BAC

BAC


Capítulo 44

Página 68 de 96

Acto seguido, Diego se apresuró a ordenar a uno de los policías que alguien se desplazara al domicilio de los detenidos a buscar los medicamentos. Eva se aproximaba a la sala donde tenían a los detenidos. Diego pudo ver que el gesto de la responsable de la investigación se había agriado aún más.

– ¿Qué haces? – preguntó Eva, en un tono bastante arisco.

– Necesitan su medicación. Este hombre casi no puede respirar y ella está mareada. Tienen mala cara, he enviado a que las busquen. ¿Te parece bien? – le contestó Diego un poco a la defensiva.

– Si claro, disculpa… Aún me dura el cabreo de la charla con Gracia. Menudo mamón está hecho. – dijo Eva, bajando la voz y apartando a Diego hacia el pasillo. – Han confirmado la reunión, poco antes de las doce nos vamos hacia el hotel. Antes que lo olvide, me ha llamado Sabino, va de camino a su casa, su hija vuelve a tener fiebre y ha aprovechado para despedirse del equipo, me ha dicho que saltaba tu contestador. Te envía saludos. Sobre lo de Gracia, no tengo palabras. Resulta que el Ministro del Interior tiene preparado hasta el discurso. Le he pedido que no lo permitiese, me ha mandado callar y me ha recordado que era mi superior, que acatase las órdenes o que ya sabía lo que tenía que hacer… A punto he estado de mandarlo todo a la mierda.

– ¿Y? – preguntó Diego, mientras comprobaba que tenía dos llamadas perdidas en su móvil.

Había desactivado las notificaciones durante los interrogatorios, pensó que igual no había sido buena idea. Después llamaría a Sabino para hablar con él. También debía llamar a su madre.

– Pues he pensado que tal vez eso es lo que esperan, así que he decidido hacer exactamente lo contrario, seguir con la investigación. Al menos hasta que me obliguen a dejarlo. – dijo Eva, con una mirada traviesa. – ¿Vamos?

Eva echó a andar hacia la sala y Diego no pudo hacer otra cosa que seguirla para poder continuar con la conversación.

– ¿Y te han dicho lo que van a anunciar en esa rueda de prensa? Creo que deberíamos saberlo. – preguntó el inspector, aligerando el paso hasta alcanzar a su compañera.

Eva giró la cabeza y aminoró el paso para que Diego se colocase a su altura. Cogió un coletero que llevaba a modo de pulsera en la muñeca de su mano derecha y recogió su pelo en una cola de caballo sin dejar de andar.

– No, no me lo han dicho. – dijo Eva tras una breve pausa. – No pienso llamar otra vez, paso. Acabemos el interrogatorio de esos señores, tengo ganas de saber cómo se les ocurrió asesinar a Muñoz-Molina.

Eva llegó a la puerta de la sala y la empujó con fuerza, tanto, que dio un golpe a la papelera situada al otro lado. Diego la cerró con cuidado y se sentó al lado de Eva, que ésta vez se había sentado en el centro de la mesa.

– Bueno señores, ya han ido a buscar sus medicinas. Si quieren que llamemos a un médico, podemos parar. – dijo Eva.

– Se lo agradecemos, de veras. – dijo Leonor. – No necesitamos a ningún médico, si nos traen las pastillas nos encontraremos mejor casi de inmediato. Somos mayores, los cuerpos degeneran.

– Como quieran. Veamos, ya han confesado el crimen, así que no perdamos el tiempo, necesitamos que nos den los detalles de la preparación del asesinato, por favor. – dijo Eva, en un tono bastante severo.

– Pedro, Leonor, ¿cuándo planearon matar al señor Muñoz-Molina? – preguntó Diego.

El detenido miró a su esposa y ella le hizo un gesto con los ojos. Había vuelto a llorar. Pedro suspiró y puso las manos esposadas sobre la mesa.

– ¿Le llaman señor? Es increíble… Fue idea mía, cuando me enteré que Loli trabajaba para ese cerdo. – dijo Pedro.

Su voz estaba rasgada, se oían silbidos agudos cuando el aire entraba en sus pulmones. Hizo un esfuerzo por seguir.

– Cuando me detectaron el puto cáncer estuve dos semanas hecho polvo, derrotado. ¿Saben? Fumaba desde los trece años… ¡Más de cincuenta años con ese puto vicio! En fin, ya llevábamos unos días viviendo aquí, una noche no podía dormir, hacia bastante calor y me levanté a fumar. Ella no sabía que seguía fumando… – explicó el padre de la monja.

– Eso crees tú… – susurró Leonor, mirándole de reojo. – Bueno… – dijo Pedro, reprimiendo la tos. – Estuve pensando en Enrique, en Loli y en ese cerdo. Pensé que no podía irme a la tumba sin hacer nada. Me iba a morir de todas formas, así que comencé a imaginar cómo matar a ese cabrón, hacer justicia, vengarme.

La forma de hablar de Pedro, aquella sonrisa al recordar, sus gestos, aquellas pausas… Diego tomó algunas notas en su libreta, pero no le hacían falta. Tenía la impresión que decía la verdad.

– Primero pensé en meterle fuego. Entrar en su habitación y rociarlo de gasolina, pero se podía salvar, además, podía hacerle daño a mi hija o a otras personas. Lo descarté, no lo soportaría. Después pensé en pegarle una paliza, o un tiro. – continuó Pedro. – Incluso vigilé sus movimientos, pero ese cerdo no salía demasiado y si lo hacía, iba acompañado. No podía arriesgarme a hacerle daño a un inocente. Estuve dándole vueltas durante varios días, diría que un par de semanas. La semana pasada, escuché en la tele que a un violador lo habían castrado químicamente, jejeje. Eso y los BAC. Fueron mi inspiración, tenía que entrar en su casa y cortarle la polla, metérsela por el culo…

– Un momento. Leonor estaba con usted la noche de los hechos y le ayudó. No pretenda hacernos creer que ella… – dijo Eva, interrumpiendo al detenido.

– No pretendo nada, mi esposa me ayudó. – dijo Pedro, interrumpiendo a Eva. – Ella consiguió el sedante y algún material más. Se encargó de comprar los disfraces, el maquillaje, las pelucas. Al principio me dijo que estaba loco…

– Y sigo pensando lo mismo. – dijo Leonor, tomando la palabra. – No podía dejarte solo, imagina que te da uno de esos ataques de tos. Cuando me lo contó, pensaba que estaba de broma, que era su forma de olvidarse de su enfermedad, de evadirse. Pero cuando insistió lo miré a los ojos y vi que iba en serio. Estaba más animado. La verdad es que a mí también se me pasó por la cabeza ir a hablar con el arzobispo y decirle cuatro cosas, hasta en darle un buen guantazo.

– Un guantazo no era suficiente para reparar todo el daño que nos había hecho. – intervino Pedro.

– Sí, por eso te dije que te ayudaría. – explicó Leonor. – Su idea era más tosca, entrar a la casa y matarlo a cuchilladas, cortarle el pito y metérselo por el culo. Le convencí que así no sufriría. Pensamos en administrarle algún anestésico para que no notase el corte. Fue fácil de conseguir, trabajando en un hospital…

– ¿Y cuándo decidieron el día? – preguntó Eva, impaciente.

– Pues hace una semana más o menos. – contestó Pedro mirando a su esposa. – Fuimos a ver a nuestra hija y nos cruzamos con ese cerdo. No dijo nada, ni saludó. A mi señora le molestó mucho, no soporta los maleducados. Era la segunda vez que visitábamos la casa del arzobispo, teníamos que conocer el terreno. Habíamos escuchado que tenía visitas de degenerados de toda la provincia, que intercambiaban videos y fotos, hasta que montaban orgías con niños. Se nos ocurrió disfrazarnos de monjas y que nos acercase un taxi. Me tuve que tomar varias pastillas para no toser. Fue muy divertido, nunca me había disfrazado, ni para Carnaval. Preparamos las cosas, las metimos en mi furgoneta y nos cambiamos detrás. Nos fuimos andando hasta la estación, a mi paso, con tiempo. Desde allí llamamos al taxi y lo esperamos. No sabía que tardaría tanto en llegar, me puse bastante nervioso.

Diego y Eva escuchaban atónitos el relato de Pedro y Leonor.

– Nervioso no, te pusiste insoportable. – corrigió Leonor.

– Bueno, déjame que lo explique, mujer. – continuó Pedro, ante la atenta mirada de los dos investigadores. – Cuando llegó el taxista estaba aquella señora, la que quería compartir el taxi, menos mal que Leonor se plantó y conseguimos que no viniera. En ese punto yo estaba atacado. Pensaba que todo iba a salir mal. Sudaba como un cerdo. Menos mal que vemos series de esas donde hablan de asesinatos. Sabíamos que no debíamos dejar rastro, así que usábamos las mangas para tocar cualquier cosa, la puerta del coche, el timbre, hasta el dinero con el que pagamos al taxista. Cuando llegamos, llamamos al timbre y nuestra hija se asomó desde la escalera para ver quién era. Mi esposa había estado practicando para hablar con acento gallego y poner otra voz. La verdad es que lo hizo muy bien…

– La verdad es que lo hice perfecto. – dijo Leonor, sonriendo y hablando con acento gallego.

– Sí, tienes razón, amor mío… – contestó Pedro devolviendo la sonrisa. – Loli bajó a abrir la puerta y casi ni nos miró. La verdad es que tenía cara de cansada. Nos indicó por donde subir y nos dijo como abrir la puerta para salir. Todo iba rodado. Cuando picamos en la puerta del arzobispo tardó en contestar. Pensaba que a lo mejor se había ido a dormir. Al final se acercó a preguntar que queríamos y Leonor le dijo que le traíamos un video de parte de un amigo, un video que le iba a gustar mucho. No dudo en abrir el muy cerdo. Nos hizo pasar y nos pidió el video, impaciente. Leonor le soltó un guantazo que le hizo perder el equilibrio. Lo sujeté con todas mis fuerzas, ella le amordazó y lo durmió con un anestésico. Tuvimos que quedarnos toda la noche porque se pasó con la dosis.

– ¿Qué pasa? ¡Soy enfermera, no anestesista! – respondió Leonor.

– Ya lo sé, cariño… – dijo Pedro, mirándola con dulzura. – Bueno, Leo lo estuvo vigilando mientras yo daba una cabezada y descansaba un poco. No estoy acostumbrado a andar tanto. Cuando el cura estaba volviendo en sí, Leo le pinchó el calmante, el epidural ese que usan las preñadas para dar a luz. Eso le iba a dormir de cintura para abajo. Poco después se despertó y nos ofreció dinero para que no le hiciésemos daño. Fue muy gracioso ver cómo nos rogaba que lo soltáramos, llorando como un niño. Entonces le recordé quienes éramos y lo que íbamos a hacerle. Intentó gritar, menos mal que estuve rápido y le pude tapar la boca. Le quitamos la ropa y…

– Un momento, ha dicho que durmieron allí, ¿dónde? – preguntó Eva, curiosa.

– En el sofá que tenía en el despacho. Echamos unas sábanas que encontramos dentro de un armario. – respondió Leonor. – Nos las llevamos en la mochila, para que no encontraran pruebas. Lo dejé todo muy limpio.

– Sí, las metimos en la mochila y las tiramos en una papelera cerca de la estación. – añadió Pedro.

Eva estaba alucinando por la naturalidad con la que aquella pareja estaba relatando los detalles de la preparación y ejecución del brutal asesinato. Sonrió al escuchar a Leonor. La brigada científica había confirmado rastros de el ADN de los dos asesinos por toda la habitación, pero no se lo iba a decir. Prefería continuar escuchándolos.

– Siga con lo que pasó en la habitación, por favor. – dijo Eva.

– Sí, dile que pasó cuando lo desnudamos y vimos aquel pito ridículo. – dijo Leonor.

– Pues sí, era minúsculo, como de un muñeco. Un niño chico la tiene más grande que ese cerdo. – contestó Pedro colocando sus dedos pulgar e índice de su mano derecha a una distancia aproximada de dos centímetros, seguía tosiendo. – Me costó muy poco cortárselo, los huevecillos eran como de codorniz. Se lo metimos todo en la boca, sobraba sitio. Jejeje. Le obligamos a mirar mientras se desangraba. Estaba consciente pero no sentía nada. Le dijimos que al fin se hacía justicia por nuestro hijo Enrique. Lloraba como un bebé. Maldito bastardo hijo de puta… Cuando comprobamos que estaba muerto, recogimos todo y limpiamos. Eran casi las seis de la mañana y el taxista no iba a tardar mucho. Solo nos preocupaba salir de allí antes que nuestra hija o cualquier otra persona nos pudiesen ver.

– ¿Y qué pasó cuando llegó el taxista? – intervino Diego.

– Pues nos montamos en el taxi, le indicamos que nos llevase a la estación. Teníamos que volver al coche y quitarnos los disfraces. – dijo Leonor.

– Un momento, antes de ir a la estación se detuvieron en la plaza Lavaderos ¿Por qué? – preguntó Diego.

– Mi esposo no recordaba si había apagado la luz del comedor cuando salimos del piso. Paramos allí para ver si estaba encendida o no. Yo tenía la certeza que estaba apagada, pero él se enrocó en que estaba encendida. A veces se le olvida y pagamos unos recibos… – contestó Leonor.

Una forma de avisar a los BAC de la ejecución del arzobispo o un contacto que esperaba una señal. Nada que ver. Simplemente habían parado a mirar si habían dejado una luz encendida. Diego estaba desconcertado. Miró de reojo a Eva, que escuchaba con la boca abierta intentanto no reírse.

– Bueno, Pedro, continúe por favor, ¿qué hicieron después de que el taxista los dejara de vuelta en la estación? – preguntó Diego.

– Pues nos cambiamos en la furgoneta y tiramos algunas de las cosas en papeleras diferentes de camino al piso. – contestó tosiendo Pedro, que comenzaba a mostrar signos de cansancio. – Cuando llegamos, nos dimos una ducha, desayunamos y nos acostamos a dormir. Nos despertó Loli, un rato mas tarde, nos llamó por teléfono a las nueve o así. Nos contó lo del asesinato del arzobispo, pero nos pidió que no se lo dijésemos a nadie. Pobre, estaba llorando.

El móvil de Diego vibró sobre la mesa. No miró el mensaje, pero si la hora. Eran las diez y cincuenta y tres minutos.

– Perdón, continúe. – dijo Diego.

– No, si ya está, no hay más, seguimos en casa como si nada, con nuestra rutina, hasta que vinieron a detenernos. – dijo Pedro con un hilo de voz. – ¿Saben? Me siento liberado, tranquilo. He acabado con la vida de un miserable, alguien que no merecía seguir viviendo para hacer daño a inocentes. Sé que no he hecho bien, que matar a otra persona no se debe hacer, pero tipos así no reciben nunca el castigo que se merecen. Quiero que toda la culpa recaiga sobre mí…

– Lo sentimos mucho, pero eso no está en nuestras manos. El fiscal leerá la transcripción de sus declaraciones y decidirá si presenta cargos contra los dos. Nuestro trabajo acaba aquí. – aclaró Eva, encogiéndose de hombros y colocándose bien la coleta. – Gracias por su colaboración, solo tengo una última pregunta. ¿Qué saben de los BAC?

– Yo sé lo que he oído en la radio, visto en la tele o leído en la prensa. Que nadie sabe quiénes son y que tienen a los poderosos acojonados. – dijo Leonor, resuelta. – Ya se lo dijimos antes y lo repito ahora. No tenemos nada que ver con ellos, tan solo quisimos cargarles el muerto, aprovechar la confusión. En la tele no paraban de contar como los BAC marcaban a sus víctimas con las siglas BAC y un calificativo. Decidimos imitarlos, pensamos que sería fácil que el arzobispo fuese considerado otro más…

Eva estaba practicamente convencida que decían la verdad. Tan solo quería dejar constancia una vez más en la grabación.

– Bueno, les agradecemos su sinceridad y la colaboración. – dijo Eva, dando por finalizado el interrogatorio. – Ahora les trasladaran a sus calabozos. Pedro, me han comunicado que sus medicinas vienen de camino.

Pedro miró a su esposa. Diego notó algo especial en aquel cruce de miradas, algo que no supo catalogar. De repente, su cerebro hizo una conexión. Recogió su libreta y salió de la sala a toda prisa, sin esperar a Eva. Buscó a los policías que custodiaban la puerta, estaban charlando en el pasillo contiguo.

– Cabo, lleven al detenido al hospital, que busquen su historial y le administren allí su medicación. Es un enfermo crónico y necesita tratamiento de inmediato. – ordenó Diego. – Las medicinas que han ido a buscar a su casa llévenlas al laboratorio forense y que las analicen, por favor.

El agente se separó unos metros e inició de traslado de los detenidos, además de dar aviso pidiendo una ambulancia. Eva que había salido justo detrás de Diego lo había escuchado todo.

– Hemos estado a punto de meter la pata, hasta el fondo… – dijo Eva. – ¡Casi nos engañan! La medicación que están esperando no es para la tos, ¿me equivoco?

– Creo que no. Nos han contado todo porque los medicamentos que nos han pedido no son lo que creemos. – dijo Diego sin apartar sus ojos de los de Eva. – Ojalá me equivoque, pero no me extrañaría que encontráramos algún tipo de veneno en esas pastillas. ¿No te ha parecido muy raro todo? Ella había llorado, él estaba contento. Y las miradas que se echaban. ¡Se estaban despidiendo! Hemos sido unos ingenuos… Ya comprobaremos después las grabaciones para saber de qué han estado hablando en nuestra ausencia. Lo que me extraña es que no nos hayan dicho nada desde la sala de grabación. Han confesado todo porque pensaban que no tendrían que pagar por su crimen. Pobres ilusos. En esas series que ven por la tele no explican algunas cosas. Supongo que desconocen que existe un protocolo médico para controlar el suministro de medicamentos a los detenidos, ese que casi nos pasamos por el forro... Aun así, se lo he recordado a los agentes que los vigilan. Les he dicho que llamen a una ambulancia y que lleven a Pedro al hospital. Ese hombre tiene muy mala cara.

Eva no daba crédito a lo que acababa de pasar. Aquella pareja, los asesinos del arzobispo habían planeado todo, hasta la forma de escapar de la justicia.

– ¡Hostia puta! – exclamó la investigadora, arrugando la frente. – Estoy alucinando, de veras. Si tienes razón nos has librado de un problemón. No había caído, la verdad. Imagínate que les damos las pastillas que tienen en su casa y aparecen muertos. Nos echan del cuerpo a patadas, ¡o del país! Joder, no quiero ni pensarlo…

– Pues no le demos más vueltas al tema. – dijo Diego tratando de quitar importancia al asunto. – Venga, Eva, vamos al hotel, tenemos que preparar un informe antes de la reunión.

Ir a la siguiente página

Report Page