Azul

Azul


I

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I

«Can the transports of first love be calmed, checked, turned to a cold suspicion of the future by grave quotation from a work on Political Economy? I ask—is it conceivable? Is it possible? Would it be right? With my feet on the very shores of the sea and about to embrace my blue-eyed dream, what could a good-natured warning as to spoiling one’s life mean to my youthful passion?»

Joseph Conrad,

A personal record

La isla no tenía ningún atractivo especial como no fuera la gran mole de piedra roja que acumulaba el sol desde el amanecer. Por el este se abatía en picado sobre el puerto y por el oeste descendía menos abruptamente hasta formar un valle pedregoso y árido. Desde lejos se destacaba altiva como un vigía, como un faro natural amparando las breves laderas cubiertas de matorral reseco y espinoso.

La mayor parte de la superficie y del litoral era tan rocosa que al cabo de los años, cuando ya no quedara rincón alguno del Mediterráneo sin explorar, sólo una pequeña playa de marga habría de salvar a sus escasos y derrotados habitantes del ostracismo turístico. Sin embargo era de difícil acceso porque no podía llegarse a ella más que por un estrecho camino que trepaba entre ruinas desde el muelle sur, descendía de nuevo y se borraba a veces, o burlaba al caminante y le llevaba por veredas sin retorno entre construcciones medio derruidas, sin techo, de ojos vacíos y suelos rellenos de cascotes, de cuyas ocultas entrañas brotaba a veces, solitaria y torturada, una higuera. Al retomar el camino, o lo que el desuso había dejado de él ya podía verse a lo lejos el agua clara y los bajos fondos plagados de erizos, pero antes de llegar se desparramaba sin remedio en un terreno de marismas y una breve playa tosca, de arena roja y ardiente donde nacían yerbajos y matojos y se amontonaban los detritus.

Exceptuando el puerto era la única salida al mar. En el resto de la costa no había más que rocas que se precipitaban en riscos sobre el agua, paredes de escollos donde batían sin descanso las olas aun con el mar en calma, tan verticales que al filo de mediodía el perímetro completo de la costa quedaba rodeado de un exiguo cinturón de sombra, un relieve sobre el azul opaco, aplastado por la luz, que luchaba por mantener una ínfima zona de frescor frente a la mole rocosa.

Después de que los bombardeos de los primeros años de la segunda guerra mundial la hubieron despojado de sus barcos y de sus bienes, de sus casas y de sus iglesias, la existencia de aquel pedazo de tierra olvidado parecía no tener otra razón de ser que la de secarse y resecarse hasta perder el color.

El atractivo que más éxito habría de tener cuando finalmente fuera invadida por las hordas destructoras del turismo era la cueva azul cuyas excelencias, junto a su historia desfigurada, cantarían y multiplicarían las guías y los folletos. A quien no conociera palmo a palmo los arabescos del litoral le habría sido muy difícil descubrirla. Tenía la entrada casi al nivel del mar y bastaba que se rizaran un poco las olas para que la misma altura que les daba la corriente cerrara la entrada a golpes de espuma y estruendo. Pero para los pocos nativos que quedaban en el lugar no había confusión posible. Incluso los días en que el levante azotaba las rocas con ira descontrolada, sabían cómo aprovechar la resaca de un embate para, a golpes de remo y con buen cuidado en mantener la cabeza gacha casi a la altura de las chamuceras, deslizar con una sacudida precisa la barca dentro de la caverna. Una vez en el interior, el agua se volvía viscosa, oscura, inmóvil. El ámbito mantenía una temperatura fría, de un frío compacto que no calaba, que permanecía como un apósito en la superficie de la piel y transformaba el bramido del mar exterior en un eco sordo de concha marina gigantesca, en un sonido aterciopelado, envolvente que cerraba el espacio con mayor contundencia aún que las mismas rocas que lo componían. La bóveda sólo podía verse con la ayuda de una linterna y sus paredes lisas, sudadas y rezumadas, de un azul intenso y oscuro, irisado por la refracción del haz de luz que se concentraba en la monumental arista horizontal de la entrada, nada tenían que ver con el aspecto áspero, escabroso, rojizo que mostraba su otra cara bajo el sol.

Poco más había en ella: el pequeño café con sus tres mesas desvencijadas bajo las moreras de hojas carcomidas en la esquina de la plazoleta que se abría en el centro del puerto, la hilera de casitas de construcción reciente a ambos lados, con la carpintería pintada de azul pálido a imagen de las que arrasaran los bombardeos, el antiguo mercado todavía con algunas columnas de mármol en pie y sus mostradores, la vieja central eléctrica y el generador elemental del muelle norte que daba luz a las bombillas de las escasas farolas de las ribas, y del otro lado, más allá de la playa de bajos fondos y erizos, una cantera que se había utilizado por última vez hacía años para reconstruir la iglesia ortodoxa cuyas dependencias habían ido extendiendo durante siglos, columnas, cornisas y cimborrios tan agarrados a la base de la roca principal que habían acabado confundiéndose con ella poco antes de quedar despanzurrados por las bombas. En el cabo que por el sur cerraba la bocana del puerto se había construido hacía pocos años una mezquita y se había urbanizado una pequeña plazoleta en el mismo muelle que en invierno el viento del noroeste se cuidaba de limpiar a embestidas.

Eso era todo lo que podía verse desde el mar, porque el puerto avasallado por la roca roja, de cuya arista colgaban aún vestigios cobrizos del castillo que le dio el nombre, no admitía más de tres o cuatro desordenadas hileras de callejas oscuras y apenas recompuestas. Y a mediodía, con la reverberación del sol que la inmensa mole había acumulado durante su historia milenaria sobre las ribas y el mar enclaustrado de la bahía, la intensidad del calor se convertía en plomo. Y se deslizaban furtivos los dos escasos centenares de personas que quedaban en el pueblo, envejecidos y anquilosados, y permanecían en las sombras de sus ruinas o se desplazaban con cautela abrumados por la confusión y el miedo, como si hubieran sobrepasado el umbral a partir del cual ya no fuera posible el retorno, como se convierte en dos la cuerda tensada un instante más o a partir de una repetición la caricia se muda en tormento, o se transforma en odio, resentimiento y dolor el amor que va más allá de su propio límite.

Sin embargo ninguno de ellos había oído hablar de esa isla. Ni jamás habrían conocido el letargo de sus orillas calcinadas ni la historia —o el sortilegio, ¿quién podía saberlo?— que escondían sus ruinas sin aristas, de no haber sido por una inoportuna avería del motor. Quizás Leonardus habría reparado en ella al consultar la carta o tal vez en la ruta hacia Antalya la habrían visto a lo lejos como una sombra más cuyo perfil se transformaría al alba en una fortaleza rosada ocultando sus secretos.

Habían pasado la noche anterior fondeados en una cala cerrada por rocas oscuras a la que llegaron al atardecer sorteando un corredor de islotes espaciados y escalonados ante la costa que la resguardaban de vientos y corrientes. Cenaron una vez más protegidos del relente bajo el toldo y dejaron correr las horas con la seguridad de que ya nada iba a estropear ese viaje que tocaba a su fin. Martín Ures había aceptado la renovación de su contrato con una de las productoras de Leonardus por otros seis años —tres películas y seis nuevas series de televisión—; Andrea parecía haber recuperado un poco el color y quizá una sombra de la alegría que tuvieron alguna vez sus grandes ojos azules, y Chiqui pese a ser mucho más joven que todos ellos juraba a carcajadas que se había divertido como nunca. No había habido tensiones, ni peleas, ni accidentes, el tiempo había sido bueno y podían irse a casa en paz.

Tom, el chico danés que Leonardus había contratado ese verano, se levantó poco después del amanecer. El cabello largo, rubio y lacio le caía sobre la frente hasta cubrirle los ojos, pero sin tomarse la molestia de apartarlo con la mano salió del camarote de popa dejando tras de sí el caótico desorden de sábanas, almohadas, casetes y camisetas que le había acompañado desde que iniciaron el viaje diez días antes, se pasó por la cabeza un ancho jersey de punto, saltó al chinchorro amarrado al chigre de escota, soltó el nudo y agarrando el cabo de popa con las manos en alto lo hizo deslizar sobre el cristal gris del agua hasta la roca donde lo había amarrado la noche anterior.

Ni el suave balanceo del

Albatros al liberarse por la popa ni al poco rato el martilleo metálico al levar el ancla, despertaron a Martín Ures ni a Andrea, que dormía a su lado. Pero cuando la cadena quedó estibada en la roda como la serpiente en la oquedad de la pedriza y se hizo de nuevo el silencio, abrió los ojos con cautela, temeroso incluso de la lechosa luz del alba. Luego se incorporó y miró a su alrededor buscando lo que le había despertado. Recogió del suelo una botella vacía de

whisky que rodaba con el vaivén del barco, miró a su mujer y con la pesadez y lentitud de la resaca estuvo unos minutos pendiente de su respiración uniforme y acompasada que emitía un silbido profundo como el lamento de un animal. Tenía la cabeza echada hacia atrás y la mano extendida hasta chocar con las cuadernas en un gesto de descuido involuntario, y la sábana que le envolvía una pierna había adquirido con el sueño la textura de un lienzo. Los párpados semientornados escondían apenas las pupilas azules y le daban un aire todavía más ausente que el sueño profundo. Habría dormido inquieta, porque estaba cruzada en la litera y él quizá se habría despertado al sentirse arrinconado contra la madera. El camarote era pequeño y seguía la forma de la amura estrechándose hacia la proa. Fue a poner la mano sobre el muslo pero se detuvo. Hacía calor y a cada inspiración Andrea repetía ese mismo ruido cascado.

«Ronca —pensó Martín concentrándose en el silbido, la vista opaca y la mente confusa—, ronca y dice que no ronca».

Después inmovilizó la mirada en el vaho del ojo de buey cuya cortina semientornada descorrió con sumo cuidado para evitar el ruido y los gestos bruscos. Y, perdida toda esperanza de volver a dormir, se puso en pie sobre la cama y sacó la cabeza por la escotilla.

El motor se había puesto en marcha y el

Albatros tras un breve titubeo acertó el rumbo y comenzó a deslizarse por el fresco del amanecer abriendo las aguas mansas, brillantes, vírgenes de viento, al tiempo que las explosiones del motor partían el silencio, y el susurro de la espuma huía del casco y se deshacía en la estela. Sorteó los islotes y dejó atrás los telones oscuros de la cordillera, y cuando finalmente salió a mar abierto el sol inmenso y rojo apareció en el cielo e inundó de luz el aire con tal contundencia que dejó el paisaje brumoso y sin color.

Tom, con los auriculares puestos, sostenía con una mano la lata de coca-cola y hacía oscilar con la otra la rueda del timón para mantener el rumbo, fijos en un punto del horizonte los ojos cubiertos, casi por el pelo rubio, blanco, lacio, que la sal y el sol habían convertido en estopa.

Casi siempre habían navegado a motor. Porque aunque Leonardus se vanagloriaba de ser un hombre de mar, cuando llegaba el momento de izar las velas daba órdenes confusas, se atolondraba y acababa exigiendo que Tom las arriara, por prudencia hasta que las condiciones fueran favorables, decía. Era un hombre corpulento que ni los años ni el aguado

whisky que bebía a todas horas habían privado de la agilidad que debía de tener cuando era joven y se buscaba la vida en el puerto de Sidón. Le gustaba hablar de los tiempos de su juventud y para otorgar a sus palabras la mayor credibilidad posible adquiría al hacerlo un porte mayestático y el tono reposado de la voz de los ancianos, mientras rizaba sin parar con dos dedos el extremo de su poblado mostacho negro. Se entretenía en detalles minuciosos sobre la humildad de su vivienda, la cantidad de hermanos que compartían el mismo lecho, las triquiñuelas diarias para llegar a casa con algunas monedas, pero exceptuando que había llegado a Nápoles escondido entre las maderas y los sacos de pistachos de un carguero chipriota, nadie supo jamás cómo aquel muchacho escuálido que conocía los rincones más ocultos de todos los puertos del Levante se había convertido veinte años después en el magnate internacional, como le gustaba llamarse a sí mismo, influyente y poderoso en todos los canales de distribución y producción de programas de televisión, de cine y de vídeo —el mundo de la imagen, repetía él a voces distorsionando las palabras— que Martín había conocido en casa de Andrea años atrás. Se decía de él que era astuto y hábil, capaz de traicionar a su mejor amigo sin que se enterara; que con esos ojos pequeños, oscuros y penetrantes podía conocer las más recónditas intenciones de sus oponentes y en una negociación llevarles la delantera con una maniobra rápida y taimada. Se decía también que hablaba a la perfección infinidad de idiomas y los chapurreaba y mezclaba deliberadamente para que los demás hablaran sin temor a ser comprendidos, que mantenía a mujeres e hijos esparcidos por el planeta, que disponía de aviones particulares y sin embargo no los utilizaba más que cuando viajaba solo, que el cine y la televisión no eran sino coberturas que escondían su verdadera condición de hombre de negocios que controla zonas oculta de los poderes del mundo. Tenía fama de bordear siempre el peligro, saber hacerse indispensable por los resortes que conocía y manejaba y porque sin sucumbir jamás al cotilleo o a la confidencia parecía informado de cualquier minucia que ocurriera en el ambiente más recóndito. Y además, se decía, cuando las cosas no le iban bien, era un experto en caer de pie. Saltaba siempre de una ciudad a otra de un hotel a otro con una mujer al lado, nunca la misma, y aunque se sabía que tenía una familia que vivía en Pérgamo a la que visitaba muy de tarde en tarde, nadie la había visto jamás ni siquiera se conocía el número de miembros que la componían y Martín estaba convencido de que, real o no, servía a sus intereses porque, como el propio Leonardus gustaba de repetir, siempre hay una solución para todo, una solución perfecta que hay que saber encontrar o en su defecto, inventar.

Y estaba tan poco habituado a recibir órdenes y consejos que, cuando le ordenaba una maniobra fallida, apenas podía soportar el silencio de Tom, más admonitorio que las protestas y las voces. Intentó navegar a vela el primer día, quizá también el segundo, pero después, exceptuando algunos atardeceres plácidos cuando entraba la brisa de tierra y tenían el viento de popa, siempre habían ido a motor. En aquellas raras ocasiones Tom le cedía la rueda del timón, iba a sentarse a horcajadas sobre el bauprés y bebía una coca-cola tras otra mientras llenaba el silencio del mar con la música de sus auriculares.

¡Lo importante no es vivir, lo importante es navegar!, bramaba Leonardus llevado de la euforia cuando las velas cogían todo el trapo y navegaban de bolina Y repetía a gritos: ¡Navegar! ¡Navegar! Atraía a su lado entonces a Chiqui y con la mano que le dejaba libre la rueda del timón recorría su cuerpo a conciencia para que el placer de la navegación fuera completo.

Aquel último amanecer surcaba el

Albatros el agua quieta apenas rizada por la brisa que se levantaba con el día. Y así habían decidido navegar hasta llegar a Antalya al caer la tarde. Las previsiones del tiempo eran buenas y todo parecía estar en orden.

Una vez en puerto dormirían hasta el alba, a las cinco de la mañana iría a buscarles un coche que en unas pocas horas desandaría por las curvas encadenadas de la costa el camino que habían hecho por mar en aquellos días y les dejaría en el aeropuerto a las diez de la mañana para volar a Estambul. Leonardus saldría para Londres al cabo de media hora. Los demás contaban estar en Barcelona al anochecer.

Martín miró el mar sin verlo, entornando los ojos para que no le cegara el reflejo, la reverberación de cristal que había dejado el paisaje blanco de luz opaca. De un lado el mar abierto, del otro los telones de montañas tras los cuales se extendía ensoñada aún la Capadocia. Unas horas más y el viaje habría terminado.

—Un día

glorious, uno más —dijo Leonardus asomando la cabeza por la escotilla del otro camarote de proa.

—¿Duerme? —preguntó Martín señalando con un gesto de la cabeza el fondo del camarote.

—Duerme —afirmó Leonardus con la cabeza—. Siempre duerme. Pero es una preciosidad, ¿no?

Sí, era cierto, Chiqui era una preciosidad. Aunque no podría recordar las veces que le había conminado a reconocerlo desde que se encontraron en el aeropuerto de Barcelona.

—¿De dónde la has sacado? —le había preguntado Andrea entonces en un momento en que la chica había ido al quiosco de periódicos.

—¿No es una preciosidad? —preguntó Leonardus sin responder y miraba extasiado cómo se abría paso altiva y distante entre la multitud de viajeros y maletas. Se había acercado ya al mostrador y con la misma indiferencia, atusándose el plumero de cabellos que llevaba casi sobre la frente que la elevaba por lo menos diez centímetros más sobre el suelo, compró los paquetes de chicles que no había de dejar de mascar en todo el viaje.

Es cierto, era una preciosidad: tenía las piernas largas y morenas y piel de melocotón en el cuello y en los brazos. Excepto el plumero recogido en un elástico de flores doradas, el pelo suelto, rizado y rubio le llegaba hasta la cintura, y todo en ella tenía un leve punto de vulgaridad que la hacía aún más atractiva. Vulgaridad en algún gesto descoyuntado, tal vez un tanto desgarrado, o en la voz sin modular que mantenía un tono alto, monótono y con un deje gangoso, o quizás esos estribillos que repetía a cada rato para jalonar las frases de su vocabulario elemental. O la risa tosca también y estruendosa, sin motivo, que mostraba la hilera de dientes escandalosamente blancos y perfectamente colocados.

Andrea la había mirado sonriendo con una cierta condescendencia dedicada tal vez más a Leonardus, pero había también en su mirada borrosa, Martín se dio cuenta enseguida, una casi imperceptible sombra de displicencia. Ella jamás se habría atrevido a llevar botines de cuero negro sin medias en pleno verano, ni ese bolso desfondado de colorines que le colgaba del hombro hasta más abajo de la rodilla. O quizá el ceño ligeramente fruncido escondiera una cierta inquietud, el desasosiego de haber de competir casi desnuda durante más de una semana con una mujer, casi con una niña, veinte años más joven que ella.

Chiqui reía siempre porque sí o por llenar un silencio que confundía con el aburrimiento. Y cuando más tarde en el avión la oía desde el asiento de atrás, Martín con los ojos cerrados para no tener que hablar con nadie, atendió en el fondo de la memoria a las carcajadas de cristal, cantarinas, límpidas, matizadas, radiantes, de Andrea cuando la conoció, un reclamo al que él no se negaba jamás, un rastro para encontrarla en reuniones multitudinarias, en los entreactos de los conciertos, en las presentaciones de libros, en los

vernissages —eran las épocas de sus amores clandestinos—, preparadísimos encuentros casuales en lugares públicos de la ciudad a la que él había llegado unos meses antes, donde se deslizaba con invitaciones que ella le proporcionaba, ella, una inteligente, desenvuelta y atractiva criatura de aquel mundo de profesionales e intelectuales que había tomado forma y consistencia al tiempo que se desvanecían los años de la posguerra.

Tú vienes de las tinieblas, le decía ella entonces, riendo siempre.

Hacia las nueve Leonardus abrió la puerta y se instaló en el camarote central para ordenar y guardar las cartas y los mapas. Martín se tumbó otra vez en la litera y procuró dormir pero sólo logró dejarse mecer por la modorra de la resaca que se acentuaba con la vibración del motor.

Sin embargo debió de dormirse más tarde porque hacia las diez de la mañana le despertó el silencio. El motor se había detenido y Leonardus, que ya había metido sus papeles en la cartera y se había tumbado junto a Chiqui, se encontró también sentado en la cama sin comprender qué ocurría ni dónde estaba.

—¿Hemos llegado? —Martín le oyó preguntar a gritos, y casi inmediatamente abrió la puerta y atravesó a grandes pasos el camarote central. Martín se levantó y le siguió.

El

Albatros se balanceaba sin ritmo ni gobierno, la rueda del timón giraba sobre sí misma, y Tom, que había levantado las tablas y manipulaba en las profundidades del motor, no atendía a las preguntas de Leonardus. Salió al fin y con un gesto indicó que no se pondría en marcha, pero en su cara de piel mate apenas había un gesto de contrariedad.

—Habrá que entrar en puerto y buscar un mecánico —dijo—. Se ha roto una pieza de la transmisión, creo.

Al comprender lo que ocurría, Leonardus, que luchaba por acabar de ponerse la chilaba, comenzó a jurar en lenguajes misteriosos. Después volvió al camarote, tropezó con la escalerilla y sacó otra vez las cartas que había doblado ya hasta encontrar la que buscaba, y sin acabar de desdoblarla ni extenderla, se caló las gafas que llevaba colgadas de una cadena y se puso a estudiarla con detenimiento.

—¿Cuánto hay hasta la costa? —le preguntó Martín.

—¡Yo qué sé! Cinco millas, veinte, cualquiera sabe con esa reverberación —rugió.

Cuando al poco rato subió a cubierta ya no hablaba más que en italiano, como si el malhumor que era incapaz de disimular le impidiera tramar la amalgama de palabras y expresiones que tan bien dominaba.

—¡A Castellhorizo! —ordenó—. Está a menos de quince millas y no quiero volver atrás. Es tierra griega así que arría la bandera turca e iza la griega. —Se sentó en el banco de la bañera, dio un puñetazo brutal a la madera y ante la inutilidad de su gesto furibundo aulló contra el cielo azul—:

Porco Dio!

Sin esperar nuevas órdenes Tom colocó de nuevo las planchas y dio un brinco para ir a soltar los cabos del foque. La vela se rizó sin decidirse aún hasta que después de dos o tres embates tomó viento y poco a poco Tom jugando con el timón logró corregir el rumbo del

Albatros, que se dirigió de nuevo hacia poniente hinchada la vela más de lo que cabía suponer por la calma de la mañana. Sólo entonces comenzó a soltar el cabo de la mayor. Rechinó el chigre de escota y la vela fue trepando por el mástil hasta llegar a la cruceta. La botavara dio varios tumbos y después de dos o tres inocentes trasluchadas también ella se acopló a las maniobras del timón. Tom dejó que el viento llenara todo el trapo de la mayor mientras sostenía el contrapunto del foque; fijó entonces la botavara con la escota y se hizo de nuevo el silencio sobre el tenue murmullo rítmico y acompasado de la proa que se abría paso otra vez en las aguas plácidas y silenciosas de la mañana. Leonardus, enfurruñado, no atendía a los movimientos de Tom ni, por una vez, daba órdenes. Al poco rato apareció Chiqui en cubierta despeinada, medio dormida y casi desnuda, y comenzó a untarse con cremas mirando alternativamente a Tom y a Leonardus sin demasiado interés. Andrea y Martín seguían en su camarote. En la inmensidad del mar en calma el

Albatros parecía no avanzar, sólo de vez en cuando los bordos que hacía Tom para recoger el escaso viento, el batir de las velas y el alboroto de las drizas, insinuaban un cierto movimiento. Rumbo a la isla navegaron hasta el mediodía manteniendo a babor la desmedida pared del continente sin vestigios de pueblos ni construcciones que las brumas del bochorno escondían en las invisibles vaguadas y declives de los montes de la Lycia.

A Martín no le gustaba el mar. Llevaba más de una semana a bordo y apenas podía disimular esa persistente sensación de angustia. Si se quedaba en la cabina leyendo sentía un peso en el estómago, una leve sensación de mareo que le impedía continuar; si subía a cubierta el sol le anonadaba y el constante martilleo del motor le abrumaba. A veces el viento era frío y aun con sol había que bajar al camarote a buscar un jersey; casi siempre, sin embargo, el calor era tan sofocante que ni con la brisa podía respirar. Y cuando al atardecer entraba el fresco, se sentara donde se sentara siempre había bajo sus pies una cuerda, un cabo decían, absolutamente imprescindible en aquel momento, o saltaba Tom sobre sus rodillas para pasar a proa, o le apartaba para abrir una gaveta escondida en el lugar exacto donde estaban las piernas. Y ese olor vagamente impregnado de gasóleo o la humedad que se densificaba al caer la noche y mojaba los asientos, los papeles, incluso la piel y la cara. Le despedazaban los mosquitos cuando fondeaban en una cala aun antes de haber comenzado a cenar, y si dormían en puerto los ruidos y las voces del muelle le impedían dormir. Y cuando después de una noche en vela, agotado le vencía el sueño al amanecer, «la vida de la mar», como decía Leonardus dando voces en cubierta, exigía que se levantara casi al alba.

Pero sobre todo odiaba navegar, horas interminables en las que avanzaban hacia un punto que se manifestaba a cámara lenta, un plano demasiado largo para mantener el interés. Se contenía para no preguntar cuánto faltaba porque entendía que esas cosas no se preguntan en el mar. Y cuando los veía iniciar una maniobra o fondear, no hacía más que dar tumbos por cubierta sin saber qué se esperaba de él, porque no comprendía ni la jerga marinera mitad italiana mitad inglesa en la que se entendían Tom y Leonardus ni se daba cuenta de que habían llegado a su destino, porque nunca supo tampoco cuál era el destino, el programa ni, menos aún, el objetivo de navegar. La mayor parte del tiempo estuvo tumbado boca arriba en la litera de su camarote deseando llegar a tierra firme donde sin embargo hasta por lo menos media hora después de haber pisado el muelle no desaparecía esa molesta impresión de balanceo que no lograba quitarse ni siquiera durante el sueño, mientras oía los gritos que daba Leonardus de pie en la proa con el vaso de

whisky levantado contra el cielo: ¡Quien ama la mar, ama la rutina de la mar!, vociferaba. ¿A qué venía esa mitificación del mar, de la vida del mar, de la navegación? ¿Qué diferencia había entre esa rutina y el aburrimiento?, pensaba Martín, quizá porque nunca logró adecuar su pensamiento al ritmo y contrarritmo del mar ni había sabido encontrar ese tiempo distinto en el que parecían vivir los demás. A veces cuando navegaban con el sol de frente los miraba desde el banco de la bañera donde se había refugiado buscando la sombra errante de la vela. Chiqui inmóvil a todas horas se desperezaba únicamente para untarse una vez más, tan inmóvil y aplastada contra el suelo que su cuerpo desnudo seguía los vaivenes del barco sin apenas separarse de la cubierta. Leonardus siempre con un cigarrillo en la boca subía y bajaba las escalerillas para consultar el compás, las cartas de navegación, o manipular la radio y conocer la previsión del tiempo, y al pasar junto a ella le daba palmadas en los muslos desnudos que siempre provocaban la misma reacción: ¡Quita ya, pesao!

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