y Álvaro vuelven a sus casas. No sé, espero saber algo esta misma tarde.

– Entonces, ¿no sabes si vendrás esta noche? – preguntó Olga.

– No creo. Dependerá de cómo vaya todo. – contestó Diego. – Te digo algo en cuanto lo sepa, ¿vale?

Por el tono de voz, Olga apreció que Diego no podía hablar abiertamente, debido a la presencia de Eva.

– Cuando puedas me llamas, pisha. – dijo Olga, casi susurrando. – Cuando estés solo, me refiero.

Colgaron sus teléfonos y suspiraron casi a la vez, pero separados por centenares de kilómetros. Eva conectó la radio del coche. Se escucharon los últimos acordes de Hotel California de los Eagles y, a continuación, tras la publicidad de un restaurante local, comenzó a sonar el Soldadito marinero de Fito y Fitipaldis.

Eva, en voz baja, cantaba la canción mientras conducía, bajo la atenta mirada de Diego. Finalmente, el inspector no pudo evitarlo, e hizo lo que llevaba tanto rato madurando en su mente.

– Eva, ¿puedes detener el coche un momento? – preguntó Diego, mientras se quitaba las gafas de sol.

Ella detuvo el coche en la carretera que conducía a la finca de la víctima, que ya se dejaba ver al final del tramo.

– Dime. – dijo Eva, girándose un poco.

– Llevo horas dándole vueltas a algo… y creo ya va siendo hora de soltarlo. – dijo Diego, mirando sus ojos color cielo.

El inspector hizo una breve pausa para coger aire antes de formular la pregunta. Estaba nervioso.

– ¿No crees que hay algo extraño en todo este caso? – preguntó Diego.

Eva soltó el aire que había retenido en sus pulmones, casi de golpe. Por un momento, había pensado que Diego iba a abordar otro tema.

– ¿Qué piensas? Me gustaría saber tu opinión al respecto. – inquirió Diego de nuevo.

– No sé a qué te refieres. – contestó Eva, mirando al frente, casi desilusionada.

– Me refiero a que todo esto es muy extraño, lo del crimen, lo que lo rodea, tengo la sensación que se nos está ocultando algo. No sé, me huele raro que asesinen a alguien como Castro y se monte todo este tinglado. ¿Tú qué opinas?  – finalizó Diego.

Eva volvió a girarse hacia Diego, lo miró a los ojos y le puso la mano en la rodilla.

Diego notó que el ritmo cardiaco se le había acelerado de repente. Aun así, intentó disimularlo. Volvió a mirar aquellos ojos azules, le parecieron fríos, pero sinceros.

– Sabes, creo que hay nervios… – dijo Eva. – Muchos nervios. Piensa en la situación política y económica que está atravesando el país. Castro estaba implicado en asuntos sucios que podrían salpicar a gente muy poderosa. Había facilitado una lista de socios en sus fechorías y estaba pendiente de declaración en los juzgados. No me parece raro que el gobierno esté encima de la investigación, ya que...

– ¡A eso me refiero precisamente! – interrumpió Diego. – Quizás hay más gente interesada en que Castro estuviese muerto y callado que vivo para poder declarar lo que sabía.

Ya está, ya lo había dicho. El pulso se le volvió a acelerar, y eso que Eva había retirado la mano de su rodilla justo después de aquella última frase.

– ¿Qué insinúas? ¿Qué el gobierno está detrás de todo esto? – dijo Eva con los ojos abiertos como platos.

– No, no digo que el gobierno esté detrás, digo que hasta que no tengamos algo que lo demuestre, tenemos que mantener abiertas todas las hipótesis. Joder, no es tan descabellado. Piénsalo bien, acuérdate de los GAL. Quien iba a decirlo, pero ocurrió. Eva, has leído el informe que nos pasaron sobre la vida y obra de Castro. ¡Sólo faltaba saber a qué hora iba a cagar! ¿Te parece normal? – contestó Diego.

– Tienes razón, hay que mantener abiertas todas las opciones. Pero entonces hay una cosa que no entiendo. – respondió Eva.

La capitán hizo una breve pausa, cogió aire e hinchó su pecho. Detalle que Diego no pasó por alto.

– En el hipotético caso que el gobierno tuviese algo que ver en todo esto, ¿por qué iban a montar todo este operativo? Han movilizado cerca de trescientos agentes de cuerpos estatales y autonómicos en todo el territorio. Esto, sin contar las peticiones de ayuda a agencias extranjeras. Por un lado, entiendo tu punto de vista, es evidente. Con Castro muerto habrá algunos que respiraran tranquilos, pero de ahí a pensar que tengan algo que ver con el crimen…  – continuó Eva.

– Es lo que te digo. – replicó Diego. – Para dar el paso de asesinar a alguien hay que tener un móvil. Hay mucha gente que podría odiar a ese tipo, incluso amenazarlo, pero hay que tener un motivo muy personal para matarlo de esa forma. O hacer que lo parezca… En fin, es algo que me tenía intranquilo y que quería comentar contigo, ¡espero que no me tomes por un paranoico!

– Para nada. – aseguró ella. – Son cosas que te pasan por la cabeza, desde luego, y más aún cuando no tenemos ninguna pista por dónde empezar a buscar. Los asesinos parecen profesionales, muy limpios, casi demasiado, me atrevería a decir. Estoy contigo, no hay que descartar nada, pero no deberíamos mencionar nada de lo que hemos hablado, a no ser que tengamos alguna pista… ¡y no sé si eso sería aún peor! Y no, no te tomo por un paranoico, yo también lo he pensado.

Ambos coincidieron en evitar hablar más del tema, al menos de momento. Eva arrancó el coche y se dirigió a la finca lentamente. Cuando llegaron eran casi las doce y media. Mendoza les esperaba en la puerta de la casa, según el último mensaje que habían recibido en sus móviles. Seguían manteniendo un cordón policial en la zona, aunque la presencia periodística había disminuido. Un pequeño grupo de unos diez periodistas permanecían apostados frente a la puerta principal a la caza de alguna exclusiva.

Abrieron el acceso a la finca para permitir el paso al coche, que Eva aparcó bajo la sombra de los olivos de la entrada. Los investigadores bajaron del coche, ella se sacó la americana y la dejó en el asiento trasero, miró un momento su móvil y a continuación, cerró el vehículo. Se dirigieron hacia donde les esperaba Mendoza. Eva iba escribiendo un mensaje en el móvil.

– Hola, buenas tardes. – dijo Mendoza, con gesto de aburrimiento. –  Ustedes dirán.

– Buenas tardes. – saludó Eva, colocándose las gafas de sol.

Diego se acercó a dar la mano al inspector Mendoza, que lo saludó amistosamente.

– Queremos intentar reconstruir el crimen, con los pocos datos y pistas de las que disponemos, igual podemos encontrar algún detalle que hayamos pasado por alto. – explicó Eva.

Diego la observó. Pensó que Eva parecía una top model de sport con sus deportivas, los tejanos, la camiseta sin mangas y la coleta de caballo.

– Por supuesto. Si no molesto, me gustaría acompañaros, siempre se puede aprender algo. – dijo Mendoza.

– Faltaba más. – contestó Eva, sin tan siquiera esperar la opinión de su compañero. – ¿Vamos? Por cierto, Diego, me ha dicho Álvaro que van de camino al aeropuerto y que comerán algo allí. Así vuelven antes. Les he deseado buen viaje. Ya iremos a comer algo después.

Eva comenzó a caminar hacia la calle, Diego y Mendoza la siguieron sin decir nada. Los policías de la entrada advirtieron a los periodistas que no tomasen fotografías de los investigadores. Se dirigieron al lugar donde habían encontrado el corte en la valla, pero esta vez, por la parte exterior. Dos policías vigilaban el sitio dentro de un todo terreno situado a la sombra del cercado que rodeaba la finca. Los saludaron desde el coche.

La investigadora se había colocado unos guantes y se agachó para inspeccionar la zona. Diego no pudo evitar mirar de nuevo el perfecto trasero de Eva cuando ésta se inclinó a examinar de cerca el agujero de la valla. De reojo, vio como los policías del coche y Mendoza tampoco pudieron resistirse. Eva movió el trozo de valla roto y se introdujo por el espacio que quedaba. Diego la imitó, después pasó Mendoza.

– Los criminales no debían ser muy altos, o eran muy flexibles. Tanto Diego como yo hemos tenido que poner una rodilla o una mano para poder pasar. Mendoza, usted es algo más bajo que nosotros, así que no ha necesitado apoyarse en el suelo para pasar. – comentó Eva.

– A no ser que alguien les ayudara a pasar desde dentro… – apuntó Mendoza.

Eva era algo más baja que Diego, que medía metro ochenta. Mendoza no pasaba del metro setenta. Eva les pidió que saliesen y que volviesen a entrar, pero esta vez pasando primero la cabeza. El resultado fue el mismo. Mendoza fue el único que podía pasar por aquel hueco practicado en el vallado sin tener que tocar el suelo. Repitieron la operación, por tercera vez. Diego se quedó en la parte interior y ayudo a pasar a Eva y después a Mendoza. En ambos casos, Eva tuvo que esforzarse por no tener que tocar tierra al pasar. Mendoza no tuvo problema alguno, y menos al recibir ayuda para pasar.

– ¿Qué medidas de suela encontraron aquí? – preguntó Diego. – No recuerdo los datos exactos, y eso que lo hemos repasado hace un rato en la reunión.

Lo recordaba perfectamente, pero quería comprobar si Eva también lo hacía. El inspector se adelantó.

– Si no recuerdo mal un treinta y nueve, y la otra un treinta y siete. – dijo Mendoza. – Un momento, llamo a la central y que me lo confirmen.

– No hace falta, es así. – confirmó Eva, sin dudarlo un segundo.

– Ojalá pudiésemos tener una relación entre tamaño del pie y altura, pero no hay una norma. Hay multitud de estudios, pero las variables no están definidas. No existe forma fiable de sacar una conclusión de la altura o morfología de una persona en función del tamaño del pie. – explicó Diego.

– Sí, conozco adolescentes que no llegan al metro setenta y calzan un cuarenta y tres. – dijo Mendoza, sonriendo. – Tengo dos en casa. En cambio, yo calzo un treinta y ocho, y mi mujer un treinta y seis.

– Está claro que debían ser como mínimo dos personas y, si asumimos que entraron por aquí, debieron hacerlo rápidamente. No es la zona más transitada de Ibiza, pero según las cámaras, a esas horas, cuando deja de apretar el sol, hay bastante gente paseando o haciendo deporte. No podemos descartar que tuviesen ayuda desde dentro o que se introdujesen en la finca antes y esperasen a que Castro estuviera solo para poder atacarle. – comentó Eva.

Avanzaron hacia la finca, lentamente, mirando a su alrededor con el deseo de encontrar la pista que los conduciría a la resolución del caso. Diego, en más de una ocasión, volvió hacia atrás, para mirar alguna piedra, o mover un arbusto.

Eva y Mendoza ya estaban en la puerta de servicio esperando a Diego, que llegó unos instantes más tarde, tras la enésima parada en busca de ramas rotas o tejidos enganchados en la vegetación.

– Damos por hecho que entraron por aquí, pero me gustaría plantear otra hipótesis. Si os dais cuenta, para llegar aquí tuvieron que rodear casi toda la casa, mientras que el camino más corto hasta la casa es precisamente el salón de juegos. Imaginad que los asesinos usaron el recorrido más corto entre esos dos puntos, casi una línea recta. – Mendoza señaló el teórico punto de entrada a la finca y el salón donde Castro fue asesinado.

– Sí, tienes razón, realmente es el trayecto más corto, pero la brigada científica ha encontrado rastros de las pisadas cerca de aquí, donde estamos ahora mismo, no en los alrededores del salón de juego. – recordó Eva al inspector, que asintió mientras se rascaba la cabeza.

Ya en el interior de la casa, anduvieron por los pasillos hasta el salón de juegos, recreando el teórico recorrido realizado por los BAC. Al llegar al final del pasillo, bajaron por la escalera que conducía al salón lentamente, de la misma forma que suponían que bajaron los asesinos en búsqueda de su presa. Cuando habían bajado la mitad de los escalones, a medida que giraban, Eva destacó que desde ese punto ya se divisaba todo el salón, y era difícil que los hubiesen visto a ellos. Desde aquel punto tenían una perspectiva visual perfecta del sofá donde se supone permanecía sentado Castro. Si se confirmaba aquella teoría, la víctima habría estado dándole la espalda a sus agresores, quienes podían haberse aproximado a su posición sin ser vistos.

Diego se acercó a mirar el sofá. Ya lo habían limpiado, o sea, que no corrían el riesgo de alterar ninguna prueba.

– Mendoza, ¿puede usted sentarse en el sofá, por favor? Aquí, en el sitio donde encontramos las primeras salpicaduras de sangre. – preguntó Diego con su ceja derecha arqueada. – Me gustaría comprobar una cosa.

Diego apreció que Mendoza tenía una altura parecida a la de Castro. El inspector asintió sin hablar y se dirigió hacia el sofá. Cuando Mendoza tomó asiento, Diego indicó a Eva que le acompañase con un gesto.

– Ven, vamos de nuevo a la escalera. – le pidió Diego comenzando a andar hacia allí.

Volvieron a subir y bajar silenciosamente contemplando el amplio salón, que podían ver casi en su totalidad.

– Fíjate. – le dijo Diego a Eva. – Desde aquí podemos controlar a Mendoza. Si bajamos silenciosamente, nos podemos acercar hasta él sin ser vistos.

Diego se detuvo justo detrás de la supuesta víctima, a unos tres metros. Eva se mantuvo a su lado. Frente a ellos, el enorme televisor apagado reflejaba sus figuras de forma fantasmal. Mendoza se giró para ver que hacían.

– Recordemos que no había electricidad, o sea que la televisión estaba apagada. Es probable que Castro viese el reflejo de sus agresores, si estaba consciente. Los forenses comentaron que Castro se había metido un cóctel de alcohol y antidepresivos suficiente para tumbar un elefante. – recalcó Eva. – En el hipotético caso que los viera acercarse, ¿por qué no trató de huir o luchar?

– Tal vez no los pudo ver bien y pensara que era alguien del servicio, la visión desde aquí es demasiado difusa. – intervino Mendoza. – Tened en cuenta que ahora el sol está más alto que a la hora de los hechos. Si los forenses no se equivocan, el crimen tuvo lugar a última hora de la tarde, cuando el sol está bajando. No olvidemos que, además, las persianas estaban bajadas, según la versión de la sirvienta, Sara. Con menos luz, el reflejo debería ser más borroso aún.

– De acuerdo, vamos a comprobarlo. – sugirió Eva. – Diego, ¿puedes bajar las persianas y dejarlas como estaban cuando vinimos ayer, por favor? No será lo mismo por la posición del sol, pero al menos será más representativo.

Diego se dirigió con parsimonia a la entrada del salón. Hacía un calor insufrible, incluso allí, dentro de la casa, donde el sol no entraba directamente. En la mesita que había junto a un revistero halló el mando a distancia para bajar las persianas. Lo miró un instante y pulsó el botón que tenía una flecha hacia abajo. Las persianas comenzaron a bajar, con un pequeño retardo entre ellas, lo que le daba cierto toque musical. Diego retrocedió sobre sus pasos y volvió junto a Eva y Mendoza.

– Veis, aún peor. – afirmó Mendoza, reclinado en el sofá. – Solo veo dos sombras, no se distingue nada. Si los agresores iban vestidos de colores oscuros, su reflejo pasaría casi inadvertido.

– Creo que estamos obviando un pequeño detalle. – añadió Diego con cara de preocupación. – Según los forenses, los agresores golpearon a la víctima con bolas de billar, uno desde cada lado, ¿no? La mesa de billar más cercana está situada a la derecha de la víctima… Hizo una pausa y se dirigió hacia la mesa que había señalado.

– …así que los agresores, tuvieron que acercarse a la mesa a coger las bolas, fijaros, es otro ángulo. ¿Qué piensas, Mendoza? – finalizó Diego.

– También usaron tacos. – puntualizó Eva. – Quizás los cogieron de la entrada.

Eva señaló hacia la entrada. Los tacos de billar estaban divididos entre dos soportes. Uno situado al lado de la entrada, el otro estaba justo en el otro extremo, en la pared que había tras la zona de las mesas de billar.

– Es posible. Lo más probable es que se acercasen hasta Castro con los tacos que habían cogido y le golpeasen. Es madera muy fina. Con los impactos, los tacos debieron romperse. Castro estaba borracho, asustado y encima, aturdido por los golpes. Uno de los agresores habría tenido tiempo suficiente para acercarse a coger algo más contundente, como las bolas de billar y rematarlo. – concluyó Diego, levantándose y mirando alrededor. – Son cuatro, quizá cinco metros, uno de los asesinos podía seguir golpeándole con el taco mientras el otro corría a coger las bolas de billar.

El inspector de los Mossos corrió desde la parte trasera del sofá, lugar donde supuestamente se había iniciado la agresión, hasta las mesas de billar. Simuló coger unas bolas y retornó corriendo al punto de origen.

– Tres o cuatro segundos. – comentó Diego.

Se inclinó hacia adelante, como si se dispusiera a golpear a Mendoza. Una pequeña gota de sudor resbaló por la frente de Diego hacia la nariz. Diego observó en silencio, como hipnotizado, la gota de sudor que acababa de caer al suelo.

– Otra cosa que hemos pasado por alto… – susurró con voz profunda Diego. – El sudor. Si suponemos que los asesinos usaban guantes, es normal que no encontrásemos huellas, pero el esfuerzo físico de golpear a Castro, arrastrarlo hasta la mesa, y lo que hicieron después… Todo eso unido al calor asfixiante, no había aire acondicionado, debería haber hecho sudar a los asesinos. Y no hemos encontrado nada, lo que indica que posiblemente llevasen la cara tapada y manga larga…

– ¡Como ninjas, vamos! – interrumpió Mendoza con media sonrisa y mirando hacia el techo de un lado al otro del salón.

Quizá esperaba encontrarlos colgados del techo. A Diego le pareció divertido. Eva lo miró con la boca abierta.

– Bueno, entonces la conclusión es que debemos buscar a unos ninjas bajitos y sudorosos. ¡Todo parece más fácil! – dijo Eva en un tono sarcástico que ni Diego ni Mendoza esperaban. – Ahora en serio, parece ser que todo apunta a profesionales que sabían moverse sin dejar huellas y desaparecieron sin dejar rastro. ¿Y si la ceniza la usaron para evitar sudar? Algunos gimnastas usan polvos de magnesio, tal vez estos usen ceniza, podemos intentar averiguarlo.

Se dirigió a la mesa donde estaba el mando de las persianas y pulsó el botón para subirlas. Necesitaba luz, aquella penumbra, junto con el sofocante calor la estaban mareando. Los ojos de Diego se centraron de nuevo en el culo de Eva, en un acto totalmente inconsciente. La parte racional de su cerebro se acabó imponiendo a su ancestro neandertal y trató de procesar la información sin más distracciones.

Juntos de nuevo los tres, se dirigieron hacia el exterior de la casa por uno de los ventanales dispuestos en el lateral del salón de juegos.

Eva se encendió un cigarrillo y continuaron hablando sobre la ceniza. Los rastros de ceniza eran un rastro que podía ser determinante si conseguían saber la procedencia o uso. Discutieron sobre posibles opciones durante unos quince minutos.

Mendoza consultó la hora en su reloj de pulsera y miró a los investigadores.

– ¿Tenéis planes para comer? – preguntó a Diego y Eva.

Los investigadores se miraron sin saber que decir, no habían hablado del tema después de parar para conversar en el coche.

– Yo empiezo a tener hambre, si… – respondió Diego. – Me apetece algo ligero, un gazpacho o una buena ensalada.

– Sí, a mí también, hace mucho calor. – dijo Eva. – ¿Nos recomiendas algún restaurante?

Fue la forma que encontró Eva para dejar a Mendoza al margen, evitar que se uniese a ellos. Quería estar a solas con Diego, pero no podía ser tan concisa. Desde que lo vio por primera vez en el gimnasio, en Barcelona, hacía ya un tiempo, le atrajo su mirada despistada de ojos verdes que casi tapaba aquel descuidado cabello ondulado. Eso y su cuerpo. Esbelto, fornido, pero sin exagerar, no le gustaban los culturistas.

Se había despistado con sus pensamientos, así que intentó reconectar con la conversación que mantenían Diego y Mendoza acerca de los restaurantes.

– A mí me gusta mucho un restaurante del paseo marítimo, Casa Pancho. También podéis pasaros por el extremo sur de la isla, hay zonas muy bonitas con buenos restaurantes. Este está bien. – dijo Mendoza, indicando un restaurante a Diego en su móvil.

Salieron de la casa y se encaminaron lentamente hasta llegar a la arboleda donde Eva había dejado aparcado el coche.

– Muchas gracias, Mendoza, seguimos en contacto. Ha sido de gran ayuda. – se despidió Eva sin muchos rodeos y se giró hacia Diego. – Si te parece bien, vamos al que está más lejos, así charlamos del caso en el trayecto. Necesito poner el aire acondicionado y dejar de sudar.

Diego obedeció, ya que más que una consulta, pareció una orden. Se apresuró para entrar en el coche y abrió la ventanilla, mientras Eva se colocaba sus gafas de sol, arrancaba y maniobraba para salir de la finca. Saludaron con la mano al policía que prestaba servicio en la entrada. Solo quedaba un coche de periodistas en la entrada.

A aquella hora y con el calor que estaba haciendo, seguramente estarían resguardados en algún bar tomando un refresco, pensó Diego.

– ¿Puedes buscar el restaurante? – pidió Eva a Diego.

El inspector miró su móvil y comprobó que casi no tenía batería, así que lo conectó al USB del coche. En ese preciso momento, Diego recordó que no había vuelto a hablar con Olga ni con su jefe. Le mandó un mensaje instantáneo a Olga explicándole que la llamaría en cuanto pudiera, que habían estado en la finca trabajando en la reconstrucción del asesinato y que ahora iban a comer a un restaurante. Añadió que le quedaba poca batería y que dejaba el móvil cargando. La respuesta de Olga fue un simple emoticono con una mano con un pulgar hacia arriba. A los pocos segundos llegó otro mensaje de Olga, donde había escrito un “hasta luego” con signos de admiración. Diego buscó la dirección en el GPS y lo puso en marcha.

Eva había conectado la radio e iba buscando alguna emisora con buena señal y algo de música. Continuó buscando tras pararse el sintonizador en emisoras con reggaetón.

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