BAC

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Capítulo 12

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Hacía calor, un calor seco que se veía mitigado levemente por la suave brisa que comenzaba a correr en aquella zona sombría del espeso bosque.

Álvaro se aproximó a la zona acordonada escoltado por un policía y se presentó. Un hombre de paisano le dio la mano.

– Hola. Jesús García, inspector de la Policía Nacional. – dijo el hombre, con un marcado acento andaluz.

– Álvaro Pons, inspector. Policía Nacional también, encantado. – respondió Álvaro, dándole un fuerte apretón de manos.

El inspector García pidió al resto de policías y técnicos que dejaran paso. Al apartarse, Álvaro pudo ver que un cuerpo humano colgaba de los tobillos, sujetos por una cuerda a una gruesa rama del árbol. Tenía el torso desnudo. García comenzó a explicar la situación.

– Se trata de Roberto Zafra. Ha muerto de un único tiro en la cabeza, creemos que después lo han colgado aquí. Han cortado su camisa y escrito la palabra ladrón en su estómago con un objeto punzante. Parece que han usado la sangre de Zafra para escribir BAC en la frente. Repugnante, ¿no le parece? – dijo García, con cara de asco.

Álvaro hizo varias fotos con su móvil y las envió a sus compañeros.

– ¿Quién encontró el cuerpo? – preguntó Álvaro sin levantar la mirada de su enorme Smartphone de última generación.

– Juan López, uno de los ayudantes de la cacería. Es el hijo de uno de los guardas del coto. Algunos de los asistentes echaron en falta a Zafra cuando finalizó la cacería, así que salieron a buscarlo. – respondió García, que seguía mirando el cuerpo sin vida de Zafra.

– ¿Dónde está ahora? – preguntó Álvaro, escribiendo a toda velocidad.

– Lo interrogaron mis compañeros, ahora esta con sus padres en su casa. No es más que un muchacho. – contestó García, poniendo los brazos en jarras.

Le estaba empezando a molestar que Álvaro no le prestase atención cuando hablaba.

– ¿Puede llevarme alguien? – dijo Álvaro, tras guardar el móvil en el bolsillo izquierdo de su pantalón. – ¿Cuándo tienen previsto levantar el cadáver?

– Nos han dado orden de esperar al capitán Morales, parece que está a punto de llegar. Está al cargo de la investigación. – contestó García, mientras hacía un gesto a un policía rechoncho que fumaba a unos metros de allí. – Salas, acompañe al señor Pons a casa de los López.

Álvaro no quiso corregir a García. Prefería comprobar en primera persona su reacción al ver que el capitán Morales al cargo de la investigación era una mujer.

El agente Salas apagó el cigarrillo en una piedra, lo tiró a una bolsa de basura y se acercó saludando.

– Sígame, señor. – dijo Salas. – Así que vienen a investigar el asesinato. Vaya tela, ¿no? Son los mismos que mataron en Ibiza al otro, a ese Castro, ¿no?

– Eso parece. – respondió Álvaro, que notó una vibración dentro de su pantalón.

Sacó su móvil del bolsillo para contestar la llamada sin dejar de andar tras el agente.

– Hola Eva. Sí, aquí estoy. He visto el cuerpo y me dirijo a ver al chico que lo encontró. Ah, vale, os espero. Os he enviado unas fotos. Claro. Hasta ahora. – dijo Álvaro.

Eva y Diego acababan de bajar del helicóptero en una explanada cercana a la zona del crimen y los estaban acompañando en coche hasta allí. Eva llamó a Álvaro para avisarle de su llegada y decirle que tardarían unos cinco minutos. Diego envió un mensaje a Olga.

Álvaro se detuvo y explicó a Salas que esperarían a sus compañeros. Dio media vuelta sobre sus pasos para volver a la zona acordonada. Salas se quedó hablando con uno de sus compañeros, mientras se encendía otro cigarrillo.

El sol comenzaba a ocultarse, y, aunque quedaban varias horas de sol, García ordenó que conectasen los focos que habían instalado para poder continuar las tareas de investigación por la noche.

Minutos más tarde, un todo terreno con Diego y Eva en el asiento trasero, se aproximó hasta el sendero que había unos metros más arriba, saltando entre los baches del camino forestal. Eva bajó del coche con su impecable traje de lino, detrás lo hizo Diego, que guardó sus gafas de sol. Ya no le hacían falta.

El inspector García los aguardaba, con la ceja derecha levantada. Se presentó y los condujo hasta el árbol que servía de percha al cuerpo sin vida de Zafra. Álvaro saludó a Eva y Diego. Se interpuso entre el inspector y sus compañeros. Con un gesto les indicó que quería hablar con ellos. Los llevó aparte, donde pudiesen hablar sin ser escuchados.

– Hola compañeros. Antes de comenzar con esto, os tengo que poner al día sobre la investigación de los Durruti. Como sabéis, puse a un par de colegas a buscar información por esa vía. Han hecho un filtrado hasta llegar a aislar dos grupos que podían cumplir los requisitos que dijo Diego. Solo han quedado dos, uno en Móstoles y otro en Barcelona. – les explicó Álvaro hablando a toda velocidad.

– ¿Solo dos? ¡Joder, que eficiencia filtrando! – comentó Diego.

– A ver, os lo explico. Muchos de los grupos de ocupas que hemos encontrado están formados por gente joven, generalmente hijos de papá en una etapa rebelde de su vida. La mayoría, después de la aventura ocupa, vuelven al redil paterno y acaban trabajando en las empresas de sus papás o suegros, intentando olvidar su pasado antisistema. Podemos concluir que menos del veinticinco por ciento de los integrantes de tal movimiento es fiel a la causa. En ese veinticinco por ciento, tenemos a los típicos drogadictos o gente que se dedica al trapicheo variado, los hemos obviado. Si eliminamos de la lista también a los ocupas-hippies, es decir, gente que no cree en la violencia, nos quedamos con un grupo bastante reducido, menos del cinco por ciento. – explicó Álvaro.

– Álvaro, pensaba que esto iba a ser más rápido, ¿lo hablamos después? - dijo Eva, cruzando los brazos de forma impaciente y mirando en dirección al inspector García, que se acababa de encender un cigarro.

– Ya termino. Si no queda casi nadie… Lo que os decía, si revisas lo perfiles de la gente que queda, solo hay dos grupos con individuos que cumplen ciertas condiciones, como tener un mínimo de coeficiente intelectual para liderar un grupo y llevar tiempo siendo parte de ese colectivo. En el grupo de Barcelona hemos identificado dos posibles líderes, sorprendentemente, uno de ellos es una mujer. En el de Móstoles, solo uno. Esta tarde recibiréis el informe que está redactando mi equipo. Eso es todo. – finalizó Álvaro.

– ¿Por qué es sorprendente que una mujer lidere un grupo de ocupas? – preguntó Eva, algo sorprendida. – Ha sonado un poco machista.

– Para nada. – replicó Álvaro sonriendo. – Me baso en la estadística y en los perfiles de personalidad. No es anormal que una mujer lidere un colectivo, lo extraordinario sería que fuese capaz de convencer al grupo que la sigue para realizar actos delictivos o violentos. Esa tarea está reservada casi en exclusividad para los machos alfa.

– Cierto. – intervino Diego. – No se suelen dar muchos casos así, estaríamos ante una anomalía, pero no podemos descartar nada.

– Vale, entendido. Muy bien, ahora sigamos con este asesinato. – dijo Eva, comenzando a andar en dirección a donde se encontraba el inspector García. – ¡Buen trabajo, Álvaro!

El inspector los vio acercarse, tiró la colilla al suelo y la apagó con el zapato. Algo molesto, acompañó a los investigadores hasta la víctima.

– Aquí lo tienen, Roberto Zafra. – señaló García. – Como le he explicado a su compañero anteriormente, verán que tiene un único impacto de bala en la parte derecha de su cabeza. Lo han colgado cabeza abajo, y han escrito un par de palabras, una en su frente y otra en su estómago. Según los informes preliminares, podría tratarse del mismo grupo que acabó con la vida de Castro.

– ¿Alguna pista? – preguntó Eva. – A diferencia de lo ocurrido en Ibiza, esto es campo abierto, es más difícil eliminar las pruebas.

– Los científicos están rastreando un perímetro de casi cien metros, pero hay cientos de pisadas por esta zona, es de paso. Lo más probable es que el asesino o asesinos estuviesen esperándolo en un sitio elevado, por aquella zona de arbustos. – explicó García, señalando hacia una zona donde seis policías con linternas rastreaban minuciosamente cada centímetro cuadrado. – Tenemos la sospecha que eran dos asesinos. Dada la corpulencia de la víctima, es prácticamente imposible que una sola persona pudiese colgar a Zafra. Según han estimado, pesaba unos ciento veinte kilos.

Diego permanecía en silencio, escuchando las explicaciones del inspector, mientras miraba el entorno, reconstruyendo la escena en su cabeza. Imaginó a los asesinos agazapados tras los arbustos, esperando a Zafra, pacientes. Supuso que bajarían corriendo hacia la victima tras dispararle, dando zancadas que habrían dejado sus huellas visiblemente marcadas en aquel tipo de terreno.

– Sí, han tenido que ser dos, mínimo, pero no descartemos que fuesen más. Subir a Zafra es trabajo de dos, casi seguro, pero es probable que hubiese alguien más ayudando en labores de vigilancia por la zona. – dijo Diego. – ¿Han encontrado rodadas de coches o motos por la zona? Han debido llegar a la zona, actuar y escapar sin ser vistos, tenían una retirada planeada. O eso, o participaban en la cacería…

– Eso es casi imposible. – exclamó García, acompañando su afirmación con una rotunda negación con la cabeza. – La mayoría de los participantes de la cacería son miembros de la jet-set andaluza y algunos invitados de fuera, como lo era Zafra. Estamos hablando de abogados, políticos, banqueros y algunos nobles. Hemos revisado todas las armas e interrogado a los cazadores y acompañantes. A primera vista, el arma usada para asesinar a Zafra es de un calibre pequeño, creemos que un nueve milímetros. La cacería era de venados, por lo que la mayoría de los cazadores llevaba armas de mayor calibre y alcance. Aun así, hasta que no tengamos los informes de balística y la autopsia, todo son elucubraciones.

– Que sean miembros de la clase alta no los exculpa de nada. – dijo Álvaro. – Eva, recuerda que me disponía a hablar con el chico que encontró el cuerpo justo cuando avisasteis de vuestra llegada. Me gustaría hablar con él.

– Sí, tienes razón ¿Diego, le acompañas tú? – dijo Eva. – Me quedo aquí, quiero revisar la escena del crimen y hablar con los de la científica.

Álvaro presentó Diego al agente Salas, quien los condujo en coche hasta la casa de los López, uno de los guardas de la enorme finca. El trayecto por el camino que llevaba a la casa del guarda duró menos de diez minutos. Diego comprobó que era una casa humilde, con una estructura inicial más antigua habían ido añadiendo estancias a lo largo del tiempo, todas en una sola planta. Cada uno de los añadidos parecía hecho en diferentes épocas y con materiales diferentes, lo que concedía a la casa un aspecto extraño. Una pareja de guardias civiles estaba en el exterior de la casa. Diego y Álvaro se identificaron y llamaron a la puerta. Salas dio media vuelta y volvió al lado del coche.

– ¡Ya va! – gritó alguien desde el interior. – ¡Un momento!

Diego escuchó como la voz se iba acercando a la puerta. También pudo oír los pasos. La puerta se abrió y, tras ella, apareció un hombre delgado, muy moreno, casi cobrizo, con amplias entradas y rostro arrugado.

– Hola, ¿que desean? – preguntó el hombre, arrugando su poblado ceño. – Hola, buenas tardes, somos los inspectores González y Pons. Estamos investigando el asesinato de esta mañana. Nos han dicho que su hijo encontró el cuerpo. Fue su hijo, ¿no?  – preguntó Álvaro esperando confirmación.

– Sí, mi hijo Juan. – asintió el hombre con la cabeza.

– ¿Podemos hablar con él? – preguntó Diego.

– Por supuesto, ¡pasen! – dijo el hombre dejándoles entrar. – Es todo recto. Está en el comedor, descansando un poco. Es mi hijo pequeño, menudo susto se ha llevado el chaval.

Diego observó sorprendido el interior de la casa. Era completamente diferente a lo que hubiese esperado. Las paredes estaban pintadas en tonos ocres y adornadas con reproducciones a escala real de cuadros impresionistas. Reconoció obras de Degas y Monet. El suelo, de un pavimento color teja, conducía hasta el comedor, una amplia estancia donde dos sofás enfrentados custodiaban un televisor plano. El comedor tenía las paredes pintadas de un color salmón pálido, que combinaba a la perfección con el techo, forrado de madera de haya. Los cortinajes que cubrían las ventanas, de color melocotón, eran el perfecto remate a la gama de colores que ofrecía aquel comedor. Diego admiró el buen gusto con el que estaba decorado. Aquella acogedora estancia parecía sacada de un programa de decoración de esos que ponían algunas cadenas de televisión a la hora de la siesta. Sus ojos descubrieron una pila de revistas de decoración junto a la impresionante chimenea situada en una esquina del comedor. Alguien había aplicado lo aprendido en ellas.

En uno de los sofás, de tres plazas, había un muchacho tumbado. Aparentaba menos de veinte años, era larguirucho, moreno y con el pelo a lo grunge. Estaba adormilado, escuchando música con unos auriculares.

La que debía ser su madre, una señora morena, con el pelo ondulado, los saludó atentamente sin levantarse desde el otro sofá, donde se encontraba recostada, leyendo un libro. Tormenta de espadas, de George RR Martin. Diego reconoció el libro de inmediato, ya que lo había leído tiempo atrás.

– Si me lo cuentan, no me lo creo. – pensó Diego para sus adentros.

Esperaba una versión moderna de la familia de Los Santos Inocentes de Delibes. Unos incultos, casi analfabetos, mirando embelesados algún programa de Telecinco mientras bebían fino o cerveza entre risas, gritos y eructos. Nada que ver. Aquella familia de la Andalucía rural le acababa de romper los esquemas y tirar por tierra muchos estereotipos…

El padre se acercó al muchacho y le dio un pequeño toque en la pierna izquierda. El chico abrió los ojos y le pregunto qué quería. Su padre señaló hacia Álvaro y Diego.

– Quieren hablar contigo Juan, es por lo de esta mañana. – le dijo su padre, con voz paciente.

– ¡Ustedes dirán! – dijo Juan desperezándose.

El muchacho se retiró los auriculares, se incorporó y cogió un cigarrillo del paquete que había en la mesita situada junto al sofá. Buscó algo, incluso en sus bolsillos.

– ¿Mamá, me pasas un mechero? – preguntó Juan a su madre.

Su madre metió la mano derecha en el bolsillo del pantalón y lanzó un encendedor a Juan, que lo cogió al vuelo con una mano.

– Hola Juan, tenemos algunas preguntas para ti. – dijo Álvaro. – ¿Podemos sentarnos?

– Por favor. – dijo Juan, educadamente, señalando a los inspectores el sofá donde estaba sentada su madre.

– ¿Les podemos ofrecer alguna bebida? Deben estar secos con el calor que hace hay fuera. – les preguntó la madre.

– Ya voy yo, cariño. No te levantes. – dijo el padre. – ¿Agua fresca? También tenemos Coca-Cola, Aquarius y Sprite.

Diego miró a Álvaro, que agradeció la invitación y pidió una Coca-Cola. Él pidió otra.

Se acomodaron en el sofá, casi enfrente del joven. Diego le pidió al muchacho que les narrara lo ocurrido, sin obviar ningún detalle. Álvaro puso su móvil en la mesita, con la app de grabación y pulsó el botón de grabar.

– Muy bien. Empiezo. Normalmente ayudo en este tipo de cacerías para ganar unos eurillos. He acabado bachillerato este año y me he matriculado en la universidad en Sevilla. Normalmente hago de guía para los cazadores, pero esta vez me tocaba algo más aburrido. Habían traídos los venados desde otro coto y yo era el encargado de soltar uno de ellos cuando pasara alguno de los grupos de cazadores por la zona. – explicó Juan con soltura, gesticulando con sus manos mientras hablaba con un leve deje andaluz.

Su padre entró en ese momento en el comedor con una bandeja donde llevaba dos latas de refresco, dos vasos con hielo, una cafetera y tres tazas. Sirvió una lata de Coca-Cola y un vaso a cada uno de los investigadores. A continuación, preparó tres tazas de café solo. Echó una gran cucharada de azúcar a cada una de ellas y le ofreció una a su hijo. Le acercó otra a su esposa y cogió la última, dejando la bandeja sobre la mesita y apartándose. Se sentó en una silla que puso entre los dos sofás.

– Gracias papá. – dijo Juan, mientras removía el azúcar. Dio un sorbo al café y continuó su relato. – ¿Saben? En este tipo de cacerías, las piezas están asignadas, por eso los guías llevan a los grupos de cazadores por rutas distintas, para que todos tengan opción de cobrar la pieza. El señor Zafra no era muy buen cazador, más bien lo contrario, ya lo conocía de otras veces. – explicó Juan. – Siempre iba rezagado, le costaba andar, estaba bastante gordo y no solía cazar nada…

Hizo una breve pausa para dar otro trago de café y encender otro cigarrillo.

– Yo estaba escondido en una cueva donde tenía el venado, atado, preparado para ser soltado cuando oyese a los guías acercarse a mi zona. – continuó Juan. – Estaba fumándome un cigarro fuera cuando oí pasar a dos personas, aún no había amanecido y pensé que eran furtivos, hay muchos por la zona, ¿saben? Así que apagué el cigarro y me metí en la cueva, no quería que me confundiesen con un jabalí o un conejo y me pegaran un tiro… No sería el primero, ¿saben? Los furtivos pasaron de largo y a mí me dio un poco de frío. Pillé la manta que llevaba y me tapé, medio tumbado. Creo que pegué un par de cabezadas. Me había levantado a las cuatro, ¿saben? Me desperté cuando sonó la alarma que me había puesto en el móvil, a las ocho de la mañana.

Dio una profunda calada al cigarro, un sorbo al café y miró a Diego con descaro. El inspector analizaba cada gesto y palabra del muchacho. Estaba fascinado con su expresividad, por como acompañaba cada frase con movimientos de sus manos o los músculos de su cara. Diego sabía que era fácil detectar una mentira en personas como Juan.

– Si voy muy lento o cuento demasiados detalles me lo decís, ¿vale? Mi madre me riñe a veces porque dice que doy demasiadas vueltas para contar las cosas. – dijo Juan, exhalando el humo.

– No, está bien, mejor así. – contestó Diego, sonriéndole y mirando hacia su madre que se tomaba el café, en silencio, sentada junto a ellos.

– Bueno, pues sigo. Empecé a oír a la gente pasando cerca de la cueva. Se supone que yo debía soltar la presa cuando recibiese el mensaje de Fernando, uno de los guías. Eran casi las nueve cuando me llegó el mensaje. Esperen un momento, que se lo enseño. Verán…. – comentó Juan.

El joven dejó el cigarrillo en el cenicero y sacó el móvil de su bolsillo. Tras desbloquearlo, les enseñó una conversación de WhatsApp.

– ¿Ven?, eran las ocho cincuenta y siete minutos. – dijo Juan.

Diego y Álvaro pudieron leer el mensaje de un tal Fernando Luna avisando a Juan para que soltara la presa y la posterior respuesta de Juan, un emoticono con pulgar arriba.

– Solté al venado. Aquel bicho estaba de bastante mala hostia. ¿Saben? Los tienen sin comer ni beber durante dos o tres días, así, cuando los sueltan, buscan agua o comida como desesperados, y, como se paran porque no tienen fuerzas, es presa fácil. – continuó el muchacho. – ¡Después se hacen las fotos con sus presas, los grandes cazadores! Ellos no saben que es como dispararle a una caja de cartón. Pobres bichos, si están desfallecidos. Ese aguantó poco, el animal salió de la cueva medio asustado, corrió lo que pudo en dirección al riachuelo que pasa tras la vaguada de Tomejil. Supongo que se paró a beber agua, solo sé que escuché tres o cuatro tiros y alguien gritando orgulloso que lo había abatido. Entonces me puse un chaleco amarillo, de esos reflectantes que se usan para el coche y me fui andando hacia la finca. Tenía que ayudar a preparar y servir el almuerzo.

– ¿Cuándo llegaste a la finca? ¿Recuerdas la hora? – preguntó Álvaro.

– Pues no lo sé exactamente, supongo que tardé entre veinte minutos y media hora desde que solté al venado. Sobre las nueve y media, más o menos. – contestó Juan encogiéndose de hombros. – ¿Papa, tú te acuerdas? Fui a contarle el susto que me llevé con los furtivos en cuanto llegué a la casa.

– Pues sí, sería más o menos esa hora, como muy tarde las diez menos cuarto. Cuando encendimos el carbón para la carne, a las diez, Juan ya llevaba un rato rondando por allí. – respondió su padre, con bastante seguridad.

– Gracias, ya indagaremos sobre ese tema, prosigue con el relato, por favor. – dijo Diego.

– Vale, sigo. Pues como una hora más tarde, comenzaron a volver los guías con los grupos de cazadores y sus presas montadas en los 4x4. Venían charlando sobre cómo habían abatido sus presas, riéndose, dándose palmaditas en la espalda. Nadie parecía haberlo echado en falta hasta que un señor mayor, cuando estaban a punto de sentarse a almorzar, preguntó por Zafra. Lo esperamos media hora más, lo llamaron a su móvil, pero no contestó. Nadie lo había visto. El guía de su grupo comentó que se había quedado rezagado en varias ocasiones durante la batida y que, molesto por los comentarios de sus compañeros, pidió al resto que no lo esperara, que él seguiría a su ritmo. Su guía se llama Pepe, por si quieren hablar con él. – Juan interrumpió su relato un momento y dio el último trago a su café, relamiéndose los labios. – Serían casi las once cuando organizaron una batida para salir a buscarlo. Nos montamos en los coches y nos fueron dejando por allí, esparcidos. A mí me dejaron cerca de la cueva donde estuve con el venado, así que comencé a buscar por la zona. Empezaba a apretar el sol, y, como no había cogido mi gorra, me fui hacia la vaguada, allí siempre hace sombra. Comencé a bajar y vi algo colgado al fondo. Era el señor Zafra. Enseguida llamé a gritos a los demás y por teléfono a mi padre, que estaba en otro de los grupos de búsqueda. Primero llegaron Manu y Rafa, después comenzaron a llegar los demás. Les dije que no sacaran fotos ni tocaran nada.

Diego tomó nota de los nombres en su Smartphone y lo envió al resto del grupo.

– De algo tiene que servir ver series de policías, ¿no? – dijo Juan mirando de reojo a su madre. – No me hicieron mucho caso, sobre todo con lo de las fotos. Creo que la policía les ha confiscado los móviles, son unos capullos. Y eso es todo, creo…

Juan acabó el relato, relajó la postura y se dejó caer hacia atrás en el sofá.

El lenguaje gestual de Juan había sido sincero, no había titubeado en ningún momento al contar los hechos. Diego estaba casi seguro que no había mentido. Tampoco se le ocurría ningún motivo para que aquel joven lo hiciese. Se le daba bien detectar a mentirosos, y Juan, a su juicio, no lo era.

– Has comentado que te pareció ver a dos furtivos, antes de que amaneciese, ¿pudiste ver sus caras? ¿Cómo eran? ¿Podrías reconocerlos? ¿Dijeron algo? – preguntó Álvaro.

– ¡No, qué va! Eran dos sombras a más de cien metros. Solo sé que andaban lento, no llevaban linternas, iban a oscuras. Además, tan solo los vi unos segundos, no les oí hablar. Estaba más preocupado porque ellos no me vieran a mí, ¿saben? El año pasado unos furtivos mataron a un agricultor del pueblo de al lado pensando que era un jabalí. Al pobre le había dado un apretón, dicen las malas lenguas que murió agachado mientras se limpiaba el culo... – explicó Juan, sin poder evitar sonreír.

Diego miró hacia el padre de Juan, que asintió y bajó la cabeza.

– ¿Cuándo hablaste con la policía comentaste lo de la cueva y los supuestos furtivos? – preguntó Álvaro.

– Sí, por supuesto, ¿por qué? – respondió Juan.

– O sea, que conocen la localización de la cueva, ¿no? – dijo Álvaro.

– Sí, claro. – contestó Juan con seguridad.

– Bueno, creo que esto es todo. – dijo Álvaro.

El inspector detuvo la grabación, recogió su móvil y se levantó, casi a la par que Diego.

– Muchas gracias, les agradecemos su colaboración. – dijo Álvaro. – Gracias por su hospitalidad. Ha sido un placer.

Los padres de Juan se levantaron y tendieron su mano a los investigadores, que correspondieron al saludo.

– ¡A mandar! – dijeron casi al unísono el señor y la señora López.

– Suerte con la investigación. – dijo Juan desde el sofá.

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