Azul

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PABLO evidentemente molesto, sostenía la puerta mientras ella abordaba el carruaje.

—Doña Fátima, ¿quiere que vayamos al muelle?.

Le preguntó en tono grave como si tuviera prisa por deshacerse de ella y regresar al lado de su señor.

—No. Desvíate de ese lugar lo más posible. Vamos a las plantaciones.

—Como usted diga, doña Fátima.

Ella no lograba encontrar alguna razón creíble para que Santiago hubiera recurrido a una estratagema tan burda para sacarla de la casa y suponer que ella aceptaría permanecer recluida en una prisión. Pero, tampoco encontró ninguna conexión con Oliver, él no actuaba de esa manera. Se recordó que él era un estratega. Él planeaba y ejecutaba la maniobra sin errores, con movimientos calculados y precisos. Y ésta, más le pareció un movimiento desesperado que una táctica bien planeada.

Y si estaba en lo correcto, entonces ¿qué había llevado a Santiago a cometer semejante error?.

Aunque, pensándolo mejor, si Oliver la alejaba de la casa, podría librar una batalla a muerte contra Santiago y ella no estaría presente para obligarlo a desistir. Oliver es un hombre inteligente y probablemente habría obligado de alguna manera a Eugene o a Robbie a revelarle la decisión de Fátima de permanecer en la casa de Santiago, y Oliver vislumbró alguna solución para quitarla de su camino. Esa posibilidad la enfureció. Eugene y Robbie no habrían sido tan débiles como para traicionarla. ¿O sí?. Tenían motivos suficientes para volverse contra ella. Ella sacudió las manos tratando de evaporar esos pensamientos, a fin de cuentas, esa opción no la convencía del todo.

Sin embargo, estaba muy consciente de que en el muelle esperaban cinco capitanes piratas y cinco tripulaciones completas anhelando reencontrarse con la gloria de una nueva batalla. Cinco mortíferos capitanes bajo el mando de un hombre que se había transformado en la encarnación de la venganza.

Fátima temió encontrarse con Oliver, la amedrentó la idea de no poder reconocerlo tras la armadura de rabia que seguramente se le había adherido al cuerpo. Su mano se deslizo hasta el medallón circular que pendía del torzal y lo empuñó.

Él no lo entendería.

Había pasado poco más de un año y ella no había podido olvidarlo, pero si se había esforzado por reconstruir su vida con otro hombre, precisamente el hombre equivocado.

Oliver no lo entendería.

Él se sentiría traicionado, burlado y a Santiago probablemente lo asesinaría con sus propias manos. Y a ella la despreciaría.

¿Podría vivir ella con su desdén?.

Ella lo había amado hasta con la médula de sus huesos, si eso era posible, y a punto estuvo ella misma de morir cuando creyó que lo había perdido.

Ella tendría que esperar el primer encuentro con él. Solo teniéndolo cerca, tocándolo, sintiéndolo, ella sabría entonces si aún existía ese extraordinario vínculo entre ellos.

¿Entonces, porque sentía ese dolor horrible en el pecho?.

¿Por qué deseaba tanto echarse a llorar?.

¿No había creído que ya no tenía más lágrimas dentro de ella?

Fátima se sumergió en el respaldo del asiento, no pudo evitar sentirse indefensa, impotente; atrapada en una batalla entre el mar y la tierra.

En esta guerra, no había posibilidades de alianzas o convenios; sería el mar o la tierra quien terminara abatido a los pies del otro y ella se vería forzada a declararse a favor del mar o la tierra. Ella había vivido amando al mar y aprendió también a amar a la Tierra. ¿cómo sería capaz de sublevarse contra mar o tierra?.

Finalmente, ella lloró. Las lágrimas se desprendieron de sus ojos surcándole las mejillas y precipitándose sobre su regazo. Llorar no le proporcionó desahogo, en lugar de eso, la hizo sentir mucho peor.

Ella se internó en la profundidad de una selva de conjeturas y suposiciones, que el andar del tiempo desapareció de su conciencia, ni siquiera notó que el coche se había detenido, hasta que la portezuela se abrió.

—Hemos llegado doña Fátima, pero todo se ve muy tranquilo. No hay luz en el despacho de don Santiago.

Estaba cayendo la noche cuando arribaron a las plantaciones. Aquel lugar estaba desierto, y a pesar de sus dudas y temores, ella se dirigió al despacho de Santiago.

Pablo caminaba detrás de ella, Fátima supuso que enviándola a ella por delante, él pretendía tener la oportunidad de defenderse de las reprimendas de su amo en el caso de que lo encontraran trabajando en su oficina.

Ella hubiera querido correr, pero debió contener la impaciencia. Si existía una insignificante posibilidad de que Oliver y sus piratas estuvieran custodiando aquel lugar, era mejor no hacer alarde de desesperación.

Pablo y Fátima se llevaron una desconcertante sorpresa cuando ingresaron en el almacén. La puerta de la oficina de Santiago estaba abierta pero no había rastro de él. Los muebles y los papeles; los cuadros y los adornos estaban en su sitio, no había ni una sola señal de reyerta.

Se encaminaron al lugar en donde se almacenaban los granos de café y la caña de azúcar; pero los sacos, los contenedores, todo descansaba sin alteración.

Fátima atravesó corriendo el edificio y se abalanzó sobre la puerta que llevaba a las plantaciones. El paisaje que encontró fue más extraño aún, las plantas estaban intactas y se mecían rítmicas siguiendo la batuta del viento acompasado que las dirigía.

—Pablo.

—Si, doña Fátima.

—Regresemos a la casa.

—Como usted diga, doña Fátima.

Regresaron al coche. Habían avanzado unos cuantos metros y los caballos empezaban a galopar, cuando súbitamente Fátima recordó que frente al almacén estaba ubicado el muelle.

—¡Pablo detente!. —Ella gritó.

El hombre jaló la rienda frenando la carrera de los caballos, Fátima tuvo que sujetarse al marco de la ventana y apoyó los pies en el asiento de enfrente, para no caer. Ella abrió la puerta, bajó de un salto, se levantó el vestido y corrió hacia el muelle.

Llegó hasta la orilla de la plancha de madera y contempló ese gran trozo de océano vacío frente a ella. En el horizonte, el minúsculo gajo de sol libraba una batalla de antemano perdida desplegando sus rayos tratando de asirse a cualquier cosa que lo mantuviera a flote. El sol se hundió en las profundidades oscuras del mar. Con la débil luz de la luna que comenzaba a apoderarse del cielo, Fátima escudriñó la superficie del océano, pero no encontró ningún navío que descansara sobre esas aguas oscuras.

Respiró profundamente, Oliver no se había marchado, ella simplemente lo sabía. Aunque no estaba del todo sosegada, por lo menos comprobó que en ese sitio las cosas no estaban devastadas.

Pero, ¿por qué seguía sintiendo esa astilla en el pecho, lastimándola, provocándole un dolor sordo y constante?.

Regreso al carruaje y prosiguieron el viaje rumbo a la mansión de Santiago.

Las manos de Fátima estaban inquietas, la yemas de sus dedos no paraban de golpear la falda del vestido, y cuando la desesperación intentó devorarla, la joven unió sus manos y comenzó a rezar. Rogó que Santiago estuviera en su casa, sano y salvo y que Oliver si aún estaba en Veracruz, no llegara allá antes que ella. Su respiración estaba acelerada, las manos perdieron su calor y se enfundaron en una capa de hielo líquido y su estómago se empeñaba en crear un vacío gigantesco y doloroso.

Estaba asustada.

Nunca antes enfrentarse con Oliver le había causado temor. Siempre había sido otro tipo de emoción.

Furia.

Desconcierto.

Pasión.

Amor.

Ahora le temía. La angustiaba la idea de tener que desafiar a un ser violento y cruel. Un hombre que ella no reconocería.

El verde e insensible jardín los recibió sin interés, en un par de minutos más estarían frente a la puerta de la mansión. Pablo disminuyó la velocidad del coche y Fátima contempló el nuevo jardín medio devorado por la noche que se había precipitado sobre ellos. No había señales de ninguna clase de batalla. El jardín estaba inmóvil y ella no pudo distinguir ni un solo movimiento entre los árboles y arbustos. Las espadas de los piratas dejarían escapar algunas chispas producidas por la luz de la luna, pero no percibió ninguna.

En el instante en que Pablo detuvo el carruaje frente a la puerta principal de la mansión, Fátima abrió la portezuela y bajó del coche, corriendo se dirigió a la puerta de la casa, la abrió y entró.

En el interior de la mansión habitaba el mismo canto de todas las noches, compuesto por el cuchicheo de las cocineras y el sonido de las cucharas golpeando las cacerolas y las ollas. Fátima avanzó dos pasos hacia el centro del salón y se detuvo, giró a la izquierda y se encaminó a la cocina.

Conchita y sus ayudantes estaban entretenidas preparando una cena anormal. A la joven le desconcertó ver varios menus cocinados al mismo tiempo. Además ellas no parecían estar asustadas, en realidad se les veía molestas.

—Conchita.

—Dígame doña Fátima. —Respondió agria.

La mujer sacó la cuchara del interior de una olla y se volvió hacia Fátima, mostrándole sus labios apretados y las cejas unidas por una arruga.

—¿Dónde está Santiago?.

—En su despacho atendiendo a la visita que llegó con él hace un rato.

Las piernas de Fátima se aflojaron, tuvo que apoyarse sobre la mesa para extraer del roble el valor que se le había esfumado.

—¿Es una sola persona o han venido varias?.

—Preguntó con un hilo de voz.

—Es uno solo. ¿Quiere que le avise a don Santiago que usted desea verlo?.

—No gracias Conchita, yo iré. —Reuniendo todo el valor que le restaba, formuló a la cocinera una pregunta— ¿Toda esa comida es para el visitante?.

—Si doña Fátima. Don Santiago ordenó que preparáramos todo esto.

—Gracias Conchita.

—De nada doña Fátima.

¡Estaban preparando la cena para un ejército!.

Fátima salió de la cocina y se dirigió al despacho de Santiago. Con cada paso que completaba, las piernas se le ablandaban aún más. Ella llegó a suponer que Eugene y Robbie habían convencido a Oliver de no inmiscuirse en un combate atroz y él había venido por ella en son de paz. Sin embargo, no logró visualizar semejante imagen en su cerebro, Oliver y Santiago frente a frente dialogando en términos pacíficos, era un suceso imposible.

La puerta del despacho estaba cerrada, pero ella alcanzaba a escuchar el murmullo de una conversación extrañamente calmada.

Ella llamó a la puerta en dos ocasiones, el diálogo se detuvo y la voz de Santiago autorizó la interrupción.

—Adelante.

Fátima giró el picaporte y abrió la puerta. Santiago estaba sentado tras el escritorio.

—Santiago.

Apenas logró pronunciar su nombre.

La mirada de Santiago la fulminó, inmediatamente él se puso de pie y su rostro perdió color.

—Así que no tenías pista de ella y su amante, ¿cierto?. —Esa voz detrás de ella la paralizó. La puerta se cerró y Fátima escuchó el silbido de la hoja de una espada abandonar su vaina y un segundo más tarde la punta de metal presionó su espalda y se deslizó hasta instalarse en su garganta— Ha pasado mucho tiempo desde nuestro último encuentro, querida Fátima.

¡Alfonso!.

En el rostro álgido de Alfonso se había esculpido una sínica sonrisa. Ese hombre arrogante estaba de pie, frente a ella una vez más.

Fátima comprendió entonces la conducta de Santiago al enviarla a la prisión, él intentaba ponerla fuera del alcance de Alfonso.

—No se te ocurra lastimarla.

Santiago desenfundó su espada y colocó la punta presionando el cuello de Alfonso.

—¡No te atrevas a darme órdenes!.

Alfonso gritó, con el rostro enrojecido y la respiración acelerada a tal extremo, que el hombre bufaba en lugar de hablar. Presionó con mayor fuerza la espada sobre el cuello de la joven, tanto que le produjo dolor y desgarró su piel ocasionando que un tibio y delgado río escarlata brotara derramándose sobre su pecho.

Sin modificar su posición, Santiago avanzó rodeando el escritorio deteniéndose al lado de ella.

—Alfonso baja la espada.

Santiago le hablaba de manera pausada y sin levantar la voz, tratando de minimizar su inquietud.

—¡También se revolcó contigo, ¿verdad?!.

Alfonso miró a Santiago por un segundo señalándola con un ademán de su cabeza.

—¡Baja la espada! —Santiago gritó nervioso.

—¡Eres un maldito traidor!.

Alfonso le respondió con otro grito al tiempo que del interior de su casaca, con la mano que tenía libre, desenfundó una pistola y disparó.

Apenas tuvo Fátima un segundo para reaccionar, con el brazo izquierdo empujó a Santiago, haciéndolo perder el equilibrio cayó al piso, y eso evitó que el disparo de Alfonso alcanzara el pecho de Santiago. Alfonso incrustó su bota en el abdomen de Fátima y la empujó estrellándola brutalmente contra la puerta, y luego se abalanzó sobre Santiago que aún continuaba en el piso tratando de recuperar su espada. Con un esfuerzo se estiró y con la punta de sus dedos logró alcanzarla, justo a tiempo para repeler los ataques que le asestaba Alfonso.

Fátima no se había recuperado del golpe, pero aprovechó el momento mientras ellos estaban inmiscuidos en su duelo personal, para abrir la puerta y salir huyendo de ahí. Ella corrió hacia la puerta principal y salió sin mirar atrás.

Ella escuchó los gritos de Alfonso y por un segundo disminuyó la velocidad hasta casi detenerse antes de cruzar el patio de gravilla.

—¡Fátima!. ¡Regresa maldita mujerzuela o te juro que lo mato!. ¡FÁTIMA!.

Un pensamiento cruzó la mente de la joven, si Índigo estaba en lo correcto, aún cuando Santiago estuviera disminuido por sus heridas en las manos, era lo suficientemente diestro para mantener a raya y con un poco de suerte, hasta de vencer a Alfonso en ese enfrentamiento. Y si ella regresaba, Santiago se doblegaría para protegerla.

Fátima emprendió de nuevo la carrera despavorida.

No podía dirigirse a las caballerizas, Pablo estaría desenganchando los caballos del coche, y mientras ensillaba alguno, Alfonso podría darle alcance. Tampoco era conveniente correr por el camino, tal vez Alfonso vendría detrás de ella, además de que existía la posibilidad de que él trajera consigo una segunda pistola cargada y ella sería un blanco fácil.

Fátima tomó el camino a la playa.

Mientras corría por la playa dirigiéndose a la selva, ella descubrió un enorme barco con la bandera española ondeando en la punta del palo mayor, supuso que ese sería propiedad de Alfonso. Ella no detuvo su carrera durante varios minutos hasta que se internó en la selva y se sintió segura rodeada de árboles, lianas, arbustos y animales.

Una vez más, como en Maracaibo, ella se había olvidado de los bichos y fieras peligrosas que ahí habitaban. Pensó que todos esos animales eran inofensivos comparados con el ente ponzoñoso que se había quedado inmiscuido en un duelo con Santiago.

Fátima no dejaba de repetir infinidad de plegarias, rogando a Dios que Alfonso no la siguiera y que permitiera a Santiago salir con vida de ese enfrentamiento.

Se recargó sobre el tronco de una palmera para recobrar el aliento y escudriñó aquel paraje, pero solamente logró descifrar las siluetas de los arbustos y los troncos de las palmeras. Se sentía aturdida, los sonidos que poblaban aquel lugar se agolparon en sus oídos, combinados con los disparatados latidos de su corazón.

Ella permaneció inmóvil hasta que su respiración retornó a una aparente calma, fue capaz de reconocer toda clase de cantos de aves y chillidos de animales que provenían de todas direcciones; y percibió el movimiento anormal de las plantas y arbustos. Se petrificó. Podría ser cualquier cosa lo que se movía entre aquellos matorrales, desde un animal salvaje, un réptil o el mismo Alfonso. Ella contuvo la respiración un par de segundos, se abrazó al tronco de la palmera y deslizó su rostro unos pocos centímetros fuera del tronco, para averiguar qué era lo que se ocultaba entre los matorrales.

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