Azul

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—¿FÁTIMA?. —Oliver derribó sus cavilaciones. Él interrumpió el relato de Santiago, se puso de pie y avanzó hacia ella. Se detuvo detrás de la mujer y la miró fijamente. Ella sintió el peso de la mirada en su espalda y permaneció inmóvil con la vista anclada en aquel océano oscuro— ¿Hay algo que tú quieras decirme?. —Preguntó ansioso.

A ella le tomó un par de segundos responderle, se volvió hacía él y observó aquellos ojos verdes que por un instante le pareció que centelleaban.

Ella se sobresaltó, creyó que él había descubierto el secreto que albergaban sus recuerdos. Él no la tocó, ni siquiera lo intentó, y ella notó que sus manos estaban empuñadas y en su pecho era evidente que no podía controlar la respiración. Oliver estaba alterado. Presa de una furia descomunal contenida. Y ella sabía perfectamente lo peligroso que era él en esas condiciones.

—No. Santiago ya ha dicho lo que debías saber sobre todo este infortunio.

Ella volvió la mirada hacia el trocito de mundo oscuro que se albergaba del otro lado del cristal de la ventana. Sentía la necesidad de huir de esa inquisidora mirada esmeralda.

—Aún no he terminado señor Drake. Yo me encontraba en las plantaciones, cuando uno de mis trabajadores me informó que el barco de Alfonso estaba a punto de atracar en el muelle... —Prosiguió Santiago sin ninguna clase de emoción en su voz.

—No quiero escuchar más. Esa historia no modifica en nada el presente. —Protestó Oliver.

—Es cierto señor Drake y lo único que puedo ofrecerle a cambio, es mi vida. Tómela si así lo desea y si no quiere mancharse las manos, yo mismo me encargaré de entregársela.

A través del cristal Fátima vio como Santiago se puso de pie con mucha dificultad y extendió los brazos a los lados.

Este era el momento decisivo. Ella sintió un vació inmenso en el estómago. Las manos le sudaban y estaba luchando por controlar el escalofrío que le recorría el cuerpo haciéndola temblar. Ella se giró y los miró de frente a los dos.

—Oliver no es necesario demoler más de lo que ya ha sido devastado. Para estas fechas Viridian debe estar reconstruida. Regresemos a casa.

Le dijo marcando una súplica en cada palabra, intentando concluir el enfrentamiento.

—Aún no, Fátima. —Gruñó él.

Oliver caminó lentamente hacia Santiago, como lo habría hecho un enorme y hambriento dragón. Fátima siguió con la mirada cada uno de sus movimientos. Oliver sujetó a Santiago por el cuello de la camisa y acercó su rostro, hasta que las puntas de sus narices casi se tocaron y le habló en voz baja, pero sin pretender que ella no lo escuchara.

—Quisiera arrancarte el corazón, pero confirmo que eso es lo que deseas. Prefiero dejártelo intacto y que palpite para que te reviva con cada segundo del resto de tu “

maldita vida” que existes sin

ella. —Le dijo inyectando rabia en cada una de las palabras.

—Y

ella contigo por el resto de la tuya, hasta que decida lo contrario.

Concluyó Santiago desafiante.

—Hasta que

ella decida lo contrario. —Replicó Oliver.

Oliver ya no estaba seguro de nada. Se jugaba su última carta. Una carta abierta, y estaba consciente de que cualquier palabra o gesto, en este momento sería crucial. Él estaba desgarrado entre la furia y el amor que le profesaba a esa mujer.

Ella estaba ahí, lo había enfrentado, lo había desafiado y tuvo la sangre fría de abogar por su enemigo. Y eso era más doloroso que verse prisionero en la cárcel.

¿Por qué demonios no permitió que ella le cortara el cuello?. Él se lo habría concedido si ella se lo hubiera dicho abiertamente. Eso habría sido más benévolo que enfrentarlo a la duda.

Fátima se acercó a ellos y colocó su mano sobre el hombro de Oliver. Él retiró su hombro con un movimiento brusco y la miró con el rabillo del ojo. De un empujón liberó a Santiago, que aterrizó en la silla y con zancadas firmes, Oliver avanzó hasta donde yacía su espada, se inclinó y la levantó, inmediatamente la introdujo en la vaina y se dirigió a la puerta. Oliver la abrió de par en par con tal fuerza que las hojas de madera se estrellaron en la pared y salió hecho una tromba.

—¡Vámonos!. —Rugió Oliver.

Georgie con voz potente dio toda clase de indicaciones a los hombres que se habían apoderado de la casa y en un segundo detuvieron la destrucción, salieron de los lugares en donde se encontraban saqueando y en seguida se dispusieron a abandonar la mansión.

Fátima siguió a Oliver y lo vio abandonar la casa seguido por sus hombres. Intentó llegar a la puerta principal pero Índigo sujetó el brazo de la joven y la detuvo.

—¿Santiago?. ¿Qué ocurrió con él?.

—Tiene algunos golpes, posiblemente las costillas rotas. —Respondió ansiosa. Quería que ella le soltara el brazo, pero Índigo la retuvo a su lado.

—¿Y Oliver?. —Preguntó en voz baja.

—Se marcha sin mí.

Apenas dijo estas palabras y un horrible nudo se formó en su garganta. Ya no pudo hablar más. Deseaba llorar, pero no logró conjurar las lágrimas. Su devastación era de tal magnitud que no tenía fuerza siquiera para pensar.

Fátima avanzó lentamente a la puerta y atestiguó como aquella horda de piratas se alejaba rodeando la casa siguiendo el mismo camino por donde habían llegado.

—¿Fátima?. —Eugene salió de la cocina— ¿Dónde está el Capitán?.

—Se fue.

Él golpeó la pared con su mano empuñada, lanzando un rosario de ampulosos improperios.

—Fátima, los barcos tendrán que cruzar frente al muelle del almacén de Santiago y luego enfilar a mar abierto.

Eugene no se había dado por vencido aún.

Ella sí.

Había esperado cualquier cosa. Toda clase de reacciones desde las más violentas a las más soeces, pero nunca, nunca imaginó siquiera que su Oliver la abandonaría.

Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas. Esta vez era mucho peor que cuando creyó que él había muerto. Saberlo vivo y lejos de ella, era como si con cada respiración todo órgano dentro de ella reventara presa de un dolor inconcebible.

—Llegarás más rápido si usas el carruaje. —Santiago estaba recargado en el marco de la puerta de la sala, tenía los brazos cruzados presionando su abdomen— Eugene sabe conducirlo. ¿No es así señor Armitage?.

Eugene se acercó a ella y le habló en voz baja.

—Fátima si nos vamos ahora tras ellos, seguramente no alcanzaremos a llegar cuando el último de los botes zarpe. Lo más conveniente ahora es irnos al muelle, si Oliver te ve ahí, recordará la primera vez que fuiste a buscarlo y puede ser que su despecho se disipe.

Podría ser que él ya no la amara, que por causa de su disparatada actitud salvadora, hubiera provocado el rechazo tajante de él, pero ella aún lo llevaba en la sangre y si era necesario derramaría cada una de las gotas almacenadas en sus venas para recobrarlo. Y una simple gota de su sangre era más preciada que todos los obstáculos posibles e imposibles.

La determinación la golpeó y ella que un momento antes se había dado por vencida, recobró su espíritu. Esta vez no “permitiría” que nada le arrebatara a Oliver de nuevo.

Ya no.

Aunque tuviera que someterse al juicio injusto y a infinidad de dolorosos reproches a los que seguramente la sometería Oliver. Él era suyo, siempre lo había sido, él se había entregado a ella, y le había llegado el momento de reclamarlo.

—Vámonos Eugene. —Ella se limpió las lágrimas con el dorso de la mano.

—Índigo apresúrate. —Eugene sujetó el brazo de la nana.

—Índigo se queda, ella lo decidió hace tiempo.

—Replicó Fátima seca.

—¡Fátima!. —Índigo gritó y luego se abalanzó sobre la joven, atrapándola en un abrazo— Permite que vaya contigo al muelle. Permite que yo te vea partir con él.

—No Índigo, quédate con Santiago, él está herido. Vámonos Eugene.

Eugene y Fátima salieron apresurados de la casa y corrieron hacia las caballerizas. El carruaje aún tenía los caballos enganchados, Pablo no había tenido tiempo de quitarles el arnés. Eugene trepó al pescante y ella extendió el brazo para que la ayudara a subir.

—Sujétate de donde puedas.

Eugene agitó las riendas y los caballos empezaron a moverse. Él condujo el coche hacia el portón principal.

Estaba amaneciendo, el sol apenas si asomaba en el horizonte una pequeña parte de su rostro. Eugene estiró la rienda de manera que los caballos viraran para tomar el camino rumbo al almacén. Ella se enderezó en el asiento, enfocó la vista y percibió con toda claridad, la silueta de Oliver de pie frente a la playa, contemplando la germinación del nuevo día.

—¡Detente!. —Gritó desesperada.

Eugene jaló las correas y los caballos encabritados se detuvieron. Como pudo, ella bajó del pescante y echó a correr rumbo a la playa.

El viento envolvía a Oliver y acariciaba su pelo, Fátima vio como se dibujaban surcos en la cabellera negra de él, cuando la mano transparente del aire se deslizaba entre sus cabellos, como si tratara de brindarle consuelo. Oliver sujetaba el guardamano de la espada con la mano derecha y su brazo izquierdo pendía recto. En su cuerpo no había ninguna señal de tensión, sus músculos estaban relajados. Sin embargo, las olas ni siquiera se atrevían a tocarlo, sus cuerpos cristalinos desfallecían unos pocos centímetros antes de alcanzar la punta de sus botas.

Él escuchó la respiración agitada de ella, y giró un poco la cabeza hacia su costado izquierdo y la miró con el rabillo del ojo.

¡Ella estaba ahí!. De nuevo había ido a buscarlo. En el último minuto como la primera vez. El sintió que una enorme piedra se desprendía de su corazón. Estaba alcanzando la orilla del precipicio. Estaba en manos de ella. Si ella lo rechazaba, él volvería al mar para nunca más abandonarlo. Se entregaría a la piratería con tal ahínco que estaba dispuesto a ofrendar su vida por cualquier abordaje. Prefería una espada atravesándole el pecho que la sola imagen de Fátima en brazos de otro hombre.

—No vine a verte partir. Estoy aquí por ti y para ti. —Le dijo ella con firmeza.

Las olas se arrojaron a sus pies, acariciando las botas de Oliver, como si intentaran llamar su atención.

—¿Soy yo lo que tú

aún deseas?.

Él no se movió ni un milímetro mientras le hablaba, inyectando en su voz la oscuridad de una caverna.

Esa frase fue el detonador que ella necesitaba para derribar cualquier duda perversa edificada en él.

—Contesté esa pregunta hace tiempo y ahora la respuesta es la misma. Tú eres a quien yo amo, y deseo, y necesito. Te lo dije entonces y lo reconfirmo aho...

Ella no terminó de pronunciar la frase. Con la velocidad y precisión con que se mueve un dragón, Oliver se aferró a su cintura, la estrechó contra su cuerpo y envolvió los labios de ella en la tempestad de los suyos. Inmediatamente ambos se sumergieron en la pasión y la ternura, la calidez de sus cuerpos penetró por sus pieles fulminando cualquier rastro de incertidumbre que cualquiera de ellos hubiera albergado.

Oliver casi llora al recibir la respuesta de ella. Él sabía que solamente poniéndola a prueba encontraría la verdad a todo ese embrollo.

Ella lo amaba, estaba seguro de eso.

Oliver desprendió sus labios tan solo unos pocos milímetros y contempló el rostro extasiado de ella. Él distinguió a Eugene a varios metros de distancia.

—¡Desobedeciste mis órdenes, Armitage!.

—Gruño severo.

—En esta ocasión, ella ostentaba un rango mayor que el tuyo. Ella es “Esposa”, y tú solo “Capitán”.

Replicó Eugene sosteniéndole la mirada feroz. Oliver, se separó de ella y extendió el brazo ofreciéndole su mano y Eugene la estrechó de inmediato.

—¿Dónde está Índigo?. —Preguntó Oliver.

—Ella no va a regresar con nosotros a Viridian. —Le respondió ella y Oliver la sujetó por la cintura. Él estuvo a punto de formular otra pregunta, y ella se lo impidió— Ella es libre, puede decidir qué hacer o a dónde ir.

—Que así sea. —Respondió Oliver inclinando un poco su cabeza.

Eugene, Oliver y Fátima caminaron por la playa y se adentraron en la selva que ya no lucía tan amenazadora como horas antes. Ellos conocían perfectamente el camino y en poco menos de una hora llegaron a la ensenada. Frente a ellos se desplegaba el mar de agua tranquila y entre el horizonte y la arena de la playa descansaban anclados los cinco majestuosos navíos.

Ellos abordaron al único bote que aguardaba sobre la arena, Oliver y Eugene lo empujaron hasta botarlo en el agua, y remaron directo al Cerulean.

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