BAC

BAC


Capítulo 37

Página 57 de 96

C

a

p

í

t

u

l

o

3

7

Mientras Eva y Sabino charlaban con Sor Claudia de temas triviales como paso previo al bombardeo de preguntas al que iba a ser sometida, Diego permanecía callado, como ausente, observando a aquella joven. Se preguntaba por los motivos que habrían hecho que María Dolores Solís Martínez abandonase sus estudios universitarios para meterse a monja.

Había estado leyendo por encima la información recabada sobre Sor Claudia, como se hacía llamar ahora. Joven, alegre y guapa, así se la veía en una fotografía tomada hacía tan solo seis años, cuando era una brillante estudiante de segundo curso de Medicina en Granada. Diego la miró de reojo. La belleza de su rostro permanecía intacta pero el brillo de sus ojos negros había desaparecido. Su bonita sonrisa también. Parecía estar pálida por el shock, algo ida. Diego determinó que posiblemente aún se encontraba bajo los efectos de la medicación recibida. Sor Claudia fue la persona que encontró sin vida al arzobispo Muñoz-Molina esa misma mañana. No habían podido hablar con ella debido a los ansiolíticos que los médicos le habían suministrado ante la crisis de ansiedad que sufrió tras descubrir el cuerpo.

– Bueno, ¿cómo prefiere que nos dirijamos a usted? ¿Sor Claudia o María Dolores? – preguntó Eva, invitando a la monja a sentarse.

– Como ustedes quieran. – contestó la monja, sentándose con la cabeza gacha.

– Bueno. – dijo Eva sentándose frente a ella. – María Dolores, cuéntenos que pasó esta mañana.

– Espera un momento Eva. María Dolores, ¿fue usted quien abrió ayer por la noche la puerta de entrada a la finca a las monjas que supuestamente asesinaron al arzobispo? – preguntó Sabino. – En las grabaciones hemos apreciado que alguien de la casa les facilitó la entrada.

La joven monja miró primero a Eva y después a Sabino. Agachó de nuevo la cabeza y comenzó a hablar.

– Sí, fui yo. El monseñor recibía visitas a horas un poco raras, de gente muy diversa. A veces llegaban sin previo aviso. Cuando aquellas monjas me dijeron anoche que el señor las estaba esperando, no dudé en abrirles. – contestó Sor Claudia. – El arzobispo no me había informado, pero como les digo, era bastante común.

– ¿Común? – dijo Sabino. – ¿Era normal que la gente se presentase a esas horas de la noche para visitar a un anciano?

– Sí señor, el señor arzobispo recibía infinidad de visitas, gente que iba de paso se acercaba a saludarle, a pedir consejo. – explicó la monja. – Era un hombre muy querido e influyente.

La monja intentó reprimirse, pero sus ojos se encharcaron de lágrimas. Sabino le acercó un pañuelo de papel. Diego no quitaba ojo de encima aquella mujer de apariencia frágil.

– ¿Está usted bien? – le preguntó Sabino.

La monja se secó los ojos y tras respirar hondo, asintió.

– Perdonen, ha sido un golpe muy duro. El arzobispo fue muy bueno conmigo. – dijo Sor Claudia, sollozando. – Dios lo guarde en sus dominios.

Los investigadores esperaron a que la monja se recuperase.

– Bueno, cuando pueda, explíquenos qué clase de gente iba a ver al arzobispo. – preguntó Diego, situado en el extremo más apartado de la mesa.

– Feligreses, altos cargos de la iglesia y después estaban aquellas reuniones. – dijo Sor Claudia, sin mirar a los investigadores. – A veces organizaba reuniones a las que asistían amigos suyos. Venían familias con sus hijos, para que el arzobispo les orientara, les hablara de su vida, sus experiencias y del legado del Señor. En más de una ocasión los niños se quedaban a dormir. Sus padres volvían al día siguiente a recogerlos. Las solían organizar una vez al mes, como mínimo.

Los investigadores se miraron entre ellos, extrañados. Todo sonaba raro. Diego creyó adivinar indicios en los gestos de la monja. Sus palabras no iban en consonancia con sus movimientos. Decidió no profundizar en aquel tema de momento y volver a centrarse en las presuntas asesinas. Necesitaban averiguar cómo eran.

– Ya hablaremos de eso después… – dijo Diego. – Explíquenos con detalle que pasó ayer por la noche. ¿Cómo supo de la llegada de las monjas?

– Desde la estancia donde suelo leer puedo ver la entrada principal. Estaba a punto de irme a dormir cuando vi acercarse un coche por el camino. Las luces se ven desde lejos. Dos personas bajaron y se acercaron hasta la puerta. Cuando oí sonar el timbre de la entrada, bajé a ver quién era. – explicó la monja.

– ¿Estaba usted sola? – preguntó Eva, mientras tomaba notas en su libreta.

– Sí, yo vivo sola en la estancia de la entrada. Me encargo que al monseñor no le falte de nada… – explicó la monja.

– O sea que es como una criada. – la interrumpió Sabino.

– No, más bien como un ama de llaves. Del servicio se encargan otras hermanas, Sor Catalina y Sor Beatriz. – explicó Sor Claudia. – Ellas viven en la parte de atrás, en una estancia un poco más apartada.

– Entonces bajó y, ¿qué pasó?, ¿qué le dijeron? – preguntó Eva.

– Sí, bajé a abrir y vi a dos monjas, parecían bastante mayores. Me dieron las buenas noches y me dijeron que el arzobispo las estaba esperando para planificar la próxima reunión con los niños. Parecían buena gente, así que les abrí la puerta y les indiqué por donde tenían que ir. – respondió la monja.

– ¿Solía dejar entrar a cualquiera que preguntase por el arzobispo? – preguntó Sabino extrañado.

– Es que… Bueno, una vez me lleve una señora bronca. Al mes o así de trabajar aquí, una noche llegaron dos señores con tres niños y no les dejé entrar porque era tarde. – explicó Sor Claudia. – No había visto al arzobispo tan enfadado desde que comencé a trabajar con él. De hecho, fue la primera vez que lo vi enfadado, ¡se puso hecho una fiera! Sus órdenes fueron claras, si recibía alguna visita, les debía dejar pasar, sin acompañarles, simplemente dejarles pasar. Así lo hice desde entonces, pero veo que esta vez cometí un error…

Y la monja comenzó de nuevo a llorar, desconsolada, bajo las miradas sorprendidas de los tres investigadores.

– ¿Cómo eran? ¿Qué le dijeron exactamente? – preguntó Diego, sin contemplaciones.

La monja realizó un verdadero esfuerzo para dejar de llorar. Se limpió las lágrimas con las mangas y se sonó la nariz ruidosamente con el pañuelo de papel que le había dado Sabino anteriormente. Suspiró profundamente y sin levantar la cabeza, comenzó de nuevo a hablar.

– Eran dos monjas, mayores, no supe identificar a que orden pertenecían. Tampoco se lo pregunté. Una era muy alta, la otra baja, poquita cosa. Era la que hablaba, la otra, la grandullona se mantuvo apartada, casi dándome la espalda. Me dijo que tenían que ver al arzobispo. Recuerdo que dijeron que el arzobispo las esperaba, para hablar con él de las reuniones con los niños. Las vi solo unos segundos y les abrí la puerta. Me dieron las gracias, las dos. – explicó Sor Claudia.

– ¿Pudo verles la cara? – preguntó Sabino. – ¿Sería capaz de identificarlas?

No, no les vi bien la cara, no hay demasiada luz en la entrada. Eran mayores, no sé, sesentonas, quizás. Solo pude ver parte de la cara, los ojos y la nariz. Llevaban la cara casi tapada. Ah, la nariz de la más bajita llamaba la atención, era muy grande para su cara, como si fuese postiza. Eso es todo, fueron como mucho dos minutos y casi en la oscuridad. – dijo la monja. – No sé si podría reconocerlas, la verdad. No soy muy buena fisonomista.

– ¿Y la voz? ¿Cómo era? – preguntó Eva.

– Voz de mujer mayor, como ronca. Hablaba un poco raro, un poco arisca. – contestó la monja. – Ahora que lo pienso, tal vez tuviese acento gallego o portugués. Sí. Sonaba como gallega… Y cojeaba, cojeaba un poco.

Diego envió inmediatamente un mensaje a Álvaro con un resumen de lo que les acababa de contar la monja. Una de las supuestas asesinas del arzobispo era coja, baja y con acento gallego. La respuesta de su compañero no se hizo esperar. Mediante un pulgar hacia arriba indicó la recepción del mensaje. Sabían que Olga y Ander deberían estar a punto de llegar a Burgos junto con el taxista, donde habían ido para reconstruir el viaje de aquella misma mañana en el que el taxista había parado durante unos minutos antes de dejar a las monjas en su destino final, la estación de trenes. Esta vez todo apuntaba en la dirección correcta, tenían bastantes números para encontrar un fallo, una pequeña pista que los condujera a los asesinos. Lo presentía. El lloro de Sor Claudia lo distrajo de sus pensamientos.

– …si queréis lo dejamos aquí y volvemos a hablar con ella más tarde. – comentó Eva, cuya mirada delataba incomodidad. – ¿Diego?

– De acuerdo. – respondió Sabino, cerrando su libreta y guardando su bolígrafo en el bolsillo de su camisa.

Diego no dijo nada. Miró a sus compañeros e inclinó su cabeza hacia delante, hasta casi meterla entre sus rodillas. Se frotó la nuca con su mano derecha.

– Puedo continuar yo solo, si no os importa. – dijo Diego al cabo de unos segundos.

Eva le miró extrañada. Sabino se levantó y cogió su libreta sin decir nada.

– ¿Podemos hablar fuera un momento? – le preguntó Eva.

Los investigadores salieron de la sala mientras Sor Claudia los observaba con los ojos enrojecidos y sonándose la nariz.

– ¿Qué has notado? Dime Diego. – dijo Eva. – Empiezo a reconocer tus gestos. Has notado algo raro, ¿no?

– No estoy seguro. Hay algo en esa llorona que me descoloca. Déjame media hora a solas con ella. No perdemos nada por hablar un rato más. – dijo Diego, mirando de reojo a Sabino.

– Sí, no la aguanto. Esa mirada desvaída, frágil y la facilidad para llorar. Joder, me pone de los nervios. – aseveró Eva.

Diego sabía exactamente lo que había visto en los gestos de Sor Claudia, pero no quería compartirlo con Sabino. Todavía no. Con Eva sí, confiaba en ella. Desde que Sabino había vuelto de interrogar a los secuaces de Zafra se comportaba distante, diferente. De Azpeitia no podía decir lo mismo, ya que no lo conocía en persona. Algo había ocurrido en ese viaje, algo que hacía que Sabino mostrase desconfianza y se distanciase del resto del equipo. Aún esperaban el informe detallado de sus charlas con Ricky y Jimmy. Eva se lo había recordado en un par de ocasiones, sin éxito. Pero, aunque aquello fuese preocupante, le inquietaba menos que la frágil monja…

– Ahora vuelvo, voy a beber algo y paso por el baño. – dijo Diego, serio, sin esperar respuesta de sus compañeros.

Se fue directo al cuarto de baño, que cerró con el pestillo. Permaneció sentado, inmóvil, pensativo durante algunos minutos, tras los cuales suspiró profundamente. Sacó su teléfono y envió un mensaje a Olga. Después hizo lo mismo con Eva y Ángel.

Se despeinó el cabello y decidió que ya era siendo hora de comenzar a demostrar los motivos por los que su jefe lo había recomendado para el caso Castro. Aquella monja le había hecho reaccionar. Sor Claudia estaba mintiendo. Lo presentía. Lo sabía. Ocultaba algo tras su supuesta fragilidad. Llamó a Álvaro, todavía confiaba en él pese a sus anteriores fricciones con Eva.

– Álvaro, si soy yo. – dijo Diego, casi susurrando. – Estoy en un cuarto de baño. No, no puedo hablar más fuerte. Oye, necesito que me busques información de forma urgente. Sí, sobre María Dolores Solís Martínez. Eso, Sor Claudia, la misma. Porque está mintiendo. Sí, a ver si averiguas porque dejó todo para casarse con Dios. Vale, espero tu mensaje, después te explico. Dime… ¿Cómo? Joder, eso ayudaría a explicar algunas cosas. Sí, ahora la veré. Claro, se lo comento. Gracias.

Sonriente, colgó el teléfono, lo guardó en su bolsillo y se puso en pie. Levantó la tapa del inodoro por completo y comenzó a orinar cuando escuchó como alguien golpeaba la puerta con delicadeza.

– ¿Diego? – dijo una voz femenina.

Era Eva. La investigadora había esperado unos minutos a Diego en la puerta de la sala donde se hallaba Sor Claudia. El mensaje que había recibido le había alertado acerca de Sabino y Azpeitia. Era escueto. Diego le decía que no confiase en ellos, que les pidiese otra vez el informe sobre sus viajes a Zamora y Valladolid. Eso les debería mantener ocupados unas horas. Después comenzó a buscar a Diego por toda la casa. Estaba nerviosa, no entendía lo que estaba pasando.

– ¡Voy! ¡Un momento! – respondió Diego mientras presionaba el botón de la cisterna.

Se lavó las manos y la cara. Se miró al espejo desgastado por la humedad y trató de ordenarse su revuelta cabellera. Cuando abrió la puerta vio a Eva con el móvil en la mano.

– ¿Se puede saber qué pasa? – le preguntó Eva mirándole fijamente a los ojos. – Por cierto, súbete la cremallera.

– Ven. – le indicó Diego, caminando en dirección al patio interior de la finca. – Necesito comprobar una cosa.

Diego se dirigió hacia la pequeña casa de la entrada. La estancia donde vivía Sor Claudia, sola. Tras saludar a los dos agentes que custodiaban la entrada, subieron apresuradamente por las escaleras que conducían a la puerta de entrada a la vivienda, situada en la segunda planta. Diego abrió la puerta usando la camiseta para no dejar sus huellas.

– No toques nada, sígueme. – dijo Diego, caminando hasta la habitación desde la que se veía la calle.

– Espera, antes que se me pase. Ahora que estamos a solas te tengo que decir una cosa, es importante. – dijo Eva, cogiendo el brazo de Diego. – Un mensaje de Gracia. El Vaticano se ha puesto en contacto con el gobierno español pidiendo explicaciones sobre la investigación. Al parecer, nuestro amigo el monseñor Schörner ha movido hilos. Desde el Ministerio del Interior les han ordenado que no hagan pública la forma en la que ha muerto el arzobispo.

– ¿Cómo? – preguntó Diego, sin que le pareciese molestar el contacto con la capitán, que seguía sujetándole el brazo con la mano derecha.

– Pues eso. Han preparado un comunicado donde se anunciará el tercer asesinato de los BAC. Han acordado informar que la causa de la muerte ha sido un arma blanca, pero no se darán más detalles. – dijo Eva, esperando ver la reacción de su compañero.

Eva soltó el brazo derecho de Diego y sacó su móvil del bolsillo trasero. Antes que pudiese enseñárselo, Diego comenzó a hablar.

– Ya estaban tardando. Es normal, es un pelotazo informativo. – dijo Diego. – Sí, no me mires así. Me cuesta creer que a nadie se le haya escapado algo, incluso charlando con algún familiar. Es cuestión de horas que comience a correr la información sobre la verdadera causa de la muerte de Muñoz-Molina.

– Esta vez será bastante fácil identificar la fuente de la filtración. Solo estábamos nueve personas presentes cuando se descubrió la mutilación. – dijo Eva.

– Esto es una cadena. En cuanto llegue el cuerpo al depósito y comiencen a realizar la autopsia, ese número se incrementará. – aseveró Diego. – No podremos mantenerlo en secreto hasta mañana.

– Bueno, ese es el objetivo. – explicó Eva, mirando a su alrededor. – La unidad que han movilizado esta mañana está cubriendo el perímetro para evitar que alguien pueda llegar a la finca. Hay cerca de sesenta soldados ahí afuera.

Diego se encogió de hombros, mirando por la ventana, como si buscara a los soldados.

– ¿Y esto? ¿Qué quieres decir? – dijo Eva, haciendo referencia a un mensaje de su teléfono, el que Diego le había enviado minutos atrás.

– ¿No has notado a Sabino distante? – contestó Diego.

– Sí, pero lo había achacado a la presencia de Azpeitia. – dijo Eva, resuelta. – ¡Pues no he conocido gente que cambia su forma de actuar cuando sus superiores están presentes!

– No, no es eso. Algo ha pasado desde que nos separamos en Jaén. Nos ocultan algo. Es como si no confiasen en nosotros, nos observan. – dijo Diego. – ¿No te has dado cuenta? ¿No has notado nada?

– Joder, nosotros estamos haciendo exactamente lo mismo con ellos, ¿no? – dijo Eva. – Quizás deberíamos aclararlo. Es mejor que hablemos estos temas antes de que vaya a más, ya tenemos el precedente de Álvaro…

– No es lo mismo. – dijo Diego negando con la cabeza. – Ha ocurrido algo. Sabino está preocupado. Tú pídeles el informe, por favor. Hazme caso.

Diego se metió las manos en los bolsillos y dio una vuelta sobre sí mismo dentro de lo que parecía una sala de estar. Era una estancia de unos quince metros cuadrados. Anduvo dando pasos cortos mirando toda la estancia. Esquivó a Eva al llegar junto a mecedora situada junto a una de las ventanas y se agachó a mirar algo en el suelo.

– ¿Qué coño haces? – le preguntó Eva, curiosa.

Diego prosiguió mirando detenidamente el suelo, como si no la hubiese escuchado.

– ¿Sabes que me ha contado Álvaro? – preguntó Diego, sin levantar la vista del suelo.

– No, pero doy por hecho que me lo vas a decir ahora. - contestó Eva, acercándose interesada.

El gesto de la mano de Diego la hizo detenerse y mirar.

– Sospecha que se han borrado grabaciones del sistema de vigilancia. – comentó Diego, que seguía mirando el suelo. – Revisando los videos del ordenador han averiguado que hace tan solo seis días tuvo lugar una de las famosas reuniones pederastas de Muñoz-Molina. Por lo visto, las cámaras interiores no han grabado nada, solo las exteriores. A las visitas se les ve entrar y salir, pero no desplazarse hasta la habitación.

– Es extraño, mucho… Otra cosa, ¿estamos seguros de que los videos fueron grabados en su alcoba? – preguntó Eva.

– ¡Eso es! - dijo Diego mirándola. – ¡Perdona! Sí, Álvaro me ha dicho que eso está comprobado, que estaban verificando quien podía tener acceso a las grabaciones.

– ¿Por qué has dicho eso? Lo de antes. – preguntó Eva.

– Mira. – dijo Diego señalando con su dedo índice en una zona del suelo de parqué.

– ¿Qué? – dijo Eva, agachándose e inclinando la cabeza. – ¿Ésto?

La capitán de la Guardia Civil esperaba la confirmación de su compañero. Había una zona de la sala de estar donde el suelo estaba algo más rayado, desgastado. Comprobó que costaba apreciarlo, pero con el ángulo adecuado de luz, las marcas se hacían más evidentes.

– Sí, ahí está. – dijo Diego. – Esas marcas deben coincidir con el ancho de esta mecedora. Ese debe ser el sitio habitual, hasta que Sor Claudia lo cambió.

Diego desplazó la mecedora de su posición para comprobar que no había huellas de desgaste en el suelo.

– La monja ha dicho que estaba leyendo antes de irse a dormir cuando vio el taxi que trajo a los presuntos asesinos. – recordó Diego. – Si te fijas, las marcas del suelo indican que normalmente el sitio de la mecedora está bajo la luz del aplique de la pared. Lógico, y más suponiendo que de noche, en esta zona, junto a la ventana, no debe haber apenas luz para leer. Ella nos ha dicho que vio acercarse el coche. Debía de estar nerviosa. Creo que movió la mecedora hasta aquí, cerca de la ventana, donde podría ver si algún coche llegaba o alguien se acercaba a la entrada. Tal vez sabía que venían. Las esperaba.

Eva escuchaba a Diego atenta. Notó una energía especial en su compañero, un cambio de actitud. Se movía como un sabueso que, después de recorrer kilómetros olisqueando por el bosque sin éxito, encuentra un rastro claro. Su mirada se había avivado, sus ojos brillaban de otra forma, incluso la expresión de su cara había cambiado. Un escalofrío recorrió su cuerpo y suspiró.

– ¿Insinúas que Sor Claudia es cómplice de los BAC? – preguntó Eva.

– No lo sé. Antes de continuar hablando ella, echemos un vistazo por aquí. – dijo Diego, dirigiéndose a lo que parecía la habitación de la monja.

Empujó la puerta entreabierta con el codo. Entró observando cada milímetro de la ordenada habitación. La cama estaba hecha con precisión militar, los dobleces parecían planchados sobre el mismo lecho. Los pocos objetos que formaban parte de la parca decoración de la alcoba estaban colocados con bastante acierto, pensó. Había un portátil sobre una mesa que hacía las veces de despacho. Tres marcos con fotos. Una debía ser de su familia al completo. La segunda era de un joven que aparercía en la foto familiar, supuso que era su hermano y la tercera, una foto con sus padres rodeados de lo que podrían ser familiares o amigos. Observó las fotos con detenimiento. El muchacho de la foto no debería tener más de ocho años, tenía la mirada viva de un niño inquieto y sonrisa de pillo. La foto de familia era un poco posterior, el muchacho, con unos catorce años, había perdido la mirada inocente, toda la familia lucía un posado triste, casi forzado. Miró con atención la tercera foto, la de aquel grupo de gente sonriente, reconoció a los padres de María Dolores y, como buen fisonomista, vio que ninguno de los que los acompañaban eran familiares, no compartían ningún rasgo. Devolvió la foto a su sitio y abrió con cuidado los dos cajones de la mesa. Se acercó a la mesita de noche, seguido por Eva. Encima, un radio despertador electrónico y un libro. Diego cogió su bolígrafo y pulsó el botón de la alarma para comprobar a qué hora estaba programada. Las seis y media de la mañana. Reconoció el libro, él también tenía un ejemplar en su piso.

– ¿Has visto lo que está leyendo nuestra monja? – preguntó Diego a Eva.

La investigadora curioseaba por la habitación, abrió los cajones de la cómoda usando la manga de su camisa.

– ¿Una biblia? – preguntó Eva, mientras apartaba ropa con un bolígrafo.

– No, frío, frío… Dan Brown. ¿Tienes guantes? – dijo Diego, mirando fijamente el libro.

Era una edición en inglés de uno de los mayores éxitos de ventas de pocos años atrás, El código Da Vinci. Le pareció extraño que una religiosa leyese un libro donde la iglesia católica no era tratada con demasiado cariño, bajo su punto de vista.

– ¿Piensas que llevo unos guantes siempre en el bolsillo? – respondió Eva. – ¿Sabes?, no parece la habitación de una religiosa. Si no fuese por aquel crucifijo sobre la cama esto podría ser un hostal barato.

– Pues necesito unos guantes, quiero abrir ese libro. Ahora vuelvo... – dijo Diego, dirigiéndose apresuradamente hasta la entrada de la pequeña vivienda.

Envió un mensaje a Álvaro informándole sobre el ordenador portátil de la habitación de la monja y un disco duro externo que había visto en uno de los cajones.

Mientras tanto, Eva se acercó a la mecedora y se sentó en ella. Sor Claudia y ella tenían una altura similar. Desde aquella posición podía ver las luces de un coche acercándose a la casa. Aprovechó para llamar por teléfono a Olga. Habían marchado hacia Burgos hacía rato y no tenían noticias suyas.

– Hola. Sí, dime. ¿Ya volvéis? Bien. ¿Alguna novedad? Bueno, algo es algo… Hablamos cuando lleguéis. Claro, buscadme, por favor. Hasta ahora. – dijo Eva.

Olga y Ander ya volvían hacia Covarrubias. Dejarían al taxista en su casa y se reunirían de nuevo en la casa del arzobispo para comentar los nuevos descubrimientos. Eva seguía pensando en lo que Olga le acababa de contar cuando sonó el teléfono. Era Gracia. Miró al teléfono con cara de cansancio y descolgó tras escucharse un pequeño fragmento de uno de los momentos álgidos del Anillo del Nibelungo de Wagner.

– Hola. Dime... ¡Joder! ¿Qué? ¿Tú también? – dijo Eva, bastante cabreada. – ¿Cómo quieres que no me ponga así?  ¡Claro! ¿Tú crees que así se puede trabajar? Al final va a tener razón el Quijote. Con la iglesia hemos topado… No, no pienso hablar con ese señor, ni mucho menos pedirle a nadie del equipo que se disculpe con él. ¡Pues claro que no! Si eso es lo que quieres, vienes tú y se lo ordenas directamente. Pues si… Por supuesto, y si no, ya lo sabes, pones a otro al frente. Si me llamas para estas gilipolleces estamos listos… Escucha, cuelgo, que estamos trabajando.

Colgó el teléfono con una expresión de desprecio en la cara. Lo guardó en el bolsillo trasero y caminó murmurando por la habitación. Su sonrisa era casi una mueca, estaba muy preocupada, no daba crédito a lo que acababa de escuchar. El responsable de la investigación sobre las BAC, su jefe, acababa de llamarla para que le pidiese disculpas al monseñor Schörner y de paso animase al resto del equipo a hacerlo. Disculpas por el tono utilizado en la reunión donde habían llamado pederasta al arzobispo. Al parecer tanto la Conferencia Episcopal como el Vaticano habían presentado una queja formal al presidente del gobierno. Estaba rabiosa. ¿Pedir disculpas a un representante de la Iglesia Católica por haber llamado pederasta a un pederasta? Ni se le pasaba por la cabeza hacerlo, y pedírselo a sus compañeros, menos aún. Por un momento simpatizó con los BAC. No pudo evitarlo. Autocensuró aquellos pensamientos y decidió centrarse en el caso Muñoz-Molina, cuando el teléfono volvió a sonar. Contestó de malas maneras pensando que volvía a ser Gracia.

– ¡Ya te he dicho que…! Hostias, perdone señora, pensaba que se trataba de otra persona. – dijo Eva, rebajando el tono de su discurso.

– No pasa nada. La llamo por el tema del calzado. – respondió la doctora Aguirre.

– Espero que sean buenas noticias. – dijo Eva.

– Eso quisiera yo. Les hemos enviado el listado con las personas que compraron las zapatillas deportivas. De los once pares que no se devolvieron, solo seis fueron pagados con tarjeta de crédito. – continuó la forense. – Tienen los nombres en el informe. Una de ellas es española. Su nombre es Nieves Ortuño Cabañas.

Ir a la siguiente página

Report Page