Azul

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EL barco zarpó varios minutos después.

Durante toda la noche permanecí al lado de Ella. Pasada la media noche, Índigo se quedó dormida, y yo continué colocándole los trapos húmedos sobre la frente para disminuir la fiebre que la consumía. Al cabo de casi una hora, la temperatura de su cuerpo se estabilizó y un par de minutos más tarde, Ella abrió los ojos e intentó moverse.

—No. —Le dije sujetándola por los hombros manteniéndola acostada— No debes hacer esfuerzos, estás muy débil.

Me olvidé de nuestra distancia. Yo deseaba que Ella me hablara sin títulos ni formalidades, yo quería sentirla más cercana al evitar llamarla señora. Ella observó el techo y la pared de madera y luego me miró.

—¿Es el Cerulean?. —Su voz apenas tenía la fuerza de un susurro.

—Si. —Le respondí— ¿Deseas beber agua?.

Ella no había comido nada y tampoco había bebido nada en todo el día. Me acerqué a la mesa en donde había algunas frutas y una jarra con agua y serví un vaso, luego regresé al lado de Ella, dejé el vaso sobre el buró y me senté sobre la cama, la sujeté entre mis brazos y la recargué sobre mi pecho; sujeté el vaso con agua y lo acerqué a sus labios. Ella bebió toda el agua. De inmediato la recosté y me dirigí a la mesa, tomé la jarra y la llevé hasta el buró, llené nuevamente el vaso de agua; me senté sobre la cama, la sujeté entre mis brazos, y acerqué el vaso a sus labios por segunda vez. Ella bebió dos vasos de agua, y de nuevo perdió la conciencia.

Esa noche, Ella durmió sumergida en una profunda tranquilidad, sería tal vez que el hecho de saber que ya no estaba en tierra, le proporcionaba cierta clase de alivio. La fiebre no volvió a tomarla por asalto. Yo, me senté sobre el piso y coloqué mis brazos sobre la cama; recosté mi cabeza sobre mis antebrazos y cerré los ojos. No pude dormir, sin embargo la sola idea de compartir la cama con Ella, me llenaba de alegría.

Los días siguientes no tuvieron mayores diferencias, Ella despertaba de vez en cuando y en algunas ocasiones yo tenía la suerte de poder darle de beber agua, o le ofrecía alguna fruta para que la comiera. Y en otros momentos era la fiebre la que se apoderaba de Ella, haciéndola delirar. Me pulverizaba el corazón ver como las lágrimas se escurrían de sus ojos cerrados mientras Ella balbuceaba cosas que yo no entendía.

Finalmente una mañana, apenas podía mantener los ojos abiertos y me quedé dormido en el piso de su camarote.

—¡Don Santiago, —Índigo sujetó mi hombro y me sacudió un par de veces— Fátima no está en la cama!.

Esas palabras me cayeron como una roca sobre la cabeza y desperté de inmediato. Me levanté de un salto. Era cierto, la cama de Ella estaba vacía, salimos juntos del camarote, Índigo se dirigió a la cabina del capitán y yo corrí hacia cubierta.

Ella estaba ahí, de rodillas, con la cabeza hundida entre sus manos apoyadas en la cubierta del barco. Todos los marineros estaban petrificados observándola. Nadie se atrevía a acercársele. Corrí hacia Ella, la levanté y la abracé. Ella estaba llorando, y sus lágrimas eran tan copiosas que bien podrían haber hundido el barco.

Mientras la sostenía entre mis brazos pude sentir su fragilidad, Ella se estremecía. Pensé que Ella se me iba a deshojar entre las manos. Aquella mujer fascinante que había conocido meses antes, se había roto en mil pedazos y a pesar de que Ella misma trataba de mantenerse en una pieza, al mismo tiempo se entregaba completa a la desolación que la carcomía sin tregua.

No pude contenerme. Ella tenía la facultad de doblegarme, de contagiarme sus emociones. Yo la había colocado en esa hoguera que la abrasaba y la destruía. Yo era la causa de toda esta catástrofe que se agolpaba alrededor de Ella. Ella estaba muriendo de pena lentamente y yo era el autor de semejante crimen.

¡Yo tenía que recuperarla, debía arrebatársela a la muerte!.

Y sería tal vez mi desesperación o mi zozobra que lloré con Ella nuevamente. Deseaba que también Ella pudiera sentir lo que yo experimentaba cuando estaba cerca de Ella. Ansiaba poder contagiarle mi fortaleza, mi salud, mi necesidad de vivir por Ella.

Y al final de tantos deseos, llegaba la realidad. ¡Ella no era mía!.

La levanté en brazos y regresamos a su camarote. La coloqué sobre su cama y salí de aquella habitación. Me dirigí a mi camarote, me senté sobre la cama, apoyé mis codos sobre las piernas y me cubrí el rostro con las manos.

Lloré.

Me tragué los lamentos y aunque hubiera preferido también mantener las lágrimas dentro, no pude evitar que siguieran derramándose. Me encontré indefenso, me vi a mí mismo como un criminal, que había sacrificado un mundo hermoso por un trozo de tranquilidad mal habida.

Había sido un error desde el momento en que acepté la bajeza de Alfonso al desterrarme para proteger su crimen. Me había sobrepuesto a la pérdida de Catalina, el tiempo y la distancia se habían encargado de demoler mis recuerdos y de desmembrar mis raíces. Me daba cuenta ahora mismo que la intensidad de lo que yo consideraba amor en aquel tiempo, no había sido lo suficientemente fuerte. No tan poderoso, ni tan profundo como lo que estaba experimentando desde que la conocí a Ella. Deseaba encontrar el lugar en donde se anidaba aquel sentimiento que me ahogaba cuando estaba cerca de Ella, porque de haberlo sabido, en ese mismo instante me lo hubiera extirpado y lo habría arrojado al mar sin pensarlo.

Me puse de pie y me acerqué a la escotilla. El mar estaba en calma, sus olas parecían burlarse de mí, como si gozaran con mi tormento, a fin de cuentas, ellas eran aliadas incondicionales de Oliver.

Oliver.

Hasta su nombre me parecía férreo.

Y todos los pensamientos me regresaban a Ella. Ella. Golpeé un par de veces la pared con el puño cerrado.

No supe en qué momento Índigo llamó a la puerta. Me percaté de su presencia hasta que me habló.

—Don Santiago, me preocupé cuando no regreso al camarote. ¿Se encuentra bien?. —Me preguntó.

—Si estoy bien. Dame unos minutos para cambiarme y te veré en el camarote de Fátima.

No volví el rostro, pero tuve muchas dificultades para responderle, mi voz se había quebrado, estaba seguro de que ella habría notado que yo lloraba.

—Entiendo don Santiago, con su permiso.

Índigo salió del camarote y cerró la puerta tras ella.

Me sequé las lágrimas, respiré profundamente un par de veces. Había sobre la mesa un lavamanos y una jarra llena de agua, me lave la cara y me cambié de ropa. No era necesario que me vistiera de manera elegante, así que evité usar la casaca y la corbata. Un par de minutos más tarde me dirigí al camarote de Ella. Eugene abrió la puerta justo en el instante en que yo estaba a punto de llamar.

—Don Santiago, pase. ¿Se siente bien?. —Me preguntó.

—Estoy agotado. Cuando lleguemos a Veracruz, tendré tiempo de descansar.

—Ya no falta mucho, esta noche llegaremos a Veracruz. ¿Quiere que vayamos directamente al almacén?.

—No, señor Armitage, ahí solamente hay carretas y caballos, no podríamos transportar a doña Fátima hasta la casa de esa manera. Sugiero que anclemos en el puerto. Ahí podremos encontrar algún carruaje disponible y así podremos llevarla a mi casa, además, creo que será conveniente desembarcar hasta mañana temprano. Ella no está en condiciones de abandonar el barco aún. —Le dije.

—Lo sé. Señor de Alarcón, una vez más agradecemos su amabilidad al recibir en su casa a Fátima y a Índigo, a ella le hará bien no estar en contacto con las cosas que le revivan memorias. Usted sabe a lo que me refiero. Hasta ahora ella no ha podido superar la muerte de Oliver. En realidad ninguno de nosotros ha superado esa tragedia.

—Entiendo perfectamente señor Armitage. Espero que el clima del Golfo ayude a doña Fátima a recuperarse y así ustedes tendrán oportunidad de reorganizar sus negocios.

—Será más fácil reconstruir la casa y las plantaciones, si ella no está cerca. Verla en ese estado nos afecta a todos, especialmente a mí. Yo he estado con ella desde el primer momento en que toda esta historia inició y no resisto verla derrumbada.

—Créame señor Armitage que entiendo por lo que está pasando. Yo sé lo que significa perder...

Guardé silencio y bajé la mirada. Finalmente mis recuerdos se habían amotinado y estaban a punto de ponerme en evidencia.

—¿Usted ha perdido a algún familiar cercano don Santiago?. —Preguntó Eugene.

—Si. Perdóneme señor Armitage, esa es una historia que bajo ninguna circunstancia deseo revivir.

—Entiendo. Yo me retiro, debo ir a cubierta. Ya nos veremos más tarde. Con su permiso.

Eugene se marchó, y yo me senté en la silla que estaba al lado de la cama.

—Es ahí donde le hablaste a Índigo sobre Catalina, ¿cierto?. —Ella lo interrumpió, pero su voz ya no era mordaz.

Él la miró sorprendido, pero ni siquiera intentó fingir que no sabía del asunto. No imaginó que ella pondría atención a un chisme de su nana. Se había equivocado. Fátima, lo sabía y en lo profundo él esperaba que ella comprendiera su actitud frente a esa tragedia. Ella no le recriminó. Él se sintió aliviado.

—Cierto. Entenderás que mi relación con Alfonso no es saludable.

Él sonrió tan débilmente que más bien se antojaba una mueca dolorosa. La miró durante unos segundos, como si estuviera contemplando una obra de arte, una escultura o una pintura, con esa mirada de éxtasis que produce la magnificencia de una pieza única y continuó con el relato.

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