Azul

Azul


I

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—Hola —dijo e inició la subida por la escalerilla de cuerda. Pero antes de saltar a cubierta se detuvo y como si respondiera a una pregunta que Martín nunca se habría atrevido a formular, deslizó el índice sobre su mano en una caricia sin matices ni sobresaltos para que la intención recayera únicamente en las palabras que iba a decir, y esta vez con los ojos completamente abiertos y las pupilas de color turquesa, dijo:

—Tengo buena vista cuando llevo puestas las gafas —y con un gesto señaló la terraza lejana—, y además —se detuvo un instante— soy muy impaciente —y dejándole solo con las palabras saltó a cubierta y entró en el tambucho en busca de una toalla. Luego sin mirarle apenas se fue a la otra barca con los demás.

Debía de ser ya muy tarde cuando casi todos se echaron al agua, menos él que seguía sentado en el banco de la bañera. Andrea se había zambullido con ellos y no la vio salir hasta que apareció por la otra amura. A su espalda. Ven al agua, gritó dirigiéndose a él por primera vez desde entonces. Y volvió a zambullirse, nadó unos metros y le volvió a llamar, pero él no se movió. Aunque no tenía mayor deseo que responder a esa nueva llamada y echarse al mar, permanecía inmovilizado por la ansiedad, en la contrapartida de un sueño que le torturaba desde niño pero esta vez, en lugar de ser él quien se movía por el barro fangoso intentando inútilmente avanzar hacia un objetivo que anhelaba pero que nunca llegó a conocer, tenía los pies paralizados en el suelo y era ella la que se alejaba. Porque por mucho que le atrajera esa mujer se sentía incapaz de echarse al agua sin apenas saber nadar. Ella se alejó hacia las rocas y la perdió de vista.

Un par de horas más tarde, en el coche, mientras oía el interminable discurso de Federico sobre los proyectos casi concluidos con Sebastián en las laboriosas conversaciones que había mantenido durante más de veinticuatro horas y miraba el pueblo lejano, más pequeño tras cada nueva curva de la carretera, estaba decidido a volver el próximo fin de semana y todos los que tuviera libres hasta el día de su muerte.

Pero ni aquel verano de calmas y calor que los viejos del lugar no habían visto desde su infancia en que ni un solo día se encabritó el mar, ni entró el levante a mediados de septiembre cuando ya había que andar por la calle con tabardo porque hacía frío; ni las plácidas noches sentado en el bar de la playa mientras la voz y la risa de Andrea se mezclaban con el murmullo de las olas como el fondo azul de sus historias, lograron desbancar en la mente de Martín la certeza de que el mar era un elemento extraño, amenazador, demasiado presente a todas horas, demasiado evidente. Quizá porque como le dijo ella varias semanas después al despedirse una noche, cuando ya conocía la historia que el primer día no se había aventurado a contarle y otras muchas que iba recordando a medida que le hablaba, él era un hombre de tierra adentro que no conocía más inmensidades que las de la meseta ni más olas que las del viento sobre los trigales.

Y sin embargo fue el propio Martín quien ahora, casi diez años después, había aceptado por primera vez la invitación que Leonardus repetía todos los veranos. Andrea al principio había aceptado, pero al saber que se había incorporado al viaje una de las chicas de Leonardus que ni siquiera conocía, perdió el interés como si ese proyecto que Martín sólo había aceptado por ella no le atañera en absoluto, aunque bien es verdad, no había opuesto resistencia ninguna.

—Recobrarás el color —le dijo él la noche que le dio las fechas y llegó con los billetes de avión. Y añadió con cautela—: Apenas hemos estado en el mar en los últimos años.

Ella no rompió el silencio en el que se había sumido hacía días, y al mirarla de soslayo para intentar descubrir en qué punto exacto se encontraban, no acertó a encontrar las palabras que habrían de apearla de su enojo. Sólo al cabo de un rato insistió:

—Con el aire y el sol tendrás mejor aspecto y te sentirás mejor, ya lo verás —dijo con temor, porque esperaba que de un momento a otro ella saliera de su pasividad y se encolerizara, y estaba seguro de que sin dejarle terminar habría de bramar como tantas otras veces, no es aire y sol lo que necesito sino simplemente que no me mientas. Pero esa noche permaneció callada, sin apenas variar la expresión un tanto desvaída de sus ojos azules, de un azul tan intenso a la luz del crepúsculo en esa inmensa terraza sobre la ciudad, que acentuaba aún más la palidez marfileña de su rostro de

madonna.

—¿No ibas a salir? —dijo al fin en tono neutro con la vista fija en sus manos inmóviles que sostenían las gafas sobre las rodillas. Tenía el aspecto frágil y lejano y la penumbra acentuaba las sombras oscuras bajo los ojos.

—No voy a salir —dijo y se acercó al sillón. Se puso en cuclillas frente a ella hasta que las dos caras quedaron a la misma altura y con el dedo le obligó a levantar la barbilla.

—Mírame, Andrea. Llevas días sin hablar. Te he pedido perdón. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Sabes que no quiero a nadie sino a ti, que no sé vivir sin ti, que no quiero vivir sin ti, que contigo empieza y termina mi vida.

Habló a golpes, con monótona entonación, como si recitara un rosario de palabras extrañas y mágicas y no atendiera más que a los resultados.

Ella le dejó decir y sin reaccionar apenas desvió la mirada, entornó los párpados y torció la cabeza que él mantenía levantada con la punta de su índice.

—Sí —dijo al rato—, ya lo sé.

Aquella noche cenaron los dos en silencio y cuando ella se levantó para ir a la habitación que ocupaba sola desde hacía más de quince días, él repitió:

—Verás como el aire y el sol te devolverán el buen color. El de entonces —añadió torpemente.

Pero llevaban más de una semana en el mar y a pleno sol y la piel de Andrea apenas había adquirido un pálido tono rosado. Es cierto que casi siempre se calaba el sombrero hasta las gafas y rara vez se había quitado la camiseta porque se había quemado la nariz, las rodillas y la espalda ya el primer día, y cuando por la noche apareció su rostro en el espejo colgado de una cuaderna, horrorizada del color rojo violento que ni a fuerza de cremas lograba hacer desaparecer, sentenció melancólicamente que nunca más habría de ponerse morena. Martín entendió el reproche velado de la voz pero no contestó. Por primera vez en varias semanas, ella no iba a poder encerrarse en su cuarto y aunque se mantenía distante sabía que estaba tan azorada como él. Y cuando la vio tumbarse boca abajo y permanecer inmóvil con los ojos cerrados repitiendo cansinamente nunca más me pondré morena, nunca más me pondré morena, entendió que la monótona cantinela no se debía a los tres

whiskies que había tomado antes de la cena y a los dos que se había servido después, sino que había llegado el momento en que en el artificio de su borrachera se abriría el paso angosto que había de dejar un solo instante de dimisión. Por esto, conmovido, se sentó a su lado y en silencio, sin apenas atender al ritmo sincopado que iba adquiriendo esa extraña y monocorde melodía, se limitó a ponerle aceite en la espalda, concentrado en la convicción de avanzar hacia su propia meta y en el deleite de reconocer cada hueco, cada fisura, cada relieve; y suavemente dejó resbalar la mano hacia la curva de los hombros ardientes y las exiguas vaguadas a uno y otro lado de la columna, y ascendió de nuevo hasta llegar a los músculos endurecidos del cuello y de la nuca, demorándose en el nacimiento de los cabellos y añadiendo a cada rato el aceite que el calor de la piel había absorbido, y sólo se agachó a besarle la nuca blanca y el párpado cerrado del ojo que dejaba visible su postura, cuando reparó en que llevaba un raro sin canturrear y en un gesto de forzada distracción, como si hubiera cambiado de posición sin motivo aparente la mano que descansaba sobre la almohada, la había posado en la rodilla de él. Entonces se tumbó a su lado y, sin dejar de rastrear con la palma untada los contornos de las paletillas e internando luego los dedos en los costados, más blancos que los hombros, zonas umbrosas donde el sol no había dejado su huella, con la otra pulsó el interruptor para que sólo entrara por la escotilla la tibia luz de la cruceta que daba a su piel la calidad lunar de un desierto.

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