Azul

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FINALMENTE, aceptó ir a la cama. Se quitó el vestido y lo dejó sobre la silla, luego extendió la capa sobre el colchón. Ella se sentía incómoda en aquella cama y la almohada devoraba su cabeza a pesar de ser dura como el mármol.

Se deslizaron las horas por las paredes de aquella alcoba, Fátima percibió su movimiento y sus pasos sigilosos. No pudo dormir, ni siquiera logró modificar su posición. A través de las transparentes cortinas que medio cubrían la ventana se coló un rayo de sol. Fátima se levantó, se vistió y trenzó su cabello. Ajustó el cinturón con la espada a su cintura, se puso la capa y abrió la puerta. Robbie estaba sentado en una silla, descansando recargado en la pared sobre su costado izquierdo, él estaba aún adormilado cuando ella le habló.

—Robbie, quiero salir a caminar un momento.

—No es posible hacer eso, Fátima. —Respondió en medio de un bostezo mientras estiraba sus miembros— Yo no recomendaría que salgas aún. No es buena idea que te pasees por ahí con todos estos hombres deambulando por las calles.

—No puedo quedarme encerrada todo el día en esa habitación.

Le dijo con los dientes apretados y haciendo un esfuerzo por mantener la voz baja y serena.

—Debes entender que en este cuarto estarás segura hasta que tengamos noticias del Capitán Drake.

—Robbie, no sabemos hasta cuándo llegará Oliver o si vendrá. Me siento incómoda en este lugar. Deseo salir y caminar durante algunos minutos, y te prometo que después de eso regresaré a esta habitación sin más quejas.

—Fátima, debemos consultarlo con Eugene.

—Entonces busquemos a Eugene.

Ella salió de la habitación y con pasos fulminantes caminó por el pasillo. No avanzó más de un par de metros cuando Robbie la sujetó por el brazo y la detuvo al instante.

—Está bien Fátima, regresa al cuarto y te doy mi palabra de que discutiré esto con Eugene y lo convenceré de que salgamos a dar un paseo después del almuerzo.

Ella extendió el brazo ofreciéndole su mano y él la estrechó sellando el pacto. Fátima regresó a la habitación y esperó por largo rato a que Robbie apareciera.

El hombre rollizo que los había recibido el día anterior, le llevó de comer, y minutos más tarde regreso a recoger el plato que estaba intacto. Ella no tenía apetito, la mayor parte del tiempo lo había ocupado observando a través de la ventana, el mundo tan diferente que rodaba por esas calles de terracería. Las señales de vida se daban durante la noche, el día solamente estaba destinado para aquellos que se hacían cargo de proporcionar la comida y bebida. Ella vio tanto mujeres como hombres que caminaban apresurados cargando cestas y sacos con provisiones. Finalmente, cuando la luz del sol había alcanzado el punto más intenso del día, escuchó un par de golpes en la puerta. Era Eugene.

—Fátima, estamos listos.

Salieron de aquel cuarto y caminaron por el pasillo. Las puertas no lograban guardar los sonidos que se agolpaban del otro lado de la pared, Fátima escuchó toda clase de gemidos y aullidos, gritos, jadeos y golpes. Flanqueada por los dos hombres, bajaron la escalera dirigiéndose a la salida de la hostería cuando la mujer del collar se cruzó en el camino nuevamente, obligando a Fátima a detenerse.

—Buenas tardes majestad. —Hizo una reverencia burlona y luego le habló inyectando una gran dosis de cinismo en su voz— ¿Durmió bien en la cama vacía de su amante o alguno de estos dos le hizo compañía mientras él llega?.

Sorpresivamente le dio un empujón a Fátima, que la hizo trastabillar y se estrelló de espaldas sobre el pecho de Eugene y él la sujetó evitando que cayera. Robbie le propinó a la mujer una bofetada brutal en el rostro que la hizo perder el equilibrio y cayó al piso.

—¡No!. —Fátima se arrodilló a su lado y la ayudó a sentarse. Sus labios se habían reventado y sangraban. Fátima sacó un pañuelo de la bolsa de la capa y limpió la sangre que inundaba la boca escurriéndose por las comisuras de los labios de la mujer— ¿Estás bien?. —Le preguntó en un susurro, mientras la sujetaba con ambos brazos ayudándola a incorporarse.

Ella miró a Fátima directo a los ojos y recorrió su rostro examinándola con evidente desagrado, sus ojos se estancaron sobre la medalla que descansaba sobre el pecho de Fátima. Tomó el torzal y el medallón en su mano y los observó con mucho cuidado, sus enormes ojos no lograron contener la sorpresa que se le desbordaba, miró a Eugene y él movió la cabeza afirmativamente.

—Yo se lo exigí como pago una de las tantas noches que estuvo conmigo, él dijo que solamente quién le arrancara el corazón podría reclamarlo como suyo. —Cerró el puño apresando el medallón y luego lo liberó— Y me pagó con esto.

Sacó de entre sus ropas un puñado de las perlas que habían formado el collar que Fátima reventó la noche anterior, luego se dio vuelta y apresurada se perdió detrás de una de las puertas en el interior de la posada.

—Vámonos Fátima. —Eugene le ofreció su brazo y ella lo sujetó.

—Si.

Había algo en ese medallón que transformaba el comportamiento de las personas que lo identificaban. Fátima comprendió que no solamente era un regalo personal que Oliver le había hecho, sino que se trataba de la garantía de su posesión. Ella le pertenecía al Capitán Drake de la misma manera en que solamente una mujer podía poseer a un hombre. Él se había arrancado el corazón para entregárselo a ella y todos los que en algún momento hubieran estado en contacto con Oliver, lo sabrían en el instante en que descubrieran el medallón pendiendo del cuello de su mujer. Ella sintió como una oleada de satisfacción la inundaba, después de esta revelación.

Ella caminó flanqueada por Eugene y Robbie, ellos la guiaron hasta una carreta, Eugene trepó primero, luego extendió el brazo para ayudarla a subir y finalmente Robbie se sentó a su lado derecho. Eugene sostenía las riendas y condujo la carreta hasta una playa alejada. No había casas alrededor solo palmeras, la arena blanca y el océano compitiendo con el cielo.

Eugene y Robbie permanecieron sentados en la carreta observando cómo Fátima se desprendía de la capa y la espada y las arrojó sobre la arena y corrió.

La brisa volvía a acariciarla con dulzura. Se sacó las zapatillas y persiguió al océano que jugaba con ella hasta que finalmente lo atrapó. Ella permitió que las olas bailaran a su ritmo y que el agua la abrazara y se internó en los brazos del mar hasta que le cubrió la cintura.

Después de un largo rato de coqueteo con la dulce libertad, Fátima se sentó sobre la arena a contemplar la majestuosa danza oceánica. Recordó la casa de su padre en la Nueva España, la casa de tía Amelia en Jamaica, la mansión de Alastair en Maracaibo, el cuarto pavoroso en esta Isla de Tortuga, y reflexionó sobre cuántas cosas habían cambiado de una vivienda a otra. Cuántas Fátimas diferentes habían habitado esos caserones. Cuántas Fátimas habían perecido en las fauces del océano y cuántas otras se habían desplomado presas de la angustia o la decepción. Y cuántas Fátimas más faltarían por venir.

Su vestido estaba empapado igual que el pelo que aún seguía cautivado con la brisa complaciente. Oliver podía haberse retrasado pero ahora ella estaba segura de que podía esperarlo el tiempo que fuera necesario, él vendría por ella, porque era ella “la única” en el horizonte del capitán Drake.

—Milady.

Esa voz que se había albergado en sus sueños y sus recuerdos se desprendió de su memoria estallando sonora en sus oídos. Fátima se volvió muy despacio y justo detrás de ella encontró al Capitán Drake, vestido con un pantalón oscuro, botas altas negras y la camisa blanca desabotonada desde cuello hasta el abdomen, y una sonrisa sublime adornándole el rostro.

—¿Oliver?. —Fue solo un susurro lo que escapo de sus labios.

—Es hora de ir a casa.

Él le respondió con la voz ronca y dulce. Ella se puso de pie, se acercó a él lentamente como si dudara que él fuera real y colocó su mano sobre la mejilla varonil. ¡Él era real!

—Oliver. —Repitió más para sí misma, como si al pronunciar el nombre masculino, lograra anclarlo a su lado.

—Fátima, es hora de ir a nuestra casa.

Con la pasión y dulzura que se engendran en la inefable espera, ella envolvió los labios de Oliver en el vendaval de los suyos. Y él, con sus brazos alrededor de la breve cintura de ella, se encargó de fusionarla en su cuerpo.

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