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—ME había convencido de que no vendrías jamás al jardín. Me doy cuenta que solamente cuando las cosas están destrozadas, te interesas por ellas. —La voz de Santiago desvaneció los recuerdos de Fátima. Ella se volvió hacia atrás y él estaba a varios metros de distancia, bien plantado con las piernas abiertas y los brazos cruzados sobre el pecho. Él la miraba fijamente, pero en su rostro no se dibujaba ninguna emosión— Me pregunto si tú te habrás dado cuenta que yo también estoy desgarrado. —Él avanzó un par de pasos hacia ella y Fátima retrocedió. Él descruzó los brazos y con las manos le indicó que se tranquilizara— No te preocupes, no voy a acercarme más.

—Índigo me dijo que habías salido a revisar las plantaciones. —Ella lo miró directo a los ojos.

Azules. Pensó ella.

Extremadamente azules.

No había visto unos ojos así antes. Su color era tan intenso que el cielo y el mar lucirían opacos si se les comparara con el color de los ojos de Santiago.

¡Por Dios mujer, contrólate!, se reprendió.

—Así es. Las de caña de azúcar están inundadas, no es grave la situación. Estamos fuera de la época de siembra, así que no nos afectará la inexplicable aparición de esta tormenta. En cambio en las plantaciones de café si ha habido problemas, entre inundaciones y cafetales destruidos, pero tampoco es grave, saldremos adelante con los granos que logremos llevar a buen término.

¿Estamos?. ¿Saldremos?. ¿Logremos?. ¿A quienes se refería?. Seguramente no a ella y a Oliver. Ella intentó expresarle su inconformidad por el uso equivocado del “nosotros” en su comentario, pero se detuvo. Él lo notó.

—Me refiero a mis trabajadores y yo. Ellos siempre me han respondido con trabajo arduo en este tipo de incidentes.

¿Sus empleados?.

Fátima sintió una punzada. ¿Decepción tal vez?.

Obvio que no.

¿No?.

—Me alegra que la tormenta no haya afectado trascendentalmente tus negocios. Si me disculpas, deseo ir a mi habitación.

—Fátima no te marches. Este es el lugar perfecto para que hablemos. Estuve pensando durante toda la noche y llegué a una conclusión. Aunque pusiera a tus pies el mundo entero, tú nunca permanecerías a mi lado. Y a pesar de ese inminente desenlace, yo no puedo entregarte a Alfonso. Preferiría morir antes que ponerte al alcance de esa bestia. Soportaré que te marches odiándome. —¿Odiándolo?. De verdad era estúpido. No. ¡Era ciego!. Ella estaba tan perturbada como él. Y él solamente atinaba a ser condescendiente— Lo que vas a escuchar será suficiente para lograr que me desprecies de tal manera que... —Hizo una pausa y bajó la mirada— será más fácil para ti tomar una decisión que te beneficie.

Él caminó hacia el fragmento del pabellón que aún se mantenía en pie y mientras lo sujetaba con su mano derecha, comenzó el relato.

Habían transcurrido dos meses desde la noche del incendio en Viridian, yo me había mantenido tratando de vivir una rutina normal, sin embargo me consumía la incertidumbre.

Dos larguísimos meses y yo no tenía noticias de Charles Towne, y debí permanecer bajo esas condiciones. No podía contratar a nadie que me mantuviera informado, cualquier informante tiene precio, y suelen cometer errores y yo no estaba dispuesto a incurrir en ningún error que pudiera relacionarme con el incendio y la aparente muerte de Oliver, fue el silencio la única opción viable.

Finalmente, al inicio del tercer mes, se presentó una oportunidad perfecta para regresar a Charles Towne. La cosecha de caña de azúcar estaba lista, y me embarqué sin dudarlo. Apenas llegue a Charles Towne, me dirigí al hotel a dejar mi maleta. Mi coartada era el viaje de negocios, por lo tanto debía cuidar todos los detalles. Me registré en el hotel de costumbre, y después de haberme instalado, fui expresamente a ver a Armand Ladmirault, él era mi comprador oficial y mi camino seguro hacia la mujer que yo había abandonado a su suerte un par de meses antes. Iniciaría las pesquisas a través de él. Llegué a su casa y él me recibió de inmediato.

—Señor Ladmirault, es un placer volver a verlo.

—Señor de Alarcón, me alegra que viniera, ya empezaba a preguntarme cuando se presentaría para retomar nuestros negocios, la cosecha de caña de azúcar debe estar lista, supongo. Me interesa comprar una buena cantidad.

—Desde luego señor Ladmirault, tengo la caña de azúcar lista para su distribución, y es precisamente por eso que he venido. La cosecha de este año fue soberbia y logramos doblar la producción del año pasado.

—Es una noticia estupenda. Parece que el problema con el arroz ha sido solventado con la benevolencia del azúcar.

—Así es. Precisamente debido a esa benevolencia, quisiera preguntarle si usted cree posible que los señores Vane y Drake estén interesados en comprarme caña de azúcar. La última vez que vi al señor Drake, él mencionó su interés en adquirir azúcar.

El hombre respiró profundamente y se recargó en su asiento. Su rostro se modificó en un segundo y no lucía para nada amigable.

—Ah señor de Alarcón, tal vez el señor Vane se interese en el azúcar. Pero no creo que en Viridian tengan la intención de comprar nada por el momento.

El señor Drake murió hace algunos meses en un incendio que consumió gran parte de la mansión y las plantaciones.

Tuve que fingir una mueca de sorpresa.

—¡Que noticia más terrible!. —Añadí casi sofocado. El estómago me dolía.

—Eso no ha sido lo peor. La esposa del señor Drake, ha quedado en un estado atroz. Fátima vio el cuerpo quemado de Oliver. Ella fue quien descubrió la alianza en el dedo de aquel cadáver desfigurado y desde entonces ella está devastada.

—Debo decirte que lo que escuché me impactó más de lo que yo esperaba. No imaginaba el estado en el que te encontrabas. Sentí un vacío horrible y doloroso en mi estómago cuando pensé en aquel momento en que viste el cuerpo calcinado de quien creías era Oliver.

Santiago la miró mientras tragaba saliva. Le estaba costando muchísimo poder revelarle esa parte.

Fátima reventó. Su recuerdo de aquella tragedia excedía los remordimientos que él pudiera tener. Y ella se dispuso a hacer su carga más pesada, si eso era posible.

—No tienes una pizca de idea de lo que sufrí en aquellos momentos. ¿Quieres saber lo que significa “agonizar”?. —Ella hizo especial énfasis en la última palabra— Lo vas a escuchar de mí. Y vas a vivir con eso clavado en el alma.

¿Pero esta mujer estaba loca?.

Su alma le pertenecía a ella. Era solo por ella y para ella. Y ella, ni siquiera lo había intuido.

¿No?.

NO.

¿Entonces por qué pretendía que también él sufriera el dolor al que ella había sobrevivido?.

¿Lo culpaba?. Desde luego.

¡Lo culpaba!. ¡Por supuesto!.

¡Esa era la duda de la que ella había hablado!.

Él la colocó en una encrucijada de emociones. Ella debía sentir algo por él, aunque fuera una fragilísima atracción, y eso la acongojaba. Su corazón ya no le pertenecía completamente a su Oliver.

Él casi brinco de alegría. Había una muy, muy leve oportunidad de mantenerla a su lado, y sin necesidad de amenazas.

Y ella comenzó a relatarle su versión de la catástrofe a la que ella sobrevivió.

Era la fiesta del primer aniversario de boda, todos nuestros amigos nos acompañaban en la celebración. El clima era perfecto, la tarde era cálida no había nubarrones en el cielo, pero soplaba un impertinente viento que no paraba de atormentar a los rosales.

Los invitados estaban paseando por el jardín, mientras en la cocina terminaban de preparar la cena. Yo entré en la mansión para verificar que la comida estuviera lista y sin contratiempos, en la cocina todo marchaba a la perfección. Me ocupé de verificar el sabor de los platillos y eso me tomó tiempo. Varios minutos después subí a mi habitación en busca de una chalina, el viento comenzaba a ponerse helado. No supe en qué momento inició el fuego, en pocos minutos la casa estaba llena de humo negro, a penas tuve oportunidad de salir de la alcoba, las llamas avanzaban rápidamente por el pasillo. Con la chalina cubrí mi nariz y la boca, había tanto humo que no podía ver con claridad. Me lloraban los ojos. Escuchaba gritos fuera de la casa, finalmente llegue a la escalera sujetándome del pasamanos, bajé los peldaños con dificultad.

—Fátima apresúrate, la casa se está incendiando. —Eugene apareció en la escalera.

—¿Índigo, dónde está Índigo?. —Le pregunté atropelladamente mientras tosía.

—Ella y todos los sirvientes están afuera. —Él me sujetó con fuerza y me levantó en vilo y me llevó fuera de la casa.

Alastair, Armand, Georgie e Índigo cuestionaban a Eugene mientras me sujetaban o me abrazaban, y noté que Oliver no estaba con ellos.

—¿Dónde está Oliver?.

—Él ingresó a la casa para buscarte, pero como no salía Eugene decidió entrar. —Dijo Georgie.

Las llamas se asomaban amedrentadoras por las ventanas y la puerta de ingreso de la mansión. La mayoría de los invitados habían huído. Mi Oliver estaba dentro de aquel infierno y yo no tenía la intención de dejarlo ahí.

Corrí hacia la mansión. Avancé solo un par de metros.

—¡Oliver. Oliver. Oliver!. —Alastair me sujetó con fuerza contra su pecho.

—No hay nada más que hacer Fátima, lo siento mucho.

—¡No, suéltame!. ¡Oliver!. —Intenté liberarme un par de veces, pero él me sujetó con más fuerza.

Unos cuantos minutos después vimos como el techo de la casa se venía abajo presa de las llamas. Yo no podía llorar, imaginaba que Oliver aparecería con la ropa rasgada y sucia después del siniestro, y que nos contaría como había logrado salir de la mansión en llamas a tiempo. Yo no concebía ninguna otra posibilidad.

La ferocidad de las llamas fue tal que nos obligó a replegarnos y a alejarnos lo más posible de la casa. Todos fuimos testigos de cómo aquel sitio maravilloso se desintegró en varias horas.

Yo no quise retirarme, a pesar de que Alastair y Armand insistieron miles de veces en que debía alejarme de ahí hasta que el fuego se extinguiera. No me marché. Permanecí ahí hasta la mañana siguiente cuando el fuego se había apagado por completo, y con la luz del día atestigüé la devastación de mi mundo. Las paredes blancas de la mansión ahora se habían pintado de negro por el humo y todo en su interior se había convertido en ceniza y trozos de madera a medio quemar. El jardín había sido consumido casi por completo, lo único que se mantuvo en pie fue el pabellón de metal de Oliver.

A pesar de que los escombros en el interior de la casa aún estaban calientes, Eugene, Alastair, Armand y los sirvientes y trabajadores se apresuraron a buscar a Oliver dentro de la casa y en los alrededores.

Índigo y yo también nos unimos a la búsqueda acompañadas por Georgie, nosotros nos dirigimos a la parte trasera de la casa, rumbo a las plantaciones. Yo tenía la certeza de que Oliver estaba vivo, sentía en alguna parte profunda de mí que él estaba con vida y estaba segura que no lo encontraría cerca de la casa.

Recorrimos aquel paraje ennegrecido hasta que llegamos a uno de mejor color. El viento había contribuido a alimentar la fiereza del fuego, sin embargo también lo había conducido hacia una zanja que Oliver había ordenado que cavaran para que permitiera que el río que cruzaba cerca de ahí surtiera de agua aquella parte de las plantaciones. El fuego detuvo su camino en ese punto.

Atravesamos la zanja con agua y llegamos al otro lado en donde solo la parte frontal estaba marchita debido al calor producido por el fuego cercano. Nos dividimos para buscar entre los arrozales.

Yo escuchaba como Índigo y Georgie llamaban a Oliver, y mi voz se desgarraba al gritar su nombre, pero solamente recibíamos como respuesta una ráfaga de interminable silencio. Después de varias horas de búsqueda infructuosa regresamos a Viridian.

Justo al frente de la casa, dónde inicia la avenida de robles, estaban reunidos todos: Eugene, Alastair, Armand, los sirvientes y trabajadores; algunos de ellos se secaban las lágrimas con las mangas de las camisas, y otros se quitaron los sombreros en cuanto me vieron y todos ellos bajaron la mirada. En medio del círculo que habían formado, estaba un cuerpo cubierto con una manta. Apenas puede caminar. Ellos estaban en silencio, ninguno parecía atreverse a hablar. Eugene me miró directamente a los ojos y contemplé como las lágrimas rodaban por sus mejillas. Nunca creí atestiguar el momento en que ese hombre recio pudiera derramar alguna lágrima.

—No Fátima. —Índigo me sujetó el brazo.

—Ese no puede ser él. —Liberé mi brazo y me acerqué con paso firme a aquel cadáver— No es él. No puede ser él. —Repetía esa frase sin control. Alastair nuevamente me sujetó con fuerza evitando que retirara la manta que cubría el cadáver— ¡No es él!. ¡Alastair, no puede ser él!.

—Fátima, lo siento mucho.

—¡Alastair, ese no es él!.

Lo empujé y me arrodillé al lado izquierdo del cuerpo, sujeté una esquina de la manta y con un fuerte jalón la retiré.

No pude reconocerlo. Aquel cuerpo estaba totalmente calcinado, desfigurado, la visión era horrenda y se convirtió en algo mucho peor cuando mis ojos se posaron en su mano izquierda y descubrí la alianza en su dedo anular. Un anillo idéntico al mío.

Índigo inmediatamente se arrodilló a mi lado y me abrazó. Vi como Georgie cubría el cuerpo nuevamente con la manta, dejando la mano descubierta. Aquella alianza fue lo único que pude identificar.

—Fátima tranquila mi niña, tranquila.

—¡No Índigo no, él no! ¡Mi Oliver no!.

Rompí en llanto, no pude controlar las lágrimas. Perdí la fuerza, me encontré abatida, indefensa. Ese dolor que me consumía era como una daga que desgarraba mi corazón, estaba experimentando un dolor horrible, que como veneno se había inyectado en mis venas atormentando cada célula de mi cuerpo. Sentí que la cabeza me reventaba, no podía respirar, no lograba ver nada con claridad era tal la cantidad de lágrimas que me inundaron los ojos, y luego aunque el día había despuntado, todo perdió color hasta transformarse en una masa deforme y oscura.

Cuando desperté me encontraba en una habitación desconocida, sin embargo, yo estaba consciente de lo que había ocurrido y de lo que había presenciado, mi despertar no fue nada placentero y tampoco confuso. En aquella habitación estaban reunidos Eugene, Georgie, Alastair, Armand e Índigo.

—¿Cómo te sientes Fátima?.

Preguntó Índigo, y aquellos hombres se acercaron rodeando la cama en donde me encontraba postrada.

—Apenas abro los ojos y solo experimento dolor.

Y de nuevo empecé a llorar sin control. Índigo colocó su mano sobre mi frente.

—Otra vez tiene fiebre.

—Fátima, escúchame con atención, tenemos que sepultar a Oliver de inmediato. Hemos hecho los preparativos para que el funeral sea hoy en un par de horas. Y francamente no creo que tú estés en condiciones de asistir. En realidad considero que no es conveniente que vayas.

Nunca había escuchado la voz de Eugene trepidar. Era obvio que también él estaba sufriendo.

—Tú no puedes decirme lo que debo o no debo hacer en estas circunstancias. Oliver es mi esposo, y quiero... necesito estar con él. No puedes pedirme que no asista.

Era complicado armar las frases cuando el llanto te ahoga.

—Creo que no podemos evitar que ella esté presente en el funeral a pesar de las condiciones en las que se encuentra.

Armand con su melodioso acento francés, podía marcar en cada palabra tonalidades tan oscuras y frías.

—Yo sugiero que le permitamos acompañarnos y todos estaremos pendientes de ella.

Alastair. Jamás lo había visto con el rostro tan inexorable. Entonces comprendí que todos esos hombres experimentaban muy a su manera la pérdida terrible. Cada uno de ellos sufría sin duda, pero ninguno estaba siendo consumido por el dolor como lo era yo.

—Caballeros les pido que salgan de la habitación, yo me encargaré de que ella esté lista para el funeral.

Dijo Índigo mientras acariciaba mi pelo.

—De acuerdo. —Eugene movió afirmativamente la cabeza y todos ellos abandonaron la alcoba. Eugene sostuvo la puerta y me habló— Fátima, te pido que me prometas que en el momento en que te sientas mal regresaremos de inmediato a casa. Me preocupas mucho. Has tenido fiebre desde ayer.

—Te lo prometo.

Con mucha dificultad me levanté, parecía que el techo de aquella habitación descansaba sobre mi cabeza, el peso me doblegaba empujándome hacia el piso y yo trataba a toda costa de mantenerme en pie. Avancé hacia el sillón cercano a la puerta del balcón, sobre el respaldo estaba un vestido negro.

—La esposa de Alastair te trajo ese vestido.

Índigo se acercó, sujetó el vestido por los hombros y me lo mostró.

—Ayúdame a vestirme, por favor.

Mi cabeza daba vueltas, sentía como las gotas de sudor se acumulaban en mi frente y luego rodaban sin control sobre mi rostro. En varias ocasiones retiré aquellas gotas con el dorso de mi mano, pero no dejaban de brotar. Hasta las palabras enfrentaban una batalla encarnada para abandonar mi garganta. Estaba débil, todo mi cuerpo experimentaba un dolor profundo incrustado en los huesos y en cada músculo.

Y una vez más, cuándo Índigo me ayudaba a ajustar los cordones del corpiño, las lágrimas hicieron su aparición, ese horrible vestido negro incrementaba el dolor que yo sentía. Tuve que sentarme en el sillón y cubrirme el rostro con las manos, intentando contener aquel torrente salado. Índigo se arrodilló a mi lado y sujetó mi mano.

—¿En verdad quieres ir al funeral, Fátima?.

—Si quiero.

Me puse de pie y controlé el llanto, sería tal vez que imaginaba que estaría con él a pesar de su muerte, lo que me proporcionaba aquella fugaz fortaleza, pero también sabía que en el momento en que su cuerpo fuera devorado por la tierra, el corazón que había conseguido mantener unido hasta ahora estallaría en mil pedazos ahogándome en un insondable marejada de lágrimas y sufrimiento.

Finalmente me coloqué el sombrero negro y bajé el velo que me cubría el rostro por completo. Sujeté el brazo de Índigo y sirviéndome de ella como bastón, salimos del cuarto. No puse atención en aquella casa, difícilmente podía levantar la mirada, concentraba toda mi fuerza en mantenerme en pie. Por fin llegamos a la sala y escuché como ellos aún discutían mi decisión de asistir al funeral.

—Pienso que como dijo Eugene, no es buena idea que ella esté presente.

Concluyó Armand, mientras Eugene se acercaba a mí y sujetaba mi brazo con delicadeza, sin embargo ese leve toque me producía dolor, sería tal vez a causa de la fiebre que me consumía. O sería que el dolor se había apoderado de mi cuerpo, mi mente y hasta mi esencia.

—Y yo he decidido estar presente.

A través del velo distinguí a Alastair y a su esposa Claudia, ella me observaba con una escandalosa expresión de lástima bordada en su rostro, ni siquiera se atrevía a hablarme, tal vez me consideraba contagiosa, ¿era posible que semejante tragedia pudiera transmitirse como cualquier gripe?. Georgie, Armand y otros personajes a los que no puse mucha atención estaban también reunidos en aquella sala.

—Perdón señor, el carruaje de la funeraria ha llegado.

Uno de los sirvientes en casa de Alastair ingresó en la sala.

—Bien señoras, señores es hora.

Eugene sujetaba mi brazo y mi cintura, Índigo caminaba del otro lado sujetando mi mano izquierda, caminamos hasta la puerta de ingreso, Eugene la abrió develándome una imagen terrible; justo frente a mí aquel coche con paredes de cristal que guardaba en su interior un féretro de madera tallada, rodeado de flores y con un adorno de rosas sobre la tapa.

Había logrado conservar la calma hasta ese momento, pero aunque la entereza me servía de apoyo, no logré contener las lágrimas que se escaparon de mis ojos y rodaban sin control por mis mejillas. Imagino que Eugene notó mi llanto silencioso, en varias ocasiones percibí que tragaba saliva, intentando desbaratar el nudo que se le había formado en la garganta.

Finalmente bajamos los escalones y nos dirigimos al coche que esperaba por nosotros. Aguardamos durante varios minutos a que el resto de la comitiva abordara los otros carruajes y luego inició la travesía hacia la iglesia.

Durante el trayecto volví mi rostro hacia la ventanilla, sin embargo no puse atención a lo que desfilaba frente a mis ojos, en aquel cristal solo se reflejaban mis recuerdos mientras las lágrimas continuaban su procesión recorriendo mi rostro. No hubo sollozos, solo breves suspiros que me ayudaban a respirar por la boca. Ni Índigo, Eugene o yo, mucho menos yo, nos aventuraríamos a dejar escapar alguna frase, porque ninguna tendría cabida en el interior de aquel coche repleto de silencio.

Llegamos a la iglesia y Eugene e Índigo me sujetaron de la misma manera que antes y me condujeron a mi lugar en la primera fila de asientos. Índigo se sentó a mi lado.

—Fátima regreso en un minuto.

Eugene se encaminó hacia fuera de la iglesia.

Varios minutos más tarde, el ataúd ingreso sobre los hombros de Eugene, Georgie, Armand y Alastair, y lo colocaron justo frente al altar sobre una mesa de metal y ellos se mantuvieron cada uno en una esquina haciendo guardia al féretro.

La misa dio inicio, sin embargo no logré escuchar el contenido del sermón, ni de las palabras que el sacerdote me dirigía. Mi mirada no lograba despegarse de aquel ataúd, Oliver estaba ahí y aunque yo estuviera a su lado, él ya no podría sujetar mi mano.

Recordé el día de la boda, cuando él estaba justo ahí mismo donde estaba el féretro ahora. Me repetía incesante que ya no podría sujetar mi mano si yo me acercaba a él.

Vi como cambiaron los guardianes que custodiaban el ataúd. Noté la presencia de los sirvientes de Viridian, los trabajadores de las plantaciones, del muelle y hasta los marinos del Cerulean y los otros barcos. Todos estaban presentes. La misa concluyó y yo me había sumergido en una marejada de recuerdos.

De nuevo Eugene, Georgie, Alastair y Armand cargaron el ataúd y caminaron hacia fuera de la iglesia y lo colocaron en el interior del carruaje. Luego todos continuamos con la procesión dirigiéndonos al cementerio.

No había detenido mi llanto desde que abordé ese carruaje, no dejé escapar un solo lamento, únicamente breves suspiros para obtener un poco de aire. El ritual fue el mismo, contemplé como toda clase de recuerdos de formas y colores se incrustaban en el cristal de la ventanilla. Así, inundados de silencio cristalino, Índigo, Eugene, mis recuerdos y yo llegamos al cementerio.

Mientras recorríamos aquel jardín de tumbas, me imaginé fuerte. Sentía la urgencia de llegar al lugar en donde el ataúd sería entregado a la tierra. Tenía la agonizante esperanza de evitar con una súplica, que él finalmente desapareciera bajo un montículo tierra. Tenía la moribunda esperanza de que él regresaría a pesar de ya haberse marchado.

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