Azul

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LLEGARON al consultorio del doctor Parker, Índigo estuvo a punto de llamar a la puerta, pero ésta se abrió violentamente. El doctor Parker apareció en el umbral cargando el maletín en la mano derecha mientras que su brazo izquierdo era aprisionado por las enormes manos de un hombre robusto vestido con un pantalón oscuro a la rodilla, una camisa a rayas y un pañuelo rojo anudado sobre su cabeza. El hombre las empujó bruscamente, en su afán de salir a toda prisa, Índigo se sujetó de la puerta, pero Fátima no tuvo esos reflejos y solamente extendió los brazos para amortiguar la caída. Sin embargo, no tocó el piso, algo se aferró a su muñeca izquierda sosteniéndola en el aire. El resto sucedió en segundos.

—¿Se ha hecho daño?.

Una voz profunda y deliciosamente masculina llegó hasta la más oculta fibra del cerebro de Fátima, provocándole un extraño hormigueo en el estómago.

Un brazo varonil se enredó en su angosta cintura y la ayudó a incorporarse. Las manos de ella se apoyaron sobre el pecho duro de aquel hombre, y pudo descubrir con toda precisión la tensión de los músculos pectorales bien formados. Ella sintió como se tensaba el brazo que aprisionaba su cintura y en lugar de liberarla, él la estrecho de tal manera que sus cuerpos se amoldaron con exagerada precisión. Fátima intentó separarse de él, por mero reflejo, pero el calor contenido en el pecho masculino la fulminó en el instante en que sus manos se posaron sobre su piel. La cercanía de ese hombre, la embriagó con su aroma a madera, lavanda y vetiver, cuero y caballo.

Fátima no rechazó más la cercanía del cuerpo de él, en realidad, la aturdió la sensación cosquilleante que la inundaba con el solo contacto de aquel hombre. Su rostro estaba tan cerca del trozo de pecho desnudo de él, que por alguna insensata razón ella deseo apoyar su cabeza sobre la piel masculina. Ella percibía con escandalosa urgencia el calor que emanaba del cuerpo de aquel hombre y que había penetrado la tela su vestido provocándole un incendio en la piel. Ella cobró conciencia de como ese calor descontrolado hacía erupción en su rostro.

—No. —Fátima respondió con voz que amenazaba romperse con ese simple vocablo— Gracias, señor... Señor... —Levantó la mirada y por Dios que ella olvidó que respirar era una condición necesaria.

Ella luchó contra la excitación que había estallado en su interior, tratando de pintar su voz con tonos incoloros, mientras delineaba con la vista las perfectas líneas curvas y rectas que daban forma al rostro dueño de una dorada brisa marina en la piel que contrastaba con la profundidad esmeralda de sus ojos, tan grandes e intensos como el horizonte tropical. Y entonces, ella recordó lo que había pensado varios minutos atrás, sobre combinar el azul del mar y el cielo, y el amarillo de la arena y el sol, los ojos de ese hombre poseían la mezcla perfecta: un palpitante verde. Percibió también una cicatriz que le atravesaba la mejilla, pero curiosamente, no le disgusto, muy por el contrario, acentuaba su atractivo peligrosamente varonil. Su pelo era corto, negro y hacía juego con su vestimenta donde solamente la faja escarlata difería, su camisa estaba desabrochada desde el cuello hasta donde iniciaba el abdomen y sobre su pecho descansaba un torzal dorado que aprisionaba un dije redondo y plano. A Fátima le fue imposible desviar su mirada de los excepcionales ojos verdes de él.

Él no había sido inmune a ella. Apenas la sujetó por la cintura y él ya no fue capaz de soltarla, difícilmente lograba controlarse para no besarla. El simple contacto con ella, le estaba quemando la piel aún a través de la tela de su ropa. Mientras sus ojos habían descifrado el rostro de ella, su cuerpo había sondeado la sensualidad de los contornos femeninos, y él estaba luchando con todas sus fuerzas para evitar que su cuerpo viril no lo traicionara. Se preguntó, ¿por qué reaccionaba de una manera tan escandalosa con esta mujer?. Tantas habían estado entre sus brazos antes, y ninguna lo electrizaba como lo había hecho ella con tan solo tocarla.

—Capitán Oliver Julien Drake, milady.

Pronunció esas palabras con voz ronca, más de lo que él hubiera deseado, pero era precisamente el deseo lo que se había encendido en él, y no porque necesitara liberación, él tenía a disposición suya cualquier mujer en los prostíbulos y a varias damas de algunas de las familias más distinguidas en Port Royal. Sin embargo, esta pequeña mujer lo afectaba, sería tal vez su delicadeza, su frescura, su aroma a rosas, su piel blanca, o quizá sus ojos avellana y la ingenuidad del contacto de sus manos sobre su pecho. Ella había logrado quemarle la piel con su delicado cuerpo, su aroma se le había incrustado tan profundamente que en ese instante él dudo que fuera capaz de poder respirar otra cosa que no fuera el perfume que emanaba de ella.

Ella no era tan alta como él, apenas le llegaba a los hombros, y tuvo que elevar el rostro para que sus ojos encontraran los de él, sus labios estaban a punto de tocarse, y ella abrió los ojos tanto que él creyó que saldrían volando en cualquier instante, entonces él le sonrió. Su sonrisa dibujo una perfecta muralla blanca atrapada entre sus labios carnosos, aprisionados por el arco del bigote afeitado con exactitud arquitectónica.

Ella no pudo controlar que el escarlata intenso se hiciera presente en sus mejillas. Su rostro estaba tan cerca del de ella, que si él se hubiera inclinado un par de milímetros, sus labios habrían cubierto enteramente los de ella.

En cualquier otra circunstancia, él habría encaminado sus labios y atraparía los de ella, explorándola tan profunda e intensamente como ella se lo permitiera, pero en lugar de eso, él sonrió. ¿Por qué?, se preguntó, si nunca antes se había negado nada, pero había algo en ella que lo obligaba a mantenerse a raya, ella le producía una sensación diferente a las que había experimentado con tantas otras mujeres que habían desfilado en su vida, y eso, él lo intuía con solo mirarla a los ojos. Sus brazos nunca habían estado tan llenos como en este momento que la abrazaba. Definitivamente ella lograba transformar su lascivia en algo tan diferente que le desconcertó siquiera haberlo pensado.

¿Sería tal vez, que ella había sido modelada para complementarlo a él, precisa y únicamente a él?. Él estaba seguro de que así era. Él se sintió completo. La había encontrado sin siquiera buscarla y de ninguna manera se permitiría perderla. En ese momento él entendió que deseaba pertenecerle a ella. Y ella sería suya sin duda alguna.

—¡¿Fátima?!.

Con el ajetreo, el doctor Parker no había notado la presencia de Fátima y casi se desgarró la garganta para llamarla, cuando al volverse, la vio en los brazos del Capitán Drake. Su grito ahogado rompió el hechizo que se había fraguado entre Oliver y Fátima. Inmediatamente, él liberó el delicado cuerpo de ella de su abrazo, pero no le permitió alejarse, él se aseguró de aprisionar su mano y luego depositó un beso sobre los delgados dedos de ella, pero no la soltó.

Solo un finísimo hilo de oxígeno logró colarse por la nariz de ella, apenas si logró respirar después del beso. El rubor desapareció de sus mejillas, y un brillo que habría iluminado la oscuridad más profunda de una caverna, se encendió en sus ojos. Él lo notó. Ella le había dicho sin una sola palabra que estaba tan perturbada como él.

El doctor Parker de un tirón liberó su brazo de la gran mano del hombre robusto que lo sujetaba y se apresuró a alcanzar a Fátima, la sujetó del brazo y trató de alejarla de Oliver. El Capitán Drake, finalmente la dejó ir y permaneció de pie observando con todo detalle la silueta femenina. Contemplaba cada uno de sus movimientos, sus gestos, la suave moción sus labios al hablar, y hasta la forma en que el viento jugaba con los cabellos que se habían liberado de su pelo recogido en un moño bajo el sombrero. Pero en medio de aquel extraño embrujo, hubo algo que llamó la atención del Capitán Drake, Fátima había inclinado su rostro mientras hablaba, la “sumisión”, él no la había percibido mientras la estrechaba. Él cruzó los brazos sobre el pecho, entornó sus enormes ojos verdes y observó con mayor detenimiento la actitud de aquella joven mujer.

—Mi tía me ordenó que viniera a consulta.

Sus palabras no eran más que un mero susurro. Ella notó en seguida la incomodidad que experimentaba el doctor Parker, en su cara había una mueca biselada que gritaba un: “aléjate de prisa”. Podría bien decirse que él estaba más preocupado por ella, que por él. ¿Por qué?. Él era un hombre muy paciente y tranquilo, demasiado para el gusto de ella, y ahora, la había llamado a gritos y casi la había arrancado de un tirón del lado del Capitán Drake.

—Regresa a casa de inmediato y dile a tu tía que no las recibí porque tuve que salir a atender una emergencia. —Se volvió hacia el Capitán Drake y le habló de manera autoritaria, su determinación era tan férrea que Oliver no pudo negarse a su petición— Capitán Drake, le suplico me permita ordenar que preparen el carruaje para que lleven a la señorita y a su acompañante de vuelta a casa.

—Desde luego doctor Parker.

Oliver de inmediato notó la intencional omisión del nombre de la joven y permaneció alerta.

El doctor Parker, se encaminó a la puerta de su casa, que aún seguía abierta y a gritos llamó a su mayordomo. En la puerta apareció un hombre negro muy alto y delgado, con rostro demasiado sobrio.

—¡Joseph!... ¡Joseph!..

—¿Señor?.

—Encárgate de que preparen el carruaje inmediatamente y que lleven a la señorita de vuelta a casa.

—Como ordene el amo.

El mayordomo se perdió entre las sombras del interior de la casa y el doctor Parker se acercó nuevamente a Fátima. Ni ella, Índigo o el Capitán Drake habían modificado su posición. Aunque a decir verdad, Oliver había cambiado drásticamente la expresión de su rostro, tenía cincelada una encantadora y muy masculina sonrisa de lado, y además, la curiosidad le carcomía las entrañas. El doctor se estaba tomando demasiadas molestias para atender a aquella joven, pensó él.

Oliver no la había visto antes, y vaya que él había estado presente en cada uno de los bailes y fiestas que se habían organizado desde que Sir Henry Morgan había tomado el cargo de gobernador en Jamaica, pero ella no había asistido a ninguna de esas tertulias, ella no hubiera escapado a sus ojos, aún cuando se hubiera ocultado en la esquina más oscura y alejada de cualquiera de los salones de baile que él había visitado. Ella no podía ser una recién llegada tampoco, el doctor Parker la conocía, sabia donde vivía porque la mandaría a casa en su propio coche, y por supuesto conocía a sus familiares, ella le había mencionado que su tía la había enviado a consulta. ¿Quién era ella?. ¿Por qué nunca la había visto antes?, se cuestionó Oliver.

Fátima levantó la mirada un poco y se topó con los terriblemente brillantes ojos verdes de Oliver, y por un segundo lo imaginó como un dragón agazapado, contemplando a su presa, en mortífero silencio, pero aún con la fuerza y peligrosidad que emanaban de él, su sola presencia era imponentemente seductora. Adictiva, sería una mejor descripción. Ella pensó por un segundo que si él fuera un dragón, ella iría por voluntad propia a su guarida.

—Espera aquí. Mi carruaje las llevará a casa. ¿Nos vamos Capitán Drake?.

El doctor Parker se interpuso entre Oliver y sus cavilaciones, el médico se volvió hacia Oliver y levantó el rostro de manera desafiante, esperando alguna respuesta del Capitán. Él avanzó los pasos que lo separaban del doctor Parker, sujetó el brazo del galeno y lo encaminó un par de metros hacia donde se encontraban atados los caballos. Luego inclinando su cabeza al lado, le indicó al doctor Parker que debía montar el equino y así lo hizo.

—Váyanse, yo los alcanzaré en unos minutos.

Su voz sonó rígida, grave y profunda, como si se hubiera desprendido un trueno de su boca y su rostro había adoptado un gesto severo.

—Capitán Drake...

El doctor Parker intentó hablar, pero Oliver, no se lo permitió, y con voz aún más fría e inclemente le repitió la orden.

—Dije que se marchen. Doctor Parker, no acostumbro dar la misma orden dos veces.

El marino robusto montado en el caballo, se acercó al doctor Parker y golpeó la grupa del caballo que de inmediato echó a correr, y el marino espoleó su montura y se puso en marcha.

El capitán Drake, se volvió hacia Fátima y caminó lentamente, como si con cada paso que lo acercaba a ella, él estuviera despojándola de esas actitudes extrañas que no concordaban con lo que había en su interior y que él creía haber descubierto. Ella lo miró directo a los ojos, no sentía la horrible urgencia de bajar el rostro y esperar alguna “orden”. Ella sabía perfectamente el significado de acatar una orden, y desde que había venido a vivir con su tía Amelia, jamás le había dado una misma orden dos veces. Bueno, solo sucedió una vez y el resultado fue catastrofal.

Sin despegarle la mirada, él se permitió cambiar la rigidez de su rostro por una cálida sonrisa. Ella le provocaba esa necesidad insólita de sonreírle, él no se sentía capaz de ofrecerle una mirada adusta, y mucho menos un gesto amargo o frio. En realidad, hubiera deseado poder aprisionarla entre sus brazos nuevamente y obsequiarle un beso profundo y certero, que la obligara a mostrarse como ella era realmente, como él la había vislumbrado en lo profundo de sus ojos. Pero, aunque esa era la intención, se abstuvo de hacer cualquier cosa similar. ¡Maldición, él no quería asustarla con algún arrebato mal calculado!. Casi bufó al pensar que nunca antes se había preocupado por esas nimiedades.

¡Por Dios que algo no estaba funcionando bien dentro de él!.

Mientras se acercaba a ella, distinguió una figura petrificada al costado de la puerta. Índigo. La asustada negra lo miraba como si se tratara de alguna clase de ser monstruoso. No le tomó más de un segundo entender que aquella voluminosa mujer, era la acompañante de la joven. Replegando sus instintos, él frenó su andar permitiendo que entre ellos hubiera el espacio suficiente para considerarse una despedida decorosa.

—Milady, si me permite, las escoltaré a usted y a su dama de compañía hasta que el carruaje venga a recogerlas.

—Es muy gentil de su parte Capitán Drake. —Le respondió segura, sin ninguna clase de inflexiones en la voz.

Ella le sonrió. Él a muy duras penas logró dominarse, haciendo uso de la última gota de control que poseía. Su sonrisa, su sola sonrisa lo estaba matando de delirio, tan puro y candente que le estaba produciendo dolor, y hacía que la sangre le burbujeara. ¿Le sonreiría ella de la misma manera tan franca y abierta, si ella supiera realmente quién era él?, pensó. Posiblemente no, pero, eso no iba a detenerlo. En ese preciso momento se juró que esa mujer sería suya, entera, con pensamientos y arrebatos; con su ternura y su rechazo; con su espíritu y su mente. Él encontraría la forma de mantenerla permanentemente a su lado aunque tuviera que comprometerla de la manera más baja y ventajosa. Desde este preciso momento, ella era suya.

—Milady, le agradecería que me permitiera conocer su nombre completo.

Cualquier cosa que él hubiera pedido, ella se la hubiera dado sin pensarlo dos veces. Ese hombre poseía un extraño brío que la impelía a actuar, a olvidarse de las ataduras que la doblegaban y a mostrarse entera, tal cual ella en realidad era.

—Me llamo Fátima de Castella, Capitán Drake.

Ella no había bajado el rostro, él inclinó la cabeza de lado y la observó divertido, ella no se había doblegado ante él, como lo había hecho con el doctor, y tampoco pretendía coquetearle con descaro o discreción como cualquier otra mujer lo haría en una circunstancia similar. Él estaba seguro de que también ella podía verlo con sus debilidades y fortalezas. Esta era la mujer que él había percibido en la profundidad de sus ojos color avellana. Probablemente ella no supiera quién era él en realidad, pero eso no la despojaba de la fortaleza de su espíritu.

Ella era suya, se lo repitió incontables veces en su mente, como si al repasar esa frase tan insistente, se transformara en un mantra mágico que surtiría efecto en cualquier instante.

Ella no sintió ninguna clase de temor mientras él estuvo cerca de ella a pesar de toda la fuerza y arrogancia que emanaban de él. En cambio, experimentó una extraña viveza que provenía de alguna parte del centro de su cuerpo y que la llevaba a percibir sensaciones perturbadoras y que además la habían vuelto osada, porque ni siquiera le despegaba los ojos de encima. Pero, no se atrevió a pensar en él como un hombre, como un prometido o un amante como lo habría hecho cualquier mujer de su edad. A él no volvería a verlo, ella regresaría a su monótona existencia y seguramente él retornaría a la impasividad de la suya y ese solo pensamiento la consumió. ¿A cuántas otras mujeres en mejores o peores condiciones que ella, él las habría estrechado como lo hizo con ella, y las había mirado a los ojos, y ellas se habrían quedado hipnotizadas con sus inmensos y profundos ojos verdes?. ¿Cuántas?. Ella no era la única, eso le quedaba perfectamente claro, y fue ese pensamiento el que le desgarró la débil emoción que le había empapado el cuerpo.

Él notó como el brillo en los ojos de ella se desvanecía y su lugar era tomado por una abrumadora tristeza, y él sintió el impulso de abrazarla y consolarla, aunque en realidad no sabía por qué. Un escalofrío tenebroso recorrió su espalda en el preciso momento en que se percato del poder que esa pequeña mujer tenía para contagiarle sus emociones. Y por primera vez se vio atrapado en una disyuntiva, sabía que si la abrazaba, como lo deseaba, probablemente no podría liberarla y la llevaría con él, aún a sabiendas del gran escándalo que eso le traería; o permanecía anclado en su sitio, atormentándose por no poder brindarle el ánimo que ella sin duda necesitaba.

A punto estuvo de concretar la primera de sus opciones: abrazarla y huir con ella, pero el carruaje le arruinó el plan.

—Parece que ha llegado su coche, señorita de Castella.

Ella sonrió de la manera más triste que él hubiera contemplado jamás y deseo pegarse un tiro por ser tan condenadamente estúpido y no haberla abrazado como lo había pensado un par de minutos antes.

—Índigo.

La pobre negra se enderezó y salió de detrás de la puerta levantándose las enaguas y con paso veloz llegó al lado de Fátima, Índigo estaba más pálida que una nube y Fátima tuvo la impresión de que la voluminosa mujer temblaba.

Ambas caminaron hasta la puerta del carruaje, el Capitán Drake la abrió y le ofreció su mano para ayudarla a subir. Fátima la aceptó y en el momento en que sus manos hicieron contacto, ambos sufrieron una espectacular descarga de emociones. Él le apretó la mano mientras su rostro dibujaba una petrificada mueca de desconcierto. Ella levantó el rostro y sus ojos se encontraron con los de él. En un instante él pensó en raptarla, meterse de un salto en el coche y cerrar la puerta y ahí mismo hacerla suya. Pensó en abrazarla y besarla frente a todo ser que pasara frente a ellos, pensó y pensó y pensó en tantas cosas en un segundo. Y ella se ruborizó, como si el contacto de su mano grande y fuerte le hubiera transmitido lo que él pensaba y eso le avivó la efervescencia en la sangre. Este hombre poseía algo que lograba despertar todas las células y nervios de su cuerpo, que ella nunca imaginó que tendría. Deseaba arrojarse a sus brazos y no dejar de sentir todo lo que él le provocaba.

—¿Fátima?. —La voz chillona de Índigo la regresó al peldaño del carruaje.

—Adiós Capitán Drake.

—Adiós no, señorita Fátima de Castella, le aseguro que pronto nos volveremos a ver.

Ella lo contempló durante un segundo. No había emoción, ni fastidio provocado por su comentario, sino desconsuelo. Ambas abordaron el carruaje y cuando estuvieron instaladas en el interior, Oliver inclinó un poco su cabeza sujetando la orilla del sombrero con las puntas de sus dedos índice y pulgar y luego cerró la puerta. Le dio instrucciones al chofer para que echara a andar los caballos y él permaneció ahí, contemplando durante varios minutos el vehículo que se alejaba.

Ella le había dicho “adiós”, él no lo aceptaba así de simple, no estaba en su naturaleza consentir algo de esa magnitud.

Y ella estaba atragantándose con el nudo que se le había formado en la garganta después de escuchar las palabras finales que él le había dirigido: “

pronto nos volveremos a ver”. Imposible. Tan imposible que el dolor se le había inyectado en la sangre y en pocos segundos ella no sería más que una masa doliente. Doliente, llorosa y solitaria. Sentía la horrible necesidad de llorar, ella había extraviado algo que no sabía bien a bien qué era, pero la pavorosa sensación de pérdida estaba clavada en su pecho.

Oliver montó su semental y siguió el carruaje a una distancia prudente.

A bordo del coche, Índigo no paraba de temblar, aún seguía pálida y los ojos casi salieron de sus órbitas y a punto estuvo de desvanecerse, la pobre negra apenas podía pronunciar palabra.

—¡Dios santo, esos eran piratas!. —Dijo con voz temblorosa.

—No fue tan terrible nuestro primer encuentro con piratas, además Oliver...

—¡¿Oliver?!. —Su voz se tornó chillona y ahogada por la sorpresa.

—El Capitán Drake fue muy amable. —Fátima corrigió.

—¡Dios santo, si tu tía se entera de esto no parará de azotarme!. ¡No me quiero imaginar lo que va a hacerte!.

—Tú y yo no diremos nada, y creo que el doctor opina de la misma forma. Y el Capitán Drake... Él...

Ella no pudo concluir la frase, cualquiera que esta fuera. No tenía argumentos para siquiera pensar en que existiera la posibilidad de volver a verlo y no porque ella misma no lo desearan, sino porque su tía no lo permitiría de ninguna forma.

Índigo ya no habló más, las interminables imágenes de castigos brutales y despiadados se apoderaron de su cerebro, mientras Fátima, inmóvil recordaba con toda precisión a aquel hombre de los ojos extraordinariamente verdes que la había hecho estallar por dentro.

Al cabo de un largo rato, arribaron a la mansión, descendieron del carruaje y sin más entraron en la casa.

Oliver, desmontó y se ocultó durante un par de horas detrás de un ejército de arbustos. Él vigiló la casa, a los criados que entraban y salían desarrollando sus múltiples faenas, pero ya no volvió a ver a Fátima, entonces montó el semental y a galope tendido, se dirigió a la mansión del gobernador.

Oliver entró como torbellino en la residencia de sir Henry, y el mayordomo lo interceptó para informarle que el doctor Parker había solicitado hablar con él urgentemente y lo estaba esperando en la biblioteca. Oliver se quitó el sombrero y lo arrojó sobre una mesa y se encaminó hacia la biblioteca. Las puertas estaban abiertas y con pasos decididos ingresó en el cuarto. El doctor Parker estaba sentado muy tieso en un sillón justo frente a la puerta. Se le veía mucho más delgado y agrio.

—Se me informó que usted solicitaba hablar conmigo, y creo que sé de lo que se trata.

—Supongo que así es capitán Drake. Por lo tanto no hay necesidad de dar rodeos.

—Lo escucho doctor Parker.

Oliver acercó una silla y se sentó frente al doctor Parker, se inclinó apoyando sus brazos sobre los muslos y con los ojos entornados miró al galeno. El doctor Parker estaba consciente de que la demora de Oliver seguramente se debía a que había permanecido al lado de Fátima, y si su sospecha era correcta, podría ser que hubiera ocurrido algo entre ellos, considerando que Oliver era un pirata, y nada menos uno de los capitanes que habían integrado la pandilla de delincuentes del ahora gobernador sir Henry Morgan, eso agrandaba las posibilidades al grado de catástrofe.

—Capitán, le agradeceré que no me involucre en el incidente que ocurrió hace algunas horas en la puerta de mi casa. Esa joven no debió estar ahí bajo ninguna circunstancia y el motivo que la llevo a mi consultorio no puedo explicarlo y tampoco deseo saber el resultado de su encuentro con ella. Sin embargo, lo que me preocupa es la posibilidad de que esto me acarree problemas graves que seguramente iniciarán con la inconformidad de la familia de ella y se extenderán a todo habitante distinguido de la ciudad. Y para evitar eso, quiero hacerle una proposición.

—Hable. —Dijo Oliver con su voz grave y ronca que más bien pareció como un rugido.

—Yo no mencionaré a nadie lo que sucedió esta tarde en mi consultorio y usted tampoco lo hará.

—Ya veo, sería desastroso para su carrera que lo relacionen con Morgan o cualquiera de sus camaradas, ¿cierto?. Seguimos siendo solo una horda de piratas con o sin el favor del rey a nuestra espalda.

—Me temo que esa es la percepción general, Capitán Drake.

—¿Y ella?.

Oliver lo interrumpió sin modificar su posición y procurando que su voz sonara aún más ronca si eso era posible.

—Ella no dirá nada, se lo puedo asegurar. Su tía la castigará si se llega a enterar de que habló con usted. Y no quiero imaginarme lo que le hará si llega a saber lo que ocurrió después entre ustedes dos.

Oliver sintió el calor de la furia inundando su cuerpo al escuchar semejante calumnia. Aunque muy en lo profundo de su cerebro entendió que cualquier otra persona habría pensado lo mismo que el tieso doctor Parker.

—¿Por qué habría de castigarla?. Puedo garantizarle que la reputación de ella está intacta, si a eso se refiere. No soy tan miserable como para violar a una mujer en plena calle.

Respondió Oliver marcando el ceño feróz en su rostro. Además esa mera insinuación le había encendido la rabia. Cómo se atrevía ese hombrecillo a siquiera imaginar que ella, su Fátima, se entregaría a cualquier hombre en plena calle. Le hirvió la sangre con ese simple pensamiento. Se sintió tan acalorado que creyó que en su pecho se alojaba una hoguera, y hasta tuvo la audacia de pensar que si exhalaba, sería una ráfaga de fuego lo que arrojaría por la boca.

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