BAC

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Capítulo 24

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– ¿Menos algunas cosas? ¿Puede ser usted más específico, por favor? – preguntó de nuevo Eva.

– Ese periodistucho... ¡Joder! Se inventó datos y personas para involucrar a mi padre en asuntos sucios. Adornó datos reales con historias de su invención para dejar mal a mi padre. – continuó Zafra, que hizo un gesto a Eva para que no le interrumpiese. – Por eso he dicho que algunas cosas no eran falsas. Mi padre compró, por ejemplo, obras de arte a algunas familias que necesitaban dinero para irse de España tras la guerra. No es delito y no era tonto, así que obtuvo obras de arte muy valiosas casi a precio de mercadillo. Obras que después revendió ganando algo de dinero. Piñol, el muy cabrón, investigó esas transacciones y llegó incluso a hablar con algunos de los familiares de los exiliados para conseguir sus testimonios. Testimonios que falseó para que mi padre apareciese como un judío rastrero.

Catalán de mierda, periodistucho, cabrón, judío rastrero, muchos adjetivos peyorativos juntos… El Bernardo Zafra vehemente y fascistoide que Sabino había conocido días atrás fue destapándose en cada frase. Diego lo observaba fríamente mientras seguía tomando notas en su libreta.

– Bueno, y en el supuesto que eso fuese así, ¿por qué iba a querer Pinyol asesinar a su hermano? – preguntó Diego, mirándolo con detenimiento.

– ¿Por qué? ¿Aún no se lo imaginan? – dijo Zafra, sarcástico, pero manteniendo la calma.

Tengo mis sospechas, pero preferiría que nos contara usted su versión. – le pidió Eva, educadamente.

– Hay un dato que Piñol, muy astuto, no desveló en su artículo. Su familia fue una a las que supuestamente timó mi padre. Sus abuelos, junto con su madre y tíos, emigraron a Francia a principios de los cuarenta. Era una familia adinerada de la burguesía catalana, los Pujol, que salieron del país tras vender algunas de sus posesiones, además de sobornar militares y policías. Mi padre fue el que se encargó de proporcionarles el dinero para efectuar el viaje a cambio de unas cuantas obras de arte. Los Pujol incluso cambiaron su apellido a Pinyol, para evitar que los encontrasen. Vivieron en la periferia de Paris hasta que se instauró la democracia en España. Por lo visto, volvieron más ricos de lo que se fueron, y no se sabe bien ni cómo ni porqué, recuperaron varias de sus viviendas y posesiones cuando retornaron al país.  – comentaba Zafra, elocuente.

Diego escuchaba las palabras de aquel hombre embelesado, a la par que examinaba sus movimientos.

– Dicen las malas lenguas que hicieron abundantes donaciones a los partidos que han gobernado en Cataluña desde que volvieron, de ahí el trato de favor. – explicó Zafra.

El relato de Zafra ofrecía una versión completamente diferente a la del periodista. Diego pensó que debían hacer llegar esa información lo antes posible al resto del equipo, incluidos Olga y Pérez. Simulando que recibía una llamada, se levantó y se disculpó con Eva y Zafra. Ya fuera de la sala, envió una nota de voz por WhatsApp  con el resumen de la conversación a Sabino y Álvaro, pidiéndole a este último que buscara información sobre la familia del periodista. Acto seguido llamó a Olga.

– Hola churri, soy yo. Estamos hablando con el hermano de Zafra. Sí, claro. Escucha, nos ha contado algo que deberéis confirmar con Pinyol. Claro, se lo hemos pasado también a Álvaro y Sabino. ¿De qué se trata? Pues prepárate. Si es verdad, es un poco fuerte...Vale. Según nos ha dicho, la familia del periodista fue una de las estafadas por el padre de Zafra, así que tenemos un posible móvil. – le explicó Diego.

– ¡Hostias! Ahora mismo se lo explico. Sí, lo tengo a mi lado. No, aún estamos en la oficina. ¿Cómo? Íbamos a salir en un rato hacia la casa de Pinyol, pero esto cambia todo. Seguimos en contacto. Claro, te digo algo. Hasta luego. – se despidió Olga.

Diego esperaba que Pérez no hubiese oído el inicio de la conversación con Olga. Aunque llamar a una compañera churri tampoco era tan extraño, pensó. Recibió un mensaje de Álvaro respondiendo a su petición. Ya estaban trabajando en ello. Volvió a la sala, y se sentó de nuevo en la silla tratando de no interrumpir la conversación.

– …ya se lo dije a Muguruza, hay recompensa por las cabezas de los asesinos de mi hermano. Sí, a ti también te interesa oírlo. – dijo Zafra, mirando a Diego mientras se sentaba. – Un millón de euros por la cabeza de esos cabrones. Vivos o muertos, me da igual.

– Perdón, ¿me puede alguien explicar cómo ha podido degenerar la conversación hasta este punto? – interrumpió Diego, incrédulo, mirando a Zafra y a Eva. – Cuando he salido estábamos hablando de la familia de Pinyol, y ahora está… ¿He escuchado bien? ¿Ofreciéndonos dinero por encontrar a los BAC? Es increíble, no encuentro otro calificativo.

– Diego… – trató de intervenir Eva.

– ¿¡Qué!? – respondió Diego, intentando mantener la calma.

– Que no entremos por esos derroteros. – le rogó Eva. – Por favor, señor Zafra, somos profesionales, no necesitamos un… ¿cómo llamarlo?… ¿Incentivo?

– Bueno, realmente os estaba avisando. No confío en que encontréis a los asesinos, así que estoy decidido a contratar los servicios de un equipo de detectives, digamos, alternativo… Unos cazadores de recompensas para que investiguen por su cuenta. – prosiguió Zafra.

– Señor Zafra, no creo que sea necesario. Le recomiendo que abandone esa idea. ¿Unos cazadores de recompensas? Querrá usted decir asesinos a sueldo. ¿Y cómo va a comprobar que las personas que encuentren sus detectives son los auténticos BAC? Ese tipo de gente, esos cazadores de recompensas, primero disparará y después preguntará. Va a tener un grupo de asesinos matando a inocentes, haciendo cola en la puerta de su casa y esperando cobrar una suculenta recompensa. ¿Cree que los podrá convencer de que no les puede pagar a todos? ¿Cuántos millones de euros está usted dispuesto a gastar? ¿Diez? ¿Veinte…? Le aseguro que si sigue por ese camino se arrepentirá, no le quepa duda. – le dijo Diego, levantándose de su silla y encarándose con Bernardo Zafra. – La decisión es suya, no podemos impedirle que lo haga, pero tenga su cartera y su conciencia preparadas.

Eva se estremeció. Le acababa de dar un escalofrío ver a Diego enfrentarse a Zafra de aquella manera. Un escalofrío placentero. Eso sí, no dejo de mirar a Zafra, seria, erguida, con pose militar.

Bernardo Zafra se quedó boquiabierto, en silencio, como perdido, mirando alternativamente a Diego y a Eva, como si del juez de silla de un partido de tenis se tratara.

– Venga, señor Zafra, déjese de bravuconadas de película de Chuck Norris y centrémonos. Estaba siendo de gran ayuda. – dijo Diego, tratando de encauzar la charla al punto donde se había desvirtuado.

Se sentó y cogió de nuevo su libreta, como si no hubiese pasado nada. No supo interpretar la mirada de Zafra, no estaba seguro si era odio o que no había entendido sus palabras.

– Nuestros compañeros de Barcelona hablaron el otro día con Pinyol y parece ser que la versión que les contó no se parece mucho a la suya. – dijo Diego.

– Además, según Pinyol, su hermano le amenazó a él y a su familia antes de que se publicase el artículo. – añadió Eva.

Zafra continuaba fuera de juego, sin saber cómo reaccionar. Por sus gestos, por la forma en que se movía sobre la silla, Diego interpretó que se estaba echando atrás. Unos segundos después el empresario comenzó a hablar, en un tono mucho más pausado.

– Pues sí. Recuerdo que Roberto me habló del tema. Sé que charlaron sobre el contenido del artículo un par o tres de veces y que finalmente consiguió presionar a Piñol para que no publicase todo el material que había recopilado. – explicó Bernardo Zafra, apesadumbrado.

– ¿Está diciendo que su familia estaba al tanto de la información que iba a publicar Pinyol? – preguntó extrañado Diego.

– ¡Por supuesto! Piñol en persona llamó a Roberto para pedirle permiso para publicar la información y para contrastar algunos datos. – respondió Zafra, que ante el asombro de las caras de los investigadores. – ¿No lo sabían? Vaya equipo…

Diego pensó exactamente lo mismo. ¿Cómo era posible que no les hubiesen suministrado esos detalles?

– Eva, ¿puedes acompañarme un momento? Señor Zafra, discúlpenos. – dijo Diego.

Ambos salieron de la sala y se alejaron una distancia prudencial. Un agente de policía permaneció al lado de la puerta después de que Eva le hiciese un gesto.

– Álvaro acaba de confirmar lo que nos ha contado Zafra. ¿Cómo es posible que se nos haya pasado esto por alto? ¡Joder! Tenemos que avisar al equipo de Barcelona, se supone que hablaran con Pinyol en poco menos de una hora. ¿Qué opinas? – preguntó Diego, un poco cabreado.

– Puede ser que tengamos algo, pero esto solo explicaría lo de Zafra, me falta la conexión con Castro. Habría que mandar un coche de la secreta a casa del periodista y lo trasladen a comisaría. Nos dijeron que si necesitábamos algo que lo pidiésemos. Que llamen a Gracia y mueva lo que haga falta para llevar a Pinyol a una sala donde podamos grabar su declaración. ¿Quieres llamar tú? – dijo Eva.

– Mejor hazlo tú. Llama a Gracia y que él se lo diga a Pérez. Así usamos el canal reglamentario. Voy un momento al baño. Nos vemos en la sala. – contestó Diego.

De regreso en la sala, Diego esperó a que volviese Eva para continuar la charla con Bernardo Zafra, que aguardaba callado, inquieto, mirándolo de reojo. El investigador hacía tiempo repasando los apuntes de su libreta. Sabía que Zafra no lo dejaba de observar.

– Perdón, teníamos que contrastar algunos datos. – se excusó Eva, rehaciéndose la coleta de caballo. – Señor Zafra, nos habíamos quedado en el punto donde nos explicaba que Pinyol y su hermano se habían reunido para hablar del artículo. Puede explicarnos lo que sabe de este tema, ¿por favor?

Bernardo Zafra se acomodó en la silla, carraspeó y apoyó los codos sobre la mesa. Dejó pasar unos segundos y comenzó a hablar.

– No sé si debo seguir contándoles nada más. Estoy dándoles una información que deberían haber sido capaces de conseguir por sí mismos. El daño ya está hecho, ¿saben? Mi hermano está muerto, ultrajado, mi familia rota de dolor… – Zafra los miró con los ojos muy abiertos, hablaba lentamente. – La única esperanza que nos queda es ver como atrapan a esos cerdos de las BAC y ese es el motivo por el que colaboraré con ustedes, el único motivo. Eso sí, si colaboro, les pido una cosa a cambio. Quiero ser informado de las detenciones, si las hubiera. Necesito saber quiénes han asesinado a mi hermano, antes de enterarme por la prensa.

– Me pongo en su situación y lo comprendo perfectamente. – respondió Eva, seria. – Pero usted tiene que entender que las cosas no funcionan así. No podemos, de ningún modo y esto que quede muy claro, tener un trato de favor hacia usted e informarle de los avances de la investigación, se trate de lo que se trate. Así que, como usted está aquí de forma voluntaria, le agradecemos el tiempo que nos ha dedicado, de veras, ha sido de gran ayuda.

Dicho esto, Eva se levantó, se colocó al lado de Zafra y se dispuso a acompañarlo a la puerta. Claramente, eso no era lo que Zafra había planeado. Se quedó inmóvil en la silla, mirando a Eva, como si no entendiera nada.

– ¿Me quiere decir que ni tan siquiera van a consultarlo con sus superiores? – dijo Zafra finalmente. – ¡Vamos, no será la primera vez que se llega a un acuerdo así…!

Eva negó con la cabeza. Dedujo que Zafra no había tenido mucho éxito con sus contactos en las altas esferas o que no había obtenido la respuesta que esperaba de sus amigos.

– No en una investigación en la que yo haya participado. – contestó Eva, mientras miraba a Diego. – Lo siento, no podemos hacerlo. Imagine que detenemos a un sospechoso del crimen y se lo comunicamos. Imagine que el supuesto criminal queda en libertad por falta de pruebas o sencillamente porque no tiene nada que ver con el caso. ¿Qué va a hacer usted? ¿Esperar sentado en la puerta de la comisaría a que lo liberemos y vengar a su hermano? Si confía en la justicia, déjenos hacer nuestro trabajo.

Zafra soltó una especie de suspiro, se frotó las sienes y se puso en pie.

– Necesito que me dé el aire, ¿me pueden acompañar, por favor? – preguntó un nervioso Bernardo Zafra.

– Por supuesto. – contestó Eva, colocándose delante de Zafra y abriendo la puerta de la sala. – Por favor, acompáñeme.

Ya en la calle, Eva ofreció un cigarrillo a Zafra, que rebuscaba en los bolsillos de su pantalón.

– Gracias, creo que me he dejado el tabaco en la chaqueta. – respondió Zafra con el cigarrillo entre sus labios, mientras Eva encendía el mechero.

Diego los había seguido, en silencio. Consultó su teléfono. Era un mensaje de Pérez. Una pareja de agentes de paisano había salido en busca del periodista para llevarlo a declarar a comisaría. La orden de detención había sido emitida por un juez en un tiempo record. Por primera vez desde el comienzo de la investigación, veía un avance real. No tenía clara la conexión con Castro, si la había, pero estaba claro que podía existir un móvil y un vínculo entre Roberto Zafra y Josep Pinyol. ¿Una mala relación que podía haber finalizado en un crimen? ¿Estaría Pinyol relacionado con las BAC? ¿Eran las BAC y la muerte de Castro una cortina de humo para tapar una venganza?

Enfrente, a unos cuatro metros tenía a Zafra, fumando un cigarrillo ansiosamente y mirando su teléfono mientras hablaba con Eva. Se acercó a ellos.

– …es que me caliento, ¡que haya unos hijos de puta sueltos asesinando a inocentes! Da la sensación que no se hace nada. Demasiada libertad y demasiadas leyes para proteger a los criminales. – decía Zafra.

– Es su punto de vista y lo respetamos, pero le aseguro que el gobierno ha hecho un gran esfuerzo en la investigación de estos casos. – contestó Eva, apagando el cigarrillo en el cenicero. – Señor Zafra, ayúdenos a ayudar a su familia y a la de Castro. No olvide que esos hijos de puta, como usted los ha llamado, también son nuestro objetivo.

Zafra tiró la colilla al suelo y la apagó con la suela de su zapato. Cada uno de los brillantes zapatos que calzaba aquel empresario debía costar unos quinientos euros, al menos eso estimó Diego. Lo que ganaban muchos jóvenes con varias carreras universitarias al final de un mes de trabajo. Así era el sistema capitalista, que permitía que un gañán como Zafra tuviese el control de varias empresas que facturaban miles de millones de euros anuales, mientras personas muchísimo más preparadas y educadas servían cafés en las terrazas. La vida era injusta, si…

Eva aguantó la puerta para que Zafra entrara de nuevo en la comisaría. Diego, algo más gentil, bloqueó la puerta con el pie derecho y con un gesto de la cabeza le indicó a Eva que pasara.

– Y bien, ¿qué ha decidido? – preguntó Eva a Zafra entrando en la sala.

– Pues que las prioridades están claras. Tienen que pillar a esos cabrones, sea como sea… En fin, les contaré todo lo que recuerdo de las conversaciones de mi hermano con Piñol. – dijo Zafra, sentándose.

Eva comentó que sería interesante no perder detalle y pidió permiso para grabar la conversación. Zafra no puso objeción alguna y comenzó el relato tras esperar a que Diego colocara su móvil en el centro de la mesa.

– Bueno, deben tener en cuenta que todo ocurrió hace ya algún tiempo, hace unos años, o sea que hay detalles que recuerdo vagamente. – comentó Zafra. – Roberto me contó que un periodista quería reunirse con él para hablar sobre un artículo que estaba escribiendo. El asunto era el holding de empresas que fundó mi difunto padre. En un principio pensó que se trataba de un texto para hablar de la vida y obras de mi padre, pero resultó que necesitaba contrastar información que había obtenido por otros medios.

– ¿Qué clase de información? – preguntó Diego.

– ¡Tráfico de armas! Según Piñol, mi padre había traficado con armas tras la Segunda Guerra mundial y quería que mi hermano le confirmase los hechos. – dijo Zafra. – Mi hermano no tenía ni idea del tema, se enfadó muchísimo y lo echó de su despacho casi a patadas.

– Perdón, ha dicho usted que su hermano no tenía ni idea del tema, pero eso no significa que no fuese verdad, ¿no? – preguntó Eva.

– Eso es lo que le cabreó más. – continuó Zafra, suspirando. – Cuando habló con mi padre del tema, éste le confesó que algo había de cierto. Mi padre estaba mal, bastante enfermo. Le contó una serie de detalles sobre su vida que después, tras su muerte, Roberto compartió conmigo y mi hermana Lucía.

– O sea, que la información que publicó Pinyol era cierta. Lo que les molestó fue que se conociera la verdad… – dijo Diego, casi sin pensar lo que acababa de decir.

– En parte, sí, supongo que es lo que pasó. Es duro conocer que tu admirado y abnegado padre, al que teníamos en un pedestal, subió ahí gracias a negocios turbios, por llamarlos de alguna forma. – dijo Zafra. – Pero lo que molestó a Roberto, sobre todo, era que nosotros, los Zafra, éramos los únicos que salíamos retratados en aquel artículo, cuando había otras familias que se enriquecieron o ampliaron sus fortunas de forma parecida.  Parecía que Piñol tuviese algo en contra de mi padre.

Diego notó que Bernardo Zafra debía tener una relación un tanto tensa con su padre por la forma en la que hablaba de él. Hizo un par de anotaciones en la libreta y siguió escuchando.

– Al cabo de unos días, Roberto contactó con Piñol y tras pedirle disculpas, a su manera, lo invitó a comer y charlaron del tema. – continuó Zafra mirando la libreta de Diego.

– ¿Sobre qué? – preguntó Eva.

– Sobre que omitiese la publicación de algunas cosas. Mi hermano quería que Piñol se limitara a informar de algunas actividades, dejando de lado las ilícitas, o que se comprometiera a hacer públicos todos los implicados, en el supuesto que no excluyese nada. Por supuesto, Piñol se negó y al cabo de unas semanas volvieron a hablar del tema, por teléfono. Fue entonces cuando Bernardo se enfadó y le amenazó. – respondió Zafra.

Aquella debía ser la llamada que Pinyol cuya grabación debía haber modificado, pensó Eva.

– ¿Qué más nos puede decir? ¿Eso es todo? – preguntó Diego.

– Bueno, eso es lo que recuerdo, como le he dicho ya hace mucho tiempo y la información es de segunda mano, no me ocurrió a mí. Había algo más… – dijo Zafra. – Mi hermano me dijo que Piñol tenía un empeño especial en recuperar un cuadro que había pertenecido a su familia. Era un paisaje, no recuerdo el nombre, algo en catalán. Diría que toda esa información está en los papeles que le di a su compañero.

– ¿Paissatge a Can Margarit? – respondió Diego, tras buscar rápidamente entre sus anotaciones.

– ¡Sí, ese! – dijo Zafra.

Diego recordó que entre todos los papeles que Zafra había entregado a Sabino, había visto un folio con una foto de un cuadro y un título escrito a mano, por eso lo tenía apuntado en su libreta.

– Según el informe de Pinyol, aquel cuadro fue adquirido por su padre en mil novecientos cuarenta, y lo mantuvo en su colección hasta mil novecientos sesenta y cinco. – explicó Diego.

– Sí, recuerdo que mi padre lo tenía en nuestra casa de verano, en Luarca, en el salón principal, sobre la chimenea. – contestó Zafra. – Era un cuadro grande, tenía una luz especial. Cuando era joven me encantaba mirarlo, aquellos perros parecían de verdad.

– El cuadro fue posteriormente vendido a un coleccionista sin identificar, según los registros, pero hemos averiguado quien en su dueño en la actualidad. Tan solo nos falta comprobar si el propietario actual del cuadro es la misma persona que lo compró a su padre. – dijo Eva, revisando la información en su portátil. – ¡Sesenta millones de pesetas de aquella época! ¡Eso era una fortuna!

– ¿Quién lo tiene? – preguntó Zafra con curiosidad.

– Arturo Toledo, el presidente del Banco de Santander, dueño de una de las colecciones privadas de arte más prestigiosas del país. Lo que no acabo de entender es que hace un cuadro de un artista casi desconocido, un tal Monfort, entre Picassos, Dalis y Goyas, por poner algunos ejemplos. – respondió Diego.

– Pues ni idea, deberán hablar con Arturo. – dijo Bernardo Zafra.

Diego dedujo que Zafra conocía a Toledo, ya que lo había llamado por su nombre. Debían tenerlo en cuenta, así que lo apuntó en su libreta bajo la atenta mirada del empresario.

– Bueno, imagino que ya tienen por donde comenzar… – dijo Zafra consultando la hora en su caro reloj de pulsera. – Me gustaría salir antes de las once y todavía tengo que ir al aeropuerto. Supongo que me acercarán allí, ¿no?

Eva miró a Diego sorprendida, ninguno de los dos esperaba aquella petición.

– No será problema. Si no encontramos ningún agente, le acompañaré personalmente al aeropuerto. – dijo Diego.

Consciente que el viaje le supondría al menos dos horas, una de ellas con Zafra, el inspector no estaba seguro de ser capaz de soportar un discurso como el que Sabino había recibido en el avión.

Eva escribió algo en un papel, se lo entregó al empresario que lo cogió y lo miró.

– Aquí tiene mi número de teléfono, por si recuerda algún dato más. – le dijo Eva. – Espero que tenga buen viaje, dígale a sus familiares que les acompaño en el sentimiento.

– Muchísimas gracias, se lo agradezco. La llamaré si recuerdo algo, no le quepa duda. Espero que, si ustedes encuentran algo, también hagan lo mismo. – contestó Bernardo Zafra, estrechándole la mano a la investigadora.

Diego se adelantó para hablar con el jefe de la comisaría, el inspector jefe Blas Sánchez, un tipo en edad de jubilación, pero con la energía de un joven de veinticinco años. Se encontraba en el pasillo principal, hablando con una agente de uniforme.

– Perdone que los interrumpa. Jefe Sánchez, ¿sería posible que algún agente acompañara al señor Zafra al aeropuerto García Lorca? – preguntó Diego, sin rodeos.

– Sí, faltaba más. – respondió de inmediato Sánchez.

Girándose hacia una de las mesas situadas a su derecha, donde tres agentes hablaban animadamente mirando la pantalla de un ordenador, alzó su mano derecha.

– ¡Juan! ¡Juan! ¡Deja lo que estés haciendo y ven aquí, por favor! El inspector González te tiene que dar un trabajo. – dijo Sánchez casi gritando.

Dicho esto, Sánchez se marchó a toda prisa, disculpándose porque tenía una reunión.

– Cabo Dorado, Juan Dorado, usted dirá. – se presentó el agente.

– Encantado. Diego González. – contestó Diego, devolviendo el saludo. – Necesito que acompañe al señor Bernardo Zafra al aeropuerto García Lorca. ¿Puede llevarlo?

– Sí señor, ¿Cuándo? – afirmó Dorado.

– Ahora, en unos minutos. – dijo Diego.

– Entonces voy por las llaves de un coche. Les espero en la calle. ¡Hasta ahora! – dijo Dorado, encaminándose a la salida.

Diego fue a buscar a Bernardo Zafra y lo acompañó hasta la calle, donde esperaron a que el cabo Dorado apareciera conduciendo un Seat Exeo de color negro.

Diego abrió la puerta de detrás, para que Zafra entrara, pero éste rehusó y abrió la del acompañante. Entró en el coche y saludó a su improvisado chofer.

– Bueno, señor Zafra, le agradecemos una vez más su colaboración. Pondremos todos los medios necesarios para encontrar a los culpables. Transmita mi más sincero pésame a sus familiares, que tenga buen viaje. – dijo Diego, despidiéndose del empresario y cerrando la puerta del coche, cuya ventanilla estaba bajada.

– ¿Sabes? He repensado lo que les he comentado antes, lo de la recompensa. Les daré unos días de margen. Adiós y gracias. – dijo Zafra, con aires de grandeza.

Unos días de margen, se repitió a sí mismo Diego, mientras veía alejarse el vehículo. Se habían ganado la confianza de Zafra, al menos por un tiempo.

Eva estaba detrás de la puerta, esperando a que Zafra se marchara.

– Parece que te has librado de llevarlo, ¿no?  – le preguntó Eva con un tono cínico.

– Ya te digo… No me veía aguantando una hora a ese hombre, la verdad. – respondió Diego suspirando.

– Necesito un café. Vamos, te invito. – dijo Eva, saliendo a la calle.

Diego la siguió, sin decir nada. Era un día espléndido, sin una sola nube adornando un cielo de un claro azul perfecto, de postal. Hacía calor, pero no demasiada. Cruzaron la calle y anduvieron durante cinco minutos. Se sentaron en una terraza con una enorme pérgola blanca que daba sombra a casi todas las mesas colocadas formando dos filas perfectamente alineadas.

– Un café con hielo, por favor. – dijo Eva al camarero.

– Otro para mí, gracias. – añadió Diego.

Un minuto más tarde, el camarero les servía los cafés y unos vasos con varios cubitos del tamaño de aceitunas. Les dejó también una pequeña bandeja con varios tipos de azúcar.

– Aquí tienen. – les dijo el camarero, depositando también la cuenta en la bandeja del azúcar.

– ¿En qué piensas? – se interesó Eva. – Estás muy callado.

– En que voy a pensar… Todo se va complicando, parece la trama de un libro de John Grisham. Asesinatos, venganza, poder, corrupción, negocios sucios, dinero, lujo… – dijo Diego.

– Estás describiendo el mundo real. No hace falta buscar en libros de ficción para encontrar ese tipo de historias. Ya sabes lo que dicen, que la realidad siempre supera a la ficción. – contestó Eva, añadiendo azúcar moreno a su café.

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