Azul

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HABÍAN transcurrido muchos días insípidos como era normal desde aquella tarde en que Fátima abandonó a Oliver en el jardín. Índigo no mencionaba palabra al respecto.

Hoy en lugar de tomar el té en la terraza, como regularmente lo hacían, Fátima decidió recolectar las flores de los rosales, eligió las más hermosas y perfumadas. Seguramente su tía Amelia las mandaría colocar en el jarrón sobre la mesa del comedor, después le reprocharía que la bastilla del vestido estuviera manchada con lodo, como siempre lo hacía cuando ella cortaba las flores, y desde luego tampoco agradecería la faena. Sin embargo, a Fátima no le importaba mucho la falta de cariño de aquella mujer a la que llamaba “tía” meramente porque así se lo habían indicado desde pequeña y no porque ella sintiera una cercanía afectiva con esa mujer.

Fátima se arrodilló sobre el césped con una canasta de mimbre a su lado, acercó su rostro a un ramillete de flores y permitió que los pétalos acariciaran su mejilla. La suavidad de ese roce y la fuerza del aroma la llevaron de regreso a los brazos de Oliver, imaginó que aquellas corolas multicolores eran sus manos, casi pudo percibir la lavanda y la madera mezclados en el perfume de las rosas. Era el recuerdo de él lo que atesoraba en su memoria, y con cada minuto que transcurría imaginándolo, más profundo se incrustaba en sus pensamientos hasta que llegó el momento en que pasaba el día entero recordándolo. Porque solamente eso podía tener de él, simples e inofensivos recuerdos, que ni siquiera su tía Amelia podría obligarla a desechar.

Después de un par de horas de coqueteo con los rosales, la canasta estaba repleta de flores. Estos días las rosas lucían fantásticas, sus colores eran brillantes y su aroma más intenso que nunca.

—Fátima, tu tía quiere verte.

Índigo estaba de pie justo detrás de ella. Su rostro no reflejaba ninguna clase de interés en su tarea y mucho menos alguna emoción. Ella aún estaba molesta con Fátima desde el día en que ella había discutido con Oliver en el jardín. Índigo sabía perfectamente cómo lograr hacerla sentir el peso de la culpa. Su estrategia era siempre la misma, ella solamente se limitaba a obedecer y a mantenerse en silencio. Y Fátima odiaba que tomara esa posición férrea, la prefería parlanchina y amorosa. Además del jardín, Índigo era la única que parecía sentir afecto por Fátima. Sin embargo en esta ocasión, su disgusto se había prolongado por varias semanas, y para entonces, Fátima ya no sabía qué hacer para que Índigo volviera a ser la misma de antes.

—¿Ya regresó de su visita?. —Fátima se puso de pie— Me hubieras avisado antes de que llegara, para eso te dejé vigilando en la ventana. Sabes que ella se molesta si mis vestidos se manchan de lodo. Seguramente pasará horas reprendiéndome.

Ella sujetó la canasta con un brazo y mientras caminaba de vuelta a la casa, levantó la parte delantera del vestido y trató de desprender los restos de lodo aferrados a la bastilla de la enagua.

Al llegar a la terraza, no pudo disimular la sorpresa que se incrustó en su rostro. Se encontró frente a frente con el capitán Drake y un hombre desconocido que lo acompañaba. Ella dejó caer la falda y sintió como una marea helada se extendía desde su vientre alcanzando cada uno de sus miembros. No podía creer que él estuviera de pie ahí, frente a ella, después de cómo habían terminado las cosas la última vez que se vieron.

Él había pasado tantas noches soñando con ella, se había conformado con contemplarla furtivamente desde fuera de su casa y oculto entre los matorrales o las palmeras; y ahora que volvía a estar tan cerca de ella, a penas si lograba contenerse. Deseaba tanto poder besarla y abrazarla tan intensamente que pudiera fundirla en su cuerpo. Y no pudo evitar que la más encantadora de sus sonrisas le iluminara el rostro.

—¿Qué haces aquí?.

Sin embargo, ella no estaba preparada para recibir una sorpresa de tal magnitud. Y desafortunadamente recuperó el aplomo y levantó el rostro en un ademán altanero, hablándole con todo el desprecio que no sentía en realidad. De inmediato comprendió que había sido una confabulación tramada por su nana, quien por cierto, se escabulló entre los arbustos.

—Buenos días Fátima, me doy cuenta que te he interrumpido.

Oliver esbozaba una sonrisa mortalmente varonil, sus ojos verdes lucían cristalinos. Su piel bronceada expuesta al sol de la mañana producía un extraño efecto en Fátima. Experimentaba una sensación que se expandía como un incendio devorando todo su cuerpo en intensas oleadas. Ella intentó controlar sus alocadas sensaciones, y lo único que pudo hacer fue aferrar las manos a la canasta y mientras luchaba por controlar el ritmo de su respiración.

Su tía llegaría en cualquier momento, y si por desgracia lo encontraba a él con ella en la casa, seguramente la azotaría. Y ¿a él?, sin duda encontraría la manera de perjudicarlo. Fátima pensó determinada que no permitiría que Amelia le hiciera daño a Oliver.

Recordó como la había lastimado a ella, cuando a los pocos días de su arribo a Port Royal, Fátima cruzo un par de frases con uno de los jardineros. Ella deseaba hacer cambios en el jardín, y le explicaba al hombre, en dónde debía transplantar varios rosales. Amelia se enfureció tanto que no solo ordenó que azotaran al criado, sino que ella misma había golpeado a Fátima con un fuete. Fátima permaneció varios días encerrada en su habitación recuperándose de los golpes y no fue necesario que Amelia le repitiera que tenía prohibido hablar con cualquier persona que ella no hubiera autorizado previamente. Fátima jamás volvió a hablar con ninguno de los criados de la casa.

Fátima no volvió a hablar con nadie.

La posibilidad de una nueva golpiza, la estremeció. Oliver pudo ver como ella temblaba, intentando disfrazar, tras una capa de altanería, el terror que él casi podía tocar.

¿Qué pasaba con ella?.

Ella no le temía, no a él. Eso, él lo sabía de sobra.

Entonces, ¿Por qué demonios estaba actuando de forma tan absurda?.

—Te agradeceré que te marches de inmediato. Tú no eres bienvenido en esta casa.

Ella echó mano de toda su fuerza para lograr que su voz no perdiera la altanería que pretendía mostrarle.

—Georgie, espérame afuera.

Oliver habló en voz baja, mirando de reojo a su acompañante.

Él no tenía la mínima intención de marcharse y se lo dejó claro al despedir a su acompañante y quedarse completamente solo con ella. Por alguna extraña razón, ella se alegró de tenerlo solo para ella, él no parecía mortífero, se le veía sereno y alegre hasta cierto punto. Había algo en ese hombre que le proporcionaba la audacia y una extremosa confianza que por momentos lograba recuperar la esencia que ella había perdido desde que llegó a Jamaica.

—Como ordenes Capitán. Milady.

Inclinando la cabeza, aquel hombre rollizo se despidió de ella y luego se encaminó a la salida.

—Me parece que has hecho amistad con Índigo. —Ella le habló en tono mordaz.

—Ella solamente escuchó lo que yo tenía que decir.

Él bajó la mirada y sujetó el guardamano de la espada. Ella notó como los músculos del brazo viril se tensaban y los nudillos de la mano se ponían blancos por el esfuerzo. No hacía calor, y sin embargo en su frente se acumulaban diminutas perlas de sudor. Él estaba nervioso.

—¿Y debo admirarte o temerte por eso?. —Ella mantuvo la mordacidad en su voz.

—¿Lo dices porque he sido pirata, o por mi condición masculina?. —Respondió un tanto divertido— Si es por ser pirata, te garantizaría que una gran parte del mundo nos teme y nos repudia. Pero, si es porque soy varón, insistiría en que no debes temerme, ni admirarme, no es eso lo que yo deseo de ti. —Su voz se suavizó, pero sin perder esa tonalidad viril que lograba estremecer cada célula del cuerpo de Fátima.

—¿No es lo que deseas de mí?. —Preguntó ella sarcástica.

—Principalmente no tu temor. Si tú me temieras, mi batalla estaría perdida. Preferiría tu odio, así aún existiría un parco sendero entre tú y yo.

Su rostro cambió, no mostraba ninguna tensión, la sonrisa se diluyó y sus pupilas se dilataron, como si fuera un débil animal a punto de ser sacrificado.

—Discurso interesante. Casi me convenciste de tenerte lástima. Ese sería el único sendero entre tú y yo. Lástima. Sin embargo, Capitán Drake te aconsejo que no te esmeres tanto en ocultar tu verdadera naturaleza, porque ni con ropa fina y elegante podría disfrazarse un ardid. —Le habló irónica.

Su táctica no estaba funcionando, él ni siquiera daba la impresión de haber notado sus obvias intenciones de lastimarlo o por lo menos enfadarlo. Él se mantenía insondable. Frenando su fuerza, como si ese poderoso dragón de ojos verdes tuviera puesto un bozal que limitaba sus movimientos.

—Fátima, me he propuesto hablar amistosamente contigo esta mañana, por eso he venido en son de paz, y no quisiera retirarme sabiendo que continuamos en guerra. —Su voz se mantenía sutil a pesar de los ataques de ella.

—¿Paz?. Esa clase de tratados se realizan entre nobles o caballeros, no con delincuentes capitán Drake. Yo soy una dama y se necesitaría de un caballero para convenir la paz, por lo tanto tú y yo no tenemos nada de qué hablar. Te ordeno que salgas inmediatamente de esta casa.

Él avanzó los pasos que lo separaban de ella y se detuvo cuando solamente había un par de centímetros entre ellos. El dragón se había desembarazado del bozal y estaba libre. Se desdibujó la serenidad de su rostro, dándole paso a una máscara de fastidio. Él podía controlar su molestia de una forma que a ella le atemorizaba, porque entonces no tenía control del punto límite a donde podía llevar sus defensas o sus ataques.

—He estado involucrado en batallas sangrientas, en tormentas mortíferas y a punto de perder la vida a causa de las heridas. He experimentado el dolor de tan diversas maneras. —Su voz se tornó ronca y severa— Sin embargo, tus palabras Fátima, me han lastimado tan hondamente que no he logrado encontrar la forma de superar ese dolor que me provocan. —La miró directo a los ojos con el rostro tenso y su respiración desigual. Pero ni siquiera hizo el intento de tocarla y ella no retrocedió ni un centímetro— Con cualquier otra de tu especie, yo me habría burlado de sus insultos, la hubiera arrastrado hasta mi cama y me cobraría sus afrentas cuerpo a cuerpo hasta saciarme y luego me olvidaría al siguiente minuto de todo. Sin embargo, contigo no puedo hacer eso. Me cuesta trabajo creer que eres esta mujer testaruda, fría e insensible. —Él había dicho

mujer, a ella le resultó extraño escuchar ese vocablo aplicado a su persona. Hasta ese momento, ella percibió que realmente era una mujer y no una criatura a quien se podía entrenar y educar para que actuara según las indicaciones del amo en turno— Eso no fue lo que yo vi en tus ojos la primera vez que te estreché en mis brazos. Eso no fue lo que sentí cuando te toqué la primera vez. Desde ese maldito día, apenas si logro controlarme cuando estoy cerca de ti. Tengo que batirme en un duelo contra mí mismo para no tocarte. Para no abrazarte. Para no besarte. Para no desearte de esta manera que me atormenta de día y noche. —El tono de su voz cambió, adquiriendo un tinte hiriente. Levantó sus manos y las acercó al rostro de ella y las deslizó delineando su figura, pero se mantuvo a milímetros de tocarla, porque de hacerlo, nada podría detenerlo y entonces él sería capaz de cometer cualquier insensatez— Debo confesarte que me desconcierta esa extraña emoción que me consume cuando estoy cerca de ti. Y reconozco que no es lujuria, esa la conozco de sobra. Tú has logrado que todo lo que me rodea se vuelva más intenso, más vivo y dulce. Desde que yo tengo memoria, tú has sido la única mujer que se ha acercado a mí por voluntad propia, que se ha enfrentado a mí sin doblegarse. Tú eres la única que ha logrado lastimarme con un simple puñado de frases. La única por la que yo me doblegaría. La única a quien yo pertenecería. La única. —Puso un énfasis especial en las últimas dos palabras.

Sus frases desmantelaron el armamento de vocablos ácidos que se habían alineado en la garganta de ella; y se vio indefensa aún cuando estaba en su propio jardín. El rostro de Oliver estaba tan cerca del de ella que percibía perfectamente su aroma a lavanda y el calor de su piel se inyectaba en cada poro del cuerpo de Fátima. Él había dicho tantas cosas que la impactaron, pero se había olvidado de mencionarle la

única que hubiera logrado devolverla a sus brazos, él no le dijo que la amaba. Y ella lo interpretó de la peor manera. Pensó que era solo un capricho sexual lo que le provocaba venir a recitarle ese apasionado discurso. Ya había intentado una vez hacerla suya forzándola, y ahora ¿deseaba convencerla de que fuera ella quien se entregara?. Ella no sería su amante, si eso era lo que él había venido a buscar. Ella no lo quería a él de esa manera. Prefería quedarse sola y marchita, a vivir con la dolorosa idea de compartirlo con quién sabe cuántas otras mujeres que se le cruzaran por el camino, así como se había cruzado ella.

—¿Has terminado, Capitán Drake?.

Le dijo haciendo uso del último resto de temeridad que ella poseía y lucho para que su voz sonara firme.

—Oliver. —Le dijo mortalmente serio— No he terminado aún. Quiero informarte que esta noche zarparé rumbo a Inglaterra.

Él retrocedió varios pasos sin quitarle la vista de encima.

—Capitán Drake...

—¡Oliver, maldita sea!. —Estalló al darse cuenta que ella evitaba llamarlo por su nombre de pila.

Ella no se amedrentó y habiendo notado que él estaba perdiendo los estribos, continuó hablándole en el mismo tono.

—No me interesa tener conocimiento de las actividades de un

salvaje inglés, Capitán Drake.

—Parece que insultarme te divierte. Y me queda claro que no puedes, o no quieres perdonarme.

Una vez más ella lo rechazaba, él se había arrancado el corazón y se lo había ofrecido, le había hablado a ella como nunca antes imaginó hablarle a una mujer, había desnudado su alma ante ella, se había humillado y le había demostrado que era vulnerable a ella. Y a ella le importó un condenado cuerno. Hasta dudó que ella hubiera escuchado sus palabras.

Para Oliver este era el más cruel de los rechazos que hubiera enfrentado. El de su padre lo había puesto entre la vida y la muerte y sobrevivió; y el de ella, lo dejaba sin corazón pero vivo, para que durante cada día fuera solamente un dolor ciego lo que le punzara en el pecho.

—Capitán Drake, ya conoces la salida. —Le dijo ella con voz fría.

—Fátima, intento comportarme de nuevo como un caballero y tus caprichos e impertinencias no me lo facilitan. Me doy cuenta que eres una niña mimada que cuando desea algo, lo exige sin reparos; pero si no lo desea simplemente lo destruye sin miramientos.

Sus palabras se incrustaron en el pecho de ella, como si él le hubiera dado una estocada limpia y certera con su espada.

Que equivocado estaba con esa percepción. A ella no le estaba permitido desear nada y mucho menos exigir algo que no le hubiera sido impuesto con anterioridad. Ella sintió deseos de llorar, percibió como el agua se acumulaba en sus lagrimales, pero en un breve instante de aplomo, recobró su altanería. No iba a permitir que él la viera llorar.

—¡Ya fue suficiente!. —Soltó la canasta.

—¡Si, maldita sea, ya ha sido suficiente!. Zarpo esta noche, eso es todo.

Su voz sonó ahogada, como si le doliera pronunciar aquellas palabras.

—Si tú no te marchas, lo haré yo.

Ella entró con paso firme a la casa. No se detuvo hasta que llegó a su alcoba. Deseaba que él viniera tras ella. Ansiaba que sujetara su brazo y que la aprisionara entre sus brazos y que la llevara con él. Pero él no lo hizo. Esto le demostraba que él no sentía nada real por ella. Nada. Y se convenció que era mejor que todo terminara así, con su corazón completamente descuartizado y que él se marchara, seguramente encontraría a alguien más que se ofreciera a ser su amante. Ella no podría, no lo toleraría, no existiría sabiendo que una noche estaría en su cama y las siguientes en algún otro lugar con nadie sabe quien más.

Fátima sintió como se desmoronaban trozos de su apabullado corazón y se hacían miles de astillas al chocar con el piso.

Ella se acercó cautelosa a la ventana, retiró la cortina tan solo unos cuantos centímetros para distinguir la figura de Oliver entregándole algo a Índigo; parecía como si le diera instrucciones. Ella había puesto mucha atención al rostro del Capitán. Después de unos minutos de charla entre ambos, Oliver se marchó.

Fátima esperó varios minutos hasta que se convenció de que él en realidad se había marchado y regresó al jardín.

—¡Índigo!. —Gritó— ¡Índigo!.

La mujer apareció en el umbral de la puerta de la terraza, mientras se secaba las manos en el delantal.

—¿Qué pasa Fátima, por qué gritas?.

—¡Eres una traidora!. ¡Me engañaste!. ¡Tú dijiste que los piratas son perversos!.

Estaba furiosa, se sentía traicionada por el único ser a quien consideraba su aliado. Si, estaba furiosa, pero con ella misma, por no haber sido capaz de ver a Oliver como realmente era. Un pirata, sin raíces, sin sentimientos, dominado solamente por el instinto.

—Tú dijiste que él no lo era. —Índigo mantuvo su ecuanimidad— No puedes engañarme Fátima, el corazón te da vuelcos cuando lo miras, apenas si logras evitar lanzarte a sus brazos cada vez que él está cerca de ti.

—¡Índigo! —No pudo negar la imputación que su nana le había arrojado a la cara y no tuvo otra opción que desviar el tema— ¡Apruebas que él me haya atacado!.

—No lo apruebo más ni menos que tú. Lo que ocurrió fue solamente causa del deseo que él no pudo controlar. Y no por eso, puedes condenar sus sentimientos y los tuyos.

—¿Y es por eso que te has vuelto su aliada?.

—Fátima estaba lanzando brasas por los ojos.

—Te equivocas. Yo solamente lo escuché cuando tú no quisiste hacerlo. Él te lo pidió cortésmente y tú lo insultaste, igual, no, mucho peor que cómo lo hizo tu tía Amelia antes. Parece que finalmente te estás transformando en otra Amelia. —Ella tenía razón, Fátima sintió que un gran bloque de cantera le caía encima. Las enseñanzas de Amelia finalmente la habían infectado— Por cierto antes de irse, Oliver me pidió que te dijera que zarpará a media noche a bordo del Cerulean.

—Supongo que recibiste buena paga por el servicio, ¿verdad?.

—Si. Tu desconfianza. —Índigo se dio vuelta y se dirigió a la cocina.

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