Azul

Azul


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Sin liberar su cintura, él la condujo al interior de su camarote. Cerró la puerta tras él, se acercó vacilante a ella. No la tocó. Él estaba tenso, las manos empuñadas, los nudillos blancos y su pecho subía y bajaba acelerado.

—Perdóname. —Masculló él.

La desconcertó escuchar esas palabras. Su voz era apenas un susurro angustioso, como si las dudas se hubieran vuelto en su contra y lo hubieran atrapado entre sus fauces.

Fátima sujetó el rostro masculino entre sus manos y lo miró a los turbulentos ojos verdes.

—¿Qué te perdone?. Oliver, te doblegaste para protegerme. Soportaste un amargo cautiverio para defender mi seguridad. Yo no puedo ofrecerte el perdón que pides, porque no has cometido ningún crimen. Y yo nunca debí permitirme dudar. Yo sabía que tú no podías haber fallecido en un incendio. Era demasiado simple. No es tu naturaleza ofrecerte de esa manera tan burda como festín de la muerte. Y sin embargo lo creí.

—Yo entregaría mi vida para poner a salvo la tuya, eso no es novedad. Pero, no es por eso que necesito tu perdón. Fátima yo creí que te quedarías con él. Creí que tú y él... —Se detuvo de tajo— Sé que me creiste muerto y no quiero imaginarme siquiera por lo que pasaste. Yo no lo habría superado, de eso estoy seguro. Y si tú y él... —Tragó saliva y no fue capaz de pronunciarlo y después de un silencioso segundo lo volvió a intentar— Si tú y él... —El simple hecho de imaginarla haciendo el amor con el español, le provocaba un desgarre en lo profundo del pecho. Desesperado, se pasó los dedos por el pelo. No pudo concluir la frase— Perdóname.

Ella entendió su recelo. Se sentía impotente y agobiado, él había experimentado un sentimiento similar al que ella había vivido cuando conoció a una de sus amantes en Isla Tortuga. Imaginarlo con ella y con tantas otras mujeres la había lastimado. Pero para Oliver, seguramente habría sido catastrófico, suponer a su esposa entregada a otro hombre, por pena, deseo o tal vez, peor aún, por amor.

—Oliver, él nunca compartió mi cama. Nunca hice el amor con él. Habría sido necesario mucho más tiempo, otra vida y otras circunstancias para que eso sucediera.

Él casi revienta de alivio al escuchar esas palabras.

—¿Y tu corazón?.

¿Su corazón?.

Estaba casi entero.

Solo un trozo había sido rendido en esta batalla. Aquel pedazo en donde se alojaba el agradecimiento y un suspiro de amor. Ese endeble amor que debía ser sepultado en la profundidad de sus recuerdos.

Y el resto de su corazón, estaba intacto, palpitando y muriendo de deseo por fundirse con el de Oliver.

—El corazón es solamente un órgano que sufre múltiples alteraciones. Puede fragmentarse en pedazos dolorosos, puede morir un trozo o simplemente petrificarse. O en un caso especial, se puede ofrendar un fragmento por gratitud.

—¿Y el trozo de corazón que aún se aferra a tu pecho, es donde se aloja la gratitud?.

Su voz empezaba a volverse ronca y fría. Tenía los puños apretados y su varonil quijada se tensó. Él entornó los ojos y su respiración se hizo profunda y pausada, intentando mantenerse bajo control. A ella le pareció que se enfrentaba a un ataque de puntiaguda resignación o celos.

¿Resignación?. Este hombre ni siquiera sabía que esa palabra había sido inventada.

¿Celos?. ¿Podría ser?.

¡Celos!.

Él estaba celoso y saberlo, la alegró.

—Oliver, lo que te ofrezco es mi amor, mi vida, mi pasión y mi cuerpo, porque la gratitud no la llevo conmigo. Se la obsequié a Santiago.

Ella le habló en tono muy serio, recordándole aquellas palabras similares a las que él le había dicho la primera noche que hicieron el amor.

Él liberó la tensión que petrificaba su cuerpo y en su rostro se delineó una sonrisa hermosa, como si ese breve recuerdo le hubiera regresado la certeza de la alianza que ambos habían pactado aquella noche.

Se acercó a ella, inclinó su rostro hasta que sus labios rozaron los de Fátima. Sus brazos se enredaron en la cintura de ella y su cuerpo masculino se acopló a la perfección en las curvas del cuerpo femenino.

—Entonces, confirmemos nuestro pacto. —Dijo con voz ronca y cargada de deseo.

Su voz seductora envuelta en un dulcísimo tono jubiloso hacía juego perfecto con su rostro. Los rastros de la duda se desvanecieron de sus ojos, Fátima imaginó que también de los suyos.

Se había escuchado ella misma pronunciar esas frases y debía reconocer que no fue la razón donde se habían gestado, sino que se engendraron en un lugar más profundo y certero. Su alma.

Sumergida en ese beso interminable, entre dulce y desesperado, ella desabrochó el cinturón de donde pendía la espada, retiró la faja, levantó la camisa pasándola por encima de sus hombros anchos y la arrojó al piso. Oliver permaneció inmóvil, parecía disfrutar cada despojo de su ropa bajo el comando de las manos femeninas. Finalmente ella liberó los botones que mantenían el pantalón sobre su cintura y cayó al piso sin oponer resistencia.

—Cualquier convenio es posible entre un hombre y su mujer. Eres mío Oliver Drake. Mío. —Le dijo rosando con cada palabra los labios de Oliver.

Y le obsequió un beso perfecto, profundo e intenso a bordo de un galeón cubierto por el cielo y abrazado por el mar.

Hicieron el amor envueltos en diferentes tonalidades de azul... Y verde.

Después de muchas horas. Oliver finalmente salió de su camarote vestido solamente con el pantalón. Caminó hasta el bauprés del galeón y permaneció de pie contemplando los primeros indicios del amanecer. Aspiró varias veces el viento cálido, como si pretendiera llenarse los pulmones de aire libre. Estaba tranquilo, saciado y radiante.

—Oliver.

Georgie estaba de pie detrás de Oliver. Su rostro no lucía para nada tranquilo y su voz era más oscura y ronca que una tormenta tropical. “Más problemas”, pensó Oliver cuando se volvió hacia él y lo contempló.

—Sé que traes malas noticias. Habla de una vez.

Georgie intentó hablar pero antes de pronunciar nada, cerró la boca y se limitó a extender el brazo y alcanzarle una carta. Llevaba su nombre escrito al frente y un sello de lacre sin romper mantenía en secreto la información que contenía el papel.

Oliver tomó la carta, rompió el sello y comenzó a leer. Su rostro se modificó con la primera línea. Levantó los ojos y los clavó en los de Georgie que lo miraba sin el más mínimo atisbo de temor. Cualquier otro hubiera salido huyendo despavorido al enfrentarse a esa mirada, bien podría decirse que solamente faltaba que de la nada aparecieran fauces en el rostro del Capitán. Oliver se había transformando en un verdadero dragón. Antes de que Oliver preguntara, Georgie respondió.

—Se presentó en Viridian un abogado inglés varios días antes de embarcarnos a Veracruz.

Oliver volvió la vista al papel y concluyó la lectura, dobló la carta y la introdujo en el bolsillo de su pantalón. Cruzó los brazos sobre el pecho desnudo y se volvió de frente al sol que ya empezaba a pintar el cielo con tonos naranja.

—Murió. Tuvo una hija, se llama Ayden. Su esposa falleció dando a luz. Pero, no le heredó el título a la niña, ni a sus parientes. Me lo dejó a mí, con una serie de estipulaciones y acompañado de una hermana. —Suspiró más por descontento que por alivio.

—Parece que al final logró desembarazarse del odio que te había profesado.

—Esto nada tiene que ver con ninguna clase de redención fatalista. Él me está castigando. Sabía que el título no me interesaba. Yo le advertí que no regresaría a Inglaterra. —Suspiro— Por ahora, esto quedará pendiente. Deseo llegar a casa, recobrarme y afianzar la relación con mi mujer. Y después, mucho después me encargaré de resolver este asunto. Tendré que comentarlo con Fátima, seguramente me dará un buen consejo.

—Como usted diga milord. —Dijo Georgie burlón— Suena bien. Oliver Julien Drake, Conde de Ardley.

Georgie hizo un ademán con las manos como si lo estuviera leyendo en una marquesina.

—¡Tú te has olvidado del asunto en este instante, ¿está claro?!.

Oliver lo miró con la peligrosa amenaza brillando en sus ojos y casi mostrándole los dientes y la burla desapareció del rostro de Georgie, e inclinó la cabeza en señal de obediencia.

Lord Ardley se encaminó a zancadas de regreso a su camarote, cerró la puerta con seguro, se despojó de los pantalones y se metió a la cama, se abrazó al cuerpo tibio de su esposa y la estimuló con dulces besos en su rostro y caricias en sus pechos que la reavivaron. Oliver consiguió despertar a Fátima justo a tiempo para iniciar el día, haciéndole el amor.

Sin duda sus costillas del lado izquierdo estaban rotas, o por lo menos severamente lastimadas. Una descarga punzante se clavaba en el costado de Santiago cada vez que intentaba incorporarse. Índigo se aferró a su cintura, ella le sirvió de apoyo para llegar a la puerta principal de la mansión.

Imposibilitado, él contempló como Fátima y Eugene corrían a las caballerizas y algunos minutos más tarde, ambos sentados en el pescante del coche salieron a toda velocidad. El carruaje se enfiló a la salida y unos pocos metros después de haber cruzado el cancel, el carruaje dio vuelta y sorpresivamente se detuvo. Fátima saltó del pescante y corrió hacia la playa.

Eugene aseguró las riendas alrededor del soporte de la lámpara y de un salto bajó del pescante, él también se dirigió apresurado hacia la playa.

—Algo ocurre. Acompáñame Índigo.

Santiago se enderezó marcando en su rostro un espasmo de dolor, presionó su costado con el brazo, solo así disminuía un poco ese dolor que se le había clavado en la carne.

El malestar no lo detuvo, la simple posibilidad de que Fátima pudiera estar en peligro, lo impulsó a lanzarse en su búsqueda.

Índigo y Santiago caminaron aprisa, aún cuando él se atragantó con sus propios gemidos de dolor que intentaban a toda costa disminuir su carrera, él no claudicó hasta que llegó al carruaje. Su respiración era desigual y apretaba los dientes para contener los lamentos.

Él se sujetó de una de las ruedas traseras y desde ahí presenció claramente aquella escena, tan asombrosa como otras tantas en las que Ella era protagonista. Los vio de una manera que jamás imaginó atestiguar. Oliver le pareció como forjado de mar y Fátima era la brisa que adorna y fortalece su misterio azul. El mar no existe sin brisa y no hay brisa sin mar.

Él no existía sin Ella, y Ella no vivía sin él.

Santiago no supo si fue ese razonamiento lo que le produjo más dolor o si era ya tan profundo el daño en sus costillas y sus manos, que ni siquiera reconocía de dónde emanaban las agudas punzadas, si del pecho, las costillas o las manos.

Él no escuchó lo que Fátima y Oliver hablaron. No era necesario. Sólo le bastó testificar la precisión con la que él ensamblaba sus brazos alrededor de la cintura de Ella y como sin esfuerzo alguno ese trozo del océano con silueta humana se fundía con su brisa femenina en un beso que casi le bloqueo los pulmones a Santiago.

Ella nunca lo había besado de esa manera, pensó él.

Pudo respirar nuevamente cuando Oliver desprendió sus labios de los de Ella. Fátima recostó la cabeza sobre el pecho de Oliver. Santiago juró que Ella era la parte que hacía falta para completar la silueta de él.

Con ella entre sus brazos y con la cabeza apoyada sobre su pecho, Oliver parecía más grande y poderoso. Como si ella formara parte de sus músculos. Como si ella le hubiera inyectado alguna fuerza mística que lo engrandecía.

Santiago recordó que hubo un momento en el que él también se sintió poderoso e invencible con ella a su lado.

Y el sol... Pensó Santiago.

Ese sol que él había visto durante tantas mañanas, era precisamente en esta que se vestía en intensos tonos de naranja y amarillo; y con sus rayos y su calor era el astro celestial quien se encargaba de unificar lo que había sido roto.

Lo que él con sus propias manos había desgajado. Confirmó Santiago.

Por alguna enfermiza razón, él se alegró de que ese amor evidente entre Ella y Oliver hubiera sido restaurado, aunque no precisamente gracias a él, se reprendió.

Fátima, Oliver y Eugene caminaron por la playa, dirigiéndose hacia la jungla. Santiago imaginó que el barco de Oliver estaría anclado del otro lado, allá había una pequeña ensenada.

—Santiago, regresemos a casa. Debo revisar tus costillas, yo creo que están rotas.

Índigo lo trajo de vuelta a la realidad que ahora debía enfrentar. De nuevo las punzadas se hicieron presentes, como si intentaran recordarle que aún estaba con vida.

—No. Ayúdame a subir al pescante. Tengo que llegar al muelle cuanto antes.

—¡¿Qué dices?!.

Haciendo un colosal esfuerzo él sujetó la herrería y la pata del asiento del pescante y con un impulso que se procuró él mismo, y sólo Dios sabe de dónde sacó fuerza, Santiago subió al pescante. Él se recargó sobre el respaldo del asiento mientras una punzada violenta detonaba en su costado, esa descarga dolorosa le arrancó un lamento. Él intentó respirar, pero no lo logró, aquel dolor se había extendido hasta su pecho.

—Asegúrate de que nadie mueva al duque. Debo denunciar la muerte de Alfonso. —Logró decir entre dientes.

—De ninguna manera te voy a dejar solo. Yo iré contigo.

—¡Índigo!.

—Le habló levantando el tono de su voz, sin llegar a ser autoritario.

—¡No estás en condiciones de nada!. Debe revi—sarte un médico primero.

—Índigo gritó.

—Después Índigo. Prometo que así será, pero no ahora.

Ella abrió la puerta del coche y subió.

—Vamos al muelle. Esto debe terminarse de una vez.

—Concluyó ella enfurruñada.

Santiago desenganchó la rienda y la agitó, los caballos empezaron a moverse y tuvo que sujetar las riendas con fuerza. Otro lamento más profundo le desgarró la garganta. Las tiras de cuero estaban empapadas de sangre y con cada roce estaban proporcionándole una ración interminable de candentes punzadas en las manos.

Él condujo el coche lo mejor que pudo. En algunos momentos, debía presionar su costado hasta casi incrustarse en el respaldo acojinado del asiento, el continuo rebote del coche sobre las piedras y los desniveles del camino, provocaban que la lesión en sus costillas se agravara. Él no sabía que era peor, si las punzadas en sus manos o el dolor en el costado.

Finalmente llegaron al almacén. Él detuvo el coche justo donde iniciaba el muelle y aseguró las riendas al arnés del pescante. Con otro esfuerzo titánico, se sujetó del asiento y apoyó el pie sobre la llanta y saltó. El aterrizaje fue perfecto, sin embargo aunque hubiera bajado sobre una montaña de plumas, sus costillas habrían resentido cualquier impacto. Una vez más esa horrenda punzada centelleó en su costado y en esta ocasión apenas si logró mantener el gemido entre sus dientes. Él estaba pálido y los continuos embates dolorosos lo hacían temblar.

Índigo abrió la portezuela, salió del coche y de inmediato se acercó a él, con el brazo izquierdo lo rodeó por la cintura y con la otra mano se aferró a su brazo libre y juntos caminaron hasta la orilla del embarcadero.

Infinidad de nubes recorrieron el mar celeste empujadas por el viento que jugueteaba con el agua del océano y las palmeras. Santiago imaginó que ese viento travieso intentaba a toda costa retirar los cúmulos para que el cielo coqueteara con el mar abiertamente y sin intermediarios. Aquel trozo de océano estaba en silencio, casi adormilado, y Santiago solamente percibió el suspiro de las olas que rompían sobre la arena.

—Santiago, no creo que los barcos vayan a cruzar por aquí. Ya ha pasado mucho tiempo y no hay señales de ellos.

—Eugene le dijo a Fátima que debían cruzar por aquí para luego enfilar a mar abierto y fijar rumbo a Charles Towne. Si tomaran otra ruta doblarían el tiempo de navegación.

Detrás de las rocas que modificaban la forma recta de la playa, emergió el bauprés del galeón. Aquella nave surcaba el océano como si su casco poseyera una navaja que cortaba el líquido como si fuera mantequilla suave. Aquel navío azul se movía dócilmente sobre el agua, llevaba las velas desplegadas y henchidas y en pocos minutos estuvo frente a ellos.

—Santiago, ella regresó con él.

Índigo estrujó el brazo de Santiago, como si intentara sujetarlo para que no se lanzara al mar en un desesperado intento por alcanzar a Fátima.

—Está con él, pero aún así ella me ama, estoy seguro.

—No con la misma intensidad que ama a Oliver. —Con esa frase Índigo lo ancló al muelle— Santiago, ya la hemos visto partir y ahora es mejor que regresemos a casa.

El galeón estaba a tan solo unos cuantos metros de distancia y Ella estaba ahí, a bordo del navío, frente a Santiago y lo observaba, mientras sus pequeñas manos sujetaban el barandal de madera y el viento jugaba con su cabello. A Santiago le pareció que se despedía de él a través de su pelo, que en algún momento intentó alcanzarlo.

—¡No!. Quiero permanecer aquí algunos minutos más, porque podría suceder un milagro.

Índigo sujetó sus manos con ternura y las arropó entre las suyas.

—Los milagros solamente ocurren una sola vez para cada persona, y ella es el milagro que corresponde a alguien más.

Él levantó el brazo derecho, colocó su mano sobre el pecho y luego lo extendió hacia Ella. Fátima no se movió.

Santiago emitió un sollozo profundo y permaneció con la vista clavada en el galeón..

Él observó cuando Oliver salió de su cabina y caminó hacia Ella, no se le acercó, él permaneció como a un metro de distancia contemplando toda la escena, después algo le dijo porque Fátima se volvió hacia él. Ella retiró el torzal que siempre llevaba adornando su cuello. Santiago recordó que ahí había colocado la alianza de Oliver y seguramente eso es lo que ella le ofreció cuando extendió su brazo hacia él, pensó Santiago.

Oliver tomó la alianza y la deslizó de nuevo en su dedo anular. Fátima extendió su brazo y él lo sujetó colocando la delicada mano de Ella sobre su mejilla. Santiago sintió como aquella punzada horrible que se había albergado en su costado, se abalanzaba sobre el corazón en el momento en que Fátima besó los labios de Oliver y recostó su cabeza sobre el pecho de él.

Santiago se preguntó, cuántas veces había sujetado la cintura de Fátima y cuántas veces la había besado y en ninguna de ellas experimentó esa cohesión profunda que encandila cuando Oliver y Fátima están juntos y unen sus labios.

—Vuélvete y mírame. Por favor, Fátima vuélvete y mírame.

Santiago ni siquiera se dio cuenta que pronunciaba esas palabras cargadas de desilusión, sentía la necesidad de volver a ver el rostro de Ella frente a frente antes de perderla.

Índigo las escuchó perfectamente.

—Ella no va a regresar. —Índigo se aferró al brazo de él.

—Lo sé. —Él exhaló derrotado.

Santiago observó cómo Oliver sin desprenderse de Fátima, la condujo al interior de su cabina. Ella ya no tuvo oportunidad de obsequiarle una última mirada. Ni siquiera lo intentó. Luego él cerró la puerta tras ellos.

En segundos Santiago imaginó lo que ocurriría en el interior de aquel camarote. Oliver la haría suya reclamándola como su tesoro y se sumergiría en ella para confirmar su posesión. Y Ella, lo recibiría aceptando el deleite de la entrega. Un huracán de pasión la fundiría a ella y a su Oliver en un poderoso acto de amor.

Ese profundo amor que finalmente se la había arrebatado.

El Cerulean custodiado por otros cuatro navíos enfilaron rumbo a mar abierto.

Índigo y Santiago, permanecieron ahí contemplándolos, hasta que aquellos barcos fueron devorados por las gigantescas fauces azules del océano y el cielo.

Ella no le había dado ninguna señal, ningún leve atisbo de lo que justo en ese momento ella sentía por él. Solo lo miró. Él le había arrojado su desesperado corazón y ella ni siquiera lo aceptó.

Sin embargo, él aún lo sentía latir en su pecho, ¿o eran acaso punzadas también en el pecho?. Seguía experimentando punzadas horribles en el costado y en las manos. Había dolor, él sentía y saboreaba un profundo y agudo dolor en todo su cuerpo.

Él aún estaba vivo.

¡Y sentía!. Aunque solamente fuera dolor, pero podía sentir.

Él sonrió.

Si ella le hubiera enviado un beso, o un simple ademán de que lo llevaría en su corazón, él seguramente habría muerto en ese instante de tristeza. Ella le habría roto el corazón. Pero no fue así. Ella, se lo había devuelto permitiéndole vivir, no para ella, pero si para alguien que lo apreciara sin restricciones.

Él, de alguna disparatada manera, había salvado la vida de Ella.

Y Ella, le devolvía la vida a él.

Estaban a mano.

—Acompáñame Índigo. Llegó la hora de restaurar este mundo y luego tengo que encontrar la manera de reconstruirme sin Ella. Te dije que un milagro podría ocurrir en cualquier minuto.

—¿Cuál milagro, Santiago?.

Índigo apenas lograba contener la tristeza, la casa estaba devastada, los sirvientes habían sido maltratados y Santiago estaba herido, desilusionado pero aún así, tenía fuerza para enfrentar el futuro. Fue precisamente eso lo que la enterneció.

—Sobreviví a su partida. —Respondió con firmeza.

Apoyándose en Índigo, juntos caminaron al despacho de Santiago en el almacén. Era temprano y en las plantaciones había mucho movimiento, todos los empleados estaban trabajando. Santiago e Índigo se instalaron en la oficina.

Santiago escribió una carta para su amigo el Coronel Salvatierra, el encargado de la cárcel y le pidió a Índigo que llamara a uno de los empleados. Santiago, le dio al hombre instrucciones precisas para que entregara la carta personalmente en la mano del coronel. Santiago debía resolver el asunto de la muerte de Alfonso cuanto antes, y estaba seguro que el Coronel Salvatierra confirmaría que el joven había procedido en defensa propia. Él tenía todos los argumentos: la casa estaba destrozada, él tenía golpes por todo el cuerpo, sus sirvientes habían sido heridos; había muchas pruebas contra el duque de León, quien a final de cuentas había sido el causante de toda esa devastación.

También despachó a otro de sus empleados con órdenes precisas de localizar al doctor y llevarlo a la mansión. Pablo estaba herido y era urgente que un médico lo atendiera. Habían transcurrido ya muchas horas desde el incidente en el que Pablo resultó herido.

Santiago era presa de los dolores en el costado y las manos. Había escrito las cartas apretando los dientes para contener los gemidos. Los verdugones de sus manos seguían sangrando y las punzadas combinadas, lo hacían sudar. Continuamente debía detener la redacción para limpiarse con la manga de su camisa, las perlas de sudor que se acumulaban en su frente y amenazaban con precipitarse por su rostro. Otro par de ocasiones tuvo que recargarse en el respaldo de la silla y apretar los brazos alrededor de su torso. Rogó a Dios que si tenía rota alguna costilla, no hubiera perforado ningún órgano. Le estaba costando trabajo respirar. El dolor se hacía insoportable con cada aspiración.

—Santiago, vámonos a casa. —Índigo había esperado impaciente sentada en una de las sillas frente al escritorio.

—Nos iremos en seguida.

Santiago se puso de pie con mucha dificultad, el dolor que se había instalado en su costado, se negaba a darle un segundo de paz. Con cada uno de los movimientos del joven, estallaba una descarga dolorosa que lograba arrebatarle el aliento y lo obligaba a retener los alaridos apretando los dientes y tensando los músculos del cuerpo, como si fuera presa de descargas eléctricas.

Índigo lo sujetó por la cintura y él rodeó con su brazo los anchos hombros de la mujer. Sólo así, él logró caminar hasta el carruaje. Con un esfuerzo atroz se encaramó en el pescante, Índigo entró al coche y él agitó las riendas.

El recorrido de vuelta a la casa le pareció interminable, no solamente tenía espasmos dolorosos en el costado, sino también en las manos, él veía como la sangre inundaba las vendas y comenzaba a gotear. Santiago se recargó sobre el respaldo del asiento y casi se incrustó en él, sacudió varias veces las riendas y los caballos respondieron de inmediato aumentando la velocidad.

El verde jardín que ahora habitaba alrededor de la mansión los recibió sin interés. Santiago, jaló suavemente la rienda en varias ocasiones y los caballos disminuyeron la velocidad. El coche cruzó la puerta de ingreso y Santiago lo condujo lo más cerca posible de la casa, finalmente jaló la rienda con firmeza y los caballos se detuvieron. Índigo descendió inmediatamente del coche y se acercó a él ofreciéndole la mano.

—Toma mi mano, apóyate en mí para que no te lastimes más cuando bajes.

—Eso es absurdo Índigo. Dudo que exista algo que pueda ocasionarme más dolor del que ya he experimentado. Estas —Levantó los brazos mostrándole las manos ensangrentadas— son solamente heridas que sanarán tarde o temprano.

El cuerpo entero de Santiago era una masa dolorosa, el no creyó que tuviera una sola célula libre de dolor, porque no solamente era el costado o las manos, en su pecho había una herida más profunda y grave que superaba con creces el dolor que cualquier herida corporal pudiera ocasionarle. Si bien había sobrevivido a la partida de Fátima, justo en ese momento ya no estaba seguro si lograría tolerar ese constante dolor durante los próximos minutos.

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