Azul

Azul


I

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El que ha nacido junto al mar, el que aun sin verlo cuenta con el límite azul del horizonte y está hecho a la brisa húmeda y salina que le llega al atardecer, configura su mundo en unos límites a partir de los cuales el paisaje se allana y alcanza el infinito. Y si camina tierra adentro busca detrás de cada loma la línea azul que ha de devolverle la orientación precisa para no sentirse perdido entre montes y llanuras, entre calles y plazas, saber dónde está y encontrar el camino y la salida. Pero Martín no conoció el mar hasta mucho más allá de la adolescencia y nunca dejó de considerarlo un elemento extraño, misterioso y amenazador.

Andrea en cambio, si bien no era ahora capaz de saltar sola al muelle y había que darle la mano para atravesar la pasarela, aun con esos vértigos que habían comenzado hacía unos años, con la debilidad tan manifiesta en su rostro y en sus brazos transparentes y un tanto flácidos, vivía a bordo sin acusar la menor molestia y se movía en el barco con extrema normalidad. Cuando navegaban a pleno sol, embutido el sombrero de paja hasta las cejas para protegerse la piel, se sentaba en la proa abrazada al palo e inerte como un mascarón fijaba en un punto la mirada sin alterarla durante mucho rato hasta que de repente parecía descubrir que Martín estaba en cubierta. Se levantaba entonces y agarrada con fuerza a los obenques pasaba de la proa a la popa e iba a reunirse con él. Martín abría otra vez el libro e intentaba disimular esa mezcla de tedio y mareo que no le había abandonado desde que comenzó el viaje. Estaba seguro de que ni Leonardus y mucho menos Chiqui se habían dado cuenta pero sabía que Andrea lo adivinaba, aunque de habérselo ella insinuado él nunca lo habría reconocido.

Ella sí había nacido junto al mar y desde pequeña su padre le había enseñado a moverse en la cubierta de las barcas con buen tiempo o temporal. El primer día del viaje, en Marmaris, cuando Martín y Chiqui bebían limonadas en la terraza del bar del puerto esperando a que Leonardus y Tom volvieran de hacer las diligencias para poder zarpar, se las había ingeniado para comprar hilo, anzuelos, plumas y plomos y todos los días al atardecer se sentaba en la popa detrás del timón y echaba el curricán que ella misma había fabricado. Fijaba la mirada en un punto lejano del mar y se concentraba en la tensión del hilo sobre el dedo que había de transmitirle desde las profundidades del mar el movimiento del anzuelo escondido tras la pluma, y al notarlo daba un tirón y recogía rítmicamente el hilo que formaba a sus pies un ovillo sinuoso de hebras amontonadas casi con perfección, sin cansarse, ni demorarse, ni acelerar la cadencia de la cordada Y al llegar al final, sujetaba el pez y le obligaba a abrir la boca con una mano para, con un juego hábil de la otra, quitarle el anzuelo sin desgarrarlo, y ante los gritos de horror y de asco de Chiqui lo echaba al cubo. Luego, sin entretenerse en contemplarlo, soltaba de nuevo el curricán y deshacía al mismo compás la telaraña que descansaba en el suelo. Al fondear en una cala, si todavía había luz de día, en cuanto notaba que el ancla ya no garreaba y veía que Tom iba largando cadena, antes incluso de que saltara a la chalupa para amarrar el cabo de popa a una de las rocas o a un tronco que los embates del mar habían dejado entre ellas blanco y desnudo, se instalaba en la proa con la cesta de la pesca y doblada sobre la barandilla, con las gafas resbaladas sobre la nariz, se agarraba a una jarcia con una mano y echaba el volantín con la otra. El sol de poniente se abatía sobre las rocas de la costa soslayando el mar y las aguas exentas de reflejos adquirían una transparencia de claroscuro que la mantenía atenta a la agitación de los peces en el fondo sin reparar en la humedad que poco a poco iba mojando la cubierta y rizando aún más sus cabellos negros. Nada, ni siquiera la voz de Martín la distraía entonces. Y no recogía los volantines hasta que el sol al esconderse se llevaba consigo la oculta transparencia de las aguas. Y con la última luz que había quedado suspendida en el horizonte, limpiaba los cuchillos, clavaba los anzuelos en los corchos, los guardaba en la cesta para tenerlos a punto al día siguiente a la misma hora, llevaba el cubo con los peces a la cocina como probablemente había hecho todos los atardeceres de verano de su infancia —y seguía ahora haciendo con tal naturalidad que nadie habría adivinado que llevaba por lo menos ocho años sin navegar, sin pescar, sin ver el mar más que desde la lejanía de su apartamento en la ladera del monte, en la ciudad—, y sin más demora se reunía con ellos bajo el toldo y se servía el primer

whisky.

Martín la había conocido en el mar, en la pequeña bahía frente a su casa de la costa. Hacía menos de un año que había terminado el servicio militar y en lugar de volver a Sigüenza donde vivía su familia, gracias a un compañero del mismo batallón que le había recomendado a su tío, había conseguido entrar de segundo cámara en la pequeña productora de cine y televisión que éste tenía en Barcelona. Aquel día era sábado y después de unas tomas en el puerto que habían quedado pendientes la mañana anterior, Federico, el productor, le pidió que le acompañara a la casa que un editor tenía en Cadaqués, un pueblo de mar al norte de la ciudad. Según le dijo, era un hombre rico interesado en invertir una suma importante en la serie de reportajes para la televisión que habían comenzado aquella primavera. Martín le acompañó porque no tenía más remedio y tampoco mucho más que hacer en la canícula húmeda de la ciudad vacía. Durante más de cuatro horas viajaron por una carretera que se empinaba y estrechaba a medida que avanzaban. En las curvas finales, cuando ya descendían entre lomas cubiertas de olivos bajo un sol agobiante, Martín, que apenas había desayunado, cerró los ojos para no sentirse peor y ni siquiera se percató de que se acercaban al mar que se extendía azul e inmóvil como un espejo oscuro hasta la línea del horizonte. Cuando aparcaron el coche eran más de las dos y entraron en la casa por una calle paralela al mar. Sebastián Corella, que les estaba esperando, les hizo pasar a la terraza.

Era un día transparente de julio y aun amparados por la sombra del toldo la reverberación del sol les cegó un instante. A sus pies un mar tranquilo se desmenuzaba en olas tan suaves sobre las piedras negras de la pequeña playa cerrada a ambos lados por rocas con lustre de mica bajo el destello irisado del sol, que la espuma transparente apenas transmitía un leve murmullo. Alguien venía nadando y rompía rítmicamente el agua, abriendo a su paso una estela incrementada por el golpe seco de cada brazada, como el dibujo de las bandadas de gaviotas en el cielo de octubre.

—Es Andrea, mi hija —dijo Sebastián Corella mientras ponía hielo en las copas que acababa de servir.

Martín tomó la suya y se apoyó en la balaustrada para seguir la cadencia de la mancha oscura que al llegar a la playa se detuvo sin sacar la cabeza, se zambulló en una pirueta súbita y de una embestida salió del agua que saltó a su alrededor como un surtidor. Estaba a muy pocos metros de distancia: quedaron suspendidas sobre su cuerpo minúsculas gotas que brillaron al sol antes de resbalar sobre la calidad mate de su piel oscura y el cabello que se echó hacia atrás con un gesto preciso —que Martín no habría de olvidar, igual que esa mirada de ojos ligeramente entornados, opaca, perdida, dulce y vagamente desenfocada de los miopes— arrastraba todavía un chorro de agua. Una vez se hubo adaptado a la luz abrió los ojos en toda su amplitud y mostró las pupilas de un azul pálido que con los reflejos del agua adquirió un leve tono violeta. O quizá fuera que sus ojos tenían la facultad del camaleón porque ni una sola vez en todos los días y todas las noches que se mantuvo junto a ella aquel verano, mirándola a distancia sobre las cabezas de los bebedores, o en la playa entre otras mujeres y hombres que nunca fueron para él más que figuras difusas de una farándula veraniega, o en el apasionamiento —y la distancia— con que se sucedieron los años siguientes, fue capaz de adivinar de qué matiz se habría teñido el azul de su mirada cuando dejara de enfocar el objetivo y fruncir los párpados y quedara al descubierto la nitidez de sus enormes pupilas que, sin embargo, llevaba en sí misma la carga de una cierta expresión enigmática, la sombra de una reserva que nunca sería capaz de desvelar cabalmente.

Sin bajar la mano que seguía sosteniendo hacia atrás la mata de cabello mojado, levantó la cabeza, sonrió y les saludó con la otra. Martín jamás había visto un ser más radiante, una mujer más hermosa, unos ojos más azules. Deslizó los pies por el agua y caminó sobre las piedras negras, ardientes y dentadas como si iniciara un paso de danza ya sabido y se agachó a recoger la toalla que había dejado en un pretil no con intención de secarse sino simplemente para dar por terminado el baño o quizá sólo por rematar el esplendor de su figura porque se la echó al hombro como había hecho con el cabello y desapareció bajo la terraza.

No volvió a verla hasta media hora más tarde. La puerta del fondo de la sala estaba abierta y desde donde estaba veía la escalera. Apareció primero un pie, después otro y finalmente el cuerpo entero. Bajaba despacio abrochándose la correa del reloj. Tenía el pelo todavía mojado pero más suelto y alborotado, iba vestida de blanco y llevaba gafas oscuras. En ese momento su padre había entrado en la sala y estaba buscando entre las revistas amontonadas sobre la mesa la última crítica de una película en cuya producción había intervenido. Ella pasó por su lado, le dio un beso fortuito en la mejilla y salió a la terraza manipulando aún la correa.

—Me llamo Andrea —dijo, y dio la mano primero a Federico, luego a Martín. Se dio la vuelta para servirse ella también una copa, y cuando su padre se acercó a Federico con el periódico, volvió la cabeza, se bajó las gafas hasta la punta de la nariz y por encima de ellas miró a Martín, le sonrió fugazmente con curiosidad y una cierta sorna, y antes de que él fuera capaz de reaccionar y devolverle la sonrisa, ella ya había empujado hacia arriba la montura negra y se había dado la vuelta otra vez.

Martín reconoció más tarde que se había azarado, lo reconoció ante sí mismo porque no habría tenido el valor suficiente de contar a nadie cómo esa simple mirada le había transpuesto. Hasta tal punto que apenas prestó atención a la entrada de la madre de Andrea, y a ese hombre alto y de tez oscura que la acompañaba y que se quedó a comer con ellos, ni a su nombre, ni más tarde a la perfecta disposición y al artificioso diseño de los cubiertos, los platos y los vasos, ni a la crema helada de calabacín y al pescado al horno y a las distintas clases de postre que les sirvieron, que tanto le habrían maravillado de no haber estado esa mujer sentada a esa mesa y precisamente a su lado. No podía oír más que lo que ella decía, ni atender a otro sonido que su voz, sin reconocer en cambio el contenido de su discurso, como si a medida que las pronunciara fueran perdiendo el significado una tras otra las palabras y no quedara de ellas más que la entonación, el tono, la inflexión, la melodía y el ritmo, y los gestos y la sonrisa con que los acompañaba, o esa forma de permanecer atenta a la intervención de quien le había interrumpido, con la cabeza adelantada, la boca ligeramente abierta y los cubiertos inmóviles en las manos, dispuesta en cuanto pudiera a retomar el hilo de su propio argumento. Y aunque procuró que no fuera demasiado evidente su ensimismamiento e hizo esfuerzos desmedidos sin lograrlo por comprender de qué se estaba hablando, en la agitación y la soledad de la semana que siguió no pudo recordar de esa comida más que los grandes ojos de Andrea apenas insinuados tras el cristal negro, la peculiar forma con que se ponía y quitaba continuamente las gafas y ese canto sin letra de su voz de alondra.

Luego, cuando una vez terminada la comida la vio salir sola a la terraza, se levantó también y la siguió.

En aquel momento el motor de una barca retumbaba en el sopor de la tarde. El sol que había comenzado a ocultarse tras la casa había dejado en la sombra la terraza y la playita de piedras negras, y a esa luz se había oscurecido el tono dorado de su piel como si también ella se hubiera quedado en la penumbra. Estaba de espaldas al mar con la taza de café en la mano y la miraba perdida, había levantado la rodilla y doblado una pierna hacia atrás apuntalando sobre la otra todo el peso del cuerpo que, con el desplazamiento a que le había obligado la postura y desnudo ahora el rostro de la animación de la palabra, había adquirido un aspecto indolente, un poco lánguido.

No se movió cuando él llegó a su lado, ni siquiera levantó los codos del antepecho y siguió removiendo el café con la cucharilla.

—¿En qué trabajas? —le preguntó sin mirarlo.

—En cine, ¿y tú?

—Soy periodista. —Y bebió el café a sorbos lentos.

—¿De dónde eres? —preguntó al rato.

—Soy de Sigüenza, mejor dicho de Ures, un pueblo cerca de Sigüenza. ¿Por qué?

—Por nada, pura curiosidad —le miró ahora entornando los párpados y sonrió.

Martín no supo qué más decir. Sin saber por qué deseó por una vez salir de su mutismo, vencer su timidez y hablar, contarle que había nacido en Ures, provincia de Guadalajara, en el centro de España. Que en realidad se llamaba Martín González Ures, pero desde siempre se le había conocido como Martín Ures por el apellido de la familia de su madre. Que incluso a su padre, el maestro que llegó de Sigüenza y se casó con la hija del molinero Ures, se le llamaba señor Ures. Que desde pequeño él y sus hermanos llevaban el nombre de la aldea como si fueran los descendientes de los fundadores del pueblo aunque sabían bien, porque su padre lo contaba año tras año en la escuela, que la aldea había sido en sus orígenes un monasterio edificado en el siglo XV o XVI para una congregación de monjas vascas, que se conservaba todavía destartalado y casi en ruinas. Que lo habían llamado Ures por ser el único lugar de los contornos que tenía

ur, agua en vasco, que el río que traía el agua de los montes de Pozancos corría bajo la ventana de su habitación en el sótano mismo del molino y que por las noches antes de dormirse tiritando entre las mantas porque las paredes rezumaban humedad se dejaba mecer por el rumor del agua, y que durante el día se asomaba a ver pasar la corriente absorto en las variaciones e imágenes que se sucedían, como años más tarde se quedaría embobado viendo la televisión, o más tarde aún, una y otra vez la misma secuencia de una película. Que no recordaba ni habría podido decir cómo se molía el trigo con el agua del molino porque cuando él nació ya no funcionaba, que en la plaza del pueblo había un caño que salía de un pilón de cemento al que llamaban la fuente donde todas las tardes se reunían los hombres y las mujeres bajo la sombra de un tilo gigantesco, que los muchachos que iban al servicio militar no volvían y el pueblo se fue vaciando, hasta que también quedó la escuela casi desierta, y que así fue cómo abandonaron la casa del molino y el pueblo y partió toda la familia a Sigüenza donde su padre había sido trasladado. Habría querido contarle cómo había echado de menos en la oscuridad de aquel apartamento nuevo y ruidoso de Sigüenza a los niños de la escuela de Ures y el graznido de los cerrojos herrumbrosos del molino al cerrar la puerta por la noche y la chopera al borde del camino que se extendía inacabable hacia la meseta, un paisaje sin más horizonte que la vaga línea de nieve apenas distinta del cielo en el invierno o las lomas de trigo acerado por las escasas ráfagas de aire tórrido del verano, y las higueras torturadas y los cangrejos en el río, y los ratones que sobre el ruido del agua roían las vigas del sobrado. Y explicarle la emoción con que iba todas las semanas a ver las dos películas que pasaban en la sala de la rectoría y cómo una tarde, cuando apenas tenía doce años, sin entender todavía de qué materia estaban hechas las historias que veía, juró que él, Martín Ures, también haría películas un día, y con qué superioridad miró desde entonces a los demás chicos convencido de que de una forma misteriosa pero irrecusable había sido elegido entre todos para un menester mucho más importante que subirse a los árboles a robar los nidos o esconderse jugando en las parideras del monte. Que todo cuanto había hecho a partir de esa revelación se había inspirado en la misma y profunda convicción que se apoderó de él aquella tarde en Ures, y que sin embargo en este momento lo único que le tentaba de su propia historia era la improbable eventualidad de que alguna vez él pudiera contársela y ella se sentara a su lado y no se moviera nunca más.

Pero no dijo nada y ante su mirada azul se limitó a encogerse de hombros como para indicar que nadie elige el lugar de su nacimiento.

Súbitamente Andrea se enderezó, se palpó los bolsillos y ¿dónde están mis gafas?, preguntó, y sin esperar respuesta se fue. Martín intentó seguirla con la vista pero le fue difícil. Un grupo de personas había entrado en el salón y ella aparecía sentada en un sofá buscando en las juntas de los almohadones o desaparecía oculta por un rostro o una sombra. Hasta que del mismo modo que habían irrumpido esos extraños personajes salieron todos y la habitación quedó silenciosa y casi en la penumbra como si con sus risas y su trasiego se hubieran llevado la luz y con ella a Andrea.

Sólo quedaron Sebastián y Federico, cada uno en la esquina de un sofá, consultando papeles y cifras ajenos a las idas y venidas del personal. Sobre la mesa habían amontonado las carpetas que Federico sacaba de su cartera de mano, el cenicero estaba lleno de colillas y la botella de coñac señalaba con su nivel el paso del tiempo. Martín se sentó con ellos.

Al principio no se atrevió a rehusar la copa que Sebastián le había servido y luego, a medida que fueron pasando las horas, con ese ritmo distinto al que nos somete la bebida corta y continua, se quedó al margen de su conversación que oía con el deleite de quien cabecea una siesta con las voces de fondo de la televisión, y se dejó envolver por el vaho de bienestar e ingravidez que le iba imponiendo el día.

Bajo las voces rompían una tras otra las olas livianas sobre las piedras oscuras que había visto en la playa, el reloj de la torre de una iglesia dio las ocho y sonaron pisadas en algún lugar de la casa; de vez en cuando rompía el susurro de la conversación el motor de una barca que se acercaba o alejaba, o el ladrido perdido de un perro, una voz lejana, sonidos separados unos de otros, de límites precisos, como ecos que estallan en verano en el crepúsculo rosado del mar.

Estaba tan poco acostumbrado a beber que cuando después de haber recogido todos los papeles se levantaron y Sebastián les llevó al primer piso por la misma escalera que había descendido Andrea hacía unas horas y los dejó a cada uno en su habitación —así podéis descansar un poco antes de la cena, les dijo—, se agarró al pasamano para mantener el equilibrio y una vez en su cuarto se dejó caer en una de las dos camas sin apartar la colcha blanca ni asomarse a la ventana que daba sobre la terraza y el mar desde donde siguiendo la corona de luces de la riba que acababan de encenderse habría podido verificar el contorno de la bahía con igual precisión que en el mapa enmarcado que había descubierto en el vestíbulo de la casa esa misma mañana tan lejana ya. Y cuando Federico entró a buscarle para bajar a cenar se puso en pie de un salto sin saber ni la hora que era ni dónde estaba ni por qué tenía la cabeza tan pesada y en la boca el mismo sabor amargo de los amaneceres con gripe de su infancia. Se dio una larga ducha con la esperanza de que el agua fría le limpiara también la mente. Y después, desde lo alto de la escalera, enfocó en picado el salón y la terraza otra vez llenos de gente y aunque tuvo que prestar mucha atención y recorrer el escenario más de una vez porque seguía con el entendimiento confuso por el coñac de la tarde y remoto aún por el sueño que se le había pegado con obstinación a los párpados, no descubrió a Andrea por ninguna parte. Ni cenó en la casa con ellos cuando ya todos se habían marchado otra vez, ni la vio después en el bar de la playa donde fue con Federico, Sebastián, Leonardus, el hombre de tez cetrina que había aparecido a la hora de comer y Camila, la madre de Andrea, una mujer alta y demasiado delgada, que no hacía más que ponerse en la boca un cigarrillo tras otro sin preocuparse de encenderlo, segura de que alguno de los hombres que la rodeaba, si no todos, habría de acercar la llama de su mechero al extremo del cigarrillo con tal precisión que ella no tendría siquiera que inclinar el cuerpo para acertarla. Martín la contemplaba arrobado y se preguntaba de dónde le venía esa seguridad mientras tomaba de nuevo coñac, que después del aperitivo y del vino de la cena, contrariamente a lo que había supuesto, le había reanimado. Sin embargo pasó con acidez y mareos la noche, o lo que quedaba de ella, porque tal como les había anunciado Sebastián al despedirse en la puerta de su cuarto, fue él mismo a llamarles al alba para salir a pescar y pasar luego la mañana en el mar. Casi no se dio cuenta de cuándo ni cómo se vistió, ni en qué momento bajó la escalera y salieron a la calle. Recordaba vagamente la riba oscura, camino del muelle, sólo iluminada por unas luces demasiado altas y metálicas para no parecer los tres, así bajo ellas, seres fantasmagóricos.

Casi dormido había subido a la

Manuela, una barca de madera pintada de verde que se tambaleó bajo sus pasos, más inestables aún por la destemplanza de la madrugada aún pegada al cuerpo, aturdido por los golpes de sus propios pies contra las tablas de madera, por los leves embates del mar en el balanceo que le llevaba al borde del vahído y del vértigo. La barca se separó del muelle. Sebastián estaba al timón y Federico a su lado. Ninguno de los dos hablaba ahora. Era todavía de noche pero por el horizonte del mar un vago asomo de luz, el temblor de una ráfaga de aire, anticipaba la aurora. Permaneció inmóvil, sentado en el lugar del banco de la bañera que le habían asignado, con las manos metidas en los bolsillos del tabardo que Sebastián le había prestado y el cuello levantado. A medida que avanzaban el fresco que le había cogido desprevenido al salir de la casa se convertía en frío y hacía frente con estoicismo al aire que le barría la cara y penetraba por las rendijas de sus ropas para martirizar su cuerpo rezagado que no había perdido aún el calor de la cama. Retumbaba la madera en su cabeza torturada por la confusión de las resacas encadenadas que iban tomando cuerpo con el vaivén, y le temblaban los muslos al ritmo del motor que taladraba la calma de la noche. La

Manuela se alejó despacio del pueblo dormido y la corona de luces pasó a ser una línea continua, una fotografía de velocidad lenta, que rompía la tiniebla y marcaba los confines del mar: por poniente el oscuro perfil de los montes y la iglesia, y por levante la luz incierta del amanecer. Al salir a mar abierto apareció el perfil de una isla en la imprecisión del resplandor primero, e inmediatamente disminuyó la velocidad y se apaciguó el ronquido del motor de la

Manuela y comenzaron a dar vueltas en torno a ella. No fue consciente de todos los movimientos que se iniciaron entonces, del trasiego de los cestos de la cabina a cubierta, de los preparativos de la pesca y de la pesca misma, y a ninguno de los otros dos pareció preocuparle, igual que nadie se había ocupado el día anterior de saber si quería quedarse o irse, si quería beber, cenar o dormir. Y él, que apenas se tenía de mareo y casi no podía abrir los ojos de sueño y de resaca, cuando en una de las idas y venidas de Sebastián a la cabina vio las dos literas, seguro de que tampoco ahora habían de reparar en él o si lo hacían no habrían de recriminarle, se escurrió en el interior y se tumbó en una de ellas, se dejó mecer por la sordina que la puerta cerrada imprimía a los golpes del motor y se durmió profundamente.

Cuando despertó estaba sofocado de calor y la luz brillante, seca y precisa como un cuchillo, le hirió los ojos. Estaban llegando a una cala y aunque se había reducido casi por completo la velocidad, la

Manuela quedó frenada por el choque contra las piedras y Martín, que había salido a cubierta todavía con el tabardo, cegado por la luz perdió el equilibrio y fue a dar contra Federico que sostenía la barra del timón, mientras Sebastián largaba el cabo del ancla.

—Holgazán, no haces más que dormir —gritó riendo Federico, que apenas había podido sostenerse por el traspiés. En la zozobra de su derrumbamiento Martín se preguntaba qué estaba él haciendo en aquel lugar hostil, a esa hora imposible y en este lamentable estado.

Se tumbó en la playa, sin tabardo, cubierta la cabeza con la camiseta que se había quitado y soportando estoicamente las piedras que le servían de colchón, mientras contemplaba cómo se las arreglaban para encender un fuego. Los vio vaciar una botella de agua en una olla, limpiar los peces del cubo, servirse en vasos de cristal un vino que le hizo cerrar los ojos de asco. El sol se había apoderado del firmamento. Ni una nube, ni un soplo de aire, ni un solo árbol en aquella cala inhóspita de piedras cuyas aristas no lograba atenuar ni con los múltiples pliegues de la toalla que le acababa de echar Sebastián.

Comió después un poco de sopa de arroz, un caldo caliente de pescado que le tranquilizó el estómago y en un arranque de valor incluso se atrevió a meterse en el mar en cuanto les oyó volver a la conversación del día anterior, con el agua a la cintura como si no se atrevieran a ir más lejos, o como si cautivados por sus propias palabras hubieran arrinconado la intención primera. Anduvo unos pasos pero no se zambulló sino que se agachó dentro del agua hasta que le llegó a la altura del cuello, se salpicó los ojos y la cara y salió encogido para disimular el dolor de las piedras afiladas en las plantas de los pies. Luego con la piel todavía fría, encendió el primer cigarrillo del día, se tumbó de nuevo con la camiseta en la cara, se dejó llevar por la modorra que le había entrado tras el caldo caliente o el agua fría quizá, y siguió de lejos las voces, el ruido del agua, los pasos sobre las piedras y finalmente el motor de nuevo. Sólo entonces se enderezó con una cierta energía seguro de que había llegado el momento de volver, de que ahora podría ver otra vez a Andrea, que debía de estar nadando rumbo a la casa como ayer y que si se daban prisa les daría tiempo aún a sentarse en la terraza antes de que ella emergiera del agua como un delfín y volviera a mirarle con esos ojos azules que habían persistido sonrientes en el fondo de su resaca.

Sebastián puso un toldo de lona verde y a pesar de la opresión del sol y el brillo lacerante del mar, la brisa y la sombra dulcificaron el calor tórrido de mediodía. Navegaron de vuelta durante más de media hora, pero al torcer el cabo para entrar en la rada no se dirigieron al pequeño muelle de la casa sino que atendiendo a las voces que venían de otra barca fondeada en la bahía se detuvieron y se amarraron a ella, y Federico y Sebastián saltaron dejándole solo en la

Manuela.

Durante más de una hora se dedicó a mirar con melancolía hacia la costa y a buscar tras el temblor irisado del aire la casa de Andrea. Ya iba a levantarse y reunirse con Sebastián y Federico cuando descubrió todavía lejana una mancha negra que como el día anterior, pero en dirección contraria, venía nadando en una línea tan recta, con un ritmo tan acompasado y abriendo una estela tan perfecta en la calma de la inmensa bahía bajo el sol que de pronto comprendió que el milagro iba a repetirse.

Alguien le llamó desde la otra barca, pero él no respondió y permaneció atento, y cuando las brazadas tocaban casi el casco de la

Manuela se asomó por la borda. En aquel momento Andrea sacaba la cabeza del agua y levantaba una mano que fue a ponerse junto a la de él. Respiró con fuerza como si le faltara ahora el aire que había gastado en esa milla, entornó los párpados y le miró tras las pestañas todavía llenas de minúsculas gotitas.

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