Azul

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FÁTIMA contemplaba detrás de la puerta del balcón la inesperada tormenta. Siempre imaginó a la lluvia como la ejecutora de una cruzada del cielo contra el mar. Pero nunca la concibió como la aliada perfecta del océano, por instantes ella creyó que eran mar y cielo que lanzaban sus tentáculos líquidos sobre las costas veracruzanas y que azotaban con desleal furia el verde vivo que desafiaba su poderío azul.

Era una amenaza.

Azul contra Verde.

Oliver contra Santiago.

¿Y ella?. En el centro del campo de batalla.

El mar y el cielo se habían confabulado y demostraban abiertamente su descontento. ¿Qué otra razón podría haber para que fuera de temporada se hubiera desbordado el agua contenida en el cielo y el mar?.

El cielo es azul,

El mar es azul.

Oliver había vivido muchos años entre el mar y el cielo. Él fue adoptado como posesión marítima y celeste.

Oliver.

Ella aún podía sentirlo correr por sus venas, su sangre estaba compuesta de él, cada curva de su cuerpo femenino estaba delineada para acoplarse a las de él.

Ella se mordió el labio repasando cada recuerdo que tenía de él en su memoria. Ella cerró los ojos y sintió el roce de sus manos sobre sus hombros, la presión de sus brazos alrededor de su cintura, el calor de su cuerpo invadiendo el de ella. Aspiró el aroma de él... Jazmín.

¿Jazmín?.

Ella abrió los ojos para encontrarse con los grandes ojos azules de Santiago reflejados en el cristal.

Ella se atragantó con un grito que no pudo abandonar su garganta y se echó hacia atrás. Estaba sola en la habitación.

No. No estaba sola.

La vacilación le hacía compañía. Insistente, dolorosa, amarga.

Las ventanas de la habitación estaban cerradas y aunque en varias ocasiones Fátima se aventuró a levantar las cortinas y observar la violencia de la lluvia. Ella atestiguó la muerte continua de infinidad de gotas que al contacto brutal con el vidrio, sus delicados cuerpecitos eran desmembrados convirtiéndose en chorros amorfos que se escurrían sobre la superficie cristalina.

Las nubes habían cubierto completamente el cielo, dándole al océano un camuflaje oscuro para consumar su ataque.

Fátima había olvidado que la negrura protegía cualquier clase de sorpresa o tragedia.

Y ahora la cubría también a ella

Un relámpago que se desprendió del cielo, se incrustó en alguna parte del jardín iluminando el balcón con su resplandor.

Otro relámpago.

Uno más.

Y otro.

Fátima contempló durante un par de segundos el paisaje desolado. La lluvia había disminuido su intensidad, más no había desaparecido por completo.

Las palmeras que adornaban la playa eran destrozadas, por la fuerza del viento, la mayoría de sus hojas yacían sobre la arena y otras tantas no soportaron los embates de la tormenta doblegando sus delgados cuerpos hasta que fueron fracturados por la tempestad. El verde de la tierra sucumbió al poderío conjunto del viento y el agua.

Y en la mansión, el jardín había sido descuartizado. Las rosas no sobrevivieron, infinidad de pétalos yacían en el suelo y los rosales apenas si unos pocos lograban mantenerse en pie.

Amanecía cuando Fátima abrió la puerta del balcón y después de dudarlo un segundo, se decidió a enfrentar la furia del cielo y el mar, a pesar de que aún llovía y el mar seguía perpetrando su rabieta. Aquel océano se veía oscuro, como si se disfrazara de umbría maldad. El mar también cambiaba de humor y en sus colores podía distinguirse su estado de ánimo. Esta vez, el cielo y el mar no armonizaban uno con el otro; el cielo enfundado en armadura de acero negro y el mar vistiendo un manto de intenso zafiro líquido, lucían como guerreros aliados al mando de una ofensiva sin cuartel.

Mar, cielo y tierra, siempre aliados y siempre enemigos.

A Fátima la hizo estremecer la sola idea de que cielo y mar le reprocharan aquellos sorpresivos besos que Santiago le había obsequiado y que ella aceptó. Cielo y mar defendían a su tesoro humano de ojos verdes, como cualquier pariente ofendido.

¿Fátima se preguntó si ese cielo de hierro y ese mar de zafiro le revelarían a Oliver la existencia de los besos?. O ¿lo mantendrían en secreto para evitar lastimarlo?.

¿Y a ella?... ¿Habría algún castigo destinado para ella?.

La lluvia se encargó de inundar la figura de la joven mujer, su pelo se había transformado en infinitos cauces que conducían las gotas de agua en torrente a través de su cuerpo hasta alcanzar el piso de cantera del balcón.

Nadie sabe durante cuánto tiempo estuvo ella de pie, soportando el reproche de la lluvia, los ataques del viento y los bramidos del mar. Aquel paisaje desolado la retuvo ahí. Ella sentía la necesidad de quedarse y enfrentar las reprimendas. Tal vez así, ellos concluirían sus recriminaciones sin ocasionar más destrucción.

La piel de la joven estaba escocida por el viento helado y los continuos golpes del agua, Fátima lo notó hasta que un carruaje se acercó a la casa. Fátima permaneció ahí sin moverse y siguió con la mirada el recorrido del coche hasta que se detuvo frente a la puerta principal de la mansión.

El cielo estaba aún encapotado, el mar seguía hecho una trifulca, y el día había logrado nacer en medio de aquel diluvio. El cochero bajó del pescante y abrió de inmediato la puerta para que Santiago entrara en el carruaje y luego la cerró; se montó de nuevo en el pescante y sacudiendo las riendas echo a andar los caballos. ¿A dónde se dirigía Santiago con este clima?. Seguramente a revisar sus plantaciones. Si el jardín había sido destruido, posiblemente también las plantaciones sufrieron daños graves.

Pero, ¿no sería mejor cabalgar que viajar en un coche?. Los caminos estarían anegados o convertidos en lodazales peligrosos.

En realidad, lo mejor era no salir a ninguna parte con este clima.

Ella suspiró.

Él le estaba arrebatando la posibilidad de huir. Ella no sabía montar a caballo, y seguramente Santiago lo había intuído. Él no le dejaba la mínima oportunidad para que ella escapara. ¿Y ella deseaba escapar?.

No. Él lo sabía. Tenían un pacto. Ella se obligó a aceptar esa razón. Un pacto.

Ella permaneció en el balcón contemplando el carruaje hasta que fue desdibujado por la cortina de lluvia. Regresó al interior de la alcoba, ella estaba más que empapada, la lluvia le había inundado también el alma y anegado el corazón. Se cambió la ropa. Si tan solo pudiera cambiarse el alma y el corazón. Ajustaba los cordones del corpiño nuevo, uno de seda rosa con flores bordadas, cuando Índigo llamó a la puerta.

—Fátima soy yo. Abre la puerta. —Ella abrió— La tormenta de anoche fue una catástrofe. Me recordó los huracanes en Jamaica. La mayoría de los cristales de la casa se quebraron y el jardín está desecho. Santiago salió hace algunos minutos para revisar los daños en sus plantaciones. Yo creo que va a regresar con malas noticias. —Índigo, sujetó los cordones del corpiño, los estiró y luego los anudó.

—Lo lamento por él.

Ella lo sabía, pero le habló como si se tratara de un asunto del que no profesaba interés alguno.

—Pobre Santiago. Fátima, ¿él te contó el resto de su historia?.

—No todo. Falta la última parte, pero ayer no quiso hablar más sobre eso.

—¿Sobre qué habló?. —Insistió Índigo.

—Me narró cómo atrapó a Oliver en Viridian y también sobre cómo lo llevó hacia el lugar en donde lo tiene prisionero.

—¿Y?. ¿Te dijo algo más?.

—No, no mencionó nada más.

Le respondió cortante. Índigo la conocía tan bien que supo de inmediato por el tono de su voz, que ella no estaba dispuesta a revelarle nada más del asunto. Y si insistía, Fátima se encerraría en una caparazón y la evitaría.

—¿Quieres tomar el desayuno en el comedor o prefieres que te lo traiga?.

—Prefiero caminar un poco, si no te importa. Más tarde tomaré el desayuno.

—¿Quieres que te acompañe?.

—No. Deseo ir sola.

—Como tú digas.

Salieron juntas de la alcoba y caminaron hacia la escalera, bajaron los peldaños. Índigo se detuvo en el umbral de la puerta y Fátima continuó avanzando.

Estaba nublado aún y aunque había parado de llover, parecía como si en cualquier momento una nueva tromba celeste y marítima se ensañaría una vez más con la tierra. El océano continuaba enfurecido, igual el viento que soplaba sin dar tregua a las sobrevivientes creaturas de clorofila.

Fátima caminó por la playa durante un par de horas, aquello estaba convertido en una masacre verde. Infinidad de palmeras destrozadas yacían sobre la arena y en algunos puntos era tal la destrucción que bloqueaban el paso.

Y el mar...

El mar devoraba con despiadada avidez lo que estuviera al alcance de la punta de sus olas, arrastrándolo todo hacia el interior de su estómago líquido.

Sin embargo, era evidente que él seguía rehusándose a tocar a Fátima, aún cuando ella caminó en la orilla justo donde rompían las olas, ninguna de ellas rozó siquiera la bastilla de su vestido, en cambio se replegaban alejándose, como si contuvieran el aliento.

Muchas veces antes ya había sucedido algo similar, pero ella creyó que se debía a la tristeza que los envolvía a ambos por su aparente pérdida.

Ella se había equivocado. Si el mar no la tocaba era un reproche a su ceguera.

Y ahora, su rechazo tenía otra intensión. La presionaba a revelarle un secreto que ella misma ocultaba. Debió reconocerlo clandestinamente frente al mar. Tuvo que decírselo de frente para que pudiera entenderlo y dejara de hacer las rabietas propias de un amante celoso.

—A él también lo amo.

Fue solo un susurro que escapó de sus labios.

Ella lo amaba.

Santiago se había albergado en un pequeño trozo de su corazón, y eso era precisamente lo que el mar y el cielo no toleraban.

Si el mar y el cielo habían perpetrado semejante destrucción tan solo para demostrarle su malestar, seguramente habrían alcanzado también el sitio en donde Santiago tenía sus plantaciones de café y caña de azúcar. Si la furia de la tempestad había sido de la misma magnitud que en este lugar, las plantaciones estarían hechas trizas.

En cuanto al azúcar, no habría mucho por qué preocuparse, el tiempo de cosecha había pasado hace ya varios meses, por lo tanto no habría pérdidas que lamentar. Sin embargo, ella no estaba familiarizada con el café y su cultivo. Y si la cosecha de café fue afectada por la tromba, seguramente eso representaría una debacle financiera para Santiago.

El viento se volvió dócil y el mar se serenó a pesar de que el cielo aún vestía su armadura, a Fátima le pareció que ellos se alegraban de una malévola manera de que ella hubiera descubierto la razón de la repentina tormenta.

Definitivamente era un ultimátum. Y ella, lo aceptó como tal.

Fátima regresó a la mansión. A punto estuvo de entrar en la casa, cuando recordó las palabras de Santiago que le recriminaban que no hubiera visitado el jardín.

Dirigió sus pasos hacia el jardín y se enfrentó a aquella imagen arrasada. Caminó por uno de los senderos, levantando a su paso las enormes hojas de palmeras que habían sido arrojadas hasta ahí.

Ninguna de las flores había sobrevivido y la mayoría de los rosales estaban desmembrados. Aquel sendero la condujo hasta lo que sería el centro del jardín en la parte trasera de la casa, en donde solamente se alzaba en pie un trozo del pabellón de madera que Santiago había mencionado. Un pabellón mucho más pequeño que aquel que Oliver había erigido en Viridian.

El pabellón.

¿Había comenzado a llover otra vez?. Las mejillas de Fátima estaban húmedas.

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