BAC

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Capítulo 50

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Estaba sentado en un banco a la sombra de un sauce, situado en una pequeña plaza junto a la comisaría, respondiendo a una llamada.

– ¡Hey!, me alegro de escucharte. ¿Qué te cuentas? ¿Cómo? ¿Salir a cenar esta noche? Me encantaría, pero va a ser imposible… estoy en Girona. Sí, por trabajo, el último asesinato de los BAC. Ya te contaré. Vale, otro día. Sí, claro. Venga, hasta luego. Ah, vale, te llamo esta noche. Saludos. – finalizó Álvaro.

En su cara apareció la expresión de un chaval de quince años cuando lo saluda su vecina veinteañera. Pero ni él tenía quince años ni Carmen veinte. Le había llamado. Ella. Se sentía extrañado pero contento. No acostumbraba a recibir demasiadas llamadas de mujeres, llamadas que no fuesen profesionales o de su madre. Habían intercambiado los números de teléfono la noche anterior, cuando la acompañó andando hasta su casa. Carmen, aquella preciosa mujer le había llamado. Con el corazón un tanto acelerado, guardó su móvil en el bolsillo delantero del pantalón. Levantó su mirada hacia el cielo, aquel cielo azul y prácticamente limpio de nubes. Respiró hondo. No era muy enamoradizo, siempre había sido bastante pragmático con sus sentimientos. Recordó la noche anterior, cuando, después de llegar a casa estuvo pensando en Carmen hasta conciliar el sueño. En como Carmen le recordaba a Tere, la mujer con la que compartió casi tres años de vida y con la que tenía una hija en común, o no… Sus gestos, su forma de andar, incluso su voz. Aquel cosquilleo en el vientre le indicaba que la parte que no podía controlar de su ser estaba alterada. El subconsciente, la química, las hormonas, lo que fuese… Carmen le gustaba, mucho. Suspiró profundamente. Miró a su alrededor. Recordó que tenía que llamar a Pentium, así que volvió a sacar el teléfono.

– Hola, soy yo. ¿Qué habéis encontrado?... ¿Cómo? Sí, claro que lo he escuchado, ¡solo quería oírlo otra vez!... ¡De puta madre! Vale, seguimos en contacto. Buen trabajo, felicita al equipo de mi parte. – dijo Álvaro tras realizar varias pausas dejando hablar a su interlocutor.

Su delfín le acababa de confirmar que tras incluir el parámetro de edad de los votantes en sus algoritmos de filtrado, Pamela arrojaba un listado donde los políticos asesinados aparecían entre los veinticinco primeros de la lista. Tema aparte era el arzobispo. Aunque no tenían los resultados de las autopsias de sus asesinos confesos, para Álvaro estaba claro, eran miembros de los BAC. Unos asesinos que habían conseguido engañar a todos. Unos asesinos que, tras confesar su crimen habían preferido morir antes de entrar en prisión. Ya habían vengado a su hijo, es posible que aquella pareja no tuviese nada más importante que hacer, ningún objetivo por el que mereciese la pena vivir. Lo encontró triste.

Buscó el contacto de Carmen en WhatsApp. Pensó que la foto que tenía en el perfil no le hacía justicia. Abrió Facebook y encontró la página personal de la agente. Cerró la aplicación. No, no iba a investigarla, no pensaba cometer de nuevo los mismos errores. Aquella obsesiva manía suya de controlarlo todo no iba a entrometerse esta vez. Tenía que dejar espacio vital a la improvisación, tiempo para que se conociesen. Le gustaba mucho. Miró de nuevo su foto en WhatsApp y le envió un mensaje. Pensó en algo sencillo pero atrevido.

– Tengo ganas de verte. – escribió, finalizando el mensaje con un emoticono, el de la carita ruborizada.

Comprobó que Carmen leía el mensaje. Sostuvo el Smartphone entre sus dedos unos segundos. Suspiró. Carmen estaba escribiendo. Sonrió al ver su respuesta. Un emoticono con un beso acompañaba una frase. Ella también tenía ganas de verle. Esta vez su suspiro fue profundo, mucho, tanto, que llenó sus pulmones con aquel aire caliente, húmedo. Cuando bajó de nuevo la cabeza comprobó que le hacían señales desde la puerta de la comisaría. A continuación, su teléfono emitió varios sonidos, eran mensajes instantáneos.

– Ya hemos llegado. – decía un mensaje de Diego.

Los saludó con su mano derecha y comenzó a andar en dirección a la comisaría. Cuando llegó a su lado, saludó a Eva con un par de besos y a Diego con un amistoso abrazo.

– ¿Qué tal estáis? – preguntó Álvaro, y sin darles tiempo a contestar, prosiguió. – Menudos perlas los asesinos del cura, nos han engañado a todos.

– Ya te digo… – contestó Eva, seria.

– Espero que los psicólogos y el grupo de investigadores que van a visualizar las grabaciones nos digan algo pronto. Estoy realmente preocupado. Nos perdimos algo, y no podemos permitirnos otro fallo. – dijo Diego.

– Lleva horas dándome el coñazo con lo mismo… ¡Que pesadito que estás! – dijo Eva soltando un bufido.

– Al final no dijeron nada en la rueda de prensa. Tampoco han comunicado aún la muerte de los asesinos de Muñoz-Molina. Por lo visto, no quieren meter la pata. – comentó Álvaro.

– Sí, lo sabemos. Nos ha llamado Gracia para decírnoslo. No le ha faltado tiempo para comentarnos lo mucho que ha tenido que presionar para que el portavoz del gobierno no lo comentase. En cierto modo, nos ha dado una regañina. – explicó Eva. - En parte, merecida.

– En fin, vamos al lío. ¿Dónde está el apartamento donde se aloja Tresánchez? Se supone que íbamos a realizar el registro. – dijo Diego.

– Está a unos diez minutos. Como habíamos quedado, Olga y Ander llevan toda la mañana interrogando a otros huéspedes y a los empleados del complejo de apartamentos. Yo he estado liado con los sistemas de comunicación, ha sido breve, nuestro hombre aún vive en el siglo XX. Si queréis, dejamos las cosas en comisaría y vamos caminando. – concluyó Álvaro, colocándose las gafas de sol.

– Será media hora, necesito un café y fumarme un cigarro tranquilamente. – dijo Eva. – Así nos explicas mejor lo del siglo XX.

– Vale, tú mandas… – dijo Álvaro sonriendo.

Definitivamente algo había cambiado en la actitud de su compañero, pensó Diego. Se mostraba más positivo, abierto y relajado. Entraron al edificio y tras ser presentados a varios agentes, dejaron sus maletas en un despacho y volvieron a la calle.

Mientras Eva se quedaba hablando en la puerta con el oficial al mando de la comisaría, Diego se acercó al oído de Álvaro y le dijo algo en voz baja.

– ¿Qué? ¿En qué se nota? – preguntó Álvaro con los ojos muy abiertos y algo ruborizado.

Diego no ocultó su satisfacción mirando a los ojos al informático. Sonrió de oreja a oreja.

– Bien, me lo acabas de confirmar. – dijo Diego.

– ¡Que cabronazo! Eso no se hace… – exclamó Álvaro susurrando y bajando la mirada.

Álvaro evitó dar explicaciones. Todo y que Diego le caía bien, no lo consideraba su amigo. No tenía suficiente confianza con él como para contarle más detalles. Con el ceño fruncido, pensó que no le importaría. Su móvil le sirvió como salida, lo sacó del bolsillo para contestar una llamada.

– Hola. Sí, aquí los tengo. Ahora salimos para allí… No sé, media hora. Venga. Ah, ahora se lo digo. Hasta ahora. – se despidió Álvaro.

– ¿Era Azpeitia? – preguntó Diego, que había notado la incomodidad de Álvaro.

– No, Olga. Preguntaba si tardaremos mucho en llegar. Están esperando para comenzar el registro del apartamento. – respondió Álvaro.

– Ya estoy aquí, ¿nos vamos a hacer ese café? – preguntó Eva. – ¿Perdona Álvaro, qué decías?

– Que Olga acaba de llamar para preguntar si tardábamos, que están esperando para comenzar el registro. Le he dicho que en un rato llegamos. Vamos por ese café, también lo necesito. Os voy explicando lo del bombero. – contestó Álvaro. – Por aquí.

Los tres investigadores comenzaron a caminar por la acera, mezclados entre los numerosos transeúntes que llenaban las calles. Era época turística y se notaba por la cantidad de coches y personas que deambulaban por la zona. Eran poco más de las diez de la mañana y el enjambre de turistas cargados de bolsas con la compra o las mochilas para ir a la playa, era mareante. Álvaro los guio hasta un bar cercano. Abrió la puerta y dejó pasar a sus compañeros. Detrás de la barra, el camarero les sonreía esperando que hiciesen el pedido.

– Un cortado. Descafeinado. De sobre. – dijo Diego encaminándose hacia una mesa en un rincón.

– A mí me pones un cortado, pero con poca leche, un chorrito. – dijo Eva.

– Un café solo. – dijo Álvaro.

Sin mediar palabra, el camarero se giró hacia la cafetera y comenzó a preparar los cafés mientras tarareaba una canción en chino.

– No sé si os pasa a vosotros, pero a mi esta gente me deja descolocado. – dijo Álvaro mientras se sentaban en el exterior. – Te miran con esa cara sonriente, como si no se enterasen de nada, pero luego te sorprendes. Me juego los cafés a que nos sirve a cada uno lo que hemos pedido, sin dudarlo.

– ¡Acepto! – dijo Eva. – Pero no valen medias tintas, un pequeño fallo y pagas.

Álvaro asintió con la cabeza mientras se sentaba frente a Eva.

– Por cierto, el restaurante ese, El Bulli está cerca de aquí, ¿no? No me importaría ir allí, para comprobar si de verdad vale la pena. – ironizó Eva, sonriente.

– No te hagas muchas ilusiones, la lista de espera era de meses, sino años. Además, ese restaurante lleva tiempo cerrado. Tío, ¿qué te pasa? Andas muy callado. – dijo Álvaro dando un manotazo en el muslo a Diego.

Diego iba a responderle justo cuando llegó el camarero canturreando una canción de Julio Iglesias en chino. Sonriendo, y haciendo equilibrios con la bandeja, fue depositando las bebidas frente a cada uno de los investigadores, en el orden en el que habían realizado el pedido. Todos dispuestos a la misma distancia del borde de la mesa redonda, sin brusquedades, con la cuchara perpendicular al cliente.

– Son tres con setenta y cinco. – dijo el camarero con la bandeja bajo el brazo derecho y adelantando su otra mano con el tiquet.

Álvaro miró satisfecho a Eva, que sacó un billete de cinco euros de su bolso y se lo dio al camarero.

– Quédate con el cambio. ¿Puedes traer un cenicero, por favor? – preguntó Eva, resignada.

El camarero, diligente, agarró el billete y saludó a Eva inclinándose levemente hacia delante y le acercó un cenicero metálico, reluciente. Volvió a la barra del bar cantando de nuevo.

– Se van a quedar todos los negocios. No sé si es una pose o lo disimulan muy bien, pero parece que realmente no les importa trabajar, servir a otros, en el buen sentido de la palabra, ¡no me malinterpreteis! En este país nos hemos apalancado, nos hemos creído lo de que todos somos clase media y ya nadie quiere trabajar en el sector de servicios… – explicaba Álvaro.

– Deja los cuñadismos para otro momento y cuéntanos lo del bombero. ¿Por qué decías que seguía viviendo en el siglo XX? – interpeló Eva, algo dolida por haber perdido la apuesta.

– Está bien, pero antes dejemos que Diego diga que le pasa, está raro. – dijo el informático mirando a Diego de reojo.

– Le pasa que le duele haberse equivocado. No lo soporta. Me lo ha dicho como veinte veces mientras veníamos. – respondió Eva girándose hacia Diego. – Joder, estás demasiado afectado por lo de Pedro y Leonor, no hace falta tomárselo tan a pecho.

Diego miró a sus compañeros y se recostó en la silla dando un bufido. Miró alrededor y comenzó a hablar.

– Sí, por supuesto que me jode equivocarme. Me jode mucho, en mi orgullo profesional, pero lo que más me jode es que ese error haya facilitado que dos personas se hayan quitado la vida. Dos personas que podrían haber sido claves para detener a otros asesinos. Por otra parte, y quizás soy un egoísta pensando esto, me pregunto en qué forma afectará ese error a mi carrera profesional. – dijo Diego.

– Estás dando por hecho que esos dos pertenecían realmente a los BAC. Ahora mismo es tan solo una suposición. De todas formas, si así fuese, el error no ha sido solo tuyo. Ha sido una cadena de errores, desde mi misma hasta el agente que vigilaba a Pedro en el hospital o Leonor en su calabozo. Vamos a calmarnos y busquemos la parte positiva del tema. Si nuestras monjas han sido capaces de suicidarse tras ser atrapadas, tal vez sea la consigna del grupo. – dijo Eva.

– Estamos obviando algo de ese caso en concreto. Era una venganza personal. – apuntó Álvaro.

– ¿Y cómo sabemos que no ha sido así en el resto de casos? Tal vez sea esa la motivación que los mueve, algo personal. Aunque hayamos investigado en el entorno personal de todas las víctimas y no hayamos encontrado nada, los muertos son gente con mucha exposición pública. Debieron conocer a miles de personas y seguramente haber jodido más de una vida para llegar donde llegaron. Nos asignaron a los casos como expertos en terrorismo, al menos a mí, y esto no tiene pinta de ser una banda terrorista al uso. No sabemos si hay una motivación religiosa o ideológica detrás de todo esto. Incluso no sé si llamarla banda terrorista. – dijo Eva.

– Ese es el quid de la cuestión. Normalmente este tipo de asesinatos sigue un patrón, lo hemos hablado varias veces ya… No vamos a avanzar nada repitiéndolo otra vez. Espero que aclaremos algo cuando hablemos con el bombero. – digo Diego.

– ¿Recordáis que me pedisteis que incluyéramos el parámetro de la edad en el algoritmo de búsqueda de Pamela? Pues es algo que os quería comentar… – intervino Álvaro.

– Sí, ¿habéis obtenido resultados? – preguntó Eva adelantándose a Diego.

– Bueno, una vez filtrados los datos con las votaciones de los usuarios registrados mayores de cincuenta años, y con una estimación de confianza del ochenta por ciento en que la edad de los registrados sea correcta, los nombres de Valero y Regueiro han aparecido entre los veinticinco personajes más odiados. Tened en cuenta que las votaciones de la página no podían incluir a Castro, ya que fue creada después, y con Zafra estaban empezando... En términos estadísticos, la tasa de acierto es bastante alta. Os preguntareis que pasa con Muñoz-Molina. Pues bien, bajo mi punto de vista, ese asesinato tiene un hecho diferencial, la venganza personal… – explicó Álvaro.

– Espera, a ver si he entendido bien. Quieres decir que, si aisláis las votaciones de los usuarios más veteranos, habéis sido capaces de obtener los nombres de… Un momento, ¿en qué posiciones aparecen Regueiro y Valero? – preguntó Diego.

– Lo miro. – respondió Álvaro.

Desbloqueó su móvil y abrió un documento con una lista de nombres. Los de Valero y Regueiro aparecían resaltados en amarillo. Mostró el documento a sus dos compañeros. Valero era el número ocho, Regueiro estaba algo más abajo, en la posición número diecisiete. Diego cogió el móvil y leyó el resto de nombres con detenimiento.

– Pásame el fichero, creo que tenemos que avisar a Gracia. El resto de personas de la lista pueden estar en peligro. – dijo Eva, encendiéndose un cigarro.

Aquel detalle no pasó desapercibido para Diego. Era el segundo cigarro que fumaba su compañera. Le sonrió con disimulo mientras le devolvía el móvil a Álvaro. ¿Estaba fumando menos?

– Me ha llamado la atención la persona que ocupa el primer puesto. ¿Os habéis fijado? – preguntó Diego.

– ¿En qué? – preguntó Eva.

– No sé, igual son cosas mías… El primero de la lista es el actual portavoz del gobierno, que tal vez, junto con el presidente y un par de ministros, sea el personaje con más exposición mediática. – dijo Diego.

– Ese puede ser un motivo, no hay duda, pero debemos reconocer que tampoco se hace querer demasiado. Su carácter y sus declaraciones no creo que provoquen mucho cariño entre la población. No voy a entrar en detalles, pero YouTube está lleno de videos suyos despotricando contra todos sus oponentes políticos o excusando la corrupción de sus colegas de partido. – le recordó Álvaro.

– ¿Y qué me dices del número dos? Se trata del yerno del rey, implicado en casos de apropiación de bienes, corrupción, estafa… Bueno la lista de delitos es larga. – dijo Eva.

– No sé, sin hacer un análisis demasiado profundo, yo diría que los que aparecen en la lista son personajes que cumplen dos condiciones básicas, exposición mediática o presuntos delitos relacionados con el poder. Que yo sepa el portavoz del gobierno no está implicado en ningún caso de corrupción. – dijo Diego.

– Te equivocas. El señor Olaechea está pendiente de juicio por un caso que se destapó hace años dentro de una operación a gran escala. Según las investigaciones, que aún no han finalizado, cobró comisiones por hacer de intermediario. Ayudó a empresas españolas a establecerse en países emergentes de África y recibía un diez por ciento de las operaciones que se cerraban. Ocupaba un cargo en el ministerio de Exteriores en aquel entonces. Cuando se destapó la trama, lo apartaron una temporada y un par de años después lo hicieron portavoz del gobierno. – explicó Álvaro. – Estuve revisando cuidadosamente los nombres y todos, sin excepción, han sido acusados de delitos relacionados con la corrupción, incluso juzgados, pero ninguno de ellos está encerrado.

– Pues no, no sabía lo de Olaechea, pero es un dato curioso… O sea, de estas veinticinco personas, ¿ninguna ha pisado la cárcel? – preguntó Diego.

– Sí, alguno ha estado en la cárcel, pero, o ha sido indultado o ha salido en poco tiempo. El que más tiempo ha pasado en el trullo ha sido el número seis de la lista, el ex presidente de una entidad bancaria, Rodolfo Arias, el del pelotazo de las preferentes. Estuvo seis meses, todo y que estaba condenado a dieciocho años. Adujeron problemas de salud para darle un tercer grado. – dijo Álvaro.

– ¿No fue al que fotografiaron jugando a pádel con el expresidente del gobierno? – preguntó Eva.

– El mismo. – contestó Álvaro, echándose hacia atrás en la silla.

Miró su reloj. Había pasado casi media hora.

– ¿Vamos tirando? – preguntó el informático.

– No, espera… Esto es muy interesante, podría explicar muchas cosas. Si simplificamos el tema, tenemos una lista de personas, la mayoría, acusadas de delitos de corrupción, que no han pagado por ello. ¿No? Y esas personas son las que han votado usuarios en una página web, usuarios de más de cincuenta años. Esto reforzaría la teoría de banda de justicieros, ya lo hemos comentado alguna vez. – dijo Diego.

– Creo que deberíamos pasar la lista a Gracia y que les proporcionen vigilancia. – sugirió Eva.

– Sí, no estaría de más, pero eso puede provocar un poco de pánico, ¿no crees? Imagínate el panorama… – dijo Diego.

– Joder, lo que no podemos es quedarnos cruzados de brazos y no decir nada. Lleváis varios días trabajando en un algoritmo para detectar posibles objetivos de los BAC y ahora que habéis conseguido algo con un poco de sentido, creo que deberíamos usarlo, ya no solo por intentar atrapar a los asesinos, sino por proteger a una posible víctima. Tal vez nos equivoquemos, pero, al fin y al cabo, si lo acotamos a los veinticinco primeros resultados de la lista, tampoco hay que hacer un despliegue tan bestia. – explicó Eva, con vehemencia.

Eva se levantó y los dos inspectores la siguieron. Álvaro hizo un gesto para indicar la dirección en la que debían caminar.

– No es por el despliegue en si… A ver, imaginad que ponen vigilancia a los veinticinco primeros y los BAC se cargan al que estaba en la posición número veintiséis. El algoritmo tendrá en cuenta unos parámetros para hacer la búsqueda, pero los BAC tendrán su propia lógica, que dependerá de otros factores, incluso logísticos, igual no pueden acceder a ninguno de los que Pamela ha situado en el punto de mira, pero si a los de más abajo. Es un tema complicado. Si los BAC actúan de nuevo y asesinan a alguien que estaba en la lista, pero no tenía protección, el resultado será peor que si no se hace nada. No se puede colocar vigilancia a todos y cada uno de los que aparecen en la lista. Creo que debemos usar Pamela para intentar entender cómo funcionan los BAC, creo que evitar que vuelvan a actuar es imposible. Joder, Regueiro estaba en la posición diecisiete, ¿no? Hemos dicho los primeros veinticinco por acotar un poco. Si hubiésemos tenido esa información hace un par de días y hubiésemos acotado a quince los resultados, ella se hubiese quedado sin guardaespaldas. – dijo Diego.

– No estoy de acuerdo. Ya sé que no podemos proteger a todos los posibles objetivos, pero si evitamos una sola muerte ya habremos conseguido algo, ¿no crees? Álvaro, pásame la lista, acotada a cien resultados. Se lo enviaremos a Gracia y que ellos decidan. Venga, vámonos a ese apartamento. – dijo Eva apagando el cigarrillo.

– Lo que tú digas. – respondió Diego.

– Por cierto, Álvaro, explícanos lo del siglo XX, que no se te pase. – comentó Eva.

– Ah, sí, casi se me pasa. Pues que nuestro sospechoso, Ramón Tresánchez no ha tenido nunca un móvil, al menos registrado a su nombre. Tampoco tenemos constancia de ningún correo electrónico, ni perfil alguno en redes sociales. – explicó Álvaro.

– Pues sí, hay que reconocer que es un poco extraño. – comentó Eva. – ¿Y tarjetas bancarias? ¿Habéis comprobado si tiene y las usa?

– Sí, también hemos comprobado eso. Una sola tarjeta, vinculada a su única cuenta bancaria. Hemos pedido al banco el extracto de movimientos. Solo la usa para sacar dinero, normalmente doscientos euros a la semana. Hay alguna excepción en la cantidad que saca del cajero automático, pero nada reseñable. Ni un pago en comercios, al menos en los dos últimos años. Nos ha parecido un dato curioso.  – dijo Álvaro.

Se detuvieron en el paso de peatones para cruzar una calle bastante ancha, donde el tráfico era más denso.

– Es aquel edificio alto. – explicó el informático señalando un edificio a su derecha.

– Debe haber mucha gente de su edad en condiciones parecidas, ¿no? – preguntó Diego. – Me refiero a gente que no usa las nuevas tecnologías.

– Tal vez, pero no deja de ser curioso en un hombre de su edad y condición. Es una persona que lleva viajando de un lado a otro casi cuatro años, activo, deportista. No es un anciano viviendo en un pueblo en mitad del campo. No me cuadra. – dijo Álvaro. – Es algo que debéis averiguar en el interrogatorio.

Cruzaron la amplia calle entre las personas que se agolpaban en el paso de peatones. Eran turistas, en su mayoría, dirigiéndose a la playa cargados con sombrillas y mochilas. Diego miró de reojo a Eva. La notaba un poco distante, y más después de haber discutido con ella sobre si poner protección o no a los posibles objetivos de los BAC. Con un gesto de su mano izquierda, Álvaro les indicó por donde continuar.

– ¿Por qué vamos por aquí? – preguntó Eva.

– Porque quiero que veáis una cosa. – contestó Álvaro.

Unos metros más adelante se detuvo frente a un comercio. Se trataba de un locutorio. Un local no muy grande con el escaparate lleno de anuncios pegados con celo y con cuatro hombres de apariencia hindú delante de la puerta, fumando.

– ¿Qué? – insistió Eva, a la que los hombres desnudaban con la mirada, sin pudor alguno.

Diego los miró directamente a los ojos, dando un paso hacia ellos. No le hizo falta decir nada. Rápidamente, los hombres se giraron y comenzaron a hablar entre ellos. Los más jóvenes siguieron en la calle, pero con la cabeza gacha, mientras los otros dos entraban en el local. Unos instantes más tarde, tras apagar el cigarrillo, los dos jóvenes también entraron haciendo un esfuerzo por no mirarles.

Álvaro, pendiente de la maniobra protectora de Diego, lo esperó para comenzar a explicarles el motivo de su parada en aquel sitio.

– Tras la detención de Tresánchez se ordenó hacer una batida con su foto por los bares y negocios de la zona. Encontramos dos establecimientos donde lo reconocieron de inmediato ya que era cliente habitual. Un bar donde iba a desayunar de tanto en tanto y este locutorio donde venía a veces a llamar por teléfono. El propietario del local ha suministrado los videos de las cámaras para poder averiguar las fechas y horas en las que Tresánchez vino a usar los servicios. El encargado recuerda que no eran conversaciones demasiado largas. Lo recuerda porque siempre le dejaba el cambio. Estamos rastreando todas las llamadas realizadas en el último mes, llamadas de corta duración, máximo un minuto, sobre el mediodía. – explicó Álvaro.

– Bueno, esto explica por qué no tenía móvil. ¿Ordenadores? ¿Usaba los ordenadores? ¿Qué teorías manejáis? – preguntó Eva.

– Los trabajadores del locutorio no recuerdan que usase nunca los ordenadores, pero no lo descartamos. ¿Teorías? Todas. Tampoco descartamos ninguna. Desde que llamase a un amigo o familiar hasta que utilizase el teléfono para recibir instrucciones. ¡Quién sabe! – respondió Álvaro encogiéndose de hombros.

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