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FÁTIMA había preferido no llevar la cuenta de los días que habían transcurrido desde que Oliver se embarcó. No tenía noticias de él y tampoco las esperaba, lo único que sabía era que Eugene y Robbie, habían sido asignados para que montaran guardia fuera de su casa.

Eugene se lo comentó una mañana que la vio cortando rosas en el jardín. Le habló de las órdenes que había dejado el Capitán Drake y que él y Robbie habían sido asignados para estar pendientes de ella.

Amelia insultó a Eugene cuando lo descubrió, para su gusto, demasiado cerca de la reja de acceso. Luego ordenó que los criados le arrojaran agua sucia a Robbie para alejarlo de la casa cuando lo vio recargado en uno de los pilares de metal de la reja. Y llegó hasta a amenazar a Eugene con que llamaría a la guardia si no se marchaba, pero Eugene solo se retiraba un instante y regresaba un par de minutos después, o se ocultaba detrás de los matorrales o se recargaba en el tronco de alguna palmera. Robbie y Eugene siempre estaban alertas, de día o de noche.

Fátima los contemplaba desde el balcón, la terraza o el jardín, le parecía curioso que hombres como Eugene o Robbie aún siguieran en una pieza. Ellos tendrían cerca de treinta años. Ambos eran altos, tal vez un poco más que Oliver, eran delgados pero sus cuerpos también exhibían los músculos que seguramente el arduo trabajo en un barco requería, los ojos de Eugene eran de un azul claro; los de Robbie eran extrañamente dorados, parecían gotas de miel, pero en ambos hombres sus ojos reflejaban su indiscutible disciplina y sentido del deber. Y sus rostros curiosamente no armonizaban con su evidente profesión. Las facciones de ambos eran muy fuertes, armónicas y extraordinariamente varoniles. Podría decirse que eran hombres atractivos y en cierta manera fascinantes. Eso lo notó Fátima aquel día que su tía montó en furia y se dedicó a insultar a Robbie cuando lo encontró fuera de la mansión, sentado en el piso recargado en la pared comiendo una pierna de pollo asado que Fátima le había hecho llegar a través de Índigo. Fátima se sorprendió al ver la reacción de su tía, cuando Robbie se incorporó, cuadró los hombros y mientras su tía le gritaba barbaridad y media, él simplemente caminó con pasos firmes y muy lentos en dirección de ella, sin despegarle esa mirada dorada y profunda, él arrojó el hueso de pollo frente a Amelia y pasó de largo sin modificar su andar pausado y firme. Amelia perdió el habla por un instante, se le atascó el aliento en el pecho y se llevó una de sus manos al cuello. Desde luego, el ser piratas les proporcionaba un aura de misticismo que los transformaba en seres peligrosamente encantadores.

Además, el simple hecho de verlos deambulando de un lado a otro de la calle, o sentados bajo un árbol, recargados en la reja o apoyados en la esquina intentando cubrirse del sol al medio día, proveía a Fátima de cierta extraña calma y sin duda la presencia de ellos, mantenía encendida la flama de la ilusión en la joven.

—Los rosales necesitan que los visites. No te has ocupado de ellos en muchos días. —Le dijo Índigo serena. Fátima se sorprendió de notar la sorpresiva presencia de su nana en la habitación. Ella estaba en el balcón, tan absorta pensando en sus guardianes que ni siquiera la escuchó entrar— Pareces una estatua en el balcón. Todo el tiempo de pie en el balcón.

—Desde aquí puedo ver el océano.

—El océano no se escapará si dejas de contemplarlo un minuto del día y tampoco te regresará a Oliver hasta que su tempestad o su calma lo decidan.

—Lo sé.

Le costó trabajo pronunciar esa frase. Índigo tenía razón, pero aceptarlo no mitigaba su impaciencia.

Golpes en la puerta la distrajeron. Amelia entró sin esperar respuesta que le autorizara el ingreso, esa actitud era normal en ella.

—Ha llegado algo para ti. —Fátima se volvió hacia ella con el corazón a punto de reventarle en el pecho. Amelia colocó sobre la cama una caja cerrada con un enorme moño de listón rojo— Es un obsequio. Lo usarás esta noche. Debes estar lista antes de las seis, porque a esa hora vendrá el carruaje a recogernos.

Amelia salió de igual manera que como había entrado, sin pedir opiniones, sin explicar nada, solamente azotando órdenes a babor y estribor. Nunca hablaba de sus planes, por lo que no sorprendió a Fátima su repentina participación. Amelia decidía y Fátima debía seguir las instrucciones al pie de la letra. En esta relación no había opciones, por lo menos no para Fátima.

Ella retiró el listón que aprisionaba la caja, levantó la tapa y se encontró con un elegantísimo corpiño con cuello de ojal y una falda de brocado de seda ambos en color durazno. Esa fiesta a donde la llevaría Amelia por la noche debía ser muy importante, ese traje era lujosísimo. Ella nunca antes tuvo un atuendo similar. Fátima estaba pasmada, su tía no era particularmente generosa cuando de halagar a su sobrina se trataba y ese vestuario debió costar una fortuna.

De nuevo la puerta se abrió, en esta ocasión Amelia ni siquiera llamó, ella cargaba en sus manos un pequeño cofre.

—Esto también es para ti. Debes lucirlas esta noche. Está hermoso, ¿cierto?.

Amelia entregó el cofrecito a Fátima y luego extrajo de la caja el corpiño y la falda extendiéndolos sobre la cama.

—Si, son hermosos. ¿Los has comprado tú?. —Preguntó Fátima inflexible.

—¡De ninguna manera!. Son obsequios de tu prometido. También te ha mandado las joyas.

En el rostro de Amelia se dibujó una sonrisa que Fátima no supo descifrar, sería quizá que una genuina alegría la invadía al pronunciar esas palabras porque finalmente ostentaría a Fátima como galardón, o era tal vez la felicidad que experimentaba al saber que pronto su trabajo estaría concluido y podría regresar a la vida que dejó cuando tomó a Fátima bajo su tutela.

El corazón de Fátima bailó en el interior de su pecho, imaginó por un momento que Oliver finalmente había hablado con su tía Amelia, sin que ella se enterara y todo había salido como ambos esperaban. Pero un segundo después, la realidad se le vino encima cubriéndola con un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo. No podía ser Oliver. Eugene y Robbie continuaban del otro lado de la reja montando guardia y el rostro de su nana se transformó en presagio de tormenta. Fátima quedó muda.

El prometido del que Amelia hablaba, no era su Oliver.

Amelia salió de la alcoba, Fátima entregó el cofre a Índigo y corrió apresurada dirigiéndose al jardín, se acercó a la reja y ahí estaba Eugene recargado en un pilar.

—Eugene, debes informarle al Gobernador que...

Ella estaba agitada, hablaba a borbotones y el rostro de Eugene estaba inexpresivo y el tono de su voz confirmó sus temores.

—Milady, él está enterado. Tu tía le ha enviado una invitación y él estará presente en la fiesta de esta noche. Faltan todavía muchas semanas para que el Capitán Drake esté de vuelta, y no hay manera de hacerlo volver ahora, por eso, sir Henry ha decidido que no nos arriesgaremos a esperar por el Capitán...

—¡Fátima!. —Amelia casi voló desde la puerta de la terraza hasta la reja del jardín— ¡Aléjate de ese barbaján!. —Y comenzó a gritar como posesa— ¡Guardias, Guardias!.

Eugene hizo una leve caravana y se alejó de prisa. Amelia sujetó el brazo de Fátima con tal fuerza que ella sintió la presión de sus dedos alcanzar sus huesos.

—¡Suéltame! —Le dijo con voz potente al tiempo que liberaba el brazo de las garras de su tía— ¡No tienes derecho a tratar a las personas de esa manera!. Ese hombre no molestaba a nadie, y ciertamente no me deshonraré si habló un minuto con él.

Con un movimiento inusitadamente veloz para su edad, Amelia le respondió con una bofetada, dejando una mancha roja en la mejilla de la joven. Fátima no se amilanó y sin tocarse la parte lastimada, enderezó la espalda y levantó el rostro desafiante, obligándose a mantener las lágrimas que pujaban por salir rodando.

—Te prohíbo salir de tu habitación. —Amelia casi bufando dio media vuelta y regresó al interior de su mansión llamando a gritos a la nana— ¡Índigo!. ¡Índigo!.

La mujer angustiada la alcanzó en el umbral de la puerta de la terraza y con la cabeza inclinada recibió sus órdenes.

—Fátima. —La dulce nana la llamó con su vocecita casi extinta— Regresemos a tu alcoba. Debes cambiarte el vestido.

Le sujetó la mano y la miró con sus ojos llenos de lágrimas.

Fátima retiró las lágrimas del rostro de Índigo y por primera vez depositó un beso en su mejilla oscura. La joven caminó delante de su nana hasta llegar a la alcoba. En el trayecto, Amelia la llamó a gritos en varias ocasiones, pero Fátima no le respondió y tampoco se detuvo a escucharla. Cerró la puerta de su alcoba con llave y se sentó en el banco frente al tocador.

—Estoy lista.

Entonces sintió que el peso horrendo de la revelación de que tenía “un prometido” se le vino encima. Tenía los ojos llenos de lágrimas que apenas logró contener evitando que le mojaran las mejillas. Y lo único que atino a decir cuando índigo comenzó a peinarle el pelo, fue el nombre de su Oliver en un susurro que le desgarraba el alma.

Oliver había cumplido la primer parte de su trabajo con especial precisión y éxito. Había entregado la carta de Sin Henry en manos del mismísimo Rey Carlos, y recibido los documentos que certificaban de manera oficial que aquellos piratas mencionados en el manuscrito de Morgan, ahora eran hombres libres de toda persecución. Y Oliver era uno de los beneficiados.

Oliver no quería perder más tiempo, y apenas hubo dejado esos papeles en la caja fuerte de su camarote a bordo del Cerulean, se dispuso a visitar la mansión de su padre, Lord Albert Stephan Drake, conde de Ardley.

Oliver se cambió de atuendo, pensó que la sobriedad de su traje negro con bordados en hilo de plata y botas altas no era lo más conveniente para cabalgar durante horas y visitar a su progenitor. Se vistió un pantalón color ante, la camisa blanca, un chaleco de cuero negro, botas altas, se colocó su capa y se dispuso a partir. Compró un caballo y se dirigió a Ardley House.

Cabalgó durante doce horas desde Londres a Bristol, y luego un par de horas más hacia el este y llegó al anochecer a Ardley Town. Oliver sabía que era tarde para visitas, pero no le importó. Pensó que cualquier momento sería igual de malo para encontrarse con su padre. Cuando estuvo frente a la residencia, experimentó una sensación extraña al subir los peldaños que lo separaban de la puerta principal, se sintió inquieto, casi desesperado. Él era un hombre que confiaba en sus instintos y de inmediato supo que algo no marchaba bien. Pero no atinaba con precisión a determinar en dónde había problemas. Fátima estaba bajo la custodia de Morgan, además había dejado a dos capitanes expertos a su cuidado; Eugene Armitage y Robert Brenton. Ella no podía ser quien le provocara esa impaciencia y desazón. Por otro lado, estaba consciente de que la entrevista con su padre no saldría bien, así que por primera vez no supo a qué atribuir su inquietud. Dando un profundo respiro, sujetó la argolla de metal y llamó.

Un delgadísimo hombre abrió la puerta, su cara estaba llena de arrugas y su pelo blanco veteado con cabellos negros y extremadamente liso le daba un toque casi tétrico. Era nada menos que el mayordomo de la familia y en cuanto vio a Oliver en la puerta, su rostro se modificó de inmediato, fue capaz de imprimirle a su vertical boca una levísima curva.

—Buenas noches Anderson. Me alegra verte de nuevo.

—Milord, bienvenido.

Anderson se hizo a un lado dejándole el paso libre a Oliver. Él entró en la mansión, miró de un lado a otro aquella casona, nada había cambiado, todo estaba como cuando se embarcó con su padre en un viaje de negocios hacía ya demasiados años. La casa estaba igual de oscura, tal vez, solo un par de nuevos jarrones o pinturas habían sido agregados a la decoración, pero definitivamente el estilo sobrio y elegante seguía predominando en aquellos muros. Pero, a él le pareció en extremo carente de vida.

Anderson se acercó a Oliver y lo arrancó de sus cavilaciones. Oliver cuadró los hombros, respiró profundamente y se dispuso a concluir lo que había venido a hacer.

—¿Cómo sigue mi padre?.

—Lord Ardley se encuentra igual, no mejora, pero tampoco ha recaído. El doctor le ha dicho que es el hígado y que es difícil poder asegurar cuándo dejara de funcionar, y le ordeno seguir al pie de la letra una serie de instrucciones y cuidados.

—Me alegra saber que aún está con vida. —Oliver aspiró profundamente y luego exhaló, como si estuviera llenándose de valor para enfrentar una batalla a muerte— ¿Dónde está él?

—En su despacho.

—Bien, entonces ve e infórmale que estoy aquí y que solicitó una audiencia con él. Y dile que bien puede llamar a la guardia para que me embosquen nuevamente si lo desea, porque esta vez no voy a huir.

—¡Pero milord! —El rostro de Anderson se descompuso y adoptó un tono ceniciento.

—No te preocupes Anderson, el rey me ha concedido el perdón, y tengo una carta de su majestad que lo prueba.

—Que alivio escuchar eso milord. —La inexpresividad volvió al rostro del mayordomo— Entonces, con su permiso, iré de inmediato a informar al conde.

Oliver esperó de pie en la antesala de la mansión a que apareciera Anderson con la respuesta de su padre. Y un par de minutos más tarde, el hombre delgadísimo se encaminó muy erguido y pomposo hacia donde se encontraba Oliver.

—Lord Ardley lo recibirá de inmediato.

—¿Mandó llamar a los guardias?. —Preguntó Oliver divertido.

—No milord. Pero definitivamente le sorprendió la noticia de su presencia en la mansión.

—Me imagino. De cualquier forma sería conveniente que mandes llamar al doctor, posiblemente esta visita no termine muy cordial. Entiendes a lo que me refiero.

—Por supuesto. Mandaré traer al médico enseguida.

Se detuvieron frente a una enorme puerta de madera de roble con paneles exquisitamente tallados con motivos náuticos. Anderson llamó a la puerta y una voz cansada y grave le respondió autorizándole la entrada.

—Milord, su hijo, lord Oliver Julien Drake.

El mayordomo se hizo a un lado dejándole el espacio libre a Oliver para que ingresara al despacho.

Anderson salió del cuarto y cerró la puerta detrás de él. Oliver avanzó lentamente hacia el escritorio en donde estaba sentado aquel hombre ahora de pelo blanco que utilizaba anteojos y que observaba con particular atención los papeles que sostenía en la mano. Se detuvo justo frente a él, el gran escritorio de caoba tallada era lo único que los separaba.

El despacho de su padre no había cambiado en absoluto. Los paneles de madera de caoba cubrían las paredes y el techo, un gran librero se extendía por toda la pared frontal. En el hogar ardía un fuego constante que mantenía la habitación a una temperatura agradable, y las pesadas cortinas de terciopelo azul estaban corridas, transformado aquel sitio en una especie de refugio para aquel hombre maduro sentado detrás del escritorio. Curiosamente Oliver pensó que si para su padre aquella habitación era un santuario, para él representaba tan solo una ergástula.

Oliver podía sentir la frialdad que emanaba de aquel hombre al otro lado del escritorio, hasta dudo que realmente fuera su padre. Le costaba trabajo imaginar que lo recibiera en medio de un gélido silencio, en lugar de un estallido de cólera e indignación como la última vez que se habían visto hacía ya siete años.

—Veo que has olvidado toda regla de cortesía. Estas no son horas de visitar a nadie y mucho menos de darle órdenes al señor de la casa. —Le habló con voz fría e inflexible, sin apartar la vista de los papeles que leía— Pero entiendo que no se pueda esperar más de un delincuente.

El conde de Ardley arrojó con enfado los papeles sobre la superficie de madera y se enderezó en el sillón colocando las manos abiertas sobre el escritorio.

—Padre, yo también me alegro de verte. —Oliver le habló con la misma frialdad.

—Tu presencia en mi casa no es grata. —El hombre levantó el rostro, tan similar al de Oliver, pero ya luciendo arrugas en la frente y alrededor de sus ojos. Fue un duelo de periodoto y jade cuando sus ojos se clavaron en los de Oliver— Supongo que habrás venido a investigar a cuánta de mi fortuna podrías hincarle el diente, ¿no es verdad?. Pues tengo el enorme placer de informarte que aún no he muerto, pero cuando eso suceda te garantizo que no recibirás ni medio penique. Además tengo una esposa nueva, ella es joven y está embarazada, espero que me de un heredero digno. Pero si no fuera así, prefiero que mi título salga de la familia antes de que lo heredes tú.

Oliver sintió nuevamente ese dolor horrible en el pecho, una nueva estocada feroz e implacable que su progenitor le propinaba sin miramientos.

—Me queda claro que sigues sin perdonarme que te haya salvado la vida...

El hombre se puso de pie transformado en una furia, bufaba y las palabras se le atropellaban en la garganta al mezclarse con sus gritos y sus manoteos.

—¡Eres un cobarde!. ¡Preferiste una vida de delincuente antes de enfrentar la muerte como un caballero!. ¿Tienes idea de la vergüenza y la humillación a la que me sometiste?. ¡Me convertiste en el padre de un pirata perseguido por la justicia!.

—Cambié mi vida por la tuya.

Oliver permaneció sentado, recargado en el respaldo, con los codos apoyados en los brazos de la silla y las manos entrelazadas sobre el abdomen. Haciendo un esfuerzo descomunal, el joven logró mantener su voz bajo control, a pesar de que deseaba gritarle también, y dejar salir ese dolor que lo había torturado durante tantos años.

—¡Yo no te lo pedí, maldita sea!. ¡Me sometiste a la vergüenza de haber sobrevivido a una batalla sin honor!.

El hombre exhaló en medio de un quejido y se llevó la mano al sitió en donde debía ubicarse el hígado.

—Padre... —Oliver se puso inmediatamente de pie e hizo el intento de sujetar al hombre frente a él, pero frenó sus movimientos y se plantó firme.

—¡No me llames así!. ¡Yo no soy el padre de un cobarde!.

De nuevo otro lamento que el hombre se empeñaba en no dejar salir de su boca.

Oliver entonces cambió de táctica, la sumisión no funcionaba, tendría que ponerse en los mismos términos con que le hablaba su padre. Golpeó el escritorio con ambas manos y se apoyó inclinándose hasta que su rostro estuvo a pocos centímetros del de aquel hombre enfurecido.

—¡Basta!. ¡Ya ha sido suficiente de que me humilles y me desprecies porque te salvé la vida!. ¡Yo no iba a dejar que aquellos piratas que atacaron nuestro barco, te cortaran el cuello solamente porque tu estúpido sentido del honor no te dejaba ver las cosas con astucia!. ¡Cambie mi vida por la tuya!. —Oliver bajó la voz, y se enronqueció— Tú, no tienes idea lo que he vivido, ni cuántas veces he estado a punto de morir. Tú mismo me tendiste una trampa hace siete años cuando vine a buscarte. Apenas logré escapar con vida. Pasé varias semanas pendiendo de un hilo, inconsciente y muy malherido, gracias a ti. Yo no quiero tu fortuna ni tu título. No los necesito, soy ahora tal vez mucho más rico que tú. Yo vine a buscarte otra vez, porque deseaba resolver nuestra situación, después de todo, aunque no lo quieras aceptar, yo soy tu hijo. El único que tienes hasta ahora. Vine, porque deseaba verte y decirte que el rey me ha otorgado el perdón. Ya no soy pirata y tampoco me persigue la justicia.

—¡Maldita sea, y crees que eso me importa!. ¡Es condenadamente tarde Oliver, muy tarde!.

—Tal vez para ti. No para mí. Vine para demostrarte que a pesar de tu rechazo yo soy tu hijo y no me arrepiento de haberme unido a los piratas para salvarte la vida.

—¡Fuera de mi casa, maldito delincuente!.

—Padre, no volveré a Inglaterra después de esto. Deseo que tengas una vida larga y que te recuperes de tu enfermedad, y que tu nueva esposa te de ese hijo que tanto deseas para que se convierta en el heredero perfecto que esperas.

El hombre, desenvainó su espada y con un movimiento rápido presionó la punta sobre el pecho de Oliver. Él no se movió, y miró directamente a los ojos a su padre.

—Si el atravesarme el corazón te proporciona el consuelo que no has tenido en tantos años, entonces hazlo. —Elevó los brazos a los lados y pensó en Fátima— No voy a defenderme.

—¡Fuera de mi casa y no vuelvas nunca. Porque la próxima vez, te mato!.

—¿Albert?

Una voz aguda proveniente de la puerta llamó la atención de los dos hombres. Era una mujer de no más de veinte años, tan joven como Fátima, pero ésta con el vientre tan abultado que poco le faltaba para reventar. Evidentemente, pensó Oliver que se trataba de la nueva esposa de su padre. La joven contuvo el aliento al ver semejante escena, y Oliver pensó que se desmayaría como lo hacían todas las mujeres nobles ante una imagen similar. Pero no sucedió, la mujer interrumpió su desmayo al notar el parecido extraordinario de los dos hombres, la gran diferencia era la edad, uno rayando los sesenta y el otro con unos cuantos años más que ella, bien podía pasar como su hermano mayor.

—Adiós milord.

—¡Fuera de mi casa!.

La mujer muda ante la actitud agresiva de su esposo y la aparente calma del joven, los miró pasmada, siguiendo los movimientos de Oliver mientras se dirigía hacia la puerta, cuando pasó junto a ella, Oliver inclinó un poco su cabeza y siguió de largo, hasta llegar a la puerta principal, la abrió y sin detenerse salió de inmediato. Solo el sonido de un portazo les indicó que se había marchado.

La mujer desconcertada, más por el parecido de aquel hombre joven con su marido, que por la escena; intentó solicitar una explicación para semejante escándalo. Pero, Lord Ardley no estaba de humor para dar explicaciones.

—Albert quieres decirme ¿quién era ese hombre?

—Solo un mensajero querida. Un mensajero que no me trajo buenas noticias. Eso es todo.

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