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—ESTO no tiene el aspecto de una idea conveniente. Vane, Ladmirault y Codling ya habrán atracado en el puerto. —Refunfuñó Robbie, retorciéndose sobre la silla de su caballo.

—Y es posible que ya estén en la posada y que les hayan entregado nuestro mensaje. —Eugene exhaló un suspiro angustiado.

Robbie y Eugene dejaron un mensaje en la posada en el que avisaban a los tres capitanes sobre la liberación de Oliver y les urgían a reunirse a bordo del Cerulean y esperar por ellos.

Rentaron tres caballos y cabalgaban a trote por el camino que conducía a la prisión.

—Me has contado lo suficiente sobre ese Santiago como para querer desollarlo con mis propias manos. Eugene, no confío en él. Si nosotros pudimos darnos cuenta de lo que está bullendo en Fátima por ese hombre, indudablemente él también lo sabe.

—Él no la lastimaría, de eso estoy seguro.

—Para estos momentos él debe estar al tanto de nuestra presencia. Posiblemente sepa también que seremos nosotros quienes vayamos por Oliver.

Robbie jaló la brida y detuvo el caballo. Eugene se detuvo también. Robbie estaba mortalmente serio, una arruga sobresalía al centro de su frente uniendo las cejas oscuras en una sola línea densa y para nada amigable, que daba a sus ojos dorados un aspecto amenazador.

—Te repito que él no hará nada que pueda resultar peligroso para Fátima. No lo entiendes, si él mantuvo al Capitán Drake vivo hasta ahora, fue por ella. Y algo muy serio debió ocurrir entre esos dos para que él pusiera en manos de ella la libertad de Oliver. Y si es lo que imagino, entonces, debemos preocuparnos por la reacción de Oliver cuando se entere que ella está con Santiago. No puedo juzgarla por lo que sea que haya sucedido entre ellos, la situación era muy conveniente, sin embargo...

Robbie exhaló como si hubiera recibido un golpe en la boca del estómago y aflojó los músculos del cuerpo.

—Sin embargo, va a haber una masacre y lo sabes. Oliver es peor que un demonio cuando se enfurece y ahora tiene razones suficientes para estar destilando pura y candente rabia.

—Prometí no atacar a Santiago. —Dijo Eugene afligido.

—¡Demonios!. Yo me ofrecí a defenderla a ella. ¡Maldición!.

Ambos hombres ladraron una larguísima retahíla de improperios que enorgullecería al mismísimo demonio.

Eugene desesperado se pasó la mano por el cabello. Ambos sabían con todo detalle que liberar a Oliver representaría colocar un huracán en la costa y nadie, ni siquiera ellos estaban preparados para eso.

—Debemos obligarlo a abordar alguno de los barcos, así tengamos que herirlo y amordazarlo. No quiero imaginar lo que él podría hacerle a Fátima, si es que no escucha las explicaciones que intentemos darle.

—Él no va a entender la situación. Dudo mucho que siquiera haya imaginado como se desarrollaron las circunstancias.

—Será mejor, que estemos preparados para repeler cualquier clase de ataque. No debemos subestimar el hecho de que parezca disminuido por su permanencia en ese lugar. Hemos visto a Oliver combatir como dragón estando malherido y salir victorioso.

—¡Que Dios nos proteja Eugene!. ¡Estamos a punto de abrir la maldita caja de Pandora!.

A primera hora de la mañana Eugene y Robbie desmontaron frente a un enorme edificio de cantera gris, con diminutas ventanas protegidas con barrotes. Eugene se aproximó a uno de los guardias que custodiaba la puerta.

—Vengo de parte de Santiago de Alarcón y traigo una carta para el coronel Salvatierra.

Momentos más tarde, los dos hombres habían sido conducidos al interior del edificio y llevados a una oficina.

—Se me ha informado que el señor de Alarcón, les ha enviado en su nombre a entregarme una misiva.

El coronel ataviado con su pulcro uniforme con botones de oro relucientes, los observaba sentado en el sillón detrás de su escritorio. Eugene y Robbie permanecían de pie, puesto que el oficial no les había autorizado tomar asiento.

—Así es coronel. —Respondió amable Eugene y le ofreció el documento lacrado.

—Bien. Veamos que solicita esta vez Santiago.

El oficial tomó el papel, rompió el sello y se recargó en el respaldo del sillón mientras leía la carta.

No hubo ninguna clase de emoción reflejada en sus facciones cuando terminó de leer el documento, con su rostro inescrutable miró a ambos hombres de pie y sin despegarles la vista giró órdenes a uno de los oficiales que custodiaba a los visitantes.

—Teniente Santa Cruz, lleve a los señores al patio.

—¿Al patio?. —Inquirió Eugene con sangre fría.

—El señor de Alarcón solicita que un reo en particular sea liberado. La custodia del señor Drake fue precautoria, mientras se libraban algunas averiguaciones respecto a su participación en varios atentados contra la flota de la corona española. Y según la misiva del señor de Alarcón, el prisionero está libre de sospecha. Se le exonera de todos los cargos y demanda su inmediata liberación. Considerando que era su palabra lo que inculpaba al señor Drake, con este papel queda todo aclarado y por lo tanto él será puesto en libertad de inmediato.

La tensión no disminuyó en Eugene. Robbie mantenía su postura inconmovible, sin embargo había entornado los ojos. Si estaba en lo correcto, él también había notado la falta de seriedad en ese proceso. O Santiago tenía poder suficiente en aquella ciudad para manipular todos los ordenes de gobierno, o simplemente este oficial le debía algún favor que compensaba manteniendo cautivo a Oliver, sin siquiera prestar la atención debida a los cargos y los procesos oficiales. Desde luego, ni Eugene o Robbie pronunciarían ni media palabra al respecto y se limitaría a esperar que Oliver les fuera entregado.

—Gracias Coronel. —Dijo Eugene sereno.

—Capitán Montes de Oca, encárguese de llevar al reo de la celda especial al patio y entregarlo a los caballeros.

—Como ordene coronel.

Eugene y Robbie salieron de la oficina guiados por el oficial y fueron conducidos al patio. Varios minutos después el capitán, seguido de dos guardias que sujetaban cada uno el brazo de un personaje desconcertante, se acercaron a ellos.

Oliver estaba esposado, tenía el pelo largo y enmarañado, la barba crecida, estaba sucio, descalzo y sus ropas raídas. Se veía demacrado, había perdido peso, a pesar de que conservaba gran parte de sus músculos, era evidente que los había podido mantener debido a los trabajos forzados a los que seguramente había sido obligado. Él contempló en silencio a sus dos amigos, pero se mantuvo parco y ausente, solo una chispa extraña brilló en sus ojos verdes devolviéndoles la luminosidad.

El capitán les indicó a los dos hombres impasibles que lo siguieran hasta la puerta de ingreso, ahí, ordenó a uno de los guardias que le quitara a Oliver las esposas.

—Eres libre.

Le dio un empujón a Oliver e inclinando la cabeza en señal de despedida a Eugene y a Robbie regresó al interior del edificio, cerrándose la puerta detrás de él.

Eugene se abalanzó sobre Oliver y lo abrazó, mientras Robbie se apresuraba a acercar los caballos que habían dejado atados al tronco de un árbol cercano.

Oliver escudriño con la mirada los alrededores, pero no distinguió ningún carruaje o carreta, ni siquiera un cuarto caballo. Fátima no había ido a liberarlo. Sintió que la rabia le carcomía las entrañas y el sabor amargo de la bilis le inundaba la boca. Precisamente, ese era el recibimiento que él había temido.

—Capitán, es un milagro verte con vida. —Eugene le habló pintando de genuina alegría su voz.

—¿Dónde está Fátima?.

Oliver sujetó al Eugene por los hombros y se separó de él, mirándolo directamente a los ojos lo cuestionó irritado. Eugene echó un vistazo a Robbie y él sacudió negativamente la cabeza.

—Ella está bien.

—¿Dónde está Fátima?. —Insistió con la voz ronca.

—Capitán, ella está en un lugar seguro. —Eugene se mantuvo calmado.

—Capitán, sugiero que nos marchemos de inmediato, en el camino podremos explicarte un par de cosas que debes saber. —Robbie le habló sin inflexiones en la voz.

Oliver accedió sin mediar otra palabra y los tres hombres montaron los caballos. Emprendieron la cabalgata a trote, hasta que estuvieron lo suficientemente lejos de la prisión. Oliver frenó al caballo.

—No soy estúpido. Santiago de Alarcón, es el único que sabía dónde me encontraba, él mismo me trajo aquí. Ese maldito español, me aseguró que Fátima estaba bajo su custodia y que si yo intentaba escapar o daba algún problema mientras estuviera prisionero, él se encargaría de que ella pagara las consecuencias. Ahora, exijo que me digan ¿dónde demonios está mi mujer?.

Sus ojos verdes estaban encendidos de rabia. Un incendio habría sido minúsculo en comparación de la furia que despedían sus ojos. Eugene y Robbie conocían perfectamente esa atroz ira contenida de Oliver. Y mientras más la controlara, más peligroso se volvía, ni siquiera ellos estarían a salvo si él decidía enfrentarlos.

—Capitán, Santiago nos dio el salvoconducto para liberarte, y... —Eugene intentó explicarle, pero Oliver no se lo permitió dejando escapar la primera explosión de cólera.

—¡Maldita sea, pregunté ¿dónde está mi mujer?!

Hasta los pájaros salieron huyendo después del rugido de Oliver.

—Ella está en casa de Santiago de Alarcón, y no podrás verla hasta que abordes el Cerulean y zarpes rumbo a Viridian. —Las palabras de Eugene salieron disparadas como cañonazos directas al pecho de Oliver.

Su reacción fue espantosa.

Los dos hombres estaban pasmados. Oliver sonrió como si le hubieran dado una noticia placentera, la mejor que hubiera escuchado en su vida. Sus ojos se entornaron y su rostro adoptó una mueca malévola. Y lo peor fue el tono de su voz, entre burlesco y sardónico. Sus palabras sonaron tan afiladas en su bien modulada voz, que ambos hombres sintieron que les pasaba una cuchilla por el cuello.

—Mi mujer en casa de Santiago de Alarcón. Y no puedo verla hasta que me haya embarcado.

Clavo las rodillas y el caballo salió disparado, dejando a Eugene y a Robbie luchando para mantenerse en sus monturas. Les tomó un par de minutos controlar a sus encabritados sementales y se lanzaron detrás de Oliver. Azuzaron los caballos hasta que lograron darle alcance. Robbie forzando al equino logró adelantarse lo suficiente librando una batalla con Oliver para sujetar la brida del caballo y obligarlo a frenar la carrera. Eugene se colocó al costado de Oliver, lo suficientemente cerca como para evitar que de un salto emprendiera la huida a pie. Apenas disminuyó la velocidad, Eugene se lanzó sobre Oliver cayendo los dos al piso. Robbie desmontó de un salto, sujetó las riendas de los otros dos caballos y aseguró a los tres equinos al tronco de un árbol y luego se abalanzó sobre Oliver.

Oliver lanzaba toda clase de viriles maldiciones, forcejeó agresivamente hasta que las fuerzas lo abandonaron y pudo ser controlado por los dos hombres. Él estaba más debilitado de lo que ellos habían supuesto.

—Oliver, no queremos hacerte daño, pero no nos dejarás otra alternativa si no dominas tu rabia. Debemos ir a bordo del Cerulean, ahí te pondremos al tanto de varias noticias antes de que cometas alguna barbaridad.

Eugene, estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano para mantenerse sereno. Sabía que si Oliver vislumbraba alguna minúscula emoción en él, estallaría de nuevo y tal vez, no podrían controlarlo.

¿Noticias?.

Oliver se sintió helado.

Sin duda esas noticias no eran buenas.

Fátima no estaba ahí, esperándolo.

Fátima no estaba ahí, se repitió sintiendo un escalofrío que le corrió desde la nuca por toda la espalda, haciéndole erupción en el estómago.

Hacía más de un año que no la veía, y ella no estaba ahí para recibirlo con los brazos abiertos y su palpitante amor desbordándosele por los ojos.

Fátima no estaba ahí. Ella estaba en casa de Santiago. ¡Ella estaba con ese hombre!.

Oliver repitió esa frase hasta que le provocó dolor. Y fue precisamente ese desgaste lo que lo doblegó por completo.

—¿Me abandonó?.

Su voz sonó tan grave que bien pudo haber caído como yunque sobre los dos hombres que lo sometían.

Eugene y Robbie ya se habían enfrentado a esa latente posibilidad antes. No querían aceptarlo, pero si Oliver había sido capaz de imaginarlo con la simple ausencia de Fátima, ellos que conocían los argumentos de la esposa del capitán, se sintieron abatidos. Oliver era su amigo, su camarada y su única familia, ¿cómo le dirían a su hermano que su única razón para vivir podría haberse esfumado?.

Tendrían que darle tiempo a Fátima para que definiera sus emociones y su futuro, y a Oliver, ellos le aclararían el pasado.

Y el presente era una moneda al aire.

—No, Capitán. —Dijo Eugene ronco— Ella esta esperándote.

—¿En casa de Santiago?. Supuso que la había abandonado, ¿cierto?.

Sus palabras estaban tan llenas de rabia y dolor que, ambos hombretones tuvieron que apretar los dientes para no decir algo fuera de sitio. Eugene que estaba enterado de toda la situación, fue quien rompió el dique y haciendo alarde de paciencia, trató de darle una señal revelándole la raíz de toda la catástrofe.

—Es más complicado que eso Capitán. Creímos que habías muerto.

Oliver se rió, pero más sonó a un lamento que les erizó la piel a los dos hombres que aún lo mantenían aferrado y sometido en el suelo.

Oliver estaba sufriendo, sentía que le habían desgarrado el pecho y su corazón estaba expuesto, sin protección, y cada uno de sus latidos empezaban a producirle dolor.

—¿Desde cuándo está ella en casa del español?.

—Algunos meses. —Eugene no tuvo el valor de decirle que era más de un año.

—Se puede seducir a una mujer en un par de minutos, y ella ha estado con ese maldito español durante algunos meses. ¡Maldición!.

Él exhaló y aflojó el cuerpo, ya no forcejeó y permaneció inmóvil contemplando las copas de los árboles y el cielo azul. Le dolía el pecho, los brazos, las piernas, la cabeza le iba a estallar, hasta el simple hecho de pensar lo lastimaba.

—Capitán hay cosas que debes saber antes de que saques conclusiones. Por favor, ven con nosotros tranquilamente a bordo del Cerulean, es vital que hablemos contigo.

Oliver los miró con los ojos entornados. Una vez más la rabia se hacía presente y brillaba con cegadora intensidad. Él hizo un ademán abriendo las manos e inclinando la cabeza en señal de que aceptaba la petición de los dos hombres. Robbie le sujetó el brazo y lo ayudó a incorporarse. Los tres montaron los caballos y sin mediar más palabras, a galope se dirigieron al muelle.

A bordo del Cerulean, Oliver se había negado a hablar con ninguno de los cinco capitanes, antes de encerrarse en su cabina ordenó que le preparan el baño y después de cerca de una hora de silencio, con un rugido que sacudió el galeón, llamó a Marlon, el barbero.

Durante el silencio del Capitán Drake, Eugene les explicó con todo detalle las novedades que se habían presentado durante los últimos días. Y ninguno de los cinco hombres tomaron esas noticias de la mejor manera, especialmente esa que trataba especialmente de Fátima y Santiago y todas las posibilidades que su cercanía implicaba. Sin embargo, aunque ninguno mencionó nada al respecto, cada uno de ellos se prometió guardarse los comentarios para sí mismos.

Oliver había tomado un baño, se había vestido como solía hacerlo mientras comandaba el navío. Calzaba botas altas negras con doblez en la parte superior, pantalón negro, camisa blanca de mangas anchas y largas y con el cuello abierto hasta donde inicia el abdomen, la faja azul le marcaba la cintura haciendo evidente la estreches de su cadera y la amplitud de su espalda. La espada volvía a pender de su cinturón y la pistola encajada entre la faja y su abdomen.

Él estaba sentado en el gran sillón tras su escritorio cuando Marlon apareció con sus implementos. Oliver tomó un banco y lo colocó al centro del camarote. Marlon ni siquiera se aventuró a pronunciar palabra, le cubrió el mentón con un agua jabonosa y con la cuchilla comenzó a afeitarlo, y continuó con el pelo. En unos cuantos minutos Oliver había recuperado su apariencia cotidiana. Antes de que Marlon se retirara, Oliver le ordenó secamente que enviara a los capitanes, el hombre solamente inclinó la cabeza en señal de obediencia y se escabulló.

El humor de Oliver era pavoroso. Nadie en su sano juicio se atrevería a pronunciar una palabra para evitar cualquier tono que pudiera ser mal interpretado por el Capitán, que era precisamente lo que él esperaba para estallar con toda la fuerza que bullía en su cuerpo. La sensación de peligro había inundado cada centímetro del barco, y toda la tripulación la percibía, se mantenían lo más alejados de la cabina del capitán y en extremo alerta por si alguno de ellos era requerido por el hombre al mando.

Vane, Ladmirault, Armitage, Brenton y Codling ingresaron en la cabina del capitán y lo encontraron observando sus cartas navales. Con un ademán de la mano les indicó que tomaran asiento alrededor de la mesa en donde él tenía desplegados los mapas.

—Eugene, explica a Alastair y Armand la posición exacta de las plantaciones y el almacén del español.

La calma escalofriante con la que Oliver les hablaba, los alertó de la inminente amenaza que se estaba cocinando en la cabeza del Capitán Drake.

Alastair se levantó y tuvo la osadía de empezar a hablar. No tenía la intención de darle oportunidad a Oliver de mencionar nada más hasta que hubiera escuchado lo que tenían que decirle, sin embargo, Oliver ni siquiera le permitió pronunciar más de dos palabras.

—Oliver antes...

—¡Cállate y siéntate Alastair!. —Tronó Oliver, golpeando la mesa con los puños. Alastair se dejó caer en la silla— ¿Creen que soy un estúpido?. ¿Qué los meses que he pasado en esa maldita prisión me han oxidado el cerebro?. —Los cinco hombres tenían los ojos desorbitados y las bocas selladas, ni siquiera hicieron el intento de respirar— Salgo de ese condenado lugar para encontrarme con que mi esposa vive con otro hombre y cinco barcos con tripulaciones completas y armados hasta el bauprés han venido para llevarme de vuelta a casa. ¡Esto no es un comité de bienvenida!. ¡Ustedes vinieron aquí para librar una batalla!. ¡¿Están aquí por mí o... por ella?!... —La última palabra fue más un susurro. ¡Lo estaba destrozando hasta hablar de ella!. Ninguno respondió y su silencio atizó más la furia de Oliver— ¡Muerto!. ¡Me creyeron muerto!. ¡Demonios!.

Eugene se puso de pie, sujetó la silla con la mano y la arrojó al otro lado de la cabina. Los dos hombres se miraron hostiles por encima de la mesa. Oliver ni siquiera reparó en la silla, ni en el intento que había hecho Eugene de llamar su atención con su precipitado comportamiento. La furia de Oliver apenas estaba contenida por la débil consciencia de no saber con precisión lo que había sucedido.

—¡Muerto!. —Rugió Eugene, sin inmutar ni disminuir la rabia de Oliver— Encontramos un cadáver, calcinado, irreconocible, en la parte trasera de Viridian después de que se consumió por el incendio la noche de la fiesta de aniversario. ¡Solo un maldito cadáver y ni un solo rastro tuyo!. ¡¿Qué demonios querías que pensáramos?!.

Alastair se puso de pie y apoyó las manos sobre la mesa y continuó de la misma manera estridente que Eugene.

—En el dedo del cadáver había una argolla idéntica a la tuya. Nadie verificó el anverso, porque ninguno de tus hombres tenía conocimiento de los grabados que mandaste hacer. La única que lo sabía además de mí, era tu Fátima, y ella no estaba en condiciones de nada. —Alastair disminuyó la potencia de su voz hasta casi convertirla en un susurro— Fátima vio el cuerpo quemado y se puso muy mal. Cayó en la inconsciencia y tuvo fiebre muy alta durante muchos días.

Prosiguió Eugene sin modificar la fiereza y la potencia de su voz.

—¡Tú Fátima ordenó que reconstruyéramos Viridian, las plantaciones y que continuáramos trabajando la naviera!. —Eugene disminuyó la alteración de su voz. El recuerdo del sufrimiento de Fátima, aún lo abatía— A pesar del dolor que la estaba consumiendo, ella apenas se recuperaba lo suficiente para ponerse en pie, y se lanzaba a Viridian. Y ahí todo volvía a empezar llevándola otra vez a la fiebre, hasta que ya no pudo levantarse, ni siquiera volvía en sí. Estábamos seguros de que ella también iba a morir.

Armad se puso de pie y prosiguió con la voz más tranquila, pero sin darle oportunidad a Oliver de evitar que concluyeran el relato.

—Decidimos llevarla a otro sitio, lejos de Viridian. Solo manteniéndola alejada de aquello que le causaba tanto dolor, tendríamos una oportunidad de que ella se recuperara. Justo en esos momentos, apareció Santiago de Alarcón, la cosecha de caña de azúcar estaba en su punto y se presentó ofreciéndome su producto, como ya lo había hecho durante años anteriores.

La rabia de Oliver en lugar de disminuir con las revelaciones que había escuchado, seguía hirviéndole en las venas, pero se mantuvo bajo control hasta que llegaron al punto en donde Santiago había aparecido y la irracionalidad se apoderó de Oliver.

—¡Y se la entregaron!. ¡De todos los malditos hombres de este infernal mundo, tenían que habérsela entregado a él!. ¡A ÉL!. ¡Malditos sean!.

Oliver maldijo, vociferó e insultó a cada uno de ellos con toda la potencia de su rabia, pero ninguno de los cinco aludidos se lo tomó a pecho.

—¡Yo fui!. ¡Yo fui el que trajo a tu mujer aquí!. ¡Yo fui quien se la entregó a Santiago!.

De un par de zancadas Oliver llegó al lado de Eugene, lo sujetó de la camisa y le propinó un puñetazo en el rostro que lo hizo volar varios metros, luego desenfundó la espada y se dispuso a atravesarle el corazón a Eugene que aún estaba aturdido en el piso.

Robbie y Alastair se abalanzaron sobre Oliver. Robbie lo prendió por la cintura y Alastair le sujetó el brazo que asía la espada, mientras Armand se aferraba a él del otro brazo. Georgie se apresuró a prestarle auxilio a Eugene.

Georgie que hasta entonces se había mantenido en silencio, reventó en un grito que logró sorprender a Oliver.

—¡Maldición Oliver. Cuando la sacamos de Charles Towne, tú Fátima estaba más muerta que viva!. ¡¿Lo entiendes?!... ¡Hubieras perdido a tu Fátima si no la alejábamos de Viridian!.

Oliver no estaba escuchando razones, y tampoco quería aceptarlas. Estaba cegado por la ira y el dolor. Se sentía traicionado por todos sus amigos, sus hermanos, pero sobre todo, estaba destrozado por el abandono de su Fátima. A pesar de todo lo que había escuchado, ella, no estaba ahí, se había quedado al lado de Santiago. Y él había sobrevivido tantos meses, pensando en ella, solo por ella había soportado los malos tratos y la falta de comida, los trabajos forzados a los que fue sometido y al encierro de esa cárcel nefasta. Sólo por ella.

—¡Demonios Oliver, contrólate!. ¡¿Quieres matarnos a todos?!. —Resopló Armand marcando en su voz el esfuerzo por mantener a Oliver dominado. ¡Mátanos entonces, pero hasta que nos hayas escuchado!.

La respiración de Oliver empezó a normalizarse y los músculos de su cuerpo se relajaron un poco. Él permitió que Alastair le arrebatara la espada y dejó de forcejear. Su rostro se volvió de piedra y sus ojos más fríos que el invierno.

—Eugene explícale a Vane y Ladmirault como llegar a las plantaciones y el almacén. Ustedes se aseguraran de prender fuego a la bodega y los sembradíos. Codling, Brenton y Armitage vendrán conmigo tomaremos por asalto la casa de Santiago. Preparen a sus hombres. Saldremos en cuanto caiga la tarde.

—¡Maldita sea Oliver. No tienes oídos para nada que sea razonable o pacífico!. —Estalló Robbie que hasta entonces solo había escuchado.

La voz de Oliver se volvió más grave y ronca si eso era posible.

—Caballeros, son libres de marcharse en este momento.

Con varios movimientos toscos de su torso se liberó de los tres hombres que aún lo sujetaban. Se volvió y regresó a su lugar en la mesa y continuó revisando los mapas desplegados.

Eugene se frotaba el mentón derecho, estaba sangrando y comenzaba a ponerse morado, avanzó hasta donde se encontraba la silla que momentos antes había lanzado y la cargó de regreso a la mesa, la colocó en su sitió y se sentó enfurruñado. Alastair lanzó un bufido y regresó también dejándose caer en la silla. Armand en silencio movía negativamente la cabeza y tomó su lugar. Robbie, no paraba de lanzar toda clase de maldiciones mientras se instalaba en su asiento. Y Georgie permaneció de pie sujetando las volutas que adornaban el respaldo de la silla donde se había sentado Eugene.

Oliver ni siquiera se molestó en levantar la vista, sabía que los cinco estaban ahí y empezó a girar órdenes, como si le estuviera hablando a una horda de sirvientes.

—Cerca de donde se encuentra ubicada la mansión de Santiago, hay una ensenada. —Señaló el punto en el mapa— Navegaremos hasta ahí. Robbie, Eugene y Georgie y sus hombres, vendrán conmigo. Tomaremos la casa de Santiago y ya que Eugene fue quien entregó a mi mujer en manos de ese maldito español, él será quien la lleve de regreso a bordo del Cerulean. Cuando los tengan a la vista. Vane y Ladmirault navegarán al muelle en donde Santiago tiene su almacén y las plantaciones. Quémenlo todo. No dejen nada de pie, asegúrense que solo queden cenizas. Algo más, no quiero testigos, ni prisioneros.

Masacre. Los cinco hombres exhalaron.

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