Azul…

Azul…


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L’art c’est l’azur

Victor Hugo

I

¡Qué cofre tan artístico! ¡Qué libro tan hermoso!

¿Quién me lo trajo?

¡Ah! La Musa joven de alas sonantes y corazón de fuego, la Musa de Nicaragua, la de las selvas seculares que besa el sol de los trópicos y arrulla los océanos.

¡Qué hermosas páginas de deliciosa lectura, con prosa como versos, con versos como música! ¡Qué brillo! Todo luz, todo perfume, todo juventud y amor.

Es un regalo de hadas: es la obra de un poeta.

Pero, de un poeta verdadero, siempre inspirado, siempre artista, sea que suelte al aire las alas azules de sus rimas, sea que talle en rubíes y diamantes las facetas de su prosa.

Rubén Darío es, en efecto, un poeta de exquisito temperamento artístico que aduna el vigor a la gracia; de gusto fino y delicado, casi diría aristocrático; neurótico y por lo mismo original; lleno de fosforescencias súbitas, de novedades y sorpresas; con la cabeza poblada de aladas fantasías, quimeras y ensueños, y el corazón ávido de amor, siempre abierto a la esperanza.

Si el ala negra de la muerte antes no lo toca, si las fogosidades del numen no lo consumen o despeñan, ¡Rubén Darío llegará a ser una gloria Americana, que tal es la fuerza y ley de su estro juvenil!

En la portada de su libro, sobre la tapa de su cofre cincelado brilla la palabra AZUL… misteriosa como es el océano, profunda como el cielo azul, soñadora como los ojos azul-cielo.

¡L’art c’est l’azur! Dijo el gran poeta.

Sí: pero aquel azul de las alturas que desprende un rayo de sol para dorar las espigas y las naranjas, que redondea y sazona las pomas, que madura los racimos y colora las mejillas satinadas de la niñez.

Sí, el arte es el azul, pero aquel azul de arriba que desprende un rayo de amor para encender los corazones y ennoblecer el pensamiento y engendrar las acciones grandes y generosas.

Eso es el ideal, eso el Azul con irradiaciones inmortales, eso lo que contiene el cofre artístico del poeta.

¿Y aquellas alas de mariposa azul de qué nos sirven?, preguntarán los que nacieron sin alas. ¿De qué nos sirve eso que flota en el vago azul de los sueños?

Contesta el poeta:

—Pour des certains êtres sublimes, planer c’est servir.

II

Abramos el cofre Azul de Rubén para examinar sus joyas, no con la balanza y las gafas del judío, no con las minucias analíticas del gramático, sino para contemplarlas a la amplia luz de la síntesis artística capaz de abracar en una mirada el conjunto de la obra, y de comprender la idea y el sentimiento que inspiraron el autor.

El poeta más original y filosófico e España, —Campoamor—, dice: que, la obra poética se ha de juzgar por la novedad del asunto, la regularidad del plan, el método con que se desarrolla y su finalidad trascendente. Y agrega: «a un artista no se le puede pedir más que su idea y su estilo, y, generalmente, para ser grande le basta solo su estilo».

No pensaron así los griegos. Para ellos el mérito de la obra estriba en el asunto, antes que en el estilo, en la idea poética, no en su ropaje. La clámide no hace al hombre.

Eran adoradores de la bella obra; pero más de las justas proporciones, es decir, del plan y su desarrollo.

El asunto, —que comprende el argumento y la acción—, es sin duda, lo primero. Dada la idea, la poesía la reviste de un cuerpo, la humaniza, la hace interesante para todos los hombres, o, como dice el padre de las Doloras: —la idea se convierte en imagen hay en seguida que darle carácter humano, y después, universalizarla, si es posible.

Creemos además, que la poesía debe cultivarse como medio de mejorar, deleitando el espíritu y elevándolo, y entonces, las brillantes fruslerías de los versos, las alas azules de mariposa, se convertirán en estrella que guía, en alas de águila que levantan.

La regla sería: La ficción para hacer resaltar la verdad; el esplendor de la imaginación propia alumbrando la razón ajena y avivando la conciencia, la imagen para esculpir el pensamiento que inclina a la virtud y eleva la inteligencia.

He aquí en pocas palabras las miras de nuestra poética, y a ellas ajustamos nuestro criterio. Quien quiera aceptarlas, aplíquelas, si le agrada, al libro que le presentamos. El libro saldrá airoso de la prueba.

Apuntamos estas bases de criterio para los jóvenes estudiosos que quieran comprender este libro en su valor artístico: no las aplicamos, porque no es nuestro objeto, ni el lugar de hacerlo.

III

Pero, estas reglas no son por cierto, para los lindos ojos de las curiosas, astros errantes que recorrerán gozosos las poéticas páginas del Azul

Yo les enseñaré a juzgar de las obras de arte con el corazón, como a ellas les gusta y acomoda. ¿Queréis saber como, lindas curiosas? Oíd.

Si la lectura del libro, —o la contemplación del lienzo y del mármol— os produce una sensación de agrado, o de alegría; si involuntariamente exclamáis, ¡qué lindo! Tened por seguro que la obra es bella y, por tanto, poética. Si no podéis abandonar el drama o la novela, y vuestros dedos de marfil y rosa vuelven y vuelven una página tras otra para que las devoren los ojos hechizados, ¡ah!, entonces, el autor acertó a ser interesante, lo que es un gran mérito y un triunfo. Si el corazón os late más deprisa, si un suspiro se os escapa, si una lágrima rueda sobre el libro, si lo cerráis y os quedáis pensativa, ¡ah!, entonces, bella lectora, no os quepa duda, por allí ha pasado un alma poética derramando el nardo penetrante de su sentimiento.

La obra que, deleitando, consiga dar a luz a la mente y palpitaciones al corazón helado, si aviva la conciencia, si mueve a las acciones nobles y generosas, si enciende el entusiasmo por lo bueno, lo bello y lo verdadero, si se indigna contra las deformidades del vicio y las injusticias sociales y hace que nos interesemos por todos los que sufren, decid que es obra elocuente y eminentemente poética.

Bajo las apariencias graciosas de la ficción suele ocultarse la fuerza de estas grandes enseñanzas, y entonces la obra llega a las altas cimbres del arte.

Aplicad, lindas lectoras, aplicad estas reglas del sentimiento a las armoniosas Azules de Rubén Darío, y vuestro juicio será certero. Vuestros ojos, lo sé, derramarán más de una lágrima, vuestros labios gozosos dirán ¡qué lindo!, ¡qué lindo!… y luego os quedaréis pensativas, como traspuestas, como flotando en el país encantado de los sueños azules.

IV

Dejadme hacer un poco como vosotras. Pues que se trata de un poeta y no de un filósofo, queden a un lado la escuadra y el compás del retórico. Quiero estimar por su aroma a la flor, al astro por su luz, al ave por su canto.

Venid conmigo, palomas blancas y garzas morenas; para vosotras hablo ahora.

Nada de filosofías, nada de finalidades trascendentes, ni de abstracciones sensibilizadas, humanizadas y universalizadas. Eso, estoy seguro, hiere vuestros tímpanos delicados hechos para la música y el amor.

Conversemos del poeta; pero, sin murmurar si es posible. Escuchadme.

Rubén Darío es de la escuela de Victor Hugo; mas, tiene a veces el aticismo y la riqueza ornamental de Paul de St. Victor, y la atrayente ingenuidad del italiano D’Amiens, tan llena de aire y de sol. Describe los bohemios del talento como lo haría Alphonse Dandet, y pinta la naturaleza con la unción el colorido y frescura de los cantores de Pablo y Virginia y de la criolla María.

Os sonreís pensando, ¿qué tienen de común Victor Hugo, el relámpago y el trueno, con los idilios americanos de St. Pierre y de Isaacs, y con las escenas parisienses del autor de Sapho?

Son en verdad, estilos y temperamentos muy diversos, mas nuestro autor de todos ellos tiene rasgos, y no es ninguno de ellos. Ahí precisamente está su originalidad. Aquellos ingenios diversos, aquellos estilos, todos aquellos colores y armonías, se aúnan y funden en la paleta del escritor centro-americano, y producen una nota nueva, una tinta suya, un rayo genial y distintivo que es el sello del poeta. De aquellos diferentes metales que hierven juntos en la hornalla de su cerebro, y en que él ha arrojado su propio corazón, al fin se ha formado el bronce de sus Azules.

Su originalidad incontestable está en que todo lo amalgama, lo funde y lo armoniza en un estilo suyo, nervioso, delicado, pintoresco, lleno de resplandores súbitos y de graciosas sorpresas, de giros inesperados, de imágenes seductoras, de metáforas atrevidas, de epítetos relevantes y oportunismos y de palabras bizarras, exóticas aún, mas siempre bien sonantes.

V

Acaso se apega demasiado a la forma; pero, esa es su marca; y, luego que él no descuida el fondo. Acaso…

¡Chist!… Acercáos más, lindas muchachas, estrechad vuestra rueda como las ninfas campestres en torno al viejo Anacreonte, y escuchadme.

¿Sabéis? ¡Su hermosa Musa tiene un defecto!

—¿Cuál? ¿Cuál?

—El de ser demasiado hermosa.

—¡Ah!… ¡Oh!… ¡Bah! ¡Bah!…

—¡Dejadme concluir: y presumida!… ¿Qué diríais de la muchacha que untara de bermellón sus mejillas frescas y rozagantes? ¿Qué, de la niña que vistiera perpetuamente de baile por parecer mejor?

—Y eso, ¿a qué viene?

—Vais a ver. El poeta tiene su flaco: esmalta y enflora demasiado sus bellísimos conceptos, abusa del colorete, del polvo de oro, de las perlas irisadas, de los abejeos azules… y sin necesidad; mientras más sobrio de luces y colores, más natural y es más encantador. Siempre el estilo ático fue más estimado que el estilo rodio por los hombres de buen gusto. La elegancia no consiste en el exceso de adornos, ni en la profusión de alhajas.

Pero ¡eso es nada! Él sabe hacer elegante su riqueza y aceptable su colorete: el peligro es para sus imitadores, que creen tener sus vuelos, porque salpican sus salzas literarias con el áureo polvo, y su estro, porque se recargan de falsa pedrería como serafines de aldea.

Sigamos murmurando, como los críticos… ¿Sabéis?…

—¿Qué más, maestro?

—El poeta tiene otro flaco… ¡Os reís!… ¡Eh! Callaré…

—¡No!, ¡no! ¡Hablad, por favor!…

Darío adora a Víctor Hugo y también a Cátulo Mendes. Junto al gran anciano, leader un día de los románticos, coloca en su afecto a la secta moderna de los simbolistas y decadentes, esos idólatras del espejo en la frase, de la palabra rehumbrosa y de las aliteraciones bizantinas.

Víctor Hugo tenía el soplo gigantesco de Homero y de Isaías. El torbellino de su inspiración producía su pensamiento exuberante, que no podía vaciarse en los moldes estrechos de la Academia, y él, entonces, impelido por necesidad imperiosa, se creaba su propia lengua, con la audacia del genio. Para derramar su pensamiento fulgurante tomaba cuanto hallaba a mano: sonido, color, letra, palabra, suspiro, desgarramiento, no importa qué; cuantos acentos e inflexiones toman la voz humana y la magna voz de la naturaleza entera, bosque, nube, océano; cuantas combinaciones alcancen a idearse, todo era bueno para él, todo era suyo, todo elemento de su lengua, y todo se plegaba dócilmente a su pensamiento y obedecía a su voluntad soberana.

Eso pudo Víctor Hugo, porque suyo era el verbo creador, porque él era el genio. El verbo puede crearse su propia carne, como el caracol su concha: pero la carne sola jamás creará al verbo, y como la estatua existirá sin alma.

La luz produce los colores: los colores no encienden la luz.

Los poetas neuróticos de París que se llaman los decadentes, quieren hacer como Víctor Hugo, y torturan la lengua, la sacan de quicio, la retuercen y la dan extrañas formas y giros; pero, poco se curan del pensamiento. ¡No bajará para ellos el espíritu en forma de lenguas de fuego!

Darío tiene bastante talento para escapar a la Sirena de la moda que lo atrae al escollo… Pero ¡cuidado! Góngora también tenía talento…

En sus poéticas páginas, en prosa y en verso, el pensamiento relampaguea a cada paso; pues él quiere más, y las palabras desplegadas en guerrilla, avanzan a fogonazos.

No se abandona a su talento, busca el efecto, busca el éxito en la novedad, y el relámpago se asocia al polvorazo, lo grande natural a lo pequeño artificial, Víctor Hugo a Verlain, la Leyenda de los siglos a los Poemas Saturninos.

He aquí el bermellón, como si el colorete en algo favoreciera las rosas de la juventud.

¡Fuera el oropel!, ¡fuera lo artificial, oh, jóvenes, y soplará una aire sano sobre las letras como sobre las flores del campo!

VI

—¡Cierto!… Mas ¿quiénes son esos decadentes de que habláis? ¿Cómo es que nuestro poeta sacrifica en sus altares?

—Os lo diré. Las letras, como las flores, como las frutas, como los pueblos, suelen sufrir epidemias que las devastan y desfiguran.

Comprendo bien que el pensamiento debe ajustarse a su forma y armonizar con ella. Alma bella en cuerpo bello, es ideal.

Pues bien, hay ocasiones en que el exagerado amor a la forma ha perjudicado al pensamiento, y producido esas deformidades epidémicas en la literatura, que suelen encontrar fervorosos partidarios y hasta imponerse a un pueblo y a una época entera. Pasada la moda se la encuentra ridícula, y nadie comprende cómo vino ni que ceguera a hizo aceptable.

Y si no, ahí están para probarlo aquellas fiebres que han invadido las literaturas europeas, comenzando por el euphuismo, introducido por John Lilly en la corte de Isabel de Inglaterra; el marinismo que invade la Italia con sus concetti, al mismo tiempo que el gongorismo hace estragos en las letras castellanas, y la lengua preciosa en las francesas. Ni la sesuda Alemania escapó a aquellas plagas, pues el poeta Lohenstein les llevó el contagio poco después. El Hotel Rambouillet, centro culto y perfumado, creó el «estilo galante» que degeneró en el preciosismo, y de su Salón Azul, donde por primera vez se unían la aristocracia de cuna y la de talento, salió también el Adonis de Marini, aquel terrible decadente llamado a Francia por María de Médicis.

Nacen estas plagas del prurito de crear nuevos dialectos poéticos, que no corresponden a nuevas ideas ni a nuevos sentimientos; nacen de sobreponer por moda, lo ficticio a lo natural, lo convencional a lo verdadero, la factura del mosaico paciente a los esplendores del genio.

En Francia, tras de los románticos, —emancipadores, exagerados e lo convencional clásico, que reinaba desde los días de Ronsard y su pléyade—, brotaron los parnasianos, simbolistas y decadentes. Los románticos tienen razón de ser: representan la revolución en las letras. Con el chaleco dorado en reemplazo del gorro frigio, marcharon contra la tiranía de Boileau y de La Harpe, y dieron a las letras un rumbo más humano y más propio de nuestro tiempo y de nuestra civilización. Pero ¿qué buscan los decadentes?, ¿qué nos traen de nuevo? ¿Cuál es su razón de ser?

¿Queréis conocerlos? Os los voy a presentar.

No se sabe a punto fijo de dónde vienen, ni creo que ellos sepan mejor a donde van, y en esto se parecen un poco a los gitanos.

¿Vienen de los hermanos Goncourt? ¿Nacieron de las Flores del Mal de Beaudelaire? ¿O acaso son imitadores bastardos de Víctor Hugo, que a falta de genio quieren parecérsele por las rarezas del lenguaje? ¿Descenderían, por ventura, estos zíngaros, de Ramsés el Grande? ¡Todo puede ser!

Sea como fuere, ello es que la escuela modernísima de los decadentes busca con demasiado empeño el valor musical de las palabras y descuida su valor ideológico. Sacrifica las ideas a los sonidos y se consagran, como dicen sus adeptos, a la instrumentación poética.

Los decadentes no solo olvidan el significad recto de los vocablos, sino que los enlazan sin sometimiento a ninguna ley sintáxica, con tal que de ello resulte alguna belleza a su manera, la cual bien puede ser alguna algarabía para los no iniciados en sus gustos.

A los que así proceden los llamó decadentes el buen sentido público, y ellos, como pasa tantas veces, del apodo hicieron una divisa.

Los poetas neuróticos de esta secta hacen vida de noctámbulos y ocurren a los excitantes y narcóticos para enloquecer sus nervios y así procurarse visiones y armonías y ensueños poéticos. Acuden a la ginebra y el ajenjo, al opio y a la morfina, como Poe y Musset, como los turcos y los chinos. El deseo de singularizarse es su motor, la neurosis su medio.

¡Tales son los decadentes, los de la instrumentación poética! ¡Divina locura! ¡Caso curioso de la patología literaria!…

En estos neuróticos debe operarse cierta inversión de los sentidos, pues que en su vocabulario especial confunden los sonidos con los colores y los sabores, como pasa bajo el ingenio de la sugestión hipnótica.

Comprendo que la chispa eléctrica sea luz azuleja para el ojo, crepitación para el oído, escozor para la mano, acidez para el paladar, y aún concibo que tenga olor, si se la hace caer en los nervios del olfato. Comprendo que el alma, libre del fardo de la materia, tenga una noción única, y, por tanto, más perfecta, de la chispa eléctrica, aunando las cinco nociones elementales diversas que los sentidos le proporcionan, tal como de la fusión de los colores del espectro resulta el rayo de luz. Comprendo que las sensaciones recibidas por los sentidos tengan grandes analogía y estrechas relaciones entre sí, desde que todas no son más que modos de movimiento, y solo se diferencian en la rapidez de las vibraciones. Pero ¡lo que no comprendo es que, hombres despiertos y metidos en el estuche de su cuerpo vivo, me digan: que, el clarín suena rojo; que llega a herir su tímpano el aroma azul de las violetas, que ven con el paladar, y que oyen por la nariz!… ¡Y menos comprendo todavía ni admito la necesidad de amoldar la lengua a tan extravagante discordia de los sentidos a nombre de la divina instrumentación

!Y no creáis, mis señoras, que exagero. Los decadentes no son desprevenidos y tienen su Código. Han ya reducido a preceptos las incoherencias de sus sueños morfinizados en el Tratado del Verbo.

Establécese allí que cada letra tiene un color, cada color corresponde a un instrumento músico y cada instrumento simboliza una pasión o un modo de ser. Así, por ejemplo:

La A es negra, lo negro es el órgano; el órgano expresa la duda, la monotonía y la simpleza [sic].

La E es blanca, lo blanco es el harpa; el harpa es la serenidad, etc., etc.

De las combinaciones de letras, según ellos, nacen los diversos matices del sonido, del coloro y del sentimiento. He aquí pues la cábala judía aplicada a las bellas letras.

Como el niño que juega inocente al borde del precipicio, así estos poetas decadentes sonríen junto al abismo, en aquella triste penumbra vaga que separa la razón de la demencia.

Las aliteraciones, las combinaciones de letras y sonidos que ellos miran como nuevas, en su parte racional eran conocidos por el viejo Homero y usadas por Virgilio. Las armonías que ellos buscan con tan raro ahínco, otros las encontraron ya sin salir de lo razonable, y es lo que los retóricos, desde Aristóteles hasta hoy, comprenden en la armonía de los sonidos musicales, la armonía imitativa y la armonía que establece el acuerdo entre la idea y las palabras con que se la da expresión.

No hay pues tal novedad.

VII

Es Rubén Darío decadente.

Él lo cree así; yo lo niego.

Él lo cree, porque poetiza la nueva escuela; porque siente las atracciones de la forma, como todas las imaginaciones tropicales; porque tiene fiebre de originalidad.

Yo lo niego, porque ni le encuentro las extravagancias características de la escuela decadente, por más que tenga las inclinaciones. Lo niego, porque él no ensarta palabras para aparentar ideas, sino que tiene el divino numen que lo salva de las atracciones del abismo, como las alas del águila.

¡Ay de los incautos que pretendan seguirlo!

La poética decadente de Darío es al Tratado del Verbo de lo que el hombre al mono. Ella está consignada en un hermoso estudio que consagró a Catulle Mendès, donde él mismo se pinta de cuerpo entero y descubre los procedimientos que emplea.

Dice allí en son de reproche, que «Julio Janin consideraba un absurdo, una locura, pretender pintar el color de un sonido, el perfume de un astro, algo como aprisionar el ama de las cosas».

Otros encuentran que «hay un exceso de arte, un abandono del fondo, del verbo, por la envoltura opulenta…» (¡Oíd!)… «¡Ah! Y esos desbordamientos de oro, esas frases kaleidoscópicas, esas combinaciones armoniosas en periodos rítmicos, ese abarcar un pensamiento en engastes luminosos, ¡todo eso es sencillamente admirable!».

¡Sí, admirable, mientras el gusto sano la vivifique, mientras el grande arte de la palabra no degenere en neuróticas orquestaciones!

Darío va en busca «de lo bello, del encaje, del polvo áureo», quiere «juntar la grandeza a los esplendores de la idea en el cerco burilado de una buena combinación de letras»… quiere, «poner luz y color en un engaste, aprisionar el secreto e la música en la trampa de plata de la retórica, hacer rosas artificiales que huelan a primavera…». Y todo eso, en efecto.

De él diremos, como él de Catulle Mendès, que es un poeta de exquisito temperamento artístico, delicadísimo y bizarro; que escribe en prosa y casi rima; admirable fraseador que esmalta y enflora sus cuentos, y que para distinguirse tiene el sello de su estilo, de su manera de escribir como burilando en oro, como en seda, como en luz.

Va más lejos aún, y elogia en Mendès «el instinto que tiene de encontrar el valor hermoso de una consonante que martillea sonoramente a una vocal, y su gusto por la raíz griega, por la base exótica, siempre que sea vibrante, expresiva, melodiosa».

Catulle Mendès como Goutier, su suegro, es un parnasiano, pero con ribetes de simbolista decadente.

Darío es un poeta sui generis, con más facetas que el Ko-hi-noor de la India, y con más nervios y caprichos que Sara Bernhardt.

Su admiración por los primores y rarezas de la frase, su inclinación y gusto por los pequeños secretos del colorido de las palabras y armonías literales, han hecho, sin duda, que él se crea decadente.

No lo es, dijimos, porque no tiene las extravagancias de la escuela. Sus mismas sorpresas, novedades, rarezas de forma, son tan delicadas, tan hijas del talento, que se las perdonarían hasta los más empecinados hablistas. Suele haber raíces exóticas en su vocabulario, suelen deslizarse algunos graciosos galicismos; pero, es correcto, y si anda siempre a caza de novedades, jamás olvida el buen sentido, ni pierde le instinto de la rica lengua de Castilla al amoldar las palabras a su orquestación poética. No así en las cláusulas de su florido lenguaje. Ellas tienen más el corte francés moderno, brusco, breve, nervioso, que el desarrollo grave, amplio, majestuoso de la frase castellana.

Sus bizarrerías, como él suele decir, hijas legítimas son de una organización nerviosa, de las sangre juvenil, y sobre todo de la viveza y esmalte de estas imaginaciones maduradas en los climas ardientes.

Sin embargo, no se puede desconocer su tendencia a los decadentes. Veo que tiene un pie sobre ese plano inclinado: si eso se hace de moda, temeré que la moda lo empuje y lo precipite.

¡Ah!, ¡la Moda!… Conocéis sus caprichos locos y su imperio. Por culpa de ella ahí tenéis a nuestro poeta lírico enflautado en su larga levita y en el tubo lustroso de su sombrero, en vez de llevar flotando a la espalda el blanco albornoz de los beduinos, de holgados pliegues, airoso y elegante. El Yemen lo creería su hijo; el camello lo reconocería; tañería la guzla mora adornada con flores de granado, y las mujeres de ojos negros arrojarían jazmines a sus plantas.

¡Quiera Alhá, que no caiga en el abismo!

Lo que es por hoy, este bellísimo libro Azul…, con arabescos como los de la Alhambra, proclama la estirpe de su autor, y prueba que no es él un decadente.

Si él lo dice, ¡no se lo creáis! ¡Pura bizarrería!, ¡pura orquestación poética!

Vale más que eso. Él es él, el poeta de Nicaragua, el que baña su frente en un nimbo de oro cuando sueña sus azules, y conversa con las hadas cuando modula sus rimas y canciones.

—Ecce homo!…

VIII

—¡Veamos la obra!

Allá en el fondo del Ática, cuando del viejo coro religioso de las fiestas dionisíacas comenzaba a desprenderse la tragedia, cuando Esquilo meditaba su Prometeo, el pueblo murmuraba en torno del altar del dios, un poco olvidado:

—¡Nada por Dionisio! ¡Nada para Dionisio!…

Como el pueblo ateniense dirá acaso, mi buen amigo Rubén, al ver que dejo correr la pluma charladora por donde menos pensaba, y para nada me ocupo de su nuevo libro.

Ciertamente, darlo a conocer era mi intención al sentarme a escribir este Prólogo; pero ¡me acontece como a un buen amigo mío, improvisador sin fin ni fondo, que se sentó a escribir una décima y le salió comedia!… Mas, pues tengo aún dos cuartillas blancas sobe la mesa, hagamos algo por Dionisio para que el pueblo no murmure.

Recorramos la reducida, pero rica galería de sus lienzos y acuarelas, de sus mosaicos y camafeos, de sus bronces y filigranas.

Venid, bellas ninfas, adornadas del arte; venid y admirad conmigo sobre el Azul joyante de esta prosa, el divino centelleo del Año Lírico, Lira de brillantes sobe mullido cojín de raso azul. ¡Entrad!

IX

¿Queréis ver y palpar lo que el viejo autor de las doloras llama la universalidad de una idea?

Aquí tenéis estos tres cuadros, —una pequeña trilogía—: El rey burgués, El velo de la reina Mab, La Canción del Oro. Miradlos bien.

¿Veis? El protagonista es el Poeta, siempre el Poeta, solo, desconocido, abandonado, hambriento, casi un mendigo, y, sin embargo, como Colón lleva un mundo a la cabeza. ¡El burgués hecho rey, dueño del oro y del mando, ve al poeta y lo coloca más abajo que sus lacayos, allá, entre sus pájaros, donde dará vuelta sin cesar al manubrio de un organillo!… Es noche de crudo invierno; la sala del festín arde como una ascua de oro, por sus ventanas salen bocanadas de luz y explosiones de alegría; ¡ahí se goza y se ríe; ahí se aplauden locamente las hinchadas necedades de un retórico!… Y afuera, ¡oh sarcasmo!, la nieve, el hambre, la desesperación… el Poeta que muere a la luz de las estrellas melancólicas.

¿Habéis comprendido? Ese poeta, ese genio que pasa desconocido al lado de los grandes de su tiempo, que vive sufriendo y muere de pena y de frío, tiene muchos nombres, se llama Homero, Camoens, Taso, Shakespeare, Miguel Cervantes… ¡Comparad estas frentes humildes tocadas por el dedo de Dios, con las altivas testas coronadas por mano del hombre o del capricho!…

Ahí tenéis la eterna historia del oro burgués aplastando al talento, y, del estro encadenado a la miseria; ahí tenéis la universalización de la idea expresada poéticamente.

Este viejo cuento, narrado con gracia nueva y encantadora, es una tela que merece marco de oro. ¿No es verdad, hermosa lectora? Pero ¡qué diantre!… ¡Os quedáis pensativa! ¿Vuestra frente delicada se dobla al peso de graves pensamientos?… ¡Ah!, ¡es que eso nace del fondo mismo del cuadro, que el autor, por una amarga ironía, ha llamado cuento alegre!

Campoamor quiere que la idea poética se haga imagen para que la veamos, y en seguida se humanice para que la sintamos. La imagen es el cuento mismo, y, no me tengáis por viejo murmurador si os agrego, que, aquí esa humanización es… ¡nuestro poeta en persona!… ¡Chit!… Solo para vosotras… ¡Imaginadlo enjaulado en el pandemonium de la Aduana de Valparaíso, tratando de fardos, contando barricas, alineando números en negras columnas! ¡Imposible! ¡Y hay sin embargo, que dar vuelta al manubrio!… ¡Ah!, ¡creedme, yo lo comprendo… pero, al menos, él, lleno de juventud, lleva en el pecho la esperanza…!

¡La Esperanza! Sí, esa es la ninfa ilusión que él vio en su Cuento parisiense, tan sabroso, tan graciosamente bello como la ninfa misma que allí veis, esa que surje del cristal tembloroso de las aguas con una sonrisa picaresca. Pero no divaguemos.

Volvamos a nuestro Poeta muerto de pena y de frío; vamos a verlo resucitar en el cielo de la fantasía.

¿Conocéis a la diminuta reina Mab, aquella que Shakespeare pasea por el país de los sueños y de los enamorados, donde vagan Romeo y Julieta? Ella, —el hada gentil que baja por un rayo de sol, en su pequeño carro hecho de una sola perla y tirado por cuatro coleópteros empenachados, de bruñidos capacetes y trasparentes alas—, ella, ella será la que emancipe al Poeta. Al menos conseguirá siquiera adormecerlo, engañará su dolor, lo hará olvidar sus penas. ¿Sabéis cómo? Mirad el lienzo; allí la veis; compasiva y tierna envuelve al Poeta en su velo azul, casi impalpable y tan tenue como la sombra de una ilusión. Ese velo encantado trae consigo los dulces sueños, y hace ver la vida color de rosa. ¿Comprendéis ahora?

Dante borró la esperanza y creó el infierno, Lasciate ogni speranza!… Arrojad la divina esperanza sobre la noche y tendréis el día.

Eso hizo la reina Mab.

Desgraciadamente, ese velo delicado se rompe y se evapora al soplo brutal de la realidad, fría y dura y tremenda.

La hora de los desengaños no tarda. El harapiento con trazas de mendigo, el peregrino, el poeta, despierta bruscamente al sentir que le escupe al rostro el desprecio e los palacios, llenos de lacayos galoneados, y el crujir insolente de la seda meretricia.

Y, aquella especie de mendigo sonríe y se yergue. ¡Sobre su frente dantesca se amontonan las sombras como las nubes en torno de la montaña, y brillan sus ojos con los relámpagos de la indignación, y su lengua, como la de Juvenal, estalla al fin en rayos vengadores! Esa es la sátira acerada contra las corrupciones de la riqueza, esa la Canción del Oro, mezcla de gemido, ditirambo y carcajada, que el porta da al viento de la noche, y que en ecos quejumbrosos prolongan las tinieblas sobrecogidas.

Mas, por desgracia, estas voces vengadoras no llegan al oído sordo de los poderosos, ni a su corazón, más duro que el bronce, más duro que la bóveda del Banco, y a prueba de generosas compasiones.

¿Qué se hizo el poeta? ¡Ya no está la reina Mab!… El velo azul no existe,… la Canción del Oro fue dispersada al viento del olvido… ¿Acaso no habrá algún epílogo para nuestra trilogía? Recorramos la galería… ¡Ah!… ¡Ah!… ¡sí lo hay!… El poeta se ha hecho bohemio, y hoy vive en la vieja Lutecia, en ese París que aspira a ser el cerebro del mundo porque es su corazón. Ahí está. Le conozco a pesar de su metamorfosis.

Del país de las hadas hemos pasado, pues, a la prosa de la vida, y nos hallamos en el Café Plombier, en plena bohemia, bock en mano y la pipa en la boca… Allí se agitan revueltos, grupos de estudiantes y artistas, de perdidos y pensadores, cabezas fosforescentes donde hay algo, frentes juveniles que buscan afanosas el viejo laurel verde.

Allí está aquel Garcín, querido entre todos, triste, soñador, buen bebedor de ajenjo, bravo improvisador, y, como bohemio, un Bayardo sin miedo ni tacha. Ya lo veis, ha cambiado de traje y de escenario, pero es el mismo poeta anónimo a quien el rey burgués dejó morirse de hambre, a quien Mab envolvió en su velo, el mendigo que lanzó a los aires como una saeta de fuego, su estridente Canción del Oro.

La bohemia lo llama el Pájaro Azul. Él hace madrigales y coge violetas silvestres para Nini, su linda vecina.

Mas, el idilio candoroso y dulce es bruscamente interrumpido por la muerte de Nini.

Garcín sonríe tristemente, se despide de sus amigos como en broma, pero con palabras misteriosas, y, en seguida, pone fin al idilio saltándose los sesos.

Así, pues, el epílogo de esta lucha trágica del genio con el destino, remata en el suicidio, ¡heroica cobardía, sublime necedad! El oro y la ceguera humana lo combaten, la esperanza lo consuela, el amor lo levanta, pero, al fin, como el epicureano Lucrecio, corta las amarras de la negra barca y se engolfa meditabundo en el piélago de la eternidad.

Aguardad, que hay algo aún más sombrío y más humano en esta galería d’èlite; algo digno del lápiz de Goya. Se diría que es un episodio caído de la cartera de Víctor Hugo, algo como una página de los Miserables o de los Trabajadores del Mar, suavizada por la pluma de D’Amicis.

—Mostradnos, pues, el pequeño prodigio.

—Ahí lo tenéis. Se intitula El Fardo. ¿No es verdad que esa tela hace estremecer el alma? Es hermosamente sombría, tiene los sacudimientos de la tragedia, y llena los ojos de lágrimas silenciosas.

Baja la tarde; a orillas del mar azul y pérfido, un viejo jornalero inválido cuenta la triste suerte de su hijo, uno de los hércules anónimos de nuestras playas. Él era el sustento el pobre rancho; él trabajaba sin descanso al sol y al viento, a veces con el agua a la cintura, para llevar un mendrugo a su madre anciana y para algo más… para enriquecer a los ricos. Él se reía de la muerte y desafiaba el peligro, mas un día la muerte lo cogió en su trampa horrible y lo aplastó. —¿Cómo?— Un fardo pesadísimo se balanceaba pendiente del brazo colosal de un pescante que lo alzaba sobre el abismo. ¡De repente cruje la madera, las cadenas rechinan, estallan las gruesas cuerdas con estrépito, y aquella masa brutal cae y aplasta al hombre del trabajo como a un vil gusano!… ¡Sombría imagen del pueblo, víctima del fardo ajeno y sufriendo siempre en silencio!

¿Lloráis?… Pasemos a otra cosa…

¡Aire de primavera; olor a rosas; cuadro de amor, señoritas!…

El pintor lo llama, Palomas blancas y garzas morenas… Yo le daría otro nombre…

—¿Cuál? ¿Cuál?… ¡Veamos!

—Claro de luna y rayo de sol.

Nada más fresco ni más delicado, nada más humano ni más divinamente escrito.

Ese par de acuarelas entrelazadas en un medallón y que se completan y armonizan, ese poema del primer amor sentido por un niño y expresado por un hombre, por sí solo bastaría a formar una reputación literaria.

¡Qué!… ¡muchacha coqueta, con que te tapas lo ojos para no ver, y atisbas a hurtadillas por entre los dedos!…

¡Eh! ¡Dejad a los clérigos del Estandarte la gloria de tejer fajas púdicas para la Venus de Milo, y buscar desvíos místicos para las sanas palpitaciones de la madre naturaleza!…

Lo bello, lo verdadero y lo bueno, son las tres hipótesis de la santa trinidad del arte, tres colores distintos producido por un solo rayo de luz divina. Lo bello tiene que ser verdadero; no puede dejar de ser bueno.

¿Creeríais hacer buena obra condenando la verdad de esta belleza? ¡Condenad entones la naturaleza misma!

El cuadro del primer beso forma artísticamente la transición natural de los Cuentos al Año lírico, de la prosa elegante y cadenciosa a los versos de divina estirpe.

Pero, un momento más; echad aún un vistazo sobre estas otras pinturas. Aquí está la niña clorótica que se muere sin saber de qué, arrebatada por una hada benéfica al palacio del Sol, donde encuentra sus colores perdidos y recobra la alegría.

Ved más allá aquellos pequeños gnomos fornidos, de luengas barbas grises, con el hacha al cinto y caperuzas encarnadas. ¿Mundo fantástico, mundo alemán de Kobolt y Níquel?, de gnomos que conocen el secreto de las montañas, y saben en qué entraña de la tierra está escondido el tesoro de los Nibelungos. Agitado y revuelto hierve ese submundo de los pigmeos, porque el hombre, en su audacia creciente ha osado sacar de sus crisoles el zafiro y los rubíes, que ellos custodian noche y día en sus yacimientos seculares. ¿Queréis saber la leyenda del rojo rubí, de ese brillante como el ojo sanguinolento de una divinidad infernal? Escuchad al viejo gnomo; él os va a contar…

*

Nos provocan al pasar, estas dos panoplias, como han dado nuestros pintores en llamar a las colecciones de esbozos y bocetos que encuadran en un mismo marco, o en algún madero acuartelado, a la manera e los viejos escudos de armas.

Este es EL ÁLBUM PORTEÑO, la otra el SANTIAGUINO.

Aquí tenéis a Ricardo; en busca de impresiones y panoramas sube a los cerros de este Valle del Paraíso, que no es paraíso ni es valle. Sigue una vía tortuosa de casas trepantes, escalonadas del pie del cerro a la cumbre, graciosas, alegres, pintorescas, unas como blancos palomares entre la verdura, otras como castillos aéreos asomadas al abismo.

Mientras más se sube, como pasa en la vida, mayores horizontes se abarcan, más crece el cielo y más el mar. Y en las calles ascendentes del Cerro Alegre y en la estéril soledad del Camino de Cintura, Ricardo ve, medita, y escribe después, lo que pocos ven, menos meditan y ninguno ha escrito.

Veamos lo que él ha visto.

En el jardín de esa casita inglesa, ahí tenéis a Mary cogiendo flores de la mañana, rubia aérea y fresca… creación delicadísima hecha de una feliz pincelada y digna de tentar a un Fortuny. Luego, al lado de esa acuarela sonrosada y lila, un paisaje chileno a lo Rugendas, representando al huaso de nuestros campos y su buey; gordo este, resignado, paciente y rumiando filosóficamente su pasto y su destino. Más allá, al rojizo resplandor de la fragua, los cíclopes de delantal de cuero, que forjan el hierro incandescente al compas de sus martillos. ¡Ah! Acá tenéis la Virgen de la Paloma, creación murillesca, con su niño en los brazos. El bambino agita las manecitas y las piernas rollizas y muestra en sus movimientos, «querer asir la blanca paloma, bajo la cúpula inmensa del cielo azul»… Ahí tenéis, en el rincón, en el último término, esa cabeza que asoma a medio bosquejar: bajo sus sienes artísticas se siente palpitar el pensamiento, y se ve algo como el aleteo de millares de mariposas prontas a derramarse por los aires. Es un autoretrato; está al fin ahí como una firma.

Recorramos ahora el Álbum Santiagués; mas no creáis, extraviados por el nombre, que el artista fue en romería a Santiago de Compostela en busca de sus cuadros. No, nada de eso; se trata de nuestras vistas santiaguinas, de nuestra alameda de Santiago de Chile, con su sin par Cordillera de pórfidos abigarrados y de nieve, blanca a la mañana, rosicler a la tarde; con sus árboles, sus palacios, sus fuentes y sus estatuas; con sus filas interminables de lujosos carruajes charolados; con sus paseantes ajustados al último corte parisiense, y su exhibición dominguera de lindas mujeres ávidas de mirar y de ser miradas. Tras de esta vista de conjunto, aquel segundo cartón del panneaux nos introduce al misterioso retrete de una dama santiaguina. Delante de su tocador ensaya un traje Pompadour a la manera de las marquesitas empolvadas de Watteau, y ensaya al mismo tiempo las armas de su gracia conquistadora. Va al baile de fantasía… Estará irresistible…

Aquí tenéis una naturaleza muerta; allá, un estudio al carbón, una dama misteriosa con el manto a los ojos, orando en la penumbra del templo, más allá un risueño paisaje de la Quinta Normal, con sauce confidente, y a su amparo una feliz pareja, —¡acaso una cita!— y luego, un capricho e luz, un rayo de luna que resbala sobre la frente pálida del soñador incorregible y va a perderse en la bruma nocturna.

Tal es el Azul a vuelo de pájaro.

X

Estoy cansado; sentémonos un momento.

¿Cuál creéis que es la prenda más sobresaliente del autor de estos cuentos?

—¡Su inspiración!…

—¡Su fantasía!…

—¡Su originalidad!…

—¡Su elegancia!…

—¡Eh! Me refiero a otra cosa.

Rubén Darío tiene el don de la armonía bajo todas sus formas. Ya es la armonía imitativa, que nace como sabéis, de la acertada combinación de las palabras, cual aquella «agua glauca y oscura que chapoteaba musicalmente bajo el viejo muelle», y, «el raso y el moaré que con su roce ríen»… Cito de memoria, por no darme el trabajo de la elección donde a cada paso brotan espontáneas las preciosas onomatopeyas.

Fuera de la armonía imitativa hay aquí en grado supremo, aquella otra, que convierte la lengua en una flauta suave y sonora; y hay la gran armonía, la más artística de todas, la que consiste ne le perfecto acuerdo entre la idea y su expresión, de manera que parezcan ambas nacidas a la par y la una para la otra.

Agregad a estas tres fases de la armonía, las melodías del lenguaje sometido a la ley del metro y el ritmo, y sabréis en qué nuestro poeta es maestro como pocos. El don de la armonía es uno de los secretos que tiene para encantarnos.

XI

En el Año lírico hay pocas, pero escogidas composiciones.

Nada más delicado que su canto de Primavera; nada más espléndido que su Estival.

En la Primaveral, suelto y gracioso romance que huele a rosas, es notable la armonía entre el tema desarrollado y las imágenes, figuras, tropos, epítetos y combinaciones de sonidos que se emplean. Corre por toda la composición un aire fresco y embalsamado de primavera y juventud que alegra el alma y templa los nervios, como si realmente nos halláramos en la estación florida de los rimeros amores.

Pocas, muy pocas composiciones del género ha producido la Musa juvenil de América que a esta se igualen.

Yo, apenas sí retocaría un solo verso para dar mejor colocación a los acentos, y diría:

Dame que aprieten mis manos

las tuyas de rosa y seda,

y ríe, y muestren tus labios

su húmeda púrpura fresca

Así, este octosílabo dactílico llevaría sus acentos, como es debido, en las sílabas 1.ª, 4.ª y 7.ª.

Tras los toques de aroma y color campestres, propios de la savia que sube, y las yemas que revientan, y los botones que se abren, y del amor que germina en nidos y corazones; tras del dulce reclamo a la amada, propio del mes de flores y de un alma de un poeta, viene aquel final espléndido de perfil griego, que hace rematar tan elegante composición en una anacreóntica perfecta.

¡Oh, y la ESTIVAL! ¡Qué nervio y que estro! ¡Qué admirable talento pictórico!… No trepido en afirmar que este es uno de los más bellos trozos descriptivos del Parnaso Castellano.

El estío está simbolizado en los amores de dos tigres de Bengala. La real hembra aparece sola en escena «con su lustrosa piel manchada a trechos». Una sensación extraña la agita…

Salta de los repechos

de un ribazo, al tupido

carrizal de un bambú; luego, a la roca

que se yergue a la entrada de su gruta.

Allí lanza un rugido,

se agita como loca

y eriza de placer su piel hirsuta.

La fiera virgen ama.

Es el mes del ardor. Parece el suelo

rescoldo; y en el cielo

el sol inmensa llama.

………………………………………………

Siéntense vahos de horno,

y la selva africana

en alas del bochorno

lanza, bajo el sereno

cielo, un soplo de sí. La tigre ufana

respira a pulmón lleno,

y al verse hermosa, altiva, soberana,

le late el corazón, se le hincha el seno.

Esta es la introducción, este el medio ambiente encendido en que la escena va atener lugar.

Las coqueterías felinas de aquella fiera que ensaya las uñas de marfil en la roca, que se lame y repule, que agita nerviosa el inquieto y felpudo rabo, que husmea, busca, va… y exhala como un suspiro salvaje, no son por cierto, perdidas. Sus efluvios vuelan, y luego,

un rugido callado

escuchó. Con presteza

volvió la vista de uno y otro lado.

Y chispeó su ojo verde y dilatado

cuando miró de un tigre la cabeza

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