Azul…

Azul…


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surgir sobre la cima de un collado.

El tigre se acercaba.

Era muy bello.

Gigantesca la talla, el pelo fino,

apretado el hijar, robusto el cuello.

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Al caminar se veía

su cuerpo ondear con garbo y bizarría.

Se miraban los músculos hinchados

debajo de la piel y se diría,

ser aquella alimaña

un rudo gladiador de la montaña.

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Pero, a este paso tendría que citarlo todo. Leedlo, leedlo y encontraréis razón a mi entusiasmo. La pintura del tigre es a la manera de Leconte de l’Isle, como lo es el encuentro de las dos fieras, y la legada inesperada del príncipe de Gales que va de caza. Detiénese al ver aquellas fieras terribles que se acarician sin sentir lo que pasa a su lado; avanza, apunta, hace fuego, y al estruendo

El tigre sale huyendo

y la hembra queda, el vientre desagarrado.

¡Oh, va a morir!… Pero antes, débil, yerta,

chorreando sangre por la herida abierta

con ojo dolorido

miró a aquel cazador, lanzó un gemido

como un ¡ay! de mujer… y cayó muerta.

Aquí cierra naturalmente el cuadro, y siempre nos parecerá pegadizo el trozo final.

Por la propiedad quisiéramos que la escena pasara en la India, cuna de tigres bengaleses, y soto de caza de los Príncipes de Inglaterra, y no en la selva africana, elejida por error. Por la misma razón suprimiríamos aquel kanguro, que salta huyendo por el ramaje oscuro, llevado a tierra de tigres reales por la sola atracción del consonante.

Pero, estos son lunares fáciles de remediar, y en nada amenguan el mérito de la obra.

Los cantos que Darío consagra al Otoño y al Invierno están cuajados de bellezas como nuestro cielo austral de estrellas. Renuncio a contarlas.

El Pensamiento de Armand Silvestre es a las otras composiciones lo que la hoja a los pétalos, y Abatkh, —no se si griego o japonés—, es la oda más delicada y bella a la paloma que pueda darse, deslucida por un final desgraciado, que debe suprimirse sin vacilar.

Si el autor quiere después del canto de felicidad completar su idea, si quiere pintarnos la desgracia asechando al que sonríe, si quiere encarnar el gavilán devorando a la paloma imagen de la fatalidad (que es lo que anagké significa) maneje de otra manera su conclusión.

A él no le es lícito dejar de ser artista, ni un solo momento.

Anagke comienza así:

Y dijo la paloma:

—Yo soy feliz. Bajo el inmenso cielo,

en el árbol en flor, junto a la poma

llena de miel, junto al retoño suave

y húmedo por las gotas de rocío,

tengo mi hogar…

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¡Soy feliz! porque es mía la floresta,

donde el misterio de los nidos se halla;

por que el alba es mi fiesta

y el amor mi ejercicio y mi batalla.

Feliz, por que de dulces ansias llena

calentar mis polluelos es mi orgullo;

porque en las selvas vírgenes resuena

la música celeste de mi arrullo.

Porque no hay una rosa que no me ame,

ni pájaro gentil que no me escuche,

ni garrido cantor que no me llame.

—¿Sí? dijo entonces un gavilán infame.

Y con furor se la metió en el buche.

Este último es un verso plebeyo que desdice de los demás, tan donosos y bien nacidos. Al menos, me hace mal efecto. Pero, lo que sí debo confesar que encuentro inadmisible bajo todo punto de vista, es el siguiente desgraciadísimo final, que puede y debe suprimirse, por innecesario a la obra, por antiartístico y por blasfemo.

Sí; notadlo bien, señoritas, yo, libre-pensador, yo, a quien sin conocer llaman ateo las buenas monjas de Dos Corazones, no acepto estas intemperancias dañinas al arte.

Continúa el poeta:

Entonces el buen Dios allá en su trono,

(mientras Satán, para distraer su encono

aplaudía a aquel pájaro zahareño),

se puso a meditar. Arrugó el ceño,

y pensó, al recorrer sus vastos planes,

y recorrer sus puntos y sus comas,

que cuando crio palomas

no debía haber criado gavilanes.

A propósito de esto, ¿me permitís, amigas mías, una última digresión antes de despedirnos?

—¡Sea!

Habéis de saber que don Alfonso el Sabio, rey muy dado a la astronomía, como que escribió las Tablas Alfonsíes que de los astros tratan, ofuscado por los errores a que lo indujo el sistema de Tolomeo, culpaba al Creador de los desórdenes e incongruencias que creía encontrar en el mecanismo del universo. La crítica que el buen rey creía hacer al Autor de los cielos, en realidad la hacía a Tolomeo, a quien él seguía, como los árabes sus maestros. Así quienes lo culpan del aparente desorden moral e injusticias de esta baja tierra, lo que en realidad condenan es su propia, falsa concepción de las cosas.

No sabemos explicarnos por qué el halcón devora a la paloma, y nuestra ignorancia se retuerce contra el Creador del Cielo y de la tierra, origen de la justicia y fuente de todo bien.

Admiremos la obra, amenos a su Autor. Sin eso no hay arte. Lo bello, lo verdadero, lo bueno brotan del seno de la naturaleza, como la luz, el calor y la vida brotan del sol. L’art c’est d’azur.

¿Sois poetas?, ¿amáis el arte? Dónde hallaréis mejor modelo ni mejor maestro que en esa santa y buena y sabia naturaleza, siempre bella, siempre riente, siempre productora, siempre virgen y madre, de cuyo seno nace el arte griego como Venus de las espumas, como Minerva del cerebro de Jove.

Buscad en la naturaleza el secreto de la poesía. Ella os dará los elementos inertes y los elementos vivos de los afectos. Ella es cielo, aire y tierra: ella es hombre y mujer, luz y amor, ciencia y virtud, color y armonía… escala misteriosa que remata en Dios.

Por favor, lindas lectoras, suprimid ese desgraciado final. Si el autor no lo hace, suprimidlo por él, en prueba de cariño y de agradecimiento por el goce estético que os habrá producido la lectura de tan lindo libro; por los ensueños que os habrá producido la contemplación del precioso cofre artístico que lleva grabado en la tapa como un misterio la palabra Azul… y guarda dentro las joyas regias del Año lírico.

Y decidme ahora, corazones sensibles, capaces de sentir las nobles emociones del arte, ¿no es verdad que el autor de este pequeño libro es un gran poeta?

La envidia se pondrá pálida: Nicaragua se encogerá de hombros, que nadie es profeta en su tierra; pero, el porvenir triunfante se encargará de coronarlo.

Vosotras que me creéis, porque sabéis sentir y presentir, saludad al poeta a su paso, como las vírgenes Sulamitas a David el cantor, y no temáis engañaros, que él lleva consigo las tres palabras de pase para el templo de la inmortalidad:

EROS - LUMEN - NUMEN

EDUARDO DE LA BARRA

C. E. de la Real Academia Española

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