Azul

Azul


II

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También ella sudaba, ella que no se había cansado de proclamar a todas horas con un deje de superioridad en la voz y en el gesto que ni siquiera sudaba en la sauna, indicando con ello que aunque su deseo habría sido sudar como los demás, la naturaleza, su propia naturaleza, no le había otorgado ese don plebeyo. En aquel momento las gotas que brotaban en la superficie de la piel y estallaban en minúsculos puntitos brillantes en todo el cuerpo le daban un aspecto agotado y deshidratado.

El sol había llegado a su cénit y a medida que se acercaban a tierra, la sombra de la roca como un filtro monumental y mágico teñía de color una exigua franja del puerto y daba forma y definición a la primera hilera de casas de paredes pintadas de azul y ocre. Y apareció la pequeña plazoleta que se había hecho un lugar entre ellas con las dos hileras de escuálidas y polvorientas moreras cubiertas apenas de hojas resecas y tostadas, y las dos mesas vacías frente al café cerrado aún y desierto, como todo el pueblo que pese a haber quedado en parte sumergido en la sombra hervía aún por la solana del día. Nadie había en el muelle salvo dos hombres inmóviles de pie junto al agua que parecían esperar la llegada de la barca y de su trofeo. Puertas y ventanas estaban cerradas, no corría el aire, no se oían voces, no había gatos, ni perros, ni niños, ni casi ruidos, ni volaban las gaviotas en la asfixia del mediodía. El tiempo se había detenido y el mundo con él y únicamente la silenciosa caravana se movía en ese lugar vencido.

Rihno agira, agira —chilló el barquero.

Tom miró a Leonardus.

—¿Qué dice?

—Que eches el ancla.

Tom pasó de un salto de la popa a la proa y largó el ancla cuando apenas quedaban veinte metros para el muelle. El súbito chasquido contra el agua y el martilleo metálico que le siguió ahogaron un instante el zumbido del motor y se levantaron aleteando enloquecidas las gaviotas del albañal. El barquero lanzó de nuevo el cabo a la cubierta del

Albatros que ya perdía la escasa velocidad del arrastre, y una vez liberada su barca dio vueltas y más vueltas atenta la mirada a la inercia del velero como si la exactitud del amarre dependiera únicamente de él y de sus alaridos. Y cuando ya la popa caía hacia el muelle entabló a voces un diálogo con los dos hombres, y con trasiego de cabos y bicheros amarraron entre todos el

Albatros casi sin contar con él, como se le hace la cama a un enfermo. Los dos hombres ataron los cabos a los cáncamos del muelle y enrollaron meticulosamente el sobrante, y a una orden del barquero desaparecieron por una calleja estrecha que arrancaba de la plaza.

El barquero apagó el motor y dejó su barca amarrada también, y con una agilidad de mono impropia de su rostro martirizado por las arrugas y de esas piernas delgadas de los ancianos que asomaban por las perneras arremangadas del pantalón, se encaramó por los salientes del muro y saltó a tierra, y sin esperar a que Tom tendiera la pasarela cobró el cabo de popa del

Albatros y de un brinco salvó la distancia y se quedó de pie en la bañera donde se habían sentado los cinco sin saber exactamente qué hacer. Tom trajo agua fría, hielo y limones.

Era un hablador incansable, se quitó la gorra varias veces y se la volvió a poner alisándose los cabellos ralos y endebles, luego encendió un cigarrillo que dejó apoyado en la madera hasta que Tom lo vio y se lo devolvió y él se lo puso en la boca sin moverlo ya más e inició entonces una larga perorata acompañándose de gestos y muecas.

Se llamaba Pepone bramó casi, y para tranquilizar a Leonardus que pedía a gritos un mecánico le dijo que él mismo había enviado a los hombres a buscarlo y que no tardarían en volver. Después, como un juglar que hubiera esperado impaciente a su público, comenzó a recitar una historia probablemente repetida mil veces. Hablaba en italiano mezclado con el español que había aprendido en la Argentina, dijo, a donde había ido con su familia cuando su padre era contramaestre en el

Messimeri y la desgracia no se había abatido aún sobre ellos. Porque aunque costara creerlo, ésta había sido la isla más rica del Mediterráneo. En las calles adoquinadas con piedras de la Capadocia se levantaban casas señoriales construidas con mármoles de Carrara, maderas perfumadas de Oriente y cristales de Venecia, y en las márgenes del puerto se sucedían los almacenes y los tinglados, y los obradores de jarcias y los talleres donde se confeccionaban las velas más fuertes y mayores de todo el Levante. ¡Ah, la época de los veleros! Barcos con vida y temblor, barcos huraños o sumisos, alegres, pesados, perezosos, no como los mastodontes de humo y chimeneas que los sustituyeron. Yo aún he conocido esta ensenada tan llena de veleros que desde aquí un bosque de mástiles habría escondido las laderas. Y miró con melancolía las ruinas donde crecían ahora, inocentes y silenciosos, el mirto y el tomillo. En la entrada de la bahía y a veces casi en mar abierto se alineaban los veleros fondeados a la espera de un amarre libre donde atracar y descargar la mercancía. Traían damascos y piedras preciosas, o granos y especias que cambiaban por armas, grandes cajones claveteados que desaparecían en las sentinas de los barcos y zarpaban rumbo a las guerras. Vociferaban los vendedores ante las aduanas y frente al mercado, y señaló del otro lado de la plaza un sombrío edificio vacío ahora y medio en ruinas, y cantaban las adivinas la suerte de los marineros, y mujeres hermosas y altivas envueltas en sedas se acercaban al puerto a despedir a los que partían a países lejanos. Y del otro lado por la parte de la playa, se extendían hasta el agua huertas bordadas como jardines en cuyos lindes daban sombra higueras, cerezos, albaricoqueros y nísperos, y había caminos de almendros y viñas verdes hasta el mar, y los pescadores volvían al atardecer cargados de pescado que colocaban como un dibujo sobre las cestas, y de las laderas bajaban los rebaños de ovejas cuya leche agriada envolvían las mujeres con hierbas olorosas y escurrían en paños de lino hasta convertirla en grandes quesos que llevaban envueltos en paños blancos sobre la cabeza, camino del mercado. ¿Veis aquello?, y señaló un pilón de cemento en la otra esquina de la plaza junto a una columna medio derruida. Allí había una fuente con siete caños, y grandes esculturas de la sabiduría, la gracia y el poder, con peces y sirenas y hojas de acanto.

—Este hombre es imparable —dijo Chiqui dando un bufido y al ir a levantarse Martín la retuvo.

—Siempre había fiesta y alegría —continuó el barquero sin darse por enterado— porque había dinero —y movió el índice y el pulgar bajo los ojos de Chiqui—, mucho dinero. Veinte mil habitantes tenía esta isla, más de veinte mil, sin contar con los forasteros que podían llegar a ser dos o tres mil más. Pero luego vinieron los barcos de vapor y poco a poco fueron pasando de largo, y quedamos abandonados en ese extremo del Mediterráneo. Eso fue el principio. Más tarde vino una guerra, después otra. Ahora quedamos apenas doscientas personas. Todos se fueron, a todos se nos llevaron cuando comenzaron los bombardeos. Los italianos nos invadieron, los ingleses los expulsaron a bombas, se quedaron con la isla y la convirtieron en un polvorín. A nosotros nos enviaron a Palestina, al Irak, a Australia. Y cuando todo acabó, aquí no quedó nada ni nadie.

De pronto se calló. Una figura alta y sombría atravesaba la plaza flanqueada por dos perros alanos, fuertes y pardos con las orejas caídas, el hocico romo y arremangado y el pelo corto, que marchaban a su mismo paso vacilante. El hombre llevaba un alto birrete del mismo color de ala de mosca que la sotana raída y una larga barba le llegaba casi hasta la cintura, y aunque caminaba erguido sin mirar más que al frente era evidente que intentaba conservar el equilibrio. Pero aun así, formaban los tres un conjunto altivo.

—Es el pope con sus perros que va a tocar la campana de la tarde.

Se hizo un sitio entre Andrea y Chiqui y agachándose como si fuera a contar un secreto jocoso, o quizá temeroso de que el pope pudiera oírle, se tapó la boca con la mano y añadió:

—Siempre está borracho. Por esto está aquí, por borracho. Dicen que fue desterrado hace muchos años pero ahora es él quien manda aquí. —Y recuperando la amplitud de gestos que había utilizado para cantar los tiempos gloriosos de la isla sentenció—: Como un rey destronado que se erige a sí mismo reyezuelo.

—¿Por qué lleva esos perros? —preguntó Chiqui a Leonardus.

—Porque le gusta —contestó Pepone—, porque está loco. En esta isla todo el mundo está loco. Mira ésta —y señaló el muelle—, Arcadia, la visionaria.

Era una vieja alta, delgada, de huesos estrechos y alargados como las sombras, envuelto el cuerpo y la cabeza en un harapo continuo que arrastraba como un manto demasiado largo, del mismo color tostado que la piel de su rostro sin mejillas. Caminaba por el muelle dando someros tumbos y a los pocos pasos desapareció en un portal o en una bocacalle, era difícil saberlo desde allí.

—Está buscando su casa. Volvía del pueblo cuando la sorprendió el bombardeo y no logró encontrarla. No había más que un inmenso agujero, y desde entonces hurga en las ruinas buscando a sus hijos. —Y se rio—. No come ni duerme jamás, no tiene casa, no habla con nadie la vieja Arcadia, se limita a canturrear y caminar desde el alba hasta la noche cerrada y buscar sin descanso desde hace más de cuarenta años.

—Pues vaya isla a la que hemos ido a parar —dijo Chiqui.

Llegaron entonces los dos hombres y el mecánico que Pepone había enviado a buscar. Saltaron a bordo y se volcaron los tres sobre el motor hablando entre sí como si a nadie más importara la avería. Y entonces Pepone, recuperado su papel de intermediario, se dirigió a Leonardus y después de reclamarle el pago de la operación de remolque, le comunicó con una seguridad no exenta de cierta alegría que no podrían zarpar por lo menos hasta el día siguiente, porque no había en la isla la pieza de recambio que necesitaban. Y añadió que habían tenido suerte, aunque por el tono parecía indicar que no la merecían en absoluto, porque el barco que una vez cada semana hacía la travesía de ida y vuelta desde Rodas, llegaba precisamente los miércoles, es decir, mañana. Dimitropoulos, el mecánico, iría a llamar ahora mismo siempre que el teléfono funcionara, y ellos, entretanto podían visitar el pueblo, e hizo un amplio gesto con el brazo para dar a entender que algo habría por ver en aquellas calles vacías y aquellas laderas desoladas. Él, por supuesto, estaba a su disposición para llevarles con la barca a donde quisieran. ¿Deseaban acaso visitar la cueva azul, la más hermosa de cuantas cuevas había en las islas del Dodecaneso? Hoy precisamente era el día adecuado porque la calma permitiría entrar en ella sin dificultad. ¿O preferían mañana por la mañana cuando la luz del sol, y señaló el lejano segmento de horizonte entre las bocanas del puerto, entrara por la ranura y se polarizara en tonos irisados de color azul? Él vivía allá, en la casa ocre junto al café. No tenían más que llamarle y gustosamente les atendería.

La inmovilidad o quizá la certidumbre de que habían de permanecer al menos un día en la isla incrementaba el calor que después del mediodía se había condensado, y aunque la línea de sombra de la roca se desplazaba ganando terreno a la bahía, faltaba el aire incluso en cubierta. Leonardus se había quitado la chilaba y había prendido el ventilador de su camarote, y tumbado en la litera con la puerta abierta de par en par para crear una corriente de aire inexistente, transpiraba y resoplaba como una ballena.

Las dos veces que en el transcurso de la tarde Martín se había asomado a cubierta no había visto un alma por el muelle. Chiqui se había puesto los auriculares de Tom y seguía el compás de la música con el cuerpo sudoroso mientras los dos hombres hablaban en voz baja como si no quisieran despertar al pueblo sumido en la siesta. Pepone y su barca habían desaparecido.

—Acabaremos deshidratados —gritó Chiqui a Martín desde cubierta sin siquiera quitarse los auriculares cuando le vio sacar agua de la nevera.

Hacia las seis dos mujeres con barreños en la cabeza atravesaron la plaza, como comparsas contratadas para aderezar un escenario hasta ahora desierto y mostrar al público que la función iba a comenzar. Al poco rato el estruendo de la persiana metálica del café rompió el silencio de la tarde. Un hombre con delantal blanco sobre la inmensa barriga sacó un par de veladores más y varias sillas que colocó bajo las moreras y un poco más tarde avanzaron hacia el centro de la plaza tres ancianos apoyados en su bastón que tomaron asiento, sacaron de una bolsa un montón de fichas de hueso y las echaron sobre la mesa. El dueño del bar les llevó unas cervezas. Se movían despacio pero nadie hablaba aún, quizá esperando que remitiera el bochorno. Se abrió el balcón de la casa frente al

Albatros y un hombre y una mujer ocuparon dos asientos frente a frente separados por una mesa de madera; sin hablar, sin mirarse apenas, se dispusieron a contemplar lo que iba a ocurrir con la inusitada llegada de ese barco al puerto. Él vestía una chaqueta de pijama y ella, mucho más corpulenta, envuelta en una bata floreada, llevaba un pañuelo amarillo en la cabeza y se abanicaba con un pedazo de cartón.

Entre las brumas del sopor y el sudor, Martín miraba el reloj una y otra vez para cerciorarse de que las agujas se movían, pero el tiempo parecía no tener impulso para avanzar.

Un golpe en la puerta le asustó.

—¿Qué ocurre?

—Yo voy a dar una vuelta por ese maldito pueblo —dijo Chiqui con la voz crispada—. ¿Alguien quiere venir? Si me quedo un minuto más en este barco voy a arder.

—No estará mucho mejor fuera.

—Da igual, yo me voy.

—¡Yo no! ¡Yo me quedo! —bramó Leonardus desde su camarote.

La sombra de la roca se había fundido ya con la línea del horizonte. Sin embargo, persistía la luz hiriente del día sostenida por una humedad viscosa que se negaba a desprenderse de la piel y de los suelos. Graznaron las gaviotas del albañal y como un resorte pulsado por error se puso en marcha la cadencia rítmica de la central eléctrica.

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