BAC

BAC


Capítulo 32

Página 52 de 96

C

a

p

í

t

u

l

o

3

2

El agente se colocó bien la gorra, miró a su compañera y después su reloj de pulsera. Marcaba casi las siete y media de la mañana. Un aviso urgente, emitido veinte minutos antes, había reclamado su presencia en aquella finca. Se trataba del anciano que vivía en la casa, lo había encontrado sin vida una de las personas que residía con él.

Los agentes decidieron llamar urgentemente a sus superiores tras entrar al dormitorio y ver lo ocurrido. Después, acordonaron la zona y esperaron refuerzos, mientras trataban de calmar a la mujer que había encontrado el cadáver.

Casi una hora más tarde, las sirenas se adueñaron del paisaje. Comenzaba a abrirse el día cuando se oyeron ulular en el horizonte. Una decena de vehículos levantando una extensa nube de polvo tras de sí, llegó hasta la entrada de la mansión, residencia de un alto cargo de la conferencia episcopal recientemente jubilado.

Un grupo de cinco agentes bajó de la furgoneta que cerraba el convoy. Se encargaron de restringir el camino de acceso a la finca. El resto de vehículos continuó el trayecto hasta la entrada de la casa. Los agentes, casi todos de uniforme, salieron de los vehículos, se dispersaron por la zona y montaron un dispositivo para vigilar el perímetro de la casa. Tenían órdenes de esperar a los forenses y a un equipo de investigadores que ya estaba de camino.

Diego bostezó. Había pasado una noche ajetreada, prácticamente sin dormir. Se recostó en el sobrio asiento del helicóptero para intentar dar una cabezada. Se colocó los cascos y cerró los ojos.

Eva iba sentada a su lado, no había dejado de usar móvil desde que subió al helicóptero. Recibió una llamada.

– ¡Habla más alto, aquí hay mucho ruido! – gritó Eva al contestar. – ¡Ah! Buenos días. Sí, dime… Claro. Pues no sé, creo que estamos sobrevolando Zaragoza. Supongo que dentro de una hora. Sí, te avisaré. Vale. Hasta luego.

Eva guardó el móvil en su mochila y continuó mirando por la ventana. Viajaban en el helicóptero más rápido que los mandos habían podido conseguir. Un aparato del ejército, ni más ni menos que un SuperPuma. Aunque se desplazaban a más de doscientos cincuenta kilómetros por hora, Eva comprobó que desde aquella altura la sensación de velocidad era menor.

Olga observaba a la capitán con disimulo, oculta tras los cristales de sus gafas de sol. No había vuelto a hablar de asuntos personales con Eva desde hacía casi un año, cuando decidieron dar por zanjada la relación que las mantuvo unidas durante ocho apasionados meses. Tenía asumida su parte de culpa en la ruptura. Su fuerte temperamento y las continuas discusiones no ayudaron demasiado. Suspiró. Dejó la nostalgia a un lado para volver a la realidad. No quería ni necesitaba volver a darle vueltas a aquel tema. Se centró en el presente. Pérez había cumplido lo prometido días atrás. Estaba contenta, animada por el hecho de formar parte del equipo de investigación sobre el terreno del que parecía ser el tercer asesinato de los BAC en tan solo cinco días. Contenta, pero cansada, con el cuerpo dolorido después de la intensa sesión de sexo que había gozado la noche anterior. La inesperada llamada de Pérez a las siete y cuarenta y seis minutos de aquella mañana los había despertado. Una vez más, Diego tuvo que culpar a su móvil para encubrir que había pasado la noche en su casa.

Los tres investigadores viajaban en dirección a la localidad de Covarrubias. Aquella pequeña población situada a unos kilómetros de Burgos, era el lugar donde habían hallado el cuerpo sin vida de José Eduardo Muñoz-Molina de Soto, un anciano que había sido arzobispo de Ávila. Álvaro y Sabino se unirían a ellos en la casa de la víctima. Posiblemente llegarían antes que ellos. No les habían suministrado demasiados detalles sobre la muerte del arzobispo Muñoz-Molina, de momento solo tenían una foto donde se veía la palabra cerdo en el pecho y la firma, las tristemente populares letras B, A y C.

Veinte minutos más tarde, Sabino enviaba un mensaje a sus compañeros para hacerles saber que estaba en la entrada de la casa del arzobispo, acompañado por Azpeitia. Eva le contestó que aún tardaban unos cuarenta minutos. Esta vez las órdenes de Gracia eran precisas, el equipo investigador entraría en la escena del crimen junto a los forenses. Solo se había autorizado la entrada a un médico acompañado por un juez para certificar la muerte del clérigo.

Azpeitia se quedó hablando por teléfono con Gracia, así que Sabino aprovechó para dar un vistazo por el exterior de la finca. Estaba impresionado por el lugar donde vivía el arzobispo. Era una vivienda aislada, situada en la falda de una colina, rodeada por una pequeña muralla. Parecía un pequeño castillo sacado de un cuento de hadas. El edificio era muy antiguo, pero se veía muy bien conservado. Era un paraje realmente hermoso, casi bucólico, si no fuese por el ajetreo de policías que lo rodeaba en esos momentos. Habían movilizado a todos los agentes disponibles de los pueblos cercanos y un destacamento del ejército estaba de camino. Varias unidades móviles de medios de comunicación nacionales ya estaban informando del suceso en directo. Un periodista intentó acercarse a Sabino, que se hallaba cerca del perímetro marcado por la policía nacional. Lo evitó con un gesto mientras un agente lo apartaba de la zona.

Alejado del bullicio, mientras apagaba en el suelo un cigarrillo, Sabino observó como un majestuoso Mercedes de color blanco se abría camino lentamente por la cuesta que llevaba hasta la casa. Los cristales tintados del vehículo impedían ver quien viajaba en un interior, pero intuyó que debía ser alguien importante. Los dos fornidos ocupantes de los asientos delanteros parecían guardaespaldas.

Ander Azpeitia, que acababa de colgar el teléfono se dirigió hacia él casi corriendo.

– ¡Sabino! – dijo Ander. – Gracia me ha pedido con insistencia que te convenza para que no dejes la investigación. Prométeme que te lo vas a volver a pensar…

– ¡Joder Ander! ¿Por qué se lo has contado? – preguntó Sabino. – No era lo que habíamos hablado…

– Pensaron en ti para que formases parte del grupo de investigadores de estos asesinatos. Hay miles de policías en este país y pensaron en ti, ¡hostia! – le interrumpió su jefe. – Tómatelo como un cumplido, pero también como una responsabilidad. Ayúdanos a encontrar a los asesinos y después haz lo que quieras. Por favor.

Sabino andaba nervioso, casi zigzagueando con Azpeitia tratando de seguirlo. Se detuvo, sacó otro cigarro de un arrugado paquete y lo encendió. Una bocanada de humo blanco subió hacia el cielo azul mientras comenzaba a andar de nuevo, de forma errante. De repente, por el rabillo del ojo vio como el Mercedes-Benz blanco se detenía justo delante de la puerta y como el chofer bajaba del coche para abrir la puerta trasera izquierda.

– ¿Quién es ese? – preguntó Sabino cuando vio a la persona que salía del coche.

– Sí, me ha avisado Gracia. – respondió Azpeitia. – Monseñor Schörner, o como coño se pronuncie. Una especie de relaciones públicas de la Conferencia Episcopal. ¿Entonces qué?

– De momento me quedo, pero no sé cómo voy a explicarle esto a Mentxu. Espero que me ayudes, porque te voy a culpar a ti. – dijo un afligido Sabino. – Tiene pinta de nazi, no de cura. ¿Schörner has dicho? Ese apellido le va como anillo al dedo…

– La conferencia episcopal ha movido hilos para que un miembro de la iglesia pueda estar presente en la escena del crimen. Gracia ha tenido que discutir un buen rato con Santamaría hasta que ha cedido, pero con condiciones. – avisó Azpeitia.

– ¿Cómo? ¿Qué cojones pinta la iglesia en todo esto? ¡Condiciones! ¿Qué condiciones? – exclamó Sabino.

– Bueno, han asesinado un alto cargo de su organización. Aunque jubilado, el muerto seguía siendo sacerdote. Por lo visto, la vocación no se abandona hasta la muerte, cuando se reúnen con su señor. – dijo Azpeitia, con cierta sorna.

– Entiendo… ¿y las condiciones? – reiteró Sabino, dando una calada a su cigarrillo.

– Nos facilitarán información a cambio de controlar lo que se publica en las notas de prensa. – explicó Azpeitia.

– A saber qué tipo de información nos proporcionan sus ilustrísimas… – farfulló Sabino.

El inspector se giró de nuevo a mirar al Monseñor. Pensó que había algo inquietante en aquel hombre alto y rubio con aspecto militar.

– Vamos, va. – dijo Sabino, tirando el cigarrillo al suelo y apagándolo de un pisotón.

El tono de llamada de su móvil hizo que parase en seco. Respiró tranquilo al ver que se trataba de Álvaro. No estaba preparado para hablar con su esposa y explicarle lo que acababa de acordar con Ander.

– Hola. Buenos días. – respondió Sabino, serio. – Sí. Vale. Tranquilo, ellos aún tardarán un rato.

Era Álvaro, estaba a unos diez minutos de Covarrubias. Su equipo había intentado compilar toda la información posible sobre la última víctima. Recibirían un archivo comprimido con varios documentos. Sabino explicó a Ander su breve conversación con Álvaro mientras ambos caminaban en dirección al Monseñor Schörner, que seguía de pie, contemplando el panorama. Con pose militar, totalmente erguido y con las manos cogidas en la espalda, parecía un general pasando revista a sus tropas.

– Buenos días, debe ser usted el Monseñor Schörner. – dijo Azpeitia, tendiendo la mano al clérigo. – Ander Azpeitia, del equipo de investigación.

– Es Schörner, como si fuese una o larga. No tan buenos, dado el motivo de nuestra presencia aquí.  – respondió el monseñor con voz grave, pero agradable, mirando a Ander de arriba abajo. – Y usted debe ser Sabino Muguruza. Agentes de la Ertzaintza, ¿no? Encantado de conocerles.

Sabino lo miró extrañado. El tono dulce de su voz no cuadraba con la fría mirada. Ellos acababan de enterarse de su existencia, pero al parecer el Monseñor estaba bien informado sobre quien trabajaba en la investigación.

– Igualmente. – contestó secamente Sabino.

– ¿Entramos? – preguntó Schörner.

– No, estamos esperando al resto del equipo. Vienen de camino, es cuestión de media hora, como mucho. – contestó Ander.

– Ahora vuelvo. – avisó Sabino. – Debo hacer una llamada.

Se alejó para hablar con su esposa. Decidió no esperar más para contárselo. Estaba nervioso, no sabía cómo iba a reaccionar ante su cambio de parecer.

– Mentxu, ¡egun on! – dijo Sabino. – ¿Qué tal la peque? Muy bien, dale un beso grande de mi parte. Tengo que contarte algo… ¿Cómo? ¿Qué? ¿Ya lo imaginabas? Es que Ander… Ah, vale. Bueno. Cuando todo esto acabe… Sí, claro. Si… Un beso. Dale otro a la niña de mi parte. Te quiero.

Su esposa no se lo tomó mal. Se conocían bien, casi desde que eran unos niños, así que no le había extrañado que Ander le convenciese para seguir en la investigación. Encendió un cigarrillo, se apoyó en un murete y descargó el archivo comprimido que Álvaro les había enviado. No tenía muy buena cobertura, ya que la descarga tardó más de lo habitual. Descomprimió el archivo zip y vio que dentro había varios documentos. Los abrió uno a uno para ojear su contenido. No le gustaba leer documentos en el móvil, la pantalla era demasiado pequeña. A simple vista, parecía que el nivel de detalle no era similar a los informes que recibieron sobre Castro o Zafra. Le llamó la atención el documento que hablaba sobre la mansión que tenía frente a él. Según aquellas páginas, aquel impresionante edificio era un antiguo palacete edificado en el siglo XVII, que perteneció a una de las familias más ricas de la zona, los Villar-Díaz, unos nobles de segunda fila supuestamente emparentados con el mismísimo Cid Campeador. La casa y varias estancias adyacentes fueron completamente reformadas por la Comunidad de Castilla y León hacía una decena de años e inmatriculado por la conferencia Episcopal al año siguiente de finalizar las obras. Desde hacía unos meses, tras la ejecución de una amplia y costosa reforma del interior, era la residencia del clérigo retirado, el otrora Arzobispo de Ávila.

Recibió un mensaje de Álvaro. Ya estaba allí. Levantó la vista para buscarlo y comprobó que estaba hablando con Ander y Monseñor Schörner. Le saludó con la mano y se acercó hasta donde estaban, cerca de la entrada a la mansión.

– ¡Buenos días! – dijo Sabino, dándole un amistoso abrazo.

– ¿Qué tal? – respondió Álvaro. – ¿Lleváis mucho rato aquí? ¿Todo bien?

– Sí, ya hablaremos. – respondió Sabino.

Ander y él habían acordado hablar de las entrevistas a Ricky y Jimmy en persona con el resto del equipo. Querían comprobar sus reacciones cara a cara. Tras hablar con Gracia sobre Plus Ultra, ambos tenían la impresión que la respuesta que obtuvieron no fue la esperada. Además, no creyó oportuno hablar delante del Monseñor, que los observaba escrupulosamente, sin quitarles ojo de encima.

Le envió un mensaje a Álvaro, pidiéndole información sobre Schörner. La respuesta fue inmediata.

– Es lo primero que he pedido a mi equipo cuando he sabido que estaba aquí. – respondió Álvaro por WhatsApp.

Se miraron con complicidad. Ander se había alejado para responder a una llamada de teléfono. El ambiente era bullicioso. Sabino comprobó que los medios de comunicación seguían llegando a la zona. Otro crimen de los BAC, esta vez con un religioso como protagonista. Una noticia suculenta. Los retenía un amplio cordón policial, situado a un centenar de metros de la entrada de la casa.

Mientras tanto, en el helicóptero, Olga despertaba a Diego dándole unos suaves codazos. El piloto les había comunicado que llegaban a su destino en cuestión de cinco minutos. Les explicó que aterrizarían en una explanada situada a un par de kilómetros de la finca y que serían trasladados en coche desde allí.

– Hostias, perdona, pero necesitaba dormir un poco…  – se disculpó Diego ante Olga, que le sonrió con picardía. – Parece que tendremos compañía. – dijo Eva. – Un tal Monseñor Schörner, o como se pronuncie, entrará con nosotros a la escena del crimen.

– ¿Y eso? – preguntó Diego extrañado.

– Un acuerdo entre la Secretaría del Estado, el Ministerio del Interior y la Conferencia Episcopal. Es un tanto extraño. Nos suministraran la información que necesitemos a cambio de dejar que ese Monseñor tenga acceso a la escena del crimen. – contestó Eva.

– Ah, vale. – respondió Diego somnoliento. – ¿Sabemos algo más del crimen?

– Poca cosa, lo que ha enviado Álvaro. Varios documentos sobre el muerto, pero nada con sustancia. Es como leer la Wikipedia. – respondió Olga.

– Están redactando un informe, en un par de horas deberíamos recibir algo más detallado. Es difícil obtener algunos datos, con la Iglesia hemos topado… – dijo Eva.

Notaron como la aeronave disminuía la velocidad, se estaban acercando a una zona abierta, sin árboles. Poco después, pudo ver dos vehículos todo terreno que estaban aparcados al lado de una zona vallada. El helicóptero se detuvo, suspendido en el aire, mientras bajaba poco a poco hacia el suelo. Tomó tierra suavemente y un hombre con uniforme militar se acercó al aparato para abrir la puerta.

La tremenda polvareda que habían levantado las hélices empezaba a desaparecer. El soldado saludó y ofreció su fuerte brazo como ayuda a Olga, que fue la primera en salir del helicóptero. Tras ella, Eva y Diego, que seguía medio adormilado.

Agachados, siguieron al soldado en dirección a los vehículos que les esperaban a unos cien metros. Olga y Eva entraron en el primero. Diego en el segundo. El helicóptero comenzó a subir de nuevo y se dirigió al norte a toda velocidad. Los coches tomaron una pista forestal y al cabo de un par de minutos, se incorporaron a una carretera secundaria. Una señal indicaba que Covarrubias estaba a cinco kilómetros. Transcurrido poco más de un kilómetro, tomaron un desvío a una carretera más estrecha que transcurría en paralelo con un arroyo casi seco. Comenzaron a ver vehículos aparcados en los laterales de la carretera, a gente andando nerviosa de un lado a otro, y al frente, a lo lejos, una pequeña mansión amurallada.

Ir a la siguiente página

Report Page