Azul

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EL viento se había enfurecido con Fátima; soplaba con tal fuerza que los pétalos de las rosas se desprendían inundando el jardín como gotas perfumadas. Ella volvió a su habitación. El cuarto se había eclipsado y la fragancia de lavanda y madera de Oliver casi la asfixiaba; aún cuando abrió las ventanas y la puerta del balcón, el aroma no se disipó.

Ella caminó a una de las esquinas de la alcoba que el sol no alcanzaba a tocar. Sentada en el piso contempló como los rayos amarillos se escurrieron por las paredes y el piso, hasta que solamente quedó una gota áurea que se evaporaba mientras la oscuridad se abría paso por la fuerza.

Ese era el último día que habría sol en su futura existencia.

Tenía conciencia del daño que le había causado a Oliver. Y le quedaba muy claro que en esa batalla, ella misma se había lastimado profundamente. Él había puesto el corazón en sus manos y se lo había ofrecido y ella lo había arrojado a las espinas de los rosales. Las palabras de Oliver habían sonado tan sinceras, tan profundas, sus maravillosos ojos verdes centelleaban cuando las pronunció. Dijo que ella había sido la única por la que había sentido una extraña emoción, la única que no se había doblegado ante él, la única que lo había lastimado con un puño de frases. La única que lo había lastimado. La única a quien él le pertenecería. Y ella, era la única que lo había rechazado. La única. Pero, tal vez ella era también “la única” a quien él no amaba. Él nunca lo mencionó. Tal vez, ella era en realidad “la única”.

Escuchó que alguien llamaba a su puerta, sin embargo, el peso de su derrota se encargaba de mantenerla postrada en el piso.

—¡Fátima!.

El golpe final fue ver a Índigo de rodillas a su lado, sujetando sus manos entre las suyas mientras ella era devorada por la feroz culpa y la lacerante desilusión.

—Lo lamento Índigo, yo no quería decirte esas cosas horribles. No era mi intención. No quiero convertirme en otra Amelia. Perdóname.

—Tú no eres y jamás serás otra Amelia. Actuaste con simple obligación, con esa obligación enfermiza que te ha inculcado tú tía desde no sé cuándo. —Sus palabras sonaron conciliadoras, casi como un bálsamo que le restauraba la fuerza de su propio espíritu. Ese espíritu que la joven creyó quebrantado hacía muchos años— Escúchame Fátima, Oliver dejó un obsequio para ti. Me pidió que te lo entregara al anochecer. Tenemos tiempo todavía, Fátima. —De la bolsa de su delantal, Índigo extrajo un saquito de terciopelo azul y lo colocó en las manos de la joven— Oliver insistió que vieras el contenido, al caer la tarde. Ábrelo ya. La curiosidad me carcome.

Sus dedos temblaban cuando desató los cordoncitos que cerraban la bolsa y vació el contenido sobre su falda. Era un torzal de oro y un dije circular plano y sin grabados. Un luminoso relámpago se estrelló en su corazón.

—Son suyos.

—¿Cómo lo sabes?

—¿Recuerdas aquel día en el consultorio y las veces que vino a casa... su camisa abierta?... Este torzal descansaba sobre su pecho.

“La única”, esas palabras retumbaron en su pensamiento.

Ella era la única a quien él le obsequiaba algo tan suyo.

La única.

—¿Qué hora es?. —Preguntó con ansiedad.

—Casi las ocho.

—¿Dónde está Amelia?.

—Está revisando la correspondencia en la biblioteca. Le dije que te sentías indispuesta.

—¿Dónde están las rosas que corté esta mañana?... —Ella se puso el torzal alrededor del cuello.

—En el florero del comedor.

—Bien. Índigo, sal a la calle y contrata un carruaje. Asegúrate que nos espere lo más alejado posible de la casa. No debemos llamar la atención de Amelia con el ajetreo de los caballos. Y regresa por mí en cuanto ella se haya ido a dormir.

Índigo se marchó a cumplir sus órdenes y mientras tanto, Fátima se cambió de ropa. Se vistió con un conjunto de falda y corpiño de satén color cerúleo con enormes mangas en tablones, el atuendo más elegante de todos los que colgaban en su ropero, y se calzó los zapatos que hacían juego con el vestido. Dejó sobre su cama la capa larga con capucha y esperó.

La luna se había acurrucado sobre el balcón de la alcoba de Fátima cuando Índigo entró en el cuarto. Había llegado la hora. Salieron de la habitación y con muchísimo cuidado bajaron los peldaños de la escalera, y llegaron al comedor, Fátima sacó todas las rosas del florero y las envolvió con un extremo de su capa y luego de puntas cruzaron la casa sin contratiempos. Fátima rogaba que esta noche Amelia se hubiera puesto los tapones en los oídos y el antifaz sobre los ojos como era su costumbre. Con pasos acelerados se dirigieron a la puerta trasera a un costado del jardín. La abrieron lentamente para evitar que algún rechinido las delatara y corrieron por la calle hasta donde el carruaje estaba esperándolas. Índigo le pidió al cochero que las llevara al muelle.

Llegaron al embarcadero justo en medio de la noche. Algunos navíos atracados estaban en total silencio y otros rebozaban con el ir y venir de la tripulación, preparándose para zarpar. Y a pesar de que había luna llena, no muchos de esos hombres pusieron atención en el par de mujeres que corriendo cruzaban el muelle. Solo algunos les gritaban toda clase de sandeces y proposiciones lascivas. Fátima, ni siquiera les puso atención y apresuró el paso.

El trozo de corazón que Fátima aún tenía colgado en el pecho, galopaba desbocado aturdiéndola y acelerando su respiración hasta casi reventarle los pulmones. Georgie abordaba un bote repleto de provisiones, cuando Fátima e Índigo finalmente alcanzaron la orilla del muelle.

—¡Gerogie, aguarda un minuto, no te vayas todavía!. —Lo llamó a gritos mientras corría hacia donde estaba amarrado el bote en uno de los pivotes cercano al final del muelle.

El hombre casi pierde los ojos al fruncir el ceño. No le molestó la intromisión en su faena, sino la presencia de las dos mujeres en un sitio tan poco recomendable a esas horas de la noche.

—¿Señorita de Castella?. ¡Maldición, estas no son horas para que una dama visite un muelle! —Dijo molesto sin dejar de acomodar en el interior del bote los sacos repletos de provisiones que otro hombre le entregaba.

—¿Dónde está el Capitán Drake?. —Fátima no se acorbadó por la notoria reprobación del hombre.

—A bordo del Cerulean, desde luego.

—Por favor, entrégale esto. Dile que le deseo buen viaje y que vuelva pronto a Port Royal, sano y salvo. Dile también que la Nueva España está en paz con Inglaterra. —Le entregó el ramo de rosas.

—Se lo diré, milady. Pero usted debe marcharse ahora mismo. Yo la escoltaré a su carruaje.

Georgie trepó ágilmente por la escalera hasta la parte superior del embarcadero y extendiendo el brazo, le indicó a las dos mujeres que caminaran de regreso al carruaje. Él, con la mano aferrada al mango de la espada, las acompañó hasta la puerta del coche, ambas subieron y se instalaron en el interior.

—Hasta pronto señorita de Castella.

—Hasta pronto Georgie.

Georgie le indicó al cochero que las llevara al mismo lugar donde las había recogido, y de inmediato puso en marcha el carruaje. Georgie regresó al embarcadero abordó la barcaza entrando sigiloso en las fauces de la noche.

Fátima sacó la cabeza por la ventana y le ordenó al cochero que regresara al embarcadero. En pocos minutos estaban de regreso y ambas instaladas a la orilla del muelle vacío, contemplando el único galeón que tenía luz en cubierta y que parecía estarse alistando para zarpar en cualquier minuto.

—¿Cuánto tiempo tardará en regresar?. —Preguntó Fátima ansiosa.

—Posiblemente varios meses. —Respondió Índigo con la voz impregnada de temor. La nana observaba como los hombres de los navíos cercanos se apiñaban en las cubiertas de los barcos y se empujaban y hablaban entre ellos, sin desprender la vista de la joven mujer.

—Es mucho tiempo.

—Vámonos ya, Fátima.

—Sólo unos minutos más, por favor.

—Cada vez que te concedo unos minutos más, siempre se transforman en problemas. Regresemos a casa, ¿qué estamos esperando?.

—Un milagro.

Durante varios segundos Fátima deseó cosas que al dibujarse en su imaginación se desbarataban como si con solo pensarlas su irrealidad las diluyera.

El viento canturreaba una incierta melodía náutica que danzaba en su vestido y éste respondía con coros de satén. El galeón inmóvil con las velas desplegadas, parecía un ave con las alas abiertas jugueteando con el agua. Y Fátima supo que no podría marcharse hasta que esa nave que Oliver capitaneaba se hubiera perdido en la profundidad de la noche.

—Hay muchas clases de milagros, Fátima.

Índigo le habló al oído mientras señalaba una diminuta embarcación que se había desprendido del barco anclado bajo la luna y que seguramente llevaba uno de esos prodigios en su interior.

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