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FÁTIMA ya estaba perfectamente consciente del paso del tiempo, sabía con precisión que transcurrieron varias semanas desde aquella tarde en que Santiago le confesó que Oliver estaba con vida. Sin embargo, ella no había vuelto a hablar con él, no deseaba verlo, no toleraba siquiera escuchar su nombre. Y él tampoco se empeñaba en encontrarse o hablar con ella.

Ella evitó a toda costa toparse con él, ni siquiera para comer se veían. Ella tomaba los alimentos en su habitación después o antes de que él se instalara en el comedor y ni siquiera le enviaba alguna nota disculpándose o argumentando algún malestar. Su actitud tenía por objetivo manifestarle con bombo y platillo que ella lo detestaba, y él así lo había entendido.

Fátima había llegado al punto de darle instrucciones precisas a Índigo para que le avisara en el momento en que Santiago se marchara de la casa, y hasta entonces ella salía de la alcoba. Y apenas estuviera el coche o el caballo a la vista, Índigo se lo informaba y ella se resguardaba en su habitación.

Sin embargo, ella sabía que no podía ocultarse de él por siempre, debía encontrar la forma de averiguar en dónde estaba Oliver. Pero, después de aquel beso de Santiago, a ella le había quedado claro que era imprescindible tomar precauciones o podía cometer un error del que podría arrepentirse más tarde.

Varias horas más duró la batalla interna entre su furia, su desilusión y su pesadumbre, y finalmente llegó a la conclusión que tanto había temido y que había desechado desde el primer momento de su dilucidación. Se armó de valor para permitirse siquiera pensar en que debía acceder que Santiago concluyera su relato, así sabría con certeza las condiciones en que Oliver se encontraba después del incendio que destruyó la mitad de las plantaciones, el jardín de rosas y Viridian; y desde luego, cómo Santiago había sacado a Oliver de la mansión sin que nadie lo advirtiera.

Ella había pasado incontables noches infernales, sin dormir un solo segundo absorta en estas cavilaciones, y a pesar de su cansancio, se obligaba a mantener la cabeza fría.

Se encontraba en el balcón de la alcoba, había contemplado como el sol aún adormilado se esforzaba por desenredar sus luminosos rizos sobre el horizonte, cuando el coche de tiro de tronco de Santiago atravesó el portón de ingreso.

El carruaje se detuvo en el camino de gravilla antes de llegar a la mansión, justo frente a donde iniciaba el jardín y el conductor saltó del pescante del coche, apenas tuvo tiempo de esquivar la puerta que se abrió violentamente, y se apresuró a sujetar el brazo de Santiago ayudándole a bajar el peldaño del coche, Santiago se tambaleaba y al intentar zafar su brazo perdió el equilibrio y cayó de bruces al piso. El cochero se inclinó para ayudarle a ponerse de pie, pero él lo rechazó, y sujetándose de la limonera y la suspensión, Santiago se puso de pie recargándose sobre la caja del carruaje, se frotó el rostro con el brazo y nuevamente rehusó la ayuda que el cochero le ofrecía.

Santiago levantó la mirada hacía la alcoba y se topó con ella en el balcón. Él se incorporó con mucha dificultad y tambaleándose avanzó varios pasos.

—¡Fátima!. —Le gritó mientras intentaba mantenerse de pie— ¡Las rosas!. —Le costaba trabajo pronunciar las palabras y arrastraba la lengua al hablar. Santiago estaba completamente ebrio— ¡Las malditas rosas, las mandé traer para ti!. —Él se dirigió al jardín, dando tumbos logró llegar al primer rosal, y con sus manos intentó arrancar varias rosas. Las espinas se encajaron en las palmas de sus manos rasgando su piel. El no pudo cortar las flores, pero sí logró desprender las corolas de pétalos blancos con orillas rojizas, y los sostuvo entre sus manos tiñéndolos de escarlata— ¡Para ti!. Y yo. —Él comenzó a llorar— ¡Yo también soy para ti!.

Él dejó caer los pétalos y extendió sus brazos a los lados como si se estuviera ofreciendo para un sacrificio pagano.

Fátima regresó al interior de la alcoba y se ocultó tras la cortina; con los dedos retiró unos cuantos centímetros aquel trozo de tela vaporosa, para ver lo que él hacía. Santiago nuevamente se había desplomado y mientras su cochero lo ayudaba a ponerse de pie, él no paraba de gritar el nombre de ella.

—Don Santiago tranquilícese, ya asustó a la señora. —Pabló, su chofer y mayordomo le habló autoritario.

—¡Fátima!. ¡Fátima!.

Santiago seguía gritando su nombre con tal fuerza que el vocablo le desagarraba la garganta.

Con la ayuda de dos sirvientas, el mayordomo logró levantar a Santiago del piso y llevarlo al interior de la casa.

Ella se pertrechó en la puerta con la oreja pegada a la madera. Aún escuchaba sus gritos llamándola y los murmullos de los sirvientes intentando tranquilizarlo, mientras lo conducían a su alcoba.

Índigo llamó a su puerta y a Fátima casi le reventó el corazón en el pecho.

—¡Fátima abre la puerta!.

Ella esperó varios minutos y luego abrió la puerta sujetándose la bata, fingiendo estar aún atolondrada por el escándalo que la había despertado.

—¿Qué ocurre Índigo?. ¿Qué es ese escándalo?.

Aparentó no saber el motivo y de nuevo los gritos de Santiago llamándola resonaron por toda la casa. Si continuaba gritando de esa manera, seguramente él perdería la voz. Y si eso sucedía, él no podría concluir su relato. Ella tenía que evitarlo.

—¡Fátima!. ¡Fátima!.

—Salí para ver por qué era ese griterío y encontré al cochero y a dos de las sirvientas cargando a don Santiago, lo llevaban a su habitación. El cochero me dijo que acaban de llegar y que don Santiago había pasado toda la noche bebiendo en la taberna del pueblo. Vi que su ropa y sus manos estaban manchadas de sangre fresca. Y no para de llamarte.

—¡Fátima!. —Santiago gritó una vez más ya con la voz mostrándose con tintes de afonía.

—Ven conmigo, vamos a ver como se encuentra. Tal vez, se tranquilice cuando te vea. —Índigo se aferró al brazo de la joven.

—Está bien.

Ambas caminaron por el corredor, atravesaron la escalera central y llegaron al ala oeste de la casa, en donde se encontraba la habitación de Santiago.

Fátima haciendo alarde de la seguridad que definitivamente no sentía, abrió la puerta y entró majestuosamente en la alcoba.

Él había sido llevado a su cama, el cochero y el ama de llaves, luchaban por controlarlo y mantenerlo recostado y él se rehusaba a permanecer en cama. En medio del forcejeo Santiago levantó la mirada y se encontró con la de ella, e inmediatamente abandonó la batalla.

Armar las frases se le dificultaba, era evidente su estado etílico, hasta sus movimientos se habían atolondrado.

—Fátima, yo no te construí el pabellón pero mira, las rosas me lastimaron. —Con dificultad levantó sus manos mostrándole las palmas de sus manos ensangrentadas repletas de rasguños profundos producidos por las espinas del rosal— ¿Te harías cargo de mis heridas?.

—¿Cómo sabe lo del pabellón y las heridas de Oly?. —Índigo sujetó el brazo de ella y le habló al oído.

—Fátima. —Su ama de llaves y el cochero finalmente lograron mantenerlo recostado, él ya no intentó levantarse y tampoco forcejeó más— Yo quiero ser como él, para que me ames un poco. —Empezó a llorar otra vez doblegado por el sentimiento profundo con el que se desahogan los hombres cuando están sometidos por el alcohol— No me abandones. Yo te amo, Fátima. Estás aquí adentro. —Santiago se golpeo el pecho con la mano empuñada, pintando marcas escarlatas en la tela blanca de la camisa— Te amo Fátima.

—Índigo prepara vendajes y tráeme agua y alcohol. Tenemos que curar sus heridas antes de que se infecten.

La nana miraba a Fátima con una expresión de sorpresa descomunal, pero no cuestionó su orden y siguiendo sus instrucciones de inmediato salió de la alcoba.

Ella se acercó a la cama de Santiago, sujetó una de sus manos y observó como las espinas habían desgarrado la piel, dejando canales profundos de los que emanaban incontrolables chorros de sangre.

—Vas a curar mis heridas, cómo lo hiciste con las de él, ¿verdad?.

—Si no lo hago, se van a infectar. Podrías morir.

—¡Déjalas!. —Él empuñó las manos, sus ojos se cerraron y apretó los dientes atrapando un lamento que intentaba escaparse— Es mucho mejor que yo muera, así serás libre para marcharte y con un poco de suerte, en el último aliento podría revelarte el lugar en donde está él.

—Santiago, yo no voy a dejarte morir. —¿No?. ¿De dónde había salido esa disparatada idea?. Si él moría... Si él moría, no sería por causa de ella. Ya no más muertes por su culpa— Será mejor que guardes silencio, porque cuando hayas recobrado la sobriedad podrías arrepentirte de lo que has dicho.

—Ya es tarde para que yo me arrepienta. Lo peor que podía haber ocurrido finalmente sucedió y ahora soy yo quien no quiere liberarse de ti. —Hizo una pausa y levantó su brazo hasta colocar la mano a tan solo unos milímetros del rostro de ella, pero no la tocó. Ella sentía el calor que esas manos ensangrentadas irradiaban, detectó el olor de la sangre y percibió como sus mejillas se encendían— Entiendo. Créeme que entiendo por qué él te ama de esa manera profunda que hasta produce dolor.

—Santiago estás ebrio. —Ella le habló sin el menor tinte en su voz, y sus palabras eran tan parcas que bien podría ser que una estatua de piedra era la que hablaba y no una mujer de carne y hueso.

—¿Qué no te das cuenta Fátima que me duele?. Me lastima amarte de esta forma.

Él le hablaba con voz quebrada sin lograr contener el llanto

—¿Te ama?. ¿Don Santiago te ama?.

Índigo entró en la habitación cargando una botella de alcohol, el lavamanos, una jarra con agua y las tiras de tela, justo en el momento en que él lanzaba su confesión al aire.

Fátima no modificó su expresión ni el tono de su voz. Era suficiente con que los criados hubieran atestiguado semejante confesión, y ahora para complicarlo de manera más atroz, Índigo también lo había escuchado.

—Todos los ebrios lloran y aman a alguien cuando están cercanos a la inconsciencia.

Le respondió Fátima intentando disminuir la gravedad de la revelación que acababan de escuchar.

Índigo colocó la botella de alcohol, el lavamanos y la jarra sobre la mesa de noche junto a la cama de Santiago, y luego le entregó a Fátima los vendajes. Ella le dio indicaciones precisas a los dos sirvientes de lo que debían hacer para poder llevar a cabo la curación de su amo. Ella no tenía la intención de atenderlo.

Santiago se desinfló al escucharlo. Ella no se había conmovido al verlo herido, ebrio y suplicante. Simplemente lo echaba a un lado y lo dejaba a su suerte. No existía dolor más profundo y violento que ese producido por el franco desprecio de ella.

—Ustedes sujeten con fuerza sus brazos, debemos esterilizar las heridas y le va a doler cuando las limpien con el alcohol. Índigo tú lava la mano izquierda y Conchita se encargará de la derecha. Asegúrense de que no quede rastro de tierra en los verdugones, y luego desinféctenlos con el alcohol, inmediatamente después venden las manos. Procuren no dejar apretado el vendaje.

Santiago bramó de dolor cuando Conchita, el ama de llaves, aplicó el alcohol en las heridas. Pero Fátima no estuvo segura si sus lamentos eran ocasionados por el tormento que le producían las curaciones o por la repulsión que ella le había mostrado. El pobre hombre intentaba retener sus lamentos apretando los dientes y tensando los músculos de todo su cuerpo. Ese esfuerzo le consumiría la fuerza que le restaba.

Vendaron sus manos y él finalmente se quedó dormido, el esfuerzo, el dolor y el alcohol que había ingerido, lo consumieron arrebatándole la conciencia.

—Déjenlo dormir, no es necesario que le cambien la ropa, cuando él despierte los llamará si necesita ayuda.

—Cómo diga doña Fátima.

—Vámonos Índigo.

Ella salió de la alcoba y su nana tras de ella. Índigo no pronunció ninguna palabra hasta que llegaron a la habitación. Fátima se dirigió al armario y descolgó uno de los vestidos, no había diferencia en ellos, todos eran negros.

—Por favor Índigo, ayúdame a vestirme.

Índigo terminó de ajustarle los cordones del corpiño y esponjó las mangas, sujetó su brazo y parándose frente a ella, le habló severa. Fátima no conocía ese sonido de su voz, Índigo siempre era dulce y condescendiente con ella y en esta ocasión su drasticidad al hablarle, la alarmó.

—¿Qué está sucediendo Fátima?. Después de la muerte de Oliver te derrumbaste y luego encontraste en Santiago la opción perfecta para rearmarte hasta el punto en que te convertiste en su amiga, su compañera, su administradora. Y desde el día que Eugene vino a verte, las cosas cambiaron. Te comportas de manera muy fría y grosera con Santiago. Además es muy extraño que Eugene ni siquiera hubiera pasado algunos días con nosotras, apenas te vio un par de minutos y de inmediato se marchó. Y ahora, súbitamente, Santiago regresa a casa completamente borracho y confesándole a gritos al mundo que te ama.

—Índigo, es una trampa.

—¿De qué hablas?.

—Escúchame bien, te prohíbo que hables con él, no le hagas preguntas de ninguna especie, no comentes nada con él, no le aclares dudas. No permitas que él te embauque con su dulzura y su caballerosidad. Él no es una persona honorable.

—Fátima, ese hombre acaba de arrojar al viento su amor por ti para que todo el mundo se entere de que te ama, ¿cómo puedes pedirme que me vuelva en su contra?. Él representa una excelente oportunidad para que tú rehagas tu vida y...

—¡Él tramó todo un plan para que yo fuera traída aquí!. —Fátima gritó— Él, ese hombre que acaba de gritarle al mundo que me ama, cómo tú has dicho; ese hombre que ahora admiras y consideras la oportunidad perfecta para rehacer mi vida, él fue quien destruyó nuestro mundo en Charles Towne. Ese hombre a quien tú consideras maravilloso, está a punto de asesinar a Oliver. O ya lo ha hecho. No lo sé con precisión.

—¿Qué estás diciendo?.

El rostro negro de Índigo perdió el color, sus ojos se abrieron tanto que casi reventaron en sus órbitas.

Fátima desabrochó el torzal y desengarzó la alianza, se la entregó a Índigo y ella la tomó entre sus dedos observándola a detalle.

—Santiago se la quitó a Oliver cuando estaba inconsciente, él me lo dijo.

—¡No es posible!. ¡Nosotras vimos que el cuerpo quemado llevaba la sortija!. ¡No es posible!. ¡Santiago se ha portado maravillosamente con nosotras, no puede ser verdad lo que estás diciéndome!.

Las acusaciones de Fátima se habían abalanzado sobre Índigo, cayéndole como yunques que la forzaron a buscar refugio en un sillón.

—Eugene vino por nosotras, ellos descubrieron que el cadáver que sepultamos no era el de Oliver. Exhumaron el cuerpo y verificaron que el anillo que llevaba, no era el de Oliver, a pesar de la semejanza. No tenía mi nombre grabado en el anverso. Ellos se organizaron y buscaron a Oliver por todos lados, pero no lo encontraron vivo y tampoco muerto. Por eso Eugene regresó por nosotras. Cuando él me lo dijo, corrí de inmediato a avisarte que prepararas las maletas porque nos marcharíamos, pero Santiago no me permitió llegar a la habitación y me llevó a la biblioteca en donde me dijo que si me marchaba Oliver sería ejecutado de inmediato, y luego me contó una historia larga sobre Alfonso, tía Amelia, mi madre. Descubrí que esa mujer no es mi verdadera madre. Santiago me narró todo con detalle hasta el momento en que él llegó a Viridian.

—¿Él conoce a Alfonso?.

—Si. Alfonso y tía Amelia estuvieron hospedados aquí durante un tiempo. Alfonso le ordenó que nos buscara a Oliver y a mí, que nos atrapara y que nos entregara. Alfonso, tiene planeado ejecutar a Oliver y a mí me va a convertir en su amante y cuando se canse de mí me recluirá en un convento tal y como lo había planeado después de que escapé el día del compromiso.

—¿Alfonso ya está enterado de que estás aquí?.

La pobre nana estaba tan nerviosa que no había notado que sus manos estaban empezando a ponerse rojas de tanto que se las frotaba una a otra.

—Santiago me aseguró que no le ha informado a Alfonso que estoy aquí.

—¿Y Oly?.

Índigo estiró el brazo, devolviéndole la sortija.

—Santiago solamente me ha dicho que Oliver está vivo, pero no me permitirá verlo. Le dije a Eugene que Oliver está vivo y que está en esta zona. Sé que ellos van a buscarlo, y yo quiero darles más tiempo, por eso decidí quedarme aquí. Santiago puso la vida de Oliver en mis manos, y esta vez no voy a permitir que nada me la arrebate, yo voy a protegerla a toda costa.

—Pero si en verdad Santiago te ama, las cosas se van a complicar.

—Lo sé. Ahora que él está en malas condiciones es el momento perfecto para que salgamos de este lugar y hagamos averiguaciones por nuestra cuenta.

—¿Estás segura?.

—Iremos al puerto, es el mejor lugar para iniciar las pesquisas. Diremos que vamos de compras, porque no quiero usar estos vestidos negros por más tiempo. Yo no puedo estar de duelo cuando mi esposo está aún con vida. Esa es una excusa magnífica para salir de aquí.

—De acuerdo. Me encargaré de avisarle a Pablo que prepare el carruaje de Santiago.

—Mientras, yo me aseguraré de que él no esté en condiciones de seguirnos y me reuniré contigo frente al jardín en diez minutos.

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