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EL CERULEAN se enfilaba al muelle de Port Royal. El barco se había contagiado de la ansiedad de su capitán, el galeón se movía tembloroso de un lado a otro, en algún momento inesperado el timón no respondía o a duras penas aún con las velas henchidas, el navío avanzaba muy lentamente. Oliver apenas podía esperar a que las amarras fueran aseguradas. La desazón le burbujeaba en las venas. Si hubiera estado en sus manos, él mismo habría arrastrado el galeón hasta que alcanzara el atracadero. Su impaciencia era tan evidente que se paseaba de un lado a otro de la cubierta del Cerulean, repartiendo regaños injustificados, órdenes que luego cambiaba sin razón, sugerencias que no tenían fundamento. Cruzaba y descruzaba los brazos, sujetaba y soltaba su espada, se acariciaba la quijada como si estuviera meditando algo y luego agitaba las manos como tratando de liberarse de los pensamientos que había concebido. Definitivamente el capitán Drake estaba de un humor amenazante.

El hombre estallaría en cualquier momento que algo inesperado, cualquier cosa, se presentara y demorara su arribo al atracadero. Todos los miembros de la tripulación tenían plena conciencia de lo violento que podía ser el carácter del capitán cuando las circunstancias lo requerían, sin embargo, en esta ocasión en particular, el estado de ánimo del capitán iba más allá de su palpitante amenaza, bien podía decirse que irradiaba mortífera ofuscación, nada común para un hombre tan imperturbable y controlado como él. Aunque para algunos de ellos, esta actitud les resultaba sino incómoda, tal vez un tanto alarmante, el Capitán Drake, nunca les había demostrado falta de control, él era el hombre más frío y calculador que había deambulado por los mares y siempre actuaba apegado a una estrategia que rendía frutos benéficos para él y quienes lo seguían. A pesar de todo, los miembros de la tripulación comprendían la razón de ese despliegue de inestabilidad en su capitán.

Una mujer.

Todo por causa de una mujer.

En cuanto la plancha de desembarque fue instalada, Oliver bajó corriendo y sin detenerse se dirigió al muelle buscando un coche. Subió de inmediato y se dirigió a la casa de Fátima. Él ordenó al cochero que permaneciera lejos de la mansión y él siguió a pie. Pero lo que encontró al plantarse entre las palmeras que rodeaban la casa, fue una visión que hizo estallar las inestables armas en su cabeza. Las ventanas estaban cerradas y las cortinas corridas. Él permaneció por cerca de una hora recargado en el tronco de una palmera, con los brazos cruzados sobre el pecho, su rostro había perdido todo el brillo y sus ojos lucían escrupulosamente fríos. Sus facciones varoniles adoptaron la amenazante apariencia que siempre moldea el encono.

Finalmente se convenció de que no había movimiento en la casa. Estaba vacía. Fátima se había marchado. Henry seguramente tendría muchas malditas explicaciones que darle, pensó, mientras su respiración se agitaba y empuñaba las manos.

Subió de nuevo al coche, y le indicó al cochero que lo llevara al palacio del gobernador. Oliver, se tiró en el asiento, con las piernas estiradas y los brazos cruzados sobre el pecho. Tenía los brazos tan tensos y las manos empuñadas que los nudillos se le pusieron blancos y los hombros empezaron a dolerle. Cerró los ojos que más bien parecían dos heladas balas esmeralda e intentó respirar profundamente, mientras apretaba los dientes para no vociferar a grito abierto toda clase de maldiciones que le atiborraban la cabeza en ese momento.

Debía calmarse.

¡Al demonio!. Pensó, no quería calmarse, deseaba desbaratar con sus propias manos, todo lo que se le atravesara en ese momento. Y de alguna extraña manera en lo profundo de su ser, se alegró de que estuviera en el interior del coche, resguardado de todo y todos.

Cuando el carruaje se detuvo, abrió la puerta de golpe y descendió, apenas se volvió para arrojarle un par de monedas al cochero y prosiguió con firmes zancadas hacia el interior de la mansión del gobernador. Ni siquiera se molestó en llamar a la puerta, él mismo giró el picaporte y la abrió. El mayordomo escandalizado lo miraba desde el corredor, sin dar crédito a semejante despliegue de furia, pero muy inteligentemente permaneció en silencio y alejado del camino del Capitán Drake.

—¿Dónde está Morgan?.

Preguntó Oliver en medio de un grito, sin detenerse mientras caminaba hacia el despacho del gobernador.

—En el comedor Capitán Drake.

Le respondió el atemorizado mayordomo que procuró alejarse lo más posible del sitio en cuestión.

Oliver como tromba cambió de dirección e ingresó en el comedor. Morgan estaba a la cabeza de la grandísima mesa y mordía un trozo de carne. No se sorprendió al ver la amenazadora imagen de Oliver acercándose por un costado con pasos lentos y los ojos clavados en él, supo de inmediato que Oliver había ido a casa de Fátima al desembarcar, era obvio que encontró la mansión vacía y seguramente había imaginado toda clase de cosas terribles.

—Llegas casi seis meses tarde, Capitán Drake.

Sir Henry le habló sardónico sin interrumpir su almuerzo, levantó su copa y bebió un gran trago de vino. Oliver sin despegarle sus entornados y terribles ojos verdes permaneció en silencio, casi lanzando humo por la nariz, hasta que el insistente desinterés de Morgan lo hizo estallar.

—¡Maldición Henry, habla de una vez!... —Golpeó la mesa con las manos empuñadas y sus palabras sonaron más como un trueno.

—Siéntate y tranquilízate. —Le dijo Morgan en tono conciliatorio. Oliver permaneció de pie— Estoy pensando y necesito concentrarme para poder resolver tu problema, aunque en realidad ahora que has llegado, supongo que podrás encontrarle solución tú mismo.

Oliver lanzó toda clase de palabrotas y maldiciones a todo pulmón.

—¡Demonios!. ¡No estoy para acertijos estúpidos!. ¡La casa de mi mujer está vacía, te exijo que me digas en dónde está ella!. ¡Y me importa un condenado...

—Maracaibo.

Interrumpió Morgan la rabieta de Oliver, dejándolo helado, como si esa simple palabra lo hubiera petrificado. Le tomó un par de segundos recomponerse y con una furia más controlada prosiguió su perorata.

—¿Qué demonios hace mi mujer en Maracaibo?.

—Poniéndose a salvo de un matrimonio que su tía había concertado con un noble español. Anunciaron la boda varias semanas después de que te marchaste. Eugene y Robbie se fueron con ella a Maracaibo a bordo del Black Clover. Ella está a salvo. Más tarde te daré todos los detalles, por ahora necesito que tomes en tus manos otro asunto también relacionado con tu mujer.

—¡Maldición, sabía que algo no marchaba bien!. Dime, ¿qué condenado asunto es ese?.

—Índigo.

Después de varios días de navegar, la isla emergió frente al Black Clover, había infinidad de galeones y fragatas anclados en el puerto, todos ellos sin bandera, Fátima se había levantado y sin haber podido conciliar el sueño decidió salir a cubierta y esperar que el amanecer pusiera un poco de luz en sus incertidumbres, entonces notó que la “

Jolly Roger1” ondeaba en lo alto del palo mayor del Black Clover.

—No podemos navegar en este lugar con otra bandera, Fátima.

Eugene, estaba parado unos cuantos pasos detrás de ella. Su rostro a diferencia de Robbie, siempre tendía a ser cálido y expresivo, especialmente cuando se trataba de hablar con ella. Por eso no le pareció extraño que él justificara el uso de aquel estandarte. Fátima solamente asintió con la cabeza. No se sentía con ánimos de expresar nada, sabía que si se aventuraba a hablar en ese instante, seguramente su voz se encargaría de delatar el sentimiento de angustia que la había mantenido despierta toda la noche.

Infinidad de barcos, de todos tamaños y clases, atiborraban el embarcadero. El Black Clover permaneció a una distancia prudente del muelle.

Robbie ordenó que soltaran el ancla y el Black Clover se detuvo, entonces llegó el momento de desembarcar. Tim se quedó a cargo de la fragata y la tripulación, mientras que Eugene, Robbie y Fátima abordaban uno de los botes y se dirigieron hacia el muelle de la isla sumidos en un silencio brumoso. Era evidente que ninguno de ellos se sentía cómodo con la situación. Ella no tenía idea de lo que iba a encontrar en aquel lugar, pero ellos sí que lo sabían y con excesiva precisión y era mejor no darle a ella atisbos de nada. Mientras menos supiera, ellos podrían protegerla con mayor libertad, una mujer histérica o escandalizada, siempre era un desagradable dilema que sortear en un lugar atiborrado de marinos brutos, asesinos, piratas, corsarios y toda clase de escoria masculina.

Apenas desembarcaron, Eugene y Robbie sujetaron el puño de sus espadas. Fátima hizo lo mismo por debajo de la capa. El corazón le golpeteaba el pecho, como si estuviera haciendo un esfuerzo desesperado por salir huyendo. Y lo único que ella podía hacer para aplacarlo era tragar y tragar saliva, porque ni siquiera tenía el valor de respirar profundamente para no llamar la atención con algún sonido que pudiera resultar poco conveniente en un sitio como ese.

Fátima mantuvo la cabeza inclinada y cubierta por la capucha de la capa, pero aún con esa posición ella podía observar lo que le rodeaba. El pueblecito estaba lleno de tabernas y prostíbulos, infinidad de hombres que a duras penas podían mantenerse en pie, poblaban las calles de aquel lugar. En un par de ocasiones Robbie o Eugene habían tenido que sujetarla o empujarla para esquivar a algunos de aquellos hombres que sin más caían al piso presas del excesivo licor que habían bebido.

Fátima vio decenas de hombres y mujeres liados en plena euforia lasciva apoyados en las paredes o las bardas de los edificios. Imaginó a Oliver, a Eugene y a Robbie en esas mismas situaciones y un escalofrío macabro le encajó sus garras. Todo era posible, tuvo que reconocerlo para sí misma, Oliver seguramente había estado en Tortuga tantas veces que podía haber sucedido cualquier cosa en cualquier sitio.

Ella sintió... ¿Cómo se sentía?. Ni siquiera podía entender ella misma ese sentimiento oscuro que le consumía las entrañas.

¿Decepción?...

No. Aún no estaba preparada para aceptarlo. Aún no. No. Se lo repitió mil veces mientras caminaba.

Varias ocasiones, Robbie o Eugene repartieron puñetazos cuando algún ebrio intentaba abalanzarse sobre ella, el vestido delataba su naturaleza femenina y eso resultaba ser una invitación constante para aquellos hombres ebrios o a medio camino de estarlo.

Después de esos ligeros tropiezos, se enfilaron hacia el final de la calle, a una posada que por su lejanía con el muelle carecía de desproporcionado movimiento humano, aunque no le faltaban huéspedes que ingresaran o salieran en alcoholizadas condiciones y con sus féminas acompañantes en estado similar. Entraron en la posada y se dirigieron a lo que Fátima supuso que sería la recepción. Ahí un hombre regordete y sucio despachaba, aferrado a una botella de ron.

—¡Eugene!. —Se limpió con la manga de la camisa los restos de ron que se le escurrían por las comisuras de los labios, mientras se reía con ganas haciendo rebotar su voluminoso abdomen, y mostrando una dentadura sucia y oscura con varias piezas faltantes— Hace tiempo que no te veía por aquí. ¡Robbie!, ¿Morgan ha venido también?.

Eugene, se apresuró a interrumpirlo golpeando la barra del mostrador con el puño. Su voz sonaba como el aparatoso disparo de un cañón.

—Necesito la habitación del Capitán Drake, ahora mismo.

Le arrojó un saquito con monedas de oro.

—Uuh, el Capitán Drake tendrá nuevamente una fiesta privada esta noche. —Dijo burlón.

El hombre colocó una gran llave sobre el mostrador y una botella de ron llena hasta el tope. Eugene tomó la llave y rechazó la bebida.

—¿Eugene?. —Una voz femenina irrumpió en los tímpanos de Fátima y la petrificó como su hubiera sido el hechizo de la Gorgona— ¿Dónde está el Capitán Drake?.

Una mujer caminó por detrás de Fátima, rodeándola y en un par de ocasiones dio leves manotazos a la capa y al vestido. Fátima sintió que todos los músculos de su cuerpo se engarrotaban. ¡Una mujer había preguntado por su Oliver!.

—Aléjate de aquí mujerzuela.

Refunfuñó Robbie con voz impaciente y la retiró de un empujón. Definitivamente Eugene y Robbie estaban en una posición difícil y para nada dispuestos a cometer errores, ni aceptar distracciones.

—No quiero molestias, ¿entendiste?.

Eugene sujetó por el cuello de la camisa al hombre del mostrador y le hablo con un marcado tono de advertencia en su voz. Era la primera vez que Fátima veía a Eugene comportarse de manera tan amenazadora.

—Cómo tú digas Eugene.

Las palabras a punto estuvieron de atragantar al hombre del mostrador.

—Por aquí milady.

Eugene sujetó el brazo de Fátima con más fuerza de la necesaria e intentó guiarla hacia la alcoba que ya de antemano él sabía su ubicación, pero la mujer no se lo permitió. Ella encajó sus uñas en el brazo libre de Fátima y de un jalón la giró hacia ella. Fátima levantó el rostro y se encontró frente a frente con aquella mujer, percibió la faz de la hembra, su rostro moreno estaba marchito, a pesar de que ella no parecía cargar con muchos años a cuestas, su piel era demasiado tostada, su aroma era una mezcla extraña entre alcohol y perfume barato, su pelo recogido en un moño sin cuidado permitía que algunos mechones cayeran sobre sus hombros, y vestía ropa sencilla en donde un escote exagerado apenas lograba cubrirle lo suficiente para que los pechos no se exhibieran por completo.

Robbie sujetó por los hombros y zarandeó a la mujer intentando alejarla de Fátima, pero ella forcejeó con él y con voz burlona le habló a Fátima.

—¿Milady?. Se ha vuelto exigente el Capitán Drake. Ahora son miladies las que calientan su cama. ¿Cuántos cargamentos de oro le costaste, o sería que lo compraste tú a él, milady?. Él es como un buen botín, siempre se comparte con el resto...

Fátima no se permitió debilidades en ese momento, sabía que si no se mostraba determinada, posiblemente no sobreviviría una noche entera en ese lugar, aún cuando tuviera a toda la guardia real escoltándola. Entonces, desenvainó la espada, con un movimiento exacto. Eugene, se paralizó, cuando vio resplandecer la hoja de metal en la mano de Fátima. Sabía que si intentaba detenerla, posiblemente ocurriría algún lamentable accidente que les ocasionaría más problemas de los que ya tenían ahora, así que él permaneció tras ella con la mano en el mango de la espada y atento a cualquier movimiento.

Robbie clavó la mirada en el rostro de la joven, y solamente un músculo de su quijada se movió mientras apretaba los dientes. La mujer, abrió tanto los ojos que la mueca de su cara bien podía haber dado un buen susto al terror. Hasta los murmullos de los hombres y mujeres que deambulaban por la posada se esfumaron y todos los ojos se posaron sobre la joven que blandía la espada. Fátima deslizó la punta por debajo del collar de perlas que aquella mujer llevaba alrededor del cuello y con un movimiento recto de muñeca, lo reventó. Fátima se dio vuelta, regresó la espada a su vaina y se aferró al brazo de Eugene. Emprendieron la caminata sin detenerse y sin volver la vista atrás a pesar de las risas escandalosas de los hombres que habían presenciado el duelo femenino y de las injurias y maldiciones que aquella mujer gritaba contra Fátima, sus acompañantes y Oliver.

Fátima estaba sudando frío, su propia reacción la había sorprendido. Ella no había perdido la calma mientras aquella hembra resentida le lanzaba sus advertencias. La situación a la que se había enfrentado, ameritaba medidas drásticas y certeras, pero eso no dejaba de producirle cierta cantidad de temor después de haber ejecutado su temeraria respuesta a las injurias de aquella mujer.

Eugene introdujo la llave en el cerrojo de la habitación que Oliver tenía reservada indefinidamente en aquel sitio.

Oceánicas ganas de llorar asediaron a Fátima cuando Eugene abrió la puerta del cuartucho y ella se encontró de frente con una cama, el calor desolado recorría sus venas haciendo erupción en su cabeza. Aunque en su mente profunda siempre supo que Oliver era un hombre experimentado en muchos aspectos, jamás imaginó que algún día se encontraría frente a frente con uno de esos artífices femeninos que habían ayudado a forjar su pericia en la cama.

DE—CEP—CIÓN...

Aún no es el momento de reconocerlo.

¡Todavía no!. Se volvió a repetir en lo profundo de sus pensamientos enmarañados.

La alcoba tenía un balcón, Eugene corrió las cortinas y abrió un poco la puerta para que entrara la última brisa del día y el cuarto se ventilara.

Y ella finalmente se fosilizó, imaginó a Oliver copulando con esa mujer, con otra y otra y otra más; en el balcón, sobre la cama, recargados en la pared. Ella experimentó dolor, una punzada tan profunda en el pecho que a punto estuvo de convertirse en un lamento. El torzal y la medalla que pendían de su cuello la estaban asfixiando, y hasta podía sentir como le quemaban la piel.

Robbie colocó una silla a su lado. Pero ella ni siquiera pudo mirarla y mucho menos sentarse en ella, la imagen de Oliver y sus prostitutas haciendo uso de esa silla para sus encuentros carnales, la asqueó. Ella bajó la capucha, se quitó la capa y la arrojó sobre la silla, en un intento desesperado por cubrir aquellos fantasmas.

—Fátima, Robbie estará afuera por si necesitas algo. Yo regreso enseguida.

La voz de Eugene sonaba conciliadora. Fátima supuso que él había percibido su DECEP... “incomodidad”. Su

incomodidad, corrigió ella.

—De acuerdo.

—Milady.

Robbie inclinó un poco la cabeza y ambos salieron del cuarto uno tras otro. Y Fátima se quedó atrapada en el centro de una tempestad de visiones. No podía moverse, la DECEP... “confusión”, volvió a corregir. La

confusión se había inyectado en su sangre convirtiéndola en una pesada roca y finalmente la pesadumbre de sus cavilaciones, pensamientos o especulaciones la derrumbó sobre piso. No pudo llorar, no supo cómo hacerlo en esas circunstancias. Ella tuvo que cubrirse los ojos y los oídos para no escuchar y no ver más imágenes vivas que deambulaban en esa habitación.

Ella se estaba atragantando con las lágrimas que se negaba a dejar salir, y esa sensación de asfixia la orillo a reconocer finalmente que se había decepcionado. Había idealizado al hombre de tal forma que se convenció que no habría manchas ni errores en su pasado. Ella se equivocó. Él era un pirata, no un príncipe encantado. Y a la postre, la realidad le dio una estocada en el centro del pecho, y tuvo que aceptar que los príncipes encantados no existen y los piratas o los caballeros reales no nacen siendo expertos, se hacen en el transcurso de sus vidas.

Y ella... Ella... Ella era un estanque de pura y espesa DECEPCIÓN.

—¡Fátima!. —Eugene entró en la habitación y se inclinó en el piso con una rodilla flexionada y la otra tocando tierra— Robbie te advirtió que este sería un lugar peligroso para ti.

—¿Cuántas además de la mujer del collar, preguntarán por Oliver?.

Ella no pudo levantar el rostro, ni siquiera logró abrir los ojos. Su respiración se descompuso al recordar la noche en que se había entregado a Oliver, ese ya no era un recuerdo delicioso, ahora era más bien un pensamiento corrosivo que le estaba disolviendo las entrañas.

—Fátima dudo que esta sea una conversación conveniente.

Él estaba consciente de lo que la atormentaba, era normal que cualquier mujer se sintiera ofendida al toparse con la amante de su hombre, pero también sabía que en este caso en particular, ella tenía que recomponerse, en ese estado no era de gran ayuda para nadie, y mucho menos para ella misma. Él se levantó y extendió la mano ofreciéndosela, para ayudarla a levantarse, pero ella ni siquiera hizo el intento de sujetarla.

—Contéstame Eugene.

Ella insistió con la boca seca y haciendo un esfuerzo punzante para evitar que se le derramaran las lágrimas. Ella había idealizado a Oliver. Había transformado a

su Oliver en alguna especie de héroe sublime, y ahora que había chocado con la primera alteración femenina de su perfecta armadura, Fátima perdía la entereza. Estaba consciente de que en el pasado de Oliver había secretos lúgubres ahogados en sangre, traiciones y abandonos en los que ella no tenía cabida, pero durante unos minutos se percibió como una de tantas abolladuras femeninas en el peto del caballero, y fue eso precisamente lo que la demolió, el pensarse como solo una más de la larga fila de amantes. Oliver no había vuelto a tiempo, y ella estaba en una isla a donde los piratas llegaban a embriagarse y a saciar sus pasiones con cualquier mujer disponible. Y ella era una mujer que había conocido la pasión en brazos de un pirata.

—Unas cuantas. —Respondió Eugene con su tono más incisivo y tomándola por los hombros la levantó— Es Oliver el favorito de ellas Fátima, no al contrario. Ninguno de nosotros o ellas es exclusiva propiedad de alguien en particular. Ellas determinan el precio y nosotros las condiciones y eso es todo. Puedo asegurarte que todos nosotros hemos pasado noches en sus lechos y no hay nada que valga la pena contar. Digamos que es solo una mera transacción inevitable para satisfacer ciertas necesidades. —Él hizo una pausa. Sabía que le había hablado de una manera cruda, y luego prosiguió pero ya marcando en su voz la condescendencia de una revelación sensata— Esta colisión no debe arrebatarte la entereza, Fátima. —Golpeó en un par de ocasiones con la punta de su dedo, la medalla redonda que descansaba sobre el pecho de ella— Tu enfrentamiento con una parte del pasado del Capitán te ha socavado, pero no te ha despojado de tu espíritu. Y eso es algo que muy pocas mujeres poseen, te lo aseguro. —Sus ojos azules marcados por la sombra de la impaciencia, se clavaron en los de ella— Ya ordené tu cena, iré a ver si ya está lista y yo mismo te la traeré.

Ella solamente atinó a asentir con la cabeza. Él salió del cuarto

Uno a uno los fantasmas se evaporaron dejando la habitación serena y vacía. Ella respiró profundamente, desabrochó el cinturón de donde pendía la espada y la colocó sobre una cómoda vieja que era el único adorno de aquella alcoba.

Fátima se acercó al balcón y contempló una calle por donde navegaban hombres y mujeres tejiendo historias de diferentes colores y sazones. Vio a la chica que la había enfrentado minutos antes, abrazada de un hombre sucio y obeso que luchaba por mantenerse en pie, ambos caminaban rumbo al muelle.

Era injusto hacer comparaciones cuando no tenía pista alguna sobre la historia de esa mujer, sin embargo no pudo evitarlas porque conocía perfectamente su propia historia. Para aquella mujer cualquier individuo representaba dinero, tragos y quizá en algún momento tan solo un poquito de ternura o compañía; ella tendría mil razones o excusas para sobrevivir de esa manera, y sin embargo solamente serviría para satisfacer las necesidades carnales de ellos. Ellos saciarían su frenesí y ella antes o después sería llamada mujerzuela. Y Fátima solo tenía una razón para estar ahí: un Oliver perdido en alguna parte de la distancia.

No todas las personas tienen suerte, pero si la necesidad de creer que existe. ¿Qué fue realmente lo que ella destrozó con la espada, su collar de perlas, o eran tal vez ilusiones lo que rodó por el piso?. El rechinido de la puerta que se abría, la devolvió al interior del cuarto. Eugene entró acompañado de Robbie que cargaba una mesa, la colocó en el centro de la habitación, justo frente a la silla.

—Tu cena está servida.

Ella observó el plato sobre la mesa, era de metal igual que los cubiertos. El tenedor había perdido un diente y el cuchillo no correspondía a la misma cubertería. Había un trozo de pollo asado y algunas cuantas papas cocidas. Ella obediente se acercó a la mesa y tomó asiento.

—Fátima, Robbie se queda afuera por si necesitas algo. Él y yo nos turnaremos para montar guardia.

—Gracias.

Y ambos salieron de la alcoba. Ella comió solo un poco de ese pollo desabrido y medio seco. No tenía apetito. Esa mujer del collar de perlas no se alejaba de sus pensamientos, y aunque intentó persuadirse de que no tenía nada que ver con que hubiera pasado muchas o pocas noches en la cama con Oliver, muy en lo profundo de si misma admitió que si era un motivo insistente en sus pensamientos, sino porque nunca antes había estado frente a frente con alguien como ella. Ambas eran dos historias tan diferentes, unidas por una misma naturaleza. Ambas eran mujeres. Y a pesar de todas las diferencias, no dejaba de atemorizarla la idea de convertirse en algo similar a lo que esa mujer representaba. Ella había tenido a Oliver en su cama nadie sabe cuántas veces, y Fátima aún llevaba las caricias y besos de Oliver tatuados en la piel, después de solo una noche en sus brazos.

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