BAC

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Capítulo 61

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El anciano intentó levantar la cabeza. No pudo, no encontraba fuerzas. El dolor y el cansancio se lo impedían. Con la cabeza reclinada hacia la derecha, a través de una pequeña abertura de su ojo izquierdo, vio como aquel enorme hombre calvo se acercaba de nuevo. Conocía sus intenciones, así que cogió aire e intentó aguantar. Un fuerte puñetazo impactó directamente en su mandíbula.

– ¡Dinos si tenéis más gente! – gritó con voz cavernosa un hombre delgado con la cabeza rapada.

Aquel escuchimizado ser se hallaba sentado en una silla, situada frente al anciano, a unos cinco metros de distancia, observando como el anciano era golpeado por su esbirro.

– Este hijo de puta no va a hablar… – farfulló entre dientes. – Dale otra, Toro.

– ¡Habla, pedazo de mierda! – gritó el hombre al que había llamado Toro.

Toro era un hombre más alto y corpulento, también con la cabeza rapada. Permanecía quieto, en pie, junto al anciano. Su voz retumbó en el recinto. Era de noche. Estaba bastante oscuro. La única luz que iluminaba la escena entraba por una cristalera, era la luz de una farola del exterior.

El hombre delgado se levantó de la silla, se acercó hasta el anciano, a quien tenían atado al poste de una portería de balonmano y apagó su cigarrillo en el hombro. El anciano aguantó como pudo el intenso dolor sin soltar ni un gemido.

– Tienes cojones, no hay duda… ¡Joder…! Abel, es mejor que respondas a nuestras preguntas, ¿o prefieres que sigamos? – dijo el delgaducho, presionando con su mano derecha la reciente quemadura hecha en el huesudo hombro del anciano.

Se apartó y le endosó un puñetazo en el costado izquierdo. El anciano, de nuevo, hizo lo imposible por no gritar.

Abel, el anciano, cerró los ojos. Llevaba horas aguantando golpes, insultos y vejaciones. Estaba dolorido, ya casi no sentía sus brazos, tampoco las piernas. Sangraba por un oído y había perdido la visión de su ojo derecho, que tenía completamente cerrado, hinchado como lo tendría un contrincante de Mohammed Ali tras aguantar diez asaltos.

Cerró su ojo izquierdo e intentó llenar los pulmones. Le dolía hasta respirar. Expulsó el aire lentamente mientras recordaba lo que había hecho el día en que lo apresaron.

Nada, no había hecho nada que les pudiera interesar. Nada relacionado con todas aquellas preguntas, preguntas encaminadas a saber más sobre los BAC. En cambio, una leve pero dolorosa sonrisa apareció en su maltrecho y sangrante rostro cuando repasó mentalmente lo que había hecho días atrás…

Recordaba aquella mañana en la que apagó la cafetera y fue a toda prisa a coger el teléfono, hacía exactamente cinco días.

– Sí. – respondió a la llamada. – De acuerdo. ¿Algún problema? Ah, entiendo, pues dile a Eulalia que se encargue ella a partir de ahora, ella sabe cómo seguir con esto. Claro, está todo hablado. Por carta, no se te ocurra llamarle. Han dejado de llamar tres equipos, cambiamos de método. Sí. Ya se lo que viene ahora... Tranquilo, estoy preparado, ya os avisé que esto podía pasar. Claro, yo me encargo, no te preocupes. Suerte, un abrazo.

Recordó que aquella no fue la conversación que le hubiese gustado mantener. Colgó el teléfono. Su interlocutor había sido breve, aunque parecía preocupado. Volvió a la cocina, pensativo y se sirvió un café humeante. Añadió dos cucharadas de azúcar y lo removió con calma. Dio un pequeño sorbo, soltó la taza sobre la mesa y abrió la carpeta. Cuando encontró el documento, tachó el nombre de la lista y comprobó quienes eran los siguientes. Dio otro sorbo al café y procedió a escribir los destinatarios de aquellos mensajes. Ya sabían lo que debían hacer, lo tenían todo planeado. Guardó el documento y cerró la carpeta. Se acercó a la chimenea y depositó la carpeta sobre las llamas. Se detuvo a ver como se consumía envuelta en llamas, con los ojos vidriosos y la mirada perdida. Se sentó en el sillón y abrió un grueso libro, mientras acababa el café. Su perro se tumbó a sus pies.

Recordó que un rato más tarde miró el reloj de la pared. Que poco a poco, se levantó del sillón haciendo un esfuerzo. Se dirigió a la cocina e introdujo un grueso paquete de cartas en una bolsa de plástico. Cogió la llave de su coche del recibidor y abrió la puerta, no sin antes despedirse de su perro.

Recordó que después había cerrado la puerta de un tirón, y que se dirigió a un Opel Corsa blanco que había aparcado frente a la casa. Que abrió la puerta delantera con la llave y dejó la bolsa en el asiento del acompañante. Arrancó el coche al segundo intento y bajó por la calle que conducía a la carretera nacional. Detuvo el coche frente a una panadería y compró una barra de pan, que dejó en el asiento trasero. Se colocó el cinturón de seguridad y se dirigió a la carretera nacional, dirección Alcañiz. Condujo sosegado, disfrutando del paisaje. Veinte minutos más tarde detenía su coche en la Avenida de Zaragoza. Cogió un fajo de sobres de la bolsa y se encaminó al buzón, donde los depositó uno a uno.

Recordó que repitió la misma operación en tres buzones más de la misma población, echando uno a uno los sobres de los fajos numerados. Que cuando finalizó el buzoneo, se detuvo a repostar combustible y puso rumbo de vuelta a su pueblo por la misma carretera, con la misma tranquilidad, pero con una tímida sonrisa en los labios. Miró la bolsa casi vacía que estaba en el asiento del conductor.

Recordó que cuando llegó a su casa, aparcó su coche y sacó el pan y la bolsa. Que entró a dejar el pan en la cocina. Calentó un poco de café en el microondas y lo tomó mirando por la ventana…

De repente, algo lo distrajo de sus recuerdos. Había escuchado un ruido extraño. Con gran esfuerzo, Abel consiguió abrir levemente su parpado izquierdo. Entre tinieblas, y mezclado con el sonido de su respiración ahogada, escuchó un vehículo acercarse y los lamentos apagados, como un murmullo de una multitud gritando. Los dos hombres que lo torturaban lo desataron y lo dejaron caer al suelo. Ya no sentía los golpes. Supuso que eran alucinaciones previas a la muerte.

Cerró los ojos lentamente y continuó rememorando aquel día. Recordó cómo se sentó en el sillón y acarició su perro, Manchas, su fiel amigo. Como, de reojo, consultaba el reloj de la cocina, eran las diez y media de la mañana. Con calma, tranquilo, cogió la bolsa con los sobres que quedaban y salió a la calle a esperar. Se sentó en un banco que había frente a su casa. Que quince minutos más tarde, lo vio aparecer girando por la calle. Aquel joven, de unos doce años, se acercó a él montado en su bicicleta. Se detuvo y le saludó sonriente. Le entregó la bolsa y le dio un billete de diez euros.

– Hola, hoy hay bastantes cartas. Toma, esto es para ti, por el trabajo, pero no te lo vayas a gastar todo en chuches, ¡eh! – le dijo, despeinándolo. – Acuérdate, las echas de una en una, no se vayan a pegar.

Finalmente, recordó que había entrado a su casa y se sentó a esperar, tranquilo, en su viejo sillón. Que se colocó las gafas y abrió el libro por el doblez de una página. Antes de continuar la lectura, volvió a pensar que algunos de los contactos llevaban días sin hacer la llamada convenida. Era consciente que era cuestión de horas, quizá días. Lo vendrían a buscar, lo detendrían, pero tenía la esperanza que ya no podrían parar a los BAC.

¿Fin…?

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