Azul

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SANTIAGO detuvo su relato y contempló durante varios minutos a la joven. La palabras que pronuncio iban matizadas de un extraño tono incrustado en su voz, casi podría asegurarse que sus recuerdos aún le producían esa sensación de asombro que había experimentado cuando escuchó esas conversaciones la primera vez.

—Fátima, debo decirte que me sorprendió escuchar esa charla. No podía creer lo que había oído. Ellos describieron a un hombre que estaba locamente enamorado de ti, al extremo de que sus demostraciones de afecto llegaban a alterar las vidas de sus colegas. Pero lo insólito fue atestiguar que ellos no lo odiaban por eso, sino que de una manera sorprendente, lo admiraban y hasta trataban de imitar sus acciones para compensar los deseos de sus esposas. Te confieso que me desconcertó la idea de encontrarme frente a frente con un hombre así y me atemorizó la posibilidad de que fueras realmente tú la mujer que propiciaba esas muestras de cariño de las que ellos hablaban. Una mujer que es capaz de motivar que un hombre perpetre semejantes pruebas de devoción, no puede ser un ser perverso y mucho menos malvado o vulgar, como yo te imaginé.

Él acercó la copa de brandy a sus labios, bebió el resto del licor de un trago y luego prosiguió con su relato.

—¿Y la fiesta?. —Preguntó el señor Ladmirault.

—Será antes de que se embarquen. Eso no ha cambiado. —Respondió Alastair.

—Iré pensando en preparar un posible viaje para mi aniversario de boda, tal vez a Italia, seguramente si no lo hago, tendré un endemoniado problema con mi mujer.

—Si, yo pensé lo mismo. Casi lo olvido, Oly quiere verte, me pidió que te dijera si es posible que vayas a su casa mañana temprano, es sobre el cargamento de seda. —Prosiguió Alastair.

—Claro, mañana iré a verlo.

—Y creo que es hora de que me retire. Señor de Alarcón, ¿viene usted?.

—Desde luego. —Me puse de pie y estreché la mano del señor Ladmirault y aun cuando la impaciencia se derretía en mi frente y se me escurría por las sienes, tuve que aparentar estar tranquilo y esperé a que ellos se despidieran— Señor Ladmirault, fue un placer como siempre y ahora me despido, veré si es posible que hoy consiga cerrar algún trato importante.

—Seguramente así será señor de Alarcón. Qué tenga suerte, y ya nos contactaremos de nueva cuenta.

—Desde luego. Regresaré cuando la caña de azúcar esté lista.

Alastair y Armand estrecharon sus brazos y luego se abrazaron como lo habrían hecho dos grandes y buenos amigos al despedirse.

Salimos de la casa del señor Ladmirault, y caminamos un par de metros hasta llegar a nuestros carruajes que esperaban estacionados frente al jardín de la mansión.

—Suba a mi carruaje señor de Alarcón, el suyo puede seguirnos.

Iba a hacer todo lo posible por conseguir el cargamento que necesitaba y desde luego, para concretar la oportunidad de verificar si en realidad se trataba de la pareja que yo estaba buscando, los mismos seres de quienes ellos hablaban.

—Conductor, siga este carruaje, por favor. —Dije a mi cochero.

—Si señor.

Me volví hacia Alastair, incliné la cabeza en señal de agradecimiento y abordé su carruaje. Alastair le dio instrucciones al cochero y luego se sentó frente a mí.

—Paul, llévanos a Viridian, por favor.

—Si señor.

—Así se llama la casa del señor Drake. —Me sonrío levemente.

—Es un nombre interesante. ¿Puedo preguntar el significado?

—Por supuesto. Viridian es un tono de azul que se percibe algunas veces en el mar. En realidad, es más verde que azul, y en la casa y la vida del Señor Drake, ahora predomina más el verde que el azul.

—¿Eso quiere decir que el señor Drake era hombre de mar?.

—Lo era. Dejó el mar hace poco tiempo.

—Entiendo. A todos siempre nos llega el momento de establecernos en tierra firme, ¿cierto?. —Él me sonrió levemente y guardó silencio.

Los caballos echaron a andar y el carruaje se movió. Un segundo más tarde, me encontraba frente a un hombre que me miraba extrañado y que me hacía toda clase de preguntas que tuve que responder con toda tranquilidad, a pesar de que en ese momento la ansiedad me consumía.

—Señor de Alarcón ¿desde hace cuánto tiempo comercia usted con la caña de ázucar?.

—Desde hace cerca de diez años. Cuando me instalé en Veracruz, inicié mi negocio con una pequeña plantación de caña de azúcar. El clima y la tierra de Veracruz son favorecedores para este cultivo. Sin embargo, debido a una serie inesperada de problemas familiares descuidé mi negocio de venta de arroz, tengo entregas pendientes y no tengo mercancía para surtirlas.

—Diez años no es mucho tiempo. ¿Qué hacía usted antes de convertirse en comerciante?.

—Me ocupaba de las tierras familiares en España, hacía un poco de administración y ese tipo de cosas.

—Eso quiere decir que es usted un español adinerado.

—No, en realidad no lo soy. Pero debo confesarle que vivo holgadamente y sin problemas financieros, si es a eso a lo que se refiere con “español adinerado”.

—Lo lamento señor de Alarcón, no pretendí ser grosero. Pero, no puedo evitar hacer preguntas a las personas que recién conozco, espero no importunarlo.

—No se preocupe señor Vane. Entiendo que desee corroborar que soy una persona fiable, si es que se interesa en hacer negocios conmigo, y no tengo inconveniente en responder a sus cuestionamientos.

—Me alegra escuchar eso. Dígame señor de Alarcón, ¿qué fue lo que le impulsó a instalarse en el Nuevo Mundo?.

Sabía que en el instante en que le otorgué permiso para cuestionarme llegaría el momento en que él preguntaría ese tipo de cosas. Tuve que pensar rápidamente en la respuesta que le daría, debía ser exacta y directa como sus preguntas, pero de ninguna manera reveladora. Bajé el rostro por un segundo y luego lo miré a los ojos.

—Digamos que me vi forzado a salir de España debido a desavenencias familiares.

—Oh, parece que ese es el principal pretexto de todo mundo.

—No fue fácil dejarlo todo y forjarme una nueva oportunidad en esa parte de la Nueva España.

—Entiendo. Muchos de nosotros también tenemos historias que desearíamos eliminar de nuestros recuerdos. Dígame algo señor de Alarcón, ¿solamente comercia con azúcar?.

—No. Me he iniciado en el cultivo de café y pretendo continuar con el procesamiento del grano también. Quiero construir un ingenio en donde se pueda llevar a cabo el tostado del café. Bueno, yo no tengo experiencia en esos procedimientos, sin embargo me he asociado con procesadores de café, pienso en invertir en una tostadora. Y por ahora esos son algunos de mis planes a mediano y corto plazo, y como comprenderá todo depende de las ganancias que obtenga tanto del azúcar y del arroz para afianzar mis negocios.

Esa conversación me había devuelto la calma y la ilusión por un futuro libre de amenazas y recuerdos, me sentí feliz al revelar mis planes y deseos. Me fortaleció la idea de ver realizada cada una de esas imágenes de las que hablé. Y sería tal vez mi emotividad o la imagen de la ilusión en mi rostro lo que evitó que Alastair continuara el interrogatorio, y sin más preguntas de por medio yo volví el rostro hacia la ventana y observé el paisaje que se deslizaba frente a mis ojos.

Santiago se desligó de sus recuerdos para hablarle a Fátima, era como si él necesitara hacer patente de cualquier manera la emoción y la angustia que había experimentado durante aquellos días. Él tenía muy claro que debía exponérselo con toda precisión para que ella pudiera entender la razón de todo este embrollo.

No.

La verdad era que él sentía una arrolladora necesidad de que ella aceptara sus razones, de que ella, comprendiera los motivos y que cuando él terminara de vaciar sus recuerdos, ella...

Ella...

¿Ella qué?... Ella lo aceptara.

Pensó él. Intentando encontrar la manera de responderse a sí mismo.

¡Qué estupidez!

¡Qué maldita y condenada estupidez había pensado!.

Debería sentirse afortunado si después de que le revelara toda la historia, ella solamente lo odiaba. Por lo menos se conformaría con el odio de ella y no su indiferencia.

¿Y Oliver?.

Oliver era un obstáculo que no deseaba enfrentar por el momento. Ya le llegaría su tiempo y entonces él decidiría como evadirlo.

—Para serte franco, no recuerdo lo que vi. Mi concentración, en aquel momento, estaba puesta en mi próximo encuentro contigo. No sabía cuál sería tu reacción a mi presencia, imaginé que posiblemente me verías con recelo y que no permitirías que me acercara a ti, considerando las calamidades por las que habías pasado gracias a Alfonso y a tus parientes. Sin embargo, también me consumía la incertidumbre o curiosidad, en ese momento no supe con certeza cuál de las dos sensaciones era la correcta. Estaba a punto de conocerte, de ver frente a frente al único ser que se había enfrentado a Alfonso y había salido victorioso, casi no podía esperar. Alastair se habría dado cuenta inmediatamente de mi desesperación y mi nerviosismo si mis manos no hubieran estado enfundadas en los guantes. Mis manos temblaban y sudaban, podía sentirlo a través del forro de los guantes que se adhería a mi piel.

—Santiago, dime de una vez que es lo que tienes planeado para mí, y ofrezco seguir tus instrucciones al pie de la letra a cambio de que pongas en libertad a Oliver.

Estaba decidida a hacer lo que fuera para encontrar a Oliver, y no tenía la mínima intención de que nada la apartara de su finalidad.

—Fátima, si dejo en libertad a tu amante, seguramente voltearía de cabeza el continente entero hasta encontrarte. Fátima, no temo enfrentarme en combate abierto con un hombre como él, estoy dispuesto a hacerlo y también estoy preparado para morir en el duelo si él es mejor espadachín que yo. Sin embargo, lo que me atemoriza es la certeza de que si él triunfa o perece en el intento, en cualquiera de los casos, yo no podré evitar que tú te marches.

—¡Estas demente!. Él guardó silencio durante un instante. Ella le había escupido esa frase con tal desprecio que sintió que le quemaba la piel. Nunca antes había sufrido de alguna lesión, no tenía ni un hueso roto, tampoco su carne había probado el sabor del acero de una espada, pero supuso que cualquiera de esas lesiones sería más agradable que el dolor que le producían las palabras ácidas de Fátima.

Desesperadamente intentó afianzarse a un puerto seguro, consciente de que estaba en aguas turbulentas y cargaba a cuestas una gran pieza de plomo.

—Alfonso no sabe que estás aquí. Solo le informé que existía la posibilidad de que yo los hubiera encontrado a ti y a tu pirata, pero no se lo confirmé. Fátima déjame terminar el relato.

A ella le sorprendió ver el cambio en el rostro de Santiago, esas facciones tan finas que se habían endurecido por un largo rato, en un segundo se habían debilitado hasta casi transformarse en la imagen de la fragilidad con vestimenta masculina. Santiago se levantó del sillón y caminó hacia ella, arrodilló una de sus piernas, apoyó sus manos sobre el brazo de la silla y prosiguió revelando su rosario de recuerdos.

El carruaje se internó en una avenida de robles antiguos, cruzo una reja de acero y avanzó por el camino de gravilla y se detuvo justo frente a la puerta de la mansión, finalmente habíamos llegado a Viridian. El mozo vestido con una librea azul marino con aplicaciones plateadas abrió la portezuela y Alastair salió del carruaje, yo lo seguí en silencio.

—A Fátima le gustan las rosas.

Alastair señaló el gigantesco jardín repleto de rosales que rodeaba la casa. Él conocía perfectamente aquella mansión de estilo griego renacentista, rodeada con impresionantes columnas y pisos de mármol de un extraño color azul, calculé que serían entre veintiocho y treinta y dos, vi también una terraza que se extendía por todo el segundo piso de la casa. Era definitivamente una construcción exquisita y solo contrastaba la herrería negra que rodeaba el balcón.

—No necesito describirte tu propia casa, tú la recuerdas mucho mejor que yo.

—Y tú la destruiste.

Remató ella en tono acusador, él trago saliva, bajó el rostro y clavó la mirada en el brazo de la silla y prosiguió con su historia.

Me sorprendió muchísimo ver que una rolliza mujer negra, se acercaba a Alastair y lo saludaba con plena confianza. De momento no supe cómo reaccionar ante esa escena. Los esclavos, especialmente los negros no se acercarían a un blanco de esa manera.

—¡Alastair!. ¡Qué alegría verte de nuevo!.

—Índigo. —Alastair la abrazó y depositó un beso en su mejilla y luego sujeto sus manos— Es siempre un placer verte nana. ¿Estará Oliver disponible?, quiero hablar con él sobre un negocio.

—Desde luego Alastair, sabes que siempre está disponible para ti. Está en el despacho de Fátima, están trabajando en el cierre del mes. —Una mujer con su propio despacho y haciendo labores administrativas era algo nuevo para mí. Aunque doña Amelia lo había mencionado, era difícil de creer que una mujer pudiera desempeñar semejantes tareas— ¿Y, este caballero que te acompaña?.

La mujer inclinó un poco su cabeza y me miró con un dejo de desconfianza en sus ojos oscuros.

—Te vas a sorprender Índigo. Él es el señor Santiago de Alarcón. —Alastair dio un par de palmaditas sobre mi hombro— Señor de Alarcón, permítame presentarle a nana Índigo. Esta dama es como la madre de la señora Drake.

—Señora, es un placer. —Recordé al instante el papel que esa mujer había jugado en toda esta trama. Hice una leve caravana, sujeté su mano y la besé— Santiago de Alarcón a sus pies.

—¡Usted es español!.

En cuanto escuchó mi acento, ella liberó la mano y las colocó tras su espalda, alejándose de mí un par de pasos.

—Si señora.

Respondí haciendo alarde de una tranquilidad que yo definitivamente no poseía en ese momento y aparentando sentirme orgulloso de mi procedencia.

Sin embargo, ella no reaccionó de buena manera, en su rostro pude ver claramente una mueca de angustia e instantáneamente ella se aferró el brazo de Alastair.

—¡Es un español, Alastair!.

—Lo sé Índigo, pero no te preocupes, Armand lo conoce, él es su cliente. Si no te importa Índigo, el señor de Alarcón y yo iremos a ver a Oliver.

—Claro, claro desde luego Alastair estás en tu casa.

—Gracias Índigo, con tu permiso. Sígame señor de Alarcón.

Alastair inclinó su cabeza y avanzó varios pasos, rumbo a un corredor al costado de la escalera central.

—Señora, con su permiso.

Yo también incliné la cabeza y de inmediato seguí a Alastair.

Él conocía esa casa a la perfección, o por lo menos sabía en donde estaban ubicados los lugares estratégicos. Caminamos por aquel pasillo hasta llegar a un portón de madera de caoba tallada con escenas náuticas. En los paneles superiores estaban tallados dos barcos. Uno de nombre Black Clover y el otro Cerulean.

Cerulean.

El azul estaba implícito en cada centímetro de la historia. No pude evitar sonreír ante esta perspectiva.

Alastair llamó a la puerta y una voz femenina nos respondió autorizándonos el paso.

—Adelante.

Finalmente escuché la voz de esa mujer a quien yo buscaba. Alastair abrió la puerta y entramos.

Ella estaba sentada tras un enorme escritorio de caoba, y frente a ella, del otro lado del escritorio, un hombre de ojos extremadamente verdes y con una delgada cicatriz en su mejilla.

No pude despegarle los ojos de encima, estaba frente a una mujer enfundada en un vestido de seda rosa, dueña de una piel tersa y clara, su pelo de color castaño estaba recogido en un moño discreto que dejaba caer algunos mechones enmarcándole el rostro. Ella poseía hermosos y grandes ojos color avellana y su boca pequeña enmarcada con labios carnosos que dibujaban un ligero corazón. Su silueta me pareció muy sutil, pero perfectamente esbozada. Esa mujer era perfecta. No solamente era hermosa, sino también emprendedora. Comprendí con toda claridad la obstinación de Alfonso y el amor de Oliver por esa mujer.

Ella era una extraña e invaluable gema preciosa.

Única en su tipo sin duda.

Fátima recordó con precisión aquel momento en que conoció a Santiago.

Ella permaneció en silencio, mirándolo pero sin realmente poner atención al relato de Santiago, él lo notó de inmediato y guardó silencio. Curiosamente, mientras ella recordaba, porque él estuvo seguro de que ella estaba repasando algo sobre el instante en que se vieron por primera vez, el silencioso desinterés de ella le pareció más bien desdeñosos, como si estuviera tratando de castigarlo.

Y sin duda lo conseguiría.

Santiago estaba más que lastimado, y cada uno de los minutos que ella se abstrajera sería un pinchazo más en su pecho que finalmente terminaría por descuartizarle no solo el corazón, sino la vida que ya de por sí pendía de un hilo.

Y Fátima continuaba perdida en sus recuerdos.

Oliver y Fátima estaban revisando los libros de cuentas de la plantación y la naviera, cuando llamaron a la puerta. Alastair entró primero y detrás apareció el hombre español.

—¡Alastair!

Oliver se levantó de su asiento, se acercó a ambos y estrechó la mano de Alastair y luego se abrazaron. Siempre han sido muy efusivos al saludarse, después de todas las aventuras que habían sobrevivido juntos, y ahora eran socios en negocios terrestres y marinos era obvio que su amistad se había transformado en una especie de hermandad casi anfibia.

—Oly, ¿cómo te va, hermano?. Fátima, —Él se acercó a a ella, la abrazo y besó su mejilla como siempre lo hacía cuando se veían— Índigo me ha dicho que estaban trabajando en el cierre del mes. Espero no te moleste que les robe un par de minutos.

—Desde luego que no, podemos terminar esto más tarde. —Respondió ella.

—He venido porque quiero presentarles al señor Santiago de Alarcón, él es cliente de Armand.

—¿Español?. —Preguntó Oliver con voz seca y entornando los ojos.

Oliver avanzó colocándose justo delante de Fátima. Ella supo que su reacción había sido producida por el simple hecho de que ese hombre que acompañaba a Alastair era español.

—Si señor Drake, soy español. —Santiago extendió el brazo ofreciéndole la mano a Oliver y él la estrechó con recelo— El señor Vane me ha dicho que usted es criolla de la Nueva España. —Él se volvió hacia ella mirándola por encima del hombro de Oliver.

—En efecto don Santiago. Soy Fátima Drake, es un placer conocerlo.

Ella se colocó a un lado de Oliver e inclinó brevemente la cabeza para luego asirse al brazo de Oliver. La tensión en aquel cuarto era tan evidente que una palabra mal interpretada habría desatado un cataclismo.

—Tranquilos. —Alastair colocó su mano sobre el hombro izquierdo de Oliver — El señor de Alarcón es recomendado de Armand. Oliver, no creo que todos los españoles sean enemigos nuestros, mucho menos un comprador de arroz.

Concluyó Alastair mientras apretaba el hombro de Oliver y le hablaba utilizando un tono conciliatorio en su voz.

—Desde luego.

Oliver respondió esbozando una débil sonrisa, pero sin eliminar la tensión de su voz y su rostro.

—Venimos porque él necesita 500 sacos de arroz, y Armand no se los pudo vender porque ya no tiene mercancía, y yo no tengo esa cantidad. Pensé que entre tú y yo podríamos completar este cargamento.

—Caballeros, yo me retiro. —Ella se puso de pie y caminó hacia la puerta.

—Fátima ¿no te quedarás?.

Preguntó Alastair desconcertado por la reacción de la mujer, regularmente Oliver y Fátima siempre estaban juntos durante cualquier negociación.

—No, esta vez no. Debo verificar como van los preparativos para la cena. Caballeros, con su permiso. Señor de Alarcón, fue un placer.

—A sus pies doña Fátima.

Ella abandonó el despacho y se dirigió a la cocina buscando a Índigo. Ella estaba ahí vigilando que la comida estuviera lista para la hora de la cena. En cuanto la nana la vio en el umbral de la puerta, se abalanzó sobre Fátima con infinidad de preguntas que no pudo responder.

—Fátima ¿has visto al hombre que vino con Alastair?. ¡Es un español!. ¿No había dicho Oly que nunca permitiría que un español entrara en la casa?.

—Lo sé Índigo.

—Alastair dijo que Armand lo conoce, pero a mí me da mala espina. Yo lo noté nervioso.

—Seguramente lo estaba, todo mundo le ha cuestionado sobre su procedencia y todos hemos reaccionado a la defensiva. Cuando Oliver escuchó que él era español, se paró frente a mí, como si me fuera a proteger de un inminente ataque de aquel hombre.

—Te digo que a mí no me convence su caballerosidad. ¿Y a qué ha venido?.

—Alastair dijo que él quiere comprar arroz. Pero no sé más, preferí dejarlos hablando a ellos. Oliver me dirá después sobre lo que hablaron con Santiago.

Fátima no revisó preparativos, ni siquiera probó la comida que habían dispuesto para la cena. Solamente caminó de un extremo a otro de la cocina, observando cuidadosamente desde la puerta cualquier movimiento extraño que ocurriera en su despacho.

Sin embargo no los hubo, ni siquiera percibió risas, conversaciones o discusiones alteradas. Ella esperó en la cocina hasta que hubiera alguna señal.

No la hubo.

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