Azul

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NADIE sabe durante cuántos minutos caminaron en silencio, en realidad no le importaba a ninguno de los dos que los minutos, las horas o que el mismísimo tiempo se desintegraran con los embates de las olas, mientras estuvieran así, juntos y envueltos por una extrañamente placentera armonía.

Oliver se desplazaba ágilmente bajo la luz de la luna, era obvio que él conocía aquella parte de la playa con precisión. Ella se preguntó ¿cuántas veces habría recorrido él esta parte de la playa antes de hoy?. ¿Lo habría hecho solo, con escolta o del brazo de otra mujer?. La fastidió tan solo pensar en esa posibilidad. ¿Le habría sujetado las zapatillas a esa otra como hacía ahora con las zapatillas de ella, o lo ignoraría?. ¿La habría mirado con esos ojos grandes y verdes que parecen flamas de intenso jade?. Ella sintió como esa inquietud lograba producirle un leve dolor que no fue capaz de ubicar. Se iniciaba en su cerebro, se le agolpaba en la garganta y luego fluía veloz rumbo a su pecho, fragmentándose segundos después en su vientre. Finalmente aceptó que le atormentaba, imaginarlo así, acompañado de otra mujer.

Llegaron a un sitio en donde se erguían grandes rocas desafiando la tersura de la arena y la furia de las olas que rompían feroces en sus costados. Con un par de saltos el Capitán Drake alcanzó la cresta de una de esas rocas, y luego extendió su brazo para ayudarla a subir. Extrañamente, a Fátima no le pareció difícil el ascenso, ni siquiera el vestido se interpuso en el camino, era sencillo moverse cuando nada la encadenaba al piso.

Era una roca gigantesca, con la cúspide perfectamente plana, casi como un mirador natural. Se sentaron sobre la gran piedra, uno al lado del otro.

¿Cuántas veces antes habría estado aquí él sentado, contemplando el mar?. ¿En qué pensaría mientras la brisa se extasiaba acariciándolo sin encontrar ninguna resistencia?. Se preguntó ella.

La luna estaba posada en el centro del océano nocturno, las olas danzaban con la cadencia de una sinfonía marítima, casi susurrando un canto azul que la brisa se encargaba de espolvorear sobre todo lo que estuviera a su alcance. La luz de la luna acariciaba la proa del galeón del Oliver, pero inteligentemente había dejado ciega a Índigo poniéndolos fuera de su alcance visual.

¿Qué demonios debía decirle?. Él temía abrir la boca y pronunciar las palabras equivocadas. La mujer estaba sentada a su lado, observándolo en silencio y él se había quedado mudo.

Después de haberla visitado en su casa esa mañana, Oliver estaba de un condenado mal humor cuando regreso al barco. Se había encerrado furioso en su cabina y ni siquiera había sido capaz de beber ni un simple vaso de agua. ¡Demonios!, deseaba beberse todo el licor que pudiera encontrar a bordo del maldito galeón. Pero estaba seguro que emborracharse no le ayudaría a olvidar a Fátima, y en cambio acentuaría el sentimiento de soledad y fracaso que lo embargaba. Ninguna mujer lo había rechazado antes.

Ninguna. Y ella, precisamente ella, la única mujer a la que él amaba podía jactarse de haberlo despreciado.

¡Al demonio con ella!.

En ese momento pensó que si lograra llorar, si ignorara los estúpidos cánones masculinos, tal vez pudiera drenarse ese maldito dolor que lo estaba carcomiendo.

No lloró, pero sentía el bullicio de las lágrimas revoloteando en sus ojos.

¡Maldición!. ¡Ni siquiera conocía a esa mujer!. ¡No sabía absolutamente nada de ella!, entonces ¿cómo demonios se le metió en la sangre?. No. En los huesos, en la médula, en cada condenada célula de su cuerpo. Él nunca había creído en los flechazos a primera vista, y tampoco los necesitaba, solo tenía que sonreírle a cualquier mujer y corría gustosa a su cama. No había necesidad de más. Hasta que se encontró con Fátima. Hasta que la sostuvo en sus brazos. Hasta que respiró su aroma. Hasta que la besó. Entonces no solo la quiso en su cama, la deseo entera y formando parte de su vida.

¡Demonios!. Se sentía acorralado. Impotente. Golpeó el escritorio con sus manos empuñadas y se hizo un juramento: “Si ella no lo aceptaba por las buenas, entonces sería por las malas”. Él amaba a esa mujer y sería suya, y nadie, NADIE, ni siquiera ella misma, lo harían cambiar de idea. Aunque tuviera que obligarla a amarlo. Aunque tuviera que enseñarle a amarlo. Aunque tuviera que conformarse con solo tenerla a su lado, sin paladear una pizca del amor de ella. Aunque su desprecio le amputara el alma. Prefería todo eso a vivir sin ella.

Oliver estaba enfrascado en esos pensamientos cuando Georgie llamó a la puerta de su camarote y le entregó las rosas y el mensaje que Fátima le había enviado.

Oliver salió disparado de su cabina rugiendo órdenes y en pocos minutos estaba en camino de regreso al muelle.

Algunos afónicos minutos más se derramaron sobre la arena y fueron arrastrados por la marea. Oliver miró a Fátima y no estuvo seguro de poder obligarla a nada. Ese pensamiento lo desanimó. Sin embargo, algo llamó su atención, descubrió alrededor del cuello femenino, su torzal y la medalla que él le había obsequiado. Apoyándose sobre su mano izquierda se giró un poco y luego con la mano derecha sujetó el dije.

Ella contempló la silueta delgada de ese hombre esculpida por la luz de la luna, su mentón cuadrado, sus hombros anchos y sus brazos marcados por las curvas de sus músculos, las líneas rectas de su torso que se unían en la estrecha cadera, delineándolo en su totalidad sin error, parecía como una estatua tallada en una pieza extraída de las entrañas de la misma noche.

Ella no sabía cómo empezar a hablar. ¿Qué decirle sin echarlo todo a perder otra vez?.

—¿Estás segura de que has venido aquí por mí?. —Finalmente él rompió el silencio con su voz ronca y serena. Y pronunciar esa frase le había desgarrado el pecho. Recordó que su estúpido corazón debía estar abandonado en alguna parte del jardín de ella— Que tú seas la “única” para mí, no significa que yo represente lo mismo para ti.

Esas frases lo sorprendieron, no pudo dar crédito que fuera él mismo quien las hubiera pronunciado. ¿Qué no se había jurado que la obligaría a amarlo, que la enseñaría a amarlo o que llegaría hasta el ridículo de vivir con ella sabiendo que no lo amaba, tan solo para tenerla a su lado?... Solo le bastó mirar sus ojos y de inmediato tuvo conciencia de que no haría ninguna de esas cosas, él primero se moriría antes de hacerle daño a ella.

Ella sujetó la gran mano que apretaba la cadena y el dije. Él tenía los músculos tensos. Ella percibió como sus enormes ojos ahora negros con un halo verde se dibujaban chispas de desconfianza. Después de todo lo que le había dicho en los días pasados, ella entendió que esta sería la última vez que él se le enfrentara desarmado. Pero en este momento ella se palpó viva, fuerte y esa sensación la golpeo como dos corrientes furiosas que se encuentran de frente y colapsan una contra otra produciendo una fuente nueva con impulso propio.

—Tienes dudas.

Él se incorporó y tragó saliva. No eran dudas, era temor. ¡Demonios la quería con él, pero porque ella lo aceptara, no porque él la obligara!.

No podía culparlo si dudaba de ella. Después de todo, el cambio había sido repentino. En realidad le hubiera extrañado que él no se resistiera a la idea de su legítimo interés.

—Podría ser solamente un capricho tuyo.

—Abrazó sus piernas y depositó la vista en alguna parte del oscuro horizonte— Tal vez un desquite. Una estratagema preparada por tu gente. Ellos son enemigos mortíferos, se esconden bajo un disfraz caballeresco e hipócrita, y no dudarían en llevarme a mí o a cualquiera de los míos a alguna trampa que nos conduzca directo a la horca. —Su voz se tornó grave. Él había meditado rápidamente las posibilidades del cambio de Fátima, era su naturaleza estratega que lo llevaba a imaginar posibles riesgos. Sin embargo, el poder que ella ejercía sobre él, doblegaba su carácter táctico y se dejó llevar hacía donde ella lo condujera con su perorata— Estoy consciente del peligro. Pero si tú me lo pidieras, iría a la horca sintiéndome estúpidamente feliz.

Esas palabras la golpearon. ¿Cómo se atrevía a pensar que ella le provocaría alguna clase de mal?. ¡Que hombre más ciego!.

—¿Piensas que yo formo parte de un plan macabro para perjudicarte?. ¿Crees que me he escabullido fuera de casa en la mitad de la noche solamente para hacerte daño?.

Se sintió molesta. Definitivamente él no tenía ni la más remota idea de cómo era su vida. Pero debió reconocer que de alguna manera encontraba sensatez en sus dudas. Él era un hombre inteligente, y su experiencia le dictaba como enfrentarse a cualquier eventualidad y salir victorioso. Sin embargo, ni empleado toda esa pericia, él hubiera descifrado la realidad del entorno de ella.

—Fátima, muchas mujeres han estado en mis brazos antes. La mayoría de ellas por algunas monedas; unas pocas pretendiendo convertirme en presa para terceros. Y otras tantas solo para demostrar mi habilidad en la cama o saciar un repentino ataque de lujuria. Pero ninguna de ellas, me inquietó de la manera en la que tú lo haces. Ninguna me incendió con ese fuego que se desprende de tus labios, y que me consumió las entrañas con un solo beso. Ninguna me hechizo con solo mirarme a los ojos como lo hiciste tú. Y si esto es una trampa y tú eres la carnada, aceptaré gustoso cualquier tortura.

Le fastidió estuchar esas palabras, especialmente la cantidad difusa de féminas involucradas. Ella tuvo que hacer un esfuerzo por controlar el tono de su voz y no mostrar la acidez que le provocaba esa simple idea de imaginarlo con sus brazos anclados en cualquier otro cuerpo que no fuera el de ella.

—No es lógico que estés dispuesto a sufrir más por un breve momento de placer. No es lo que yo deseo. Además, yo también me he dañado en el combate, y te garantizo que mis heridas son más graves que las tuyas.

Le dijo sembrando en cada palabra el desconsuelo que le evocaban los enfrentamientos que habían sostenido.

—Fátima, tengo veintiocho años y la mitad de ellos los he vivido sumergido en encarnizadas batallas en tierra, en el mar o en un lecho. Solo. Herido. Ansiando que la mano que me tocaba lo hiciera con ternura. ¡Estoy harto!. —Él guardó silencio y luego de un suspiro continuo con voz ronca marcando el dolor que aún le causaba hablar sobre su pasado— Mi madre murió cuando yo nací, y mi padre me repudió hace años. La bonita cicatriz que me cruza la mejilla, me la obsequió mi ofendido y aristocrático padre, en un intento fallido por matarme. —Tragó saliva y prosiguió— Sería imposible comparar mi vida con la tuya. Sólo responde lo que te he preguntado y será suficiente para mí. Tortura o placer, lo aceptaré sin complicaciones.

Le hablo con tal pasión en su discurso, que logró sacudirla. Él, con un puñado de frases, le había revelado más de su vida que a ninguna otra mujer. Sentía la imperiosa necesidad de abrirse con ella, de mostrarse como era y quién era. Sin embargo, a ella no pareció importarle que él provenía de una casa noble, eso lo alivió. Por lo menos la nobleza de su pasado no la asustaba y tampoco la impelía a atraparlo.

¿Su aristocrático padre?. ¡Oliver descendía de una familia de nobles!. Esto debió horrorizarla, o por lo menos incomodarla lo suficiente como para que reconsiderara sus opciones, pero ella ni siquiera lo tomó en cuenta. Él no necesitaba de un título para ser poderoso. El poder emanaba desde dentro de él, y ella lo percibió en el momento en que se conocieron.

—No tienes idea de cómo ha sido mi vida. Tú no me conoces Capitán Drake y yo tampoco sé mucho sobre ti. Sin embargo... —¿Sin embargo, qué...?. “Por disparatado que parezca, te amo”... Una vocecita insistente le gritaba: Díselo. DÍSELO. No lo dijo— Yo no soy española. Soy criolla, nací en la ciudad de Guadalajara, en México.

—Ahora entiendo por qué tú no hablas con ese acento particular español.

—Aprendí el idioma de mi nana, de los trabajadores, de la gente con quienes yo estaba invariablemente en contacto. Mi padre siempre inmiscuido en sus negocios y mi madre atareada con sus visitas, sus fiestas de té, sus reuniones. Nunca tuve una relación cercana con ella.

—Ya veo.

Pensó él que tal vez era esa la razón por la que había momentos en los que la tristeza salía a flote en sus ojos.

—Cuando cumplí catorce años, me hice cargo de la administración de las propiedades de mi padre, él me enseñó. Yo era hija única, por eso accedió a involucrarme en esos menesteres propios de un varón. Yo era útil, era libre, era feliz. De pronto mi padre me prohibió seguir desempeñándome como administradora, argumentó que un despacho no era el sitio adecuado para una dama, que eso era lo que ahuyentaba a mis posibles pretendientes. Mi madre me atiborró de deberes caseros, y finalmente decidieron enviarme con tía Amelia. Se suponía que yo solo le serviría de compañía por un breve periodo de tiempo, pero desde que llegué he estado sujeta a una serie de sometimientos y órdenes que más parece un adiestramiento para convertirme en un ser carente de voluntad. Imagino que debió ser alguna clase de castigo. Por eso estoy de acuerdo con lo que has dicho, definitivamente no hay manera de comparar mi vida con la tuya. Tú has “vivido” y yo he aprendido a solo existir. Yo no podría ser cómplice en algo que te pusiera en peligro. Cuando yo te encontré en el consultorio del doctor Parker, fue porque desobedecí una orden que me privaba de experimentar la caricia rítmica de la lluvia sobre mi piel. Ese día, precisamente ese día fue el primero desde mi llegada que se me permitía salir de la mansión. Y todo se debió a que tía Amelia tenía que recoger los vestidos para la fiesta en casa de los Altamira y no quiso perder tiempo escuchando las larguísimas charlas del doctor cada vez que nos atiende en la mansión. Ella nos llevó en el carruaje a Índigo y a mí y nos dejó a un par de calles del consultorio. La noche de la fiesta fue también la primera reunión a la que yo asistía en mi vida.

—Nunca me hubiera imaginado tal barbaridad.

Le dijo con los dientes apretados y haciendo un abominable esfuerzo por no dar rienda suelta a toda clase de vociferaciones.

—Yo lo permití. Yo acepté que tía Amelia me doblegara. Rendí mi espíritu y mi voluntad para hacer más soportable mi estancia en su mansión. Yo no puedo hablar con nadie en la casa, únicamente con Índigo y con tía Amelia, y desde luego no puedo recibir visitas, ni asistir a ninguna clase de reunión, nada. Si yo desobedeciera, seguramente me volvería a castigar como lo hizo hace tiempo. Y yo no quiero pasar días encerrada en la alcoba recuperándome de una golpiza.

Los ojos de Oliver centellearon de furia, en su rostro se plasmó un singular gesto amenazador. Deseaba levantarse en ese preciso momento y lanzarse desbocado a esa mansión y torcerle el cuello a esa maldita mujer a quien ella llamaba tía. En su boca percibió el sabor amargo de la bilis.

—¿Esa condenada mujer te golpeó?.

—Si, con un fuete. —Oliver sintió que la rabia se le salía de control— Después de eso, jamás volví a desobedecer sus órdenes. Ahora, de vez en cuando solo hay regaños y reprimendas, cuando cometo algún error.

—¿Por qué no regresaste a México?. —Le preguntó más para controlar su ira que por interés.

—Lo intenté, le envié varias cartas a mi padre, suplicándole que me permitiera regresar. Sólo recibí una de mi madre, me decía que papá había muerto y que había sido culpa mía. Que yo había cometido errores graves al administrar las propiedades y que eso los había llevado a la ruina. Mi padre no superó el problema y murió. Ella me advirtió que no regresara, que no deseaba volver a verme. Sin más explicaciones. Y yo no entiendo cual fue ese error grave que cometí, mi padre siempre revisaba las cuentas y las transacciones. En cualquier caso, no tuve más opción que permanecer aquí. Fui desterrada de mi propia casa y encarcelada en el exilio.

Después de tanto tiempo de mantener aquella historia atrapada en su interior, fue consolador dejar al relato enfrentarse a la inmensidad de la noche y hundirse derrotado en la profundidad del mar. Y por primera vez en mucho tiempo, ella se sintió aliviada.

Oliver controló su ataque de furia, no podía hacer una escena escandalosa en ese momento, justo cuando ella le revelaba la parte más oscura y pesarosa de su vida. Él tuvo que obligarse a recobrar la calma. Entonces comprendió muchas cosas. El comportamiento altanero de ella, sus ataques, su sometimiento y su temor en ciertos momentos. Deseaba abrazarla y mantenerla cerca de él por siempre, quería protegerla...

¿Protegerla?.

Nunca antes había sentido la necesidad de proteger a nadie que no perteneciera a su tripulación. Su furia se evaporó al instante, dejándole un brumoso sentimiento de ternura. Cuántas mujeres antes habían desfilado en su vida, y ninguna de sus historias había logrado provocarle ni siquiera un mínimo interés, y ahora aparecía ella, y le clavaba una mirada y conseguía que él se desbordara de ternura y deseo.

—Ahora sé por qué la dulzura y la pasión que vi en tus ojos se ocultan tras una mezcla de rigidez y sumisión.

Él retiró uno de los mechones que se habían desprendido del moño y caía sobre el rostro de ella y lo ensartó detrás de la oreja.

Ella se había abierto, le había mostrado su vida de la manera más franca que podía, y eso la llenó de aplomo para hablarle de lo que se albergaba dentro de su corazón.

—Oliver, yo....., —Dilo. Dile que lo amas. DÍSELO. La vocecita dentro de su cabeza se lo gritaba. Fátima la ignoró— Yo también he experimentado esa misma emoción que estalla y me incendia cuando estoy cerca de ti, y que me sofoca cuando estás lejos. —¿No era mejor utilizar solo las palabras necesarias como un simple y sencillo “Te amo”?. Insistió la vocecita. Ella lo intentó, pero ninguna de esas dos palabras lograron salir de su boca que se abrió y cerró un par de veces antes de continuar— Te aseguro que si estoy aquí es solo por ti. No soy carnada, ni persigo un capricho, y mucho menos planeo un desquite. Vine aquí por ti. Oliver, yo no poseo tierras, ni dinero, ni propiedades que ofrecerte. Tal vez deberías ser tú quien responda si ¿estás seguro de que yo soy lo que tú deseas?.

Le pregunto con voz decidida. Ese hombre descrito por la luna, en un instante la había empujado a emprender la recuperación de su espíritu. Y cualquier cosa que se desatara a partir de este momento, ella podría enfrentarla con total lucidez y fortaleza. Aún cuando, tuviera que encarar la respuesta negativa de él.

—Estoy más seguro que nunca. —Ella casi lloró de alivio al escuchar sus palabras— ¿Crees acaso que tu falta de caudal me desalentaría?. A mí no me interesa si no tienes fortuna, tierras o dote para comprar mis favores. No estoy en venta. Yo, me estoy entregando a ti porque así lo quiero. Porque te deseo conmigo y para mí. —Él la sujetó entre sus brazos y la recostó, acercó sus labios suavemente a los de ella, su cadera se ensamblo en la de ella, y su pierna se abrió paso entre sus muslos. Ella sintió como la boca masculina se movía rozando sus labios mientras pronunciaba cada palabra— Y no quiero esperar más, por algo que tal vez no suceda sino lo tomo ahora. —Dijo en un susurro más para él que para ella, pero ella lo escuchó.

—¿Qué ofreces a cambio de mi virtud?.

Él se incorporó y la miró dibujando en su rostro una sonrisa sesgada y peligrosamente varonil, urgiéndose a preservar la última gota de control que le quedaba, pero ella se lo estaba haciendo condenadamente difícil, sólo tenía que mirarlo con esos ojos brillantes y su minúscula gota de control se evaporaba velozmente.

—Por ahora solo puedo ofrecerte mi pasión y mi deseo, porque el corazón no lo llevo conmigo. Lo encontrarás entre las espinas de tus rosales, ahí lo arrojaste cuando te lo entregué esta mañana.

Le dijo en tono entre divertido e insolente. Tratando de darle la oportunidad a ella para que pudiera escabullirse, porque de continuar a su lado, él no iba a ser capaz de dejarla ir hasta que no la hiciera suya ahí mismo.

—Rescaté tu corazón. Te envié las rosas para comprobar que el salvamento había sido exitoso. Pero no voy a devolvértelo, sin embargo puedo entregarte el mío a cambio.

—Es un trueque tentador. Mi amor a cambio del tuyo.

Le dijo con voz seductora. Intentando a toda costa mantenerse tranquilo. Ni en sus más locos sueños se lo hubiera imaginado. ¡Ella lo amaba!. Ya no había marcha atrás.

Esta noche, él finalmente tendría propietaria.

Ella se puso de pie. Las manos le temblaban y el corazón desbocado le estaba cavando un pozo en el pecho.

—¿Aceptas el trato?. —Apenas le salió un susurro.

—¿Un convenio entre una dama y un pirata?. Creí que eso no era posible...

Le dijo en medio de una risita divertida. Él se levantó y pasó uno de sus brazos por encima del abdomen y con la mano libre se acarició la barbilla, como si estuviera meditando muy detenidamente la propuesta de ella. Su voz se tornó ronca y extraordinariamente seductora.

—Sin embargo, cualquier pacto es posible entre una mujer y su hombre.

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