Azul

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MIENTRAS SANTIAGO hablaba, Fátima se volvió, dándoles la espalda a los hombres, y avanzó hacia una ventana, la que estaba más cercana y contempló el rostro radiante de la luna llena que se reflejaba sobre el agua oscura del océano. Parecía como si el mar hubiera detenido su oleaje para no desfigurar aquella rutilante faz plateada que navegaba a toda vela sobre el océano estelar.

El aroma salado de la brisa marina le pareció brutal, Fátima se había acostumbrado a la combinación de la sal y las rosas, y esa esencia cruda que ahora la envolvía le hizo recordar que ya no había flores en el jardín. El jardín había perdido su identidad y su magia; su calidez y su romanticismo; por un segundo se imaginó aquella casona devorada por un jardín que no sería capaz de guardar secretos y tampoco de acoger idilios. Un jardín sin flores es tan solo un trozo de bosque hambriento; un jardín sin flores es una pasión sin vida.

En Viridian hubo un gigantesco jardín poblado de rosas, un jardín cultivado con amor destilado, puro, profundo. Aquí también existió un jardín de rosas, pero ese amor que no las cultivó solo fue temporal, y tal vez... Si, tal vez habría sido profundo durante un segundo.

Un segundo.

Cuántas cosas sucedían en un larguísimo segundo.

Solo le había bastado mirar los ojos verdes de Oliver un simple segundo y el calor de la pasión se le incrustó en la piel, inyectándose en cada uno de sus poros hasta alcanzar la médula de sus huesos, evaporando cualquier débil o fortuita emoción que se hubiera alojado en alguna parte de ese corazón que había perdido un trozo.

Entonces, Fátima recordó la noche anterior, fue en el instante en que Santiago la llevó a su alcoba, cuando ella dudó que Oliver estuviera con vida y dudó secretamente que aún lo amara.

Santiago tomó su mano y la condujo a su alcoba. Él abrió la puerta y le indicó que entrara, él ingresó después de ella y cerró la puerta tras de sí.

Fátima se dirigió al balcón, la puerta estaba abierta y el viento se entretenía jugueteando con las cortinas, aquellos trozos de tela vaporosa de color dorado y marrón se movían con desgano, ella pensó que el retozo del viento las molestaba. Con la mano derecha retiró una de las cortinas y salió al balcón.

La luna estaba justo sobre ella, observando fijamente cada uno de los movimientos de la joven. Habían aparecido varias nubes plomizas en el cielo que se movían al compás de los minutos, dirigiéndose todas ellas hacia el horizonte, como si detrás de aquella delgada línea, un hechicero las hubiese conjurado y ellas acudían hipnotizadas a atender la llamada.

Fátima escuchó los pasos de Santiago acercándose a ella, sin embargo, él se dirigió a la otra esquina del balcón y contempló el jardín que se ocultaba en la parte trasera de la casa.

—Él podría estar allá afuera, observándonos. ¿No te preocupa esa posibilidad?.

Santiago le preguntó, mientras observaba con detalle el jardín de lado a lado.

—Él no está aquí. —Ella estaba segura de eso— Santiago, deseo creer que él realmente está con vida y que Eugene logrará ponerlo en libertad con la carta que me diste. —Ella hizo una pausa— Tengo dudas. —Dijo en un susurro— Acepté su ausencia, me obligué a enfrentar los días y las noches sin su compañía, y ahora, me niego a edificar ninguna clase de esperanza. No quiero enfrentarme y vencer otra mentira solo para descubrir que en realidad él está muerto.

—Fátima, tu desconfianza es innecesaria, él vive y será puesto en libertad en cuanto Eugene presente ese documento, te lo garantizo. Sin embargo, —Guardó silencio varios segundos— hay algo que aún no logro entender. ¿Cuál es la razón por la que permites que yo haga esto?.

—¿Qué tú hagas qué?.

Santiago se volvió hacía ella y recorrió los pasos que los separaban; sujetó el rostro de ella y la besó. Ella ni siquiera intentó rechazarlo, era quizá su dulzura o lo insólito de la situación en la que se encontraba lo que había logrado doblegar su armamento y finalmente apreciarlo como el hombre encantador y varonil que realmente era, la belleza delicada de su rostro poseía una virilidad casi quimérica.

Su beso fue profundo, tierno y demandante al mismo tiempo, pero... No le hizo hervir la sangre. Se sentía cómoda a su lado, eso siempre lo supo, más la pasión, la necesidad de ser parte de él, de llevarlo en la piel y sentirlo tan cerca que nada pudiera separarlo de ella, no se había encendido. A ella le agradaba que la tocara, siempre lo hacía de manera tan sutil y delicada, como si él temiera romperla si ponía demasiada presión, pero no se producían respuestas embriagadoras dentro de ella.

La variedad de sentimientos que habitaban en el interior de aquel hombre, la conmovían. Su soledad, su remordimiento y sus recuerdos; ese inmenso amor incompleto y tortuoso, lo transformaban en un ser abrumado por una fragilidad dolorosa y adictiva. Fátima entendió su agobio y su necesidad de libertad. Él y ella habían sido presas de una misma fiera y era ella la única que logró escapar de sus fauces.

Santiago liberó sus labios y sin soltarle el rostro le habló al oído.

—¿Por qué me permites hacer esto?.

No respondió.

Ella no podría decirle que deseaba saber si después de esos besos ella sería capaz de alejarse de él cuando se presentara el momento.

Ahora lo sabía. Las dudas estaban resueltas.

Fátima contempló sus ojos color turquesa dilatados, tan grandes y cristalinos como el agua del océano, y era precisamente el mar lo que la llevaba siempre de regreso a Oliver.

Sus ojos son azules. ¡Azul!. Él era la parte azul que correspondía a este trozo de la vida de ella.

Sin alguna razón, ella empezó a relatarle su historia. Tal vez sentía la necesidad de que él la conociera, de que él estuviera consciente de los sentimientos de ella.

Fátima quería darle la oportunidad de liberarse de ella. Un hombre difícilmente pasaría por alto la presencia constante de otro, en la vida de su amada.

—Conocí a Oliver en el consultorio del médico en Jamaica, esa fue la primera vez que nos vimos.

Santiago retiró sus manos del rostro femenino como si lo hubiera quemado y retrocedió varios pasos refugiándose en la esquina contraria del barandal que rodeaba el balcón, él volvió su rostro hacia el jardín y sujetó el barandal de cantera con ambas manos.

—Cada vez que yo te beso, imaginas que es él, ¿cierto?. —Le preguntó desencantado.

—No. Tú y él son diferentes. A ti te percibo como la tierra paciente, generosa y solamente tus ojos me devuelven al mar. Oliver es como el mar: temperamental, poderoso, y son sus ojos verdes que me plantan en tierra.

El guardó silencio y ella prosiguió con el relato. Le habló sobre la fiesta en casa de los señores de Altamira y le narró todos los detalles de aquella noche. Santiago mantuvo su mirada perdida en alguna parte del jardín oscuro y sin modificar su posición, hasta que ella llegó al momento en que huyó de la recepción en donde se había anunciado su compromiso con Alfonso. Santiago liberó el barandal y deslizó sus brazos hacia atrás y su mano izquierda sujetó la muñeca derecha. Así el relato llegó al momento en que ella aprendió a usar la espada.

—¿Ellos te enseñaron esgrima?. —Le preguntó esbozando una diminuta sonrisa.

—Si. Prácticamente los obligué.

—Cuando Alfonso me habló sobre aquel incidente en donde tomaste su espada y le marcaste el rostro, me pareció exagerado. Nunca me hubiera imaginado que habías aprendido realmente a utilizar la espada. —Santiago se volvió hacia ella y la miró destilando admiración en sus ojos. El relato no estaba surtiendo el efecto que ella planeaba— ¿Te sentiste sola?.

—Si te refieres a que si extrañaba a Oliver. Si, mucho. Pero no podía pasar días y más días desperdiciando el tiempo deseando que él estuviera a mi lado.

Ella le narró cómo huyeron a toda prisa de Maracaibo y zarparon sin tropiezos rumbo a Tortuga. Ella hizo una pausa y se volvió al jardín, igual que Santiago, sus manos sujetaron el barandal. Ella sintió la necesidad de extraer la fortaleza de la cantera para continuar relatándole la odisea. Entonces le habló sobre el primer enfrentamiento con aquella mujer del collar de perlas.

—Debió ser muy incómodo para ti. —Dijo él ronco.

—De todas las dificultades que había sorteado hasta ese momento, ella fue la peor de todas. Su aparición en aquella posada de mala muerte y la respuesta que me dio Eugene cuando lo cuestioné sobre ella, me enfrentó a la posibilidad de ver la realidad de la vida que Oliver había llevado hasta entonces. Me torturaba la imagen constante de esa mujer y de otras tantas mujeres sin rostro que en su momento hubieran pasado la noche o los días, o tal vez solamente un par de horas al lado del hombre a quien yo amaba. Decidí no culparla a ella y tampoco rechazarlo a él. No podía juzgar a ninguno de ellos porque desconocía en ese momento las circunstancias que los habían llevado a hilvanar las vidas que llevaban a cuestas. —Ella tomó aire. Se sentía sofocada con el simple recuerdo— Especialmente no pude culparla a ella, porque me estremeció la posibilidad de convertirme en algo similar.

Él lo entendió.

Era precisamente lo que él había tratado de evitar, al resistirse a hacerle el amor en los meses pasados, pero aun con su abstinencia, las circunstancias no habían sido del todo “correctas”.

—Fátima no existe hombre sobre esta tierra que no haya tenido una amante. Ni siquiera yo. No me vanaglorio por eso. Supongo que dentro de los cánones de comportamiento masculino, sería anormal que un hombre sin compromisos, no tuviera una amante que le proporcione el desfogue que él necesita de vez en cuando. Aunque debo reconocer que no todos los hombres corremos a los brazos de cualquier mujer disponible, cuando ya tenemos una esposa. Yo no lo haría y supongo que tu Oliver tampoco.

—Si, eso es verdad. Pero no hay manera de entenderlo cuando te enfrentas a la mujer que se ha acostado con el hombre que amas. Las reglas no funcionan igual para hombres y mujeres. Lo que para un hombre es solo un desfogue, para una mujer es la deshonra.

—Entiendo. Te atormenta pensar que te has convertido en una prostituta porque has vivido conmigo durante muchos meses. Porque has caminado tomada de mi brazo y porque sabes que yo te amo, y que no puedo evitar besarte cuando te tengo cerca de mí, ¿es eso?. —El silencio espeso de ella le concedió la razón— Es precisamente por esa razón que yo ni siquiera he intentado llevarte a mi cama. Yo sería mucho más ruin si lo hubiera hecho, sabiendo que tu Oliver está vivo. No lo hice cuando creías que él había muerto y estabas vulnerable; tampoco cuando finalmente te recuperaste y me brindaste la oportunidad de acercarme a ti y de ninguna manera lo haría ahora que necesitas respuestas. Si yo te hiciera el amor ahora mismo y descubrieras que no me amas más que a Oliver, tu vida a lado de él estaría arruinada. ¿Crees acaso que no he deseado hacerte el amor?. He pasado infinidad de noches imaginándote a mi lado compartiendo mi cama, mi cuerpo y mi vida. ¡No te das cuenta que eres tú misma quien me desarma!. —Santiago se acercó a ella y sujetó su mano entre las suyas— Yo deseo que permanezcas a mi lado pero solo si ese amor que te permite aceptar mis besos y mi ser, es más profundo que ese que experimentas por él. Y si eso sucediera, tú pasado con él no tendría importancia para mí. —Colocó su mano derecha sobre la mejilla de ella— Fátima, tú no eres una mujerzuela, porque tú nunca has estado en venta.

Santiago rozó con sus labios los de ella. Sus ojos se sumergieron en el azul turquesa de los de él y luego enlazó con sus labios los de ella. Lo que él había dicho era cierto, lo que se había fraguado entre él y ella, no era parte de una compraventa. Ella realmente lo amaba, y era por causa de ese frágil amor que existía dentro de ella que aceptaba todos esos besos y esas caricias. Era por ese recién nacido amor que lo aceptaba a él. Pero... El sentimiento no era profundo.

Ella había respondido a su pregunta sin emitir una sola palabra. Él desengarzó sus labios de los de ella y retrocedió regresando a la esquina contraria del balcón. Su voz estaba ronca, más oscura que la noche si eso era posible.

—Me queda perfectamente claro, por qué permites que yo te ame de esta inusual manera. Te entregas a mí en cada beso, te fundes en mi cuerpo con cada abrazo, pero es evidente que no voy a escuchar que pronuncies esa frase. Nunca. Aunque yo me desgaste clamando al mundo que te amo, tú nunca me dirás que me amas, esa frase está destinada solamente para él.

Para él.

Su Oliver.

Y entonces, ella lo supo.

La última de sus dudas había sido aclarada.

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