Azul

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—¿Se le ofrece algo más, señor?.

—No, muchas gracias.

—Con su permiso.

Aquel hombre salió del camarote cerrando la puerta tras de sí. Yo me acerqué a la cama, me quité la casaca y la arrojé sobre el colchón; desanudé la corbata y desabroché el botón del cuello y de los puños de las mangas, luego las doble hasta los codos y salí del cuarto. Me dirigí de regreso al camarote de Ella.

Llamé a la puerta y entré, me sorprendió escuchar que varios hombres preguntaban por el estado de Ella.

—Fátima, sigue mal, ¿verdad, Índigo?. —Preguntó un hombre muy delgado y moreno.

—Si Marlon, ella sigue mal. —Aquel hombre se quitó el gorro y lo estrujó entre sus manos.

—Yo todavía no puedo creer que el capitán haya muerto. —Dijo otro.

—Nunca imaginé que llegara el día en que viera a Fátima así. ¡Es una lástima!. —Dijo otro tragando saliva.

—Recuerdo las historias que nos contó Eugene de lo que vivieron en Maracaibo y luego cuando la llevaron a Tortuga. Ella era como el Capitán Drake, siempre tan entera y firme. Me acuerdo también cuando Robbie nos contó cómo la habían enseñado a usar la espada. —Dijo uno de ellos.

—Y después cuando fuimos por ella a Puerto Bello, cuando la secuestró aquel duque del demonio. Me sentí feliz de volver a verla en una pieza después del ataque a la mansión.

—Hay tantos recuerdos que no puedo creer que todo aquello se haya terminado de esta manera. —Concluyó otro de ellos.

—El capitán la amaba de verdad, yo lo vi hacer cosas que jamás hizo antes por ninguna otra. —Afirmó el último.

—Ella lo amaba de la misma manera, es por eso que está en esas condiciones. No logra aceptar la muerte del Capitán. —Dijo Índigo.

—Debemos regresar a cubierta, estamos a punto de zarpar. Si necesitas algo, avísanos.

—Gracias.

Era extraño escuchar esas conversaciones, me hacían pensar que el Capitán Drake había sido un pirata excepcional, casi como una alegoría utópica de justicia, poder, valentía y amor. Sólo un hombre así podría haber conquistado a una mujer como Ella.

Él y yo teníamos un par de cosas en común: nuestro amor por Ella y a Alfonso interfiriendo en nuestras vidas.

Y Ella.

Ella era extraordinaria. Hasta una horda de marinos le profesaban respeto y admiración.

¡Demonios!.

Y yo era sin duda el más maldito de todos los bastardos por haberla lastimado. Deseaba arrojarme al mar y que me tragara un tiburón. Pero seguramente la bestia me vomitaría.

—Señor de Alarcón. —Índigo interrumpió mis cavilaciones.

—Llámame Santiago.

—Don Santiago, —Ella corrigió— voy por un recipiente con agua, la fiebre está subiendo. ¿Podría cuidar de ella mientras regreso?.

—Desde luego que sí, Índigo. Yo me haré cargo de ella.

Tomé la silla que estaba frente a un escritorio y la coloqué al lado de la cama. Índigo se marchó y yo me senté de frente a Ella, contemplaba su rostro pálido, inexpresivo. Sujeté su mano entre las mías y la besé. Ella abrió los ojos un segundo y me miró, no sé con certeza si realmente me observaba a mí, o me confundió con su Oliver, pero me sonrió tan levemente, que esa diminuta sonrisa iluminó el día.

Me puse de pie y sin pensarlo siquiera me incliné y besé sus labios. Deseaba tanto hacerlo que no reparé en el riesgo. Sabía también, que tal vez no sería capaz de acercarme a Ella de esa forma en el futuro, quizá Ella nunca me lo permitiría, por eso me conformaba con besarla en secreto.

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