Azul

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—No tenemos nada. El pacto está disuelto, ¿lo olvidaste?.

Estaba molesto. No, más bien era resentimiento lo que arrastraba con cada palabra.

—No. El pacto sigue vigente. —Ella subió los peldaños dirigiéndose hacia su alcoba— No puedo marcharme. Te dije que era mi libertad a cambio de la vida de Oliver. Y hasta que no se cumpla esa última parte, no puedo irme.

—Te di mi palabra. —Él hizo una pausa y soltó una risa amarga— Es cierto, olvidé que tú no me consideras un caballero. No crees que yo sea lo suficientemente honorable como para cumplir lo que prometo.

Dijo él burlándose de sí mismo. Ella sintió una punzada en el pecho y se detuvo en el descanso a la mitad de la escalera.

—Te equivocas. Es también por ti que no puedo marcharme. Santiago, no quiero que mueras.

Santiago levantó el rostro y giró la cabeza para observarla. La contempló tan solo un par de segundos, y se puso de pie, subió la escalera de dos en dos y la alcanzó en el descanso. El brillo de aquellos ojos azules se reactivó iluminando su rostro.

Él no la sujetó con fuerza, sus movimientos eran tan lentos y delicados que la desconcertó su sutileza. Con sus manos sujetó el rostro de ella y acercó sus labios, apenas un discreto roce y luego la miró a los ojos.

Ella no pudo moverse.

No deseaba moverse.

Su delicadeza logró estremecerla, pero no de la misma manera que la pasión arrebatadora de Oliver. La miró a los ojos, como si con su mirada pidiera permiso para continuar, y a través de sus ojos ella le gritó un sonoro “si”.

Santiago ensambló sus labios a los de ella. Había un ligero sabor a vino tinto en su boca que estallaba en dulzura mientras se aferraban a la de ella. Fátima advirtió como los brazos de Santiago se deslizaban alrededor de su cintura y la estrechaban con tal fuerza que ella dedujo que pretendía fundirla con él en ese abrazo.

Ya no podría ser de otra forma.

Claramente ella percibió el golpeteo del corazón de Santiago sobre su pecho.

Él estaba a punto de perder el último hilo de control que poseía. Su cuerpo estaba hecho un lío, endurecido hasta un punto doloroso y al borde de una erupción. Su alma, su mente y su cuerpo deseaban a esta mujer más que a su propia vida y si ella le concedía esos pocos segundos de dilección, él no los rechazaría.

Sin embargo, la imagen de Oliver se coló al interior de su nublado cerebro y actúo como una catarata de agua helada. Santiago liberó a la joven y retrocedió un par de pasos alejándose de ella.

—Márchate de una vez Fátima, te lo suplico.

Su voz había adquirido un tono casi agónico.

—No quiero hacerlo y lo sabes. —Ella guardó silencio. No sabía cómo continuar, qué debía decirle para no torcer más las cosas. Él no se movió, parecía que la decisión de ella de no abandonarlo lo tomó por sorpresa— Escúchame Santiago, —Ella se acercó a él y colocó sus manos sobre pecho masculino. Su piel la quemó. Eso solamente le sucedía cuando tocaba a Oliver. Ella había tocado el pecho de Eugene, de Robbie, hasta de Georgie y Alastair, pero ninguno la fulminaba con su calidez como Oliver y ahora Santiago. ¡Dios!. Su respiración era desigual, y su corazón palpitaba desbocado. Reunió fuerzas de nadie sabe dónde y retomando la firmeza de su voz, le habló— Oliver estará en libertad en cualquier instante, estoy segura que él vendrá aquí y si yo me marcho no habrá nada que lo detenga y temo que ocurra una tragedia real. No quiero que eso suceda. No deseo que él lleve en sus manos tu sangre por el resto de su vida. No soportaría que me tocara con esas manos que te arrancaron la vida

Ella llevó sus manos a las mejillas de él cubiertas con la barba crecida de un par de días.

—¿Has pensado en qué es lo que yo deseo?. ¿Crees acaso que es fácil arrancarte el corazón y entregárselo a una mujer que siempre has sabido que te abandonará?. Dimelo Fátima. Explícame cómo voy a restaurar el corazón que tengo descuartizado desde hace meses. ¿No has pensado siquiera que sea precisamente de lo que intentas protegerme, lo que yo deseo?.

—No puedes pretender que sea yo quien te conduzca a la muerte.

El sonido del picaporte de la puerta llamó la atención de Santiago, sujetó la mano de ella, y la instó a que subieran juntos la escalera, la llevó a la pared y su brazo cruzado sobre el vientre la mantuvo apoyada sobre el muro. Él se asomó lo suficiente para ver que era Pablo quien entraba cargando una linterna. Santiago siguió los movimientos de su cochero, mientras atravesaba la sala, levantó el candelabro, apagó las velas de un soplido y se encaminó a la parte trasera de la casa, en donde estaba ubicado su dormitorio.

Santiago sujetó la mano de ella nuevamente y la condujo a su alcoba. Él abrió la puerta y con un ademán de su cabeza, le indicó que entrara, él ingresó después de ella y cerró la puerta tras él.

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