Azul

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HACÍA un año que Fátima había desembarcado en Veracruz.

Justamente, un par de meses después de que Oliver falleciera en el incendió que había consumido Viridian.

Después de la muerte de Oliver, Fátima no encontró la diferencia entre las mañanas y las tardes todas llevaban bordado el mismo sol, el mismo calor, la misma melodía interpretada por el viento.

¿Y las noches?.

Las noches siempre la devolvían al horror del desastre. Y desafortunadamente no podía evitarlas. Su vida fue tan oscura como una noche infinita desde aquel incidente que la dejó marcada como si le hubieran aplicado un hierro al rojo vivo en el alma.

Era evidente que ella deseaba no tener conciencia de cuántos de esos días, semanas o meses insípidos eran arrastrados por la marea. El tiempo había dejado de existir para Fátima, ella había sido colocada en medio de todo y cerca de ningún lado. Se le había muerto el amor y ella se había quedado sola, abandonada en un agonizante paraíso.

El viento que meses atrás la envolvió con miles de aromas, después del incendio, se despojó de todos ellos volviéndose denso y desabrido. Todo color, olor y sabor perdían sus cualidades cuando entraban en contacto con ella.

Ella lloró tanto.

Tanto.

Derramó una monstruosa cantidad de lágrimas desde la muerte de Oliver. La imagen de su cuerpo calcinado la había atormentado sin descanso mientras estaba despierta, pero después de un año, esa imagen ya no le provocaba ninguna clase de sobresalto durante sus memorias diurnas. En cambio, se había transformado en una angustiante pesadilla que solo la perseguía cuando cerraba los ojos. Entonces evitó dormir.

No deseaba soñar.

No con él, ni con su cuerpo desfigurado y la alianza aferrada a su dedo.

No, era preferible no dormir.

Pero el sueño no escucha, ni entiende de razones mortales. Hace su aparición cuando menos se le espera o cuando no se le desea, se apodera del mundo y lo rinde a sus pies.

Y Fátima se rindió.

Aunque despertara varias veces durante la noche, envuelta en un grito o con las mejillas húmedas después de la recurrente pesadilla, ella se subyugó al poder invencible del sueño y aprendió a dormir sufriendo una y otra vez aquel horripilante encuentro con el cuerpo quemado de Oliver.

Aún después de tantos días, todavía era atroz pensar en él, sin que ella experimentara el vacío en su cuerpo, como si todo ese amor fuera una mezcla punzante que la envenenaba haciendo más patente la ausencia de Oliver.

Su Oliver.

Ella le había permitido morir.

Ella no se lo arrebató a la muerte.

Ella lo dejó ir.

Y ella estaba desbaratada por dentro, su alma era una pila de diminutos trozos afilados que se le encajaban con cada recuerdo, se hundían profundamente en su carne produciéndole un perpetuo dolor punzante.

Y a pesar de que el dolor corrosivo estaba ahí, anidado dentro de ella, había aprendido a vivir con él. Se le había convertido en una enfermedad que estaba incubándose, lentamente, esperando el momento de madurar y hacer su aparición contaminándola, ahogándola hasta que ella misma olvidara cómo respirar.

Ella había necesitado de mucho de ese tiempo desabrido para reconstruir su fuerza, su entereza y su determinación. Y a pesar de que habían transcurrido más de dieciséis meses y ella recobró el ánimo, aún no se sentía capaz de regresar a Viridian.

No.

Ella no deseaba regresar a Viridian.

Ella no volvería nunca ahí. Moriría de tristeza si ella pisara aquella mansión.

También la tristeza es azul, ella se había convencido de eso.

Cuantas cosas habían sido devastadas bajo el peso del tiempo. Pero sorprendentemente, tres se habían mantenido intactas. El recuerdo de Oliver en la piel y la memoria de Fátima, el torzal y el dije alrededor de su cuello.

Ella finalmente había aceptado que él estaba muerto, pero en algunos momentos llegaba a experimentar la calidez de su cercanía en la piel. Era extraño, pero él había sido el único que lograba colársele por los poros cuando estaba cerca de ella. Y esa sensación había estado presente desde que ella había llegado a Veracruz.

Ella no creía en fantasmas, pero si eso le aseguraba la sensación de cercanía con su Oliver, entonces que así fuera. Ella estaba segura de que aún muerto él, su espíritu estaba con ella, y no le

permitiría alejarse.

Índigo.

Ella seguramente estaba recluida en la cocina o en la alcoba de Fátima haciendo alguna clase de arreglo a su vestidos negros. Índigo ya no le acompañaba a caminar por la playa, como lo hizo durante los meses posteriores a su llegada a Veracruz. Hubo un tiempo en que a Fátima le molestaba escuchar los sollozos de su nana mientras ella vagaba sobre la arena como un fantasma negro que había perdido el rumbo de vuelta al paraíso. Odiaba que Índigo llorara con ella, porque no experimentaba ni una milésima parte del dolor que le había fracturado el corazón y le pulverizó el alma.

¿Cómo reparar el alma cuando solo es esencia?. Se lo preguntó tantas veces y la nana siempre respondió con un pasmoso silencio.

Índigo jamás podría entender la devastación de Fátima aunque tuviera que sufrirla con ella durante cien vidas completas. Índigo solamente derramaría lágrimas por la pena de ver a Fátima intentando sobrevivir en medio de un inagotable estertor.

Sin embargo, aún con todo el dolor encarnado, las pesadillas y la ausencia, en algún momento de ese proceso de reconstrucción, la existencia de Fátima recuperó un poco de color, a través de Santiago.

Santiago.

Él había aparecido de la nada, brindándole protección, pero también entregándole a ella su mundo y su vida.

Santiago.

Tan perfecto, tan caballeroso, tan encantador.

Otro príncipe de ojos... ¡azules!.

A esta hora del día él estaría recorriendo las plantaciones de azúcar, más tarde él regresaría a casa y cenaría con Fátima, tal vez le obsequiaría un beso delicado y furtivo mientras charlaban en la privacidad de la biblioteca o posiblemente la invitaría a caminar por la playa para contemplar el atardecer, él la sujetaría entre sus brazos con descomunal sutileza y ella recostaría su cabeza sobre el pecho de él. Luego regresarían a la mansión y la acompañaría hasta su alcoba, se despediría de ella cortésmente y por la mañana con un beso discreto sobre sus labios, él montaría su caballo y se marcharía a su despacho en la bodega, o le ofrecería su brazo y juntos abordarían el carruaje e irían a trabajar.

Santiago.

Su Santiago.

Ella sabía que él era suyo aunque él nunca se lo hubiera dicho o pedido, aunque no compartieran nada más íntimo que unos pocos besos y cálidos abrazos.

Esta tarde, Fátima deseaba estar sola.

Había terminado de revisar las cuentas en los libros y se dirigió a la playa, ella sentía la necesidad de enfrentarse a la inmensidad del mar, esa magnitud azul líquida le proporcionaba una extraña clase de consuelo. El mar y ella habían perdido a su Oliver en un incendio y en esa ocasión, el mar fue vencido en tierra.

Era incuestionable que cada vez que ella caminaba por la playa el agua de este mar se rehusaba a acercársele, tal vez creía que al tocarla lo infectaría con la horrible enfermedad que la había invadido hacía ya...

No.

Era mejor olvidarlo, ella no quería recordar desde cuándo se había ahogado en la oceánica resignación.

La resignación es una llaga purulenta y lacerante que no se cura nunca.

Fátima se sentó en la arena, lo suficientemente lejos para que las olas no temieran abrazarse a la arena a su llegada después de un largo viaje. Ella no quiso interponerse en su encuentro; todo amante serio tiene derecho al placer de la codiciada cita. Fátima contemplaba como una a una, esas olas se entregaban completas a la arena en un acto heroico de amor que solo duraba un brevísimo segundo, antes de embarcarse de nuevo en su interminable viaje marítimo.

El mar.

Siempre azul.

Como ella.

—Fátima, Índigo me dijo que te encontraría en la playa.

Ese timbre de voz hacía tiempo que no lo escuchaba.

Esa voz, la catapultó de regreso a Viridian. Fátima se atragantó, quiso respirar y no pudo, intentó moverse y ninguno de sus músculos le respondió, un gran abismo se abrió en su estómago y sintió un doloroso vacío.

No lloró.

Las gotas de agua ya no brotaron de sus lagrimales, no habría esta vez bebida salada para saciar la voracidad de la arena.

En días pasados fue atroz dejarlas salir, como si sus lagrimales expulsaran navajas afiladas que desgarraban todo en su trayecto. Pero en esta ocasión, ya no hubo más lágrimas.

Fátima se volvió hacia atrás. Enfrentarse con uno de los recuerdos vivos, no era algo que a ella le produjera ninguna clase de cálida emoción, sino todo lo contrario. Se sintió intimidada. Su rostro siempre había sido un espejo de emociones, ningún sentimiento pasaría desapercibido en sus ojos y su rostro. Y precisamente ahora, su rostro mostraba abiertamente una mueca de desagrado.

Eugene de pie detrás de ella a menos de un metro de distancia, sujetaba el guardamano de su espada con una mano, mientras la otra la mantenía extendida ofreciéndosela a ella. Ella no la sujetó. Él empuñó la mano y dejó caer el brazo, acortó la distancia que los separaba y se postró de rodillas frente a ella y envolvió sus manos entre las suyas. En el rostro de Eugene había cincelada una emoción extraña, además tenía un brillo esperanzador en sus ojos, pero su voz sonaba en exceso preocupada o insegura. Fátima no pudo determinarlo con precisión.

—Fátima, el cuerpo que enterramos no es el del Capitán Drake. ¡Ese hombre no era Oliver!. Debes venir conmigo de regreso a Charles Towne de inmediato.

¿No era el cuerpo de Oliver?.

¿Él dijo que no era el cuerpo de Oliver?.

A Fátima necesitó varios minutos para reaccionar a semejante revelación. Le había tomado muchísimo tiempo recobrarse del estado sombrío en el que la sumergió la muerte de Oliver, y ahora Eugene aparecía repentinamente desplegando una noticia que no supo como recibir.

Hacía tanto tiempo que no se articulaban palabras en su garganta que expresaran algún comentario sobre aquella tragedia, ella había optado por no pronunciarlas más porque solo lograba evocar una historia inerte con un final que no terminaba de hacerle daño. Sin embargo, el sonido de ese nombre palpitó con fuerza en su cerebro y la unión de esas letras le regresó la posibilidad de la imagen viva de su Oliver. Ella sintió como la luz del sol del atardecer la llenaba de energía.

¿Cuántas veces antes el sol había tocado la piel de Oliver tiñéndola de dorados reflejos?.

Oliver.

Su Oliver...

—¿Vivo?.

Liberó sus manos y sujetó con fuerza el cuello de la camisa de Eugene. Ni siquiera notó que lo había zarandeado.

—No lo sabemos con certeza. —Él tomó la mano izquierda de ella, retiró la sortija y se la mostró— Fátima, el anillo que usaba el hombre que enterramos no estaba grabado. Oliver mandó grabar las alianzas, su nombre está en la tuya y en la de él está tu nombre. —Eugene señaló con su dedo índice el interior de la alianza, y en efecto, “OLIVER” estaba grabado en el anverso. Fátima se había olvidado de ese detalle— Cuando te trajimos aquí, pensamos que era lo mejor, tú estabas en un estado terrible, creímos que te morirías también, si permanecías en Charles Towne. Sin embargo, cuando tú y yo navegábamos hacia acá, en Charles Towne; Alastair y Georgie hablaban sobre el incendio y en esa plática Alastair le comentó a Georgie sobre los anillos grabados, y Georgie le confirmó que nosotros desconocíamos que Oliver hubiera mandado grabar las alianzas. Alastair no lo mencionó cuando encontramos el cadáver porque creyó que no era conveniente atormentarte más. Esa noche Alastair, Georgie y varios hombres más, fueron al cementerio, desenterraron el cuerpo y extrajeron el anillo. Confirmaron que esa alianza no estaba grabada, a pesar de que era idéntica a la de Oliver. Ellos emprendieron una intensa búsqueda, a la que yo me uní cuando estuve de regreso en Charles Towne, pero hasta hoy no tenemos rastros del paradero de Oliver, sin embargo, tampoco hemos encontrado su cuerpo. Decidimos que era mejor venir por ti y llevarte de regreso a Viridian. Creemos que el incendio fue provocado y es posible que el haberte traído aquí también haya sido parte de una trampa. Aún no tenemos pruebas en contra de Santiago, pero si muchas dudas sobre él. —Eugene hizo una pausa, sus cejas se unieron dejando una pequeña arruga en el centro— Hemos pedido ayuda a Morgan, y estamos en espera de que nos envíe refuerzos para continuar con la búsqueda de Oliver. Fátima, creemos que hay una minúscula posibilidad de que Oliver aún esté con vida.

Una minúscula posibilidad como esa, era suficiente para detonar la esperanza en una existencia aletargada como la de ella. Fátima se puso de pie y sujetó la mano de Eugene con fuerza.

—Ven conmigo. Espérame en el salón, buscaré a Índigo y nos vamos inmediatamente de aquí.

A Fátima le sorprendió escuchar la fuerza de su voz. El dolor encarnado disminuyó su intensidad.

¿Sería posible que hubiera encontrado la cura?.

—Aye milady.

Tomados de las manos corrieron juntos de regreso a la mansión. El corazón de ella palpitaba tan rápido que bien podría haberle atravesado el pecho y salir volando con rumbo al norte.

A Charles Towne.

A Viridian.

Fátima empujó la puerta de ingreso y se abrió de par en par. Eugene se dirigió al salón de recepción y ella subió corriendo la escalera, pero al dar vuelta en el pasillo que conducía a su alcoba, se estrelló en el pecho de Santiago.

—¿Qué ocurre Fátima?.

Él la sujetó por los hombros, su voz sonaba extraña, carecía de su usual gentileza. Y su toque ya no era delicado, sino enérgico.

—Debo regresar a Viridian.

Ella no tenía la intención de desperdiciar tiempo dándole explicaciones. No deseaba darse tiempo para evaluar ningun sentimiento fuera de la exhaltación que la reciente noticia le había inyectado. No podía concederse la oportunidad de sopesar su atracción por él. No debía. No ahora.

Pero él, la conocía lo suficientemente bien como para descubrir cualquier caso de alteración a través de su voz, su rostro y sus ojos.

Santiago de Alarcón era un hombre joven, un par de años menor que Oliver, su piel estaba delicadamente dorada por el sol de la costa veracruzana, su pelo era castaño, lacio y largo hasta los hombros y siempre lo llevaba sujeto en una cola de caballo amarrada con un listón oscuro. Su rostro poseía facciones muy finas, casi de aspecto femenino. Y sus ojos de un azul turquesa profundo, se entornaron cuando escuchó las palabras de ella.

—Me preguntó qué fue lo que devolvió la melodía a tu voz. No te había escuchado nunca tan determinada y segura.

—Tengo que empacar, debo irme de inmediato. —Ella se retorció intentando liberarse de sus manos. Él la sujetó con más fuerza.

—¿Esta repentina decisión tiene que ver con la visita que has recibido hoy?.

—Si. Eugene me ha traído una buena noticia y ya no puedo permanecer más tiempo aquí. Yo te agradezco todas las atenciones que has tenido conmigo desde que llegué. Tú has sido siempre muy cortés.

Santiago intensificó el apretón, arrebatándole la posibilidad de seguir forcejeando.

—¿Cortés?. —Su voz se enronqueció— ¿Así es como has etiquetado mis besos?. Me pregunto ¿cuál será la definición que darás a los abrazos que te permitieron probar la calidez de mi cuerpo?. ¿Benévolos, tal vez?

—Por favor Santiago, déjame pasar.

Ella lo miró directo a los ojos. Él tenía razón, no podía etiquetar como “

cortesía” sus besos, sus abrazos y su cercanía, porque ella lo había deseado cerca, y había aceptado y respondido a sus besos y a sus abrazos. Él había encendido su ilusión y le abrió la puerta a una posibilidad genuina de reconstruirse al lado de otro hombre que no fuera Oliver.

¿Amor?.

Tal vez.

Pero, no era el momento de reconocerlo o negarlo.

No ahora.

—Antes de que te marches debo hablar contigo. Acompáñame a la biblioteca.

La expresión de su rostro había cambiado. Desde que ella lo conocía solamente había visto sonrisas adornando su rostro exquisito, a pesar del océano de lágrimas que ella había desbordado desde que él la trajo a su casa, Santiago siempre se había mostrado paciente y atento con ella. En ese rostro que se había incubado la serenidad durante incontables días, ahora rompía su máscara transformándose en una imagen perversa.

Le sujetó el brazo y la condujo por el pasillo hacia la biblioteca y a pesar de que no la jaloneo, tampoco soltó su brazo hasta que estuvieron en el interior de aquel cuarto. Santiago cerró la puerta con llave y la introdujo en el bolsillo de su chaleco.

—Fátima si tú te marchas... —Él se dirigió a la ventana y con las puntas de sus dedos levantó un poco la cortina y revisó que no hubiera más piratas haciendo guardia en la periferia que alcanzaba a distinguir— Tu pirata será ejecutado. Te lo garantizo.

Volvió su rostro unos centímetros para observar la reacción de ella y luego regreso la mirada hacia el jardín que en esta temporada estallaba en flores. Su voz sonaba tan firme que no dejaba lugar a dudas que estaba hablando con la verdad.

¿Amor?.

Ella reconoció el dolor que le provocaba en el pecho. Si. Lamentablemente era amor.

Y se había edificado lentamente durante meses dentro de ella y ahora fue sacudido con esas palabras que él pronunció y dolía. Ella pudo sentir como trozos de su frágil amor se le desprendían del pecho, precipitándose al vacío produciéndole un dolor agudo.

Otra vez reinaba el puro y punzante vacío.

Ella se había equivocado, en algún momento creyó que él la amaba. Lo sintió. Lo experimentó con cada abrazo y cada beso.

¿Cómo pudo haberse equivocado?.

—¡Fue una trampa!. ¡¿Dónde está?!.

Ella gritó porque no pudo hacer más. Esa revelación la estaba hundiendo en un pozo doliente y necesita asirse a algo que la mantuviera a flote.

—Tranquilízate. —Él se abalanzó sobre ella y la sujetó por los hombros— No sería conveniente que ellos se enteren de esto. —Levantó un poco el rostro haciendo un ademán que se refería a Eugene y a Índigo.

—¡No me toques!.

Ella intentó liberarse, pero él no la soltó, en cambio la sujetó con más fuerza, acercó su rostro al de ella y le habló al oído.

—Tú eres la única razón que tengo para mantenerlo vivo hasta hoy. Siéntate Fátima y escucha lo que voy a contarte.

—¡Suéltame!.

Ella lo empujó, liberándose y lo abofeteó con tal fuerza que la silueta de su mano se le dibujó en la mejilla.

—¡Maldita sea!. ¡Siéntate!. —Golpeó con la mano derecha empuñada sobre el escritorio, mientras con la izquierda se frotaba la mejilla— Escucha lo que voy a contarte, de eso depende la vida de tu pirata.

Él respiraba profundamente intentando aminorar su molestia y recobrar la serenidad. Ella no tuvo más opción que guardar silencio y escucharlo, si Oliver estaba vivo ella debía saber en qué condiciones se encontraba.

Por imposible que pudiera ser, se le había presentado la inesperada oportunidad de escuchar la parte de una historia que hasta ahora no creyó que existiera.

—Imagino que aún tendrás algún vago recuerdo de Alfonso, ¿cierto?.

Preguntó Santiago inquisitivo y con la mirada clavada en los ojos de ella.

—¿El duque de León?. ¿Ha sido él quien planeó todo esto?.

Ella se abalanzó sobre él, sujetó el cuello de su casaca y lo zarandeó.

—En parte. Sin embargo, él no planea solo ordena y los demás debemos obedecer. Él vino a verme hace poco más de dos años, lo acompañaba tu tía Amelia.

Le retiró las manos de su casaca y la sentó de un empujón. Después de un suspiro profundo, Santiago comenzó el relato.

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