Azul

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III

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Manuela se apartó de la playa en marcha atrás. Andrea accionaba la caña del timón y la hizo serpentear entre otras embarcaciones y balizas hasta que tuvo el espacio suficiente para maniobrar, cambió entonces de sentido la caña, la hélice bajo el agua hizo un pequeño ruido de remolino y dando un giro casi en redondo la

Manuela enfiló las tinieblas.

Desde su asiento, apoyada la espalda en el tambucho, Martín tenía las luces del pueblo de cara y apenas podía ver más que la silueta de Andrea desnuda, su cuerpo borroso como un sueño y la barbilla levantada para descifrar la oscuridad que se abría desde la proa hasta el horizonte. Cuando al doblar el cabo que cerraba la bahía salieron a mar abierto apareció la luna, y la visión fantasmagórica de la mujer fue adquiriendo forma hasta convertirse de nuevo en un ser tangible que tenía al alcance de la mano.

El amanecer les sorprendió en una cala cerca del cabo de Creus donde habían fondeado hacía un poco más de un par de horas. Habrían dado la vida por un vaso de agua y a la brutalidad de la primera luz que no había logrado devolverles el sentido de la orientación y del tiempo, los dos tenían la cara desencajada, los ojos rodeados de sombras y la piel temblorosa. Tienes la piel lisa de los asiáticos y los africanos, decía ella y recorría con los dedos la barbilla, y él: ¿hasta cuándo me vas a querer?, tomándola por las palabras que había pronunciado aquella noche, ¿hasta cuándo?, para arrancarle una promesa, un compromiso, para alargar en el futuro el incipiente presente de esa noche mágica. ¿Hasta cuándo me vas a querer? Ella hizo un gesto evasivo con la mano y le lanzó una mirada que le devolvía la pregunta, como si hubiera querido decir, eso depende de ti o a ti me remito o, como llegó a pensar alguna vez, hasta donde tú estés dispuesto a soportar.

Martín volvió a la ciudad en el coche de línea del mediodía después de que hubieron tomado un café en la terraza del bar de la playa, cegados por la luz del sol que había salido aquella mañana más contundente, más mortificante, más intenso, y Andrea en contra de lo previsto le siguió por la noche del día siguiente en su coche y le llamó nada más llegar con una voz todavía sorprendida, premiosa y suplicante que no le había oído más que en la oscuridad del tambucho de la

Manuela, donde tuvieron el resto del verano su punto de encuentro más allá de la medianoche. Para siempre el olor a salitre habría de quedar unido en su memoria al primer paso de esa relación imprevista, desordenada, que habían iniciado sin objetivo, sin camino casi, libres pero sin rumbo como voces errantes a la deriva, y que había de interrumpirse un año más tarde cuando ella planteó una ruptura de la que, tal vez para paliar esa injustificada separación, tal vez para asegurar su conclusión definitiva, tenía previstos todos los detalles.

Pero por una de esas imprevisibles trampas del tiempo, aquellos meses del inicio —como una edad de oro recuperable o por lo menos repetible— ocupaban mucho más espacio en su memoria que los años que les siguieron en que se mezclaron y confundieron las horas vacías, los proyectos dejados a medias y las desavenencias y reconciliaciones y su complicada evolución sustituidos día a día por otras que borraban las anteriores sin dejar apenas más rastro que el de ir avanzando en el inexorable camino hacia la rutina y el reproche, sin comprender tampoco cómo iban llegando a él, igual que los padres no pueden recordar el rostro de su hijo suplantado en cada instante por el nuevo, de tal modo que si una fotografía no hubiera inmovilizado en la memoria la imagen de una expresión determinada o no contaran con el recuerdo fosilizado de la narración repetida hasta la saciedad, no podrían rememorar el rostro ni el proceder del niño que contemplaron durante tantas horas.

Aquel primer año, en cambio, había quedado tan petrificado en el recuerdo que nada ni nadie había podido suplantar ni borrar ni desfigurar. Era capaz de recordar con detalles y pormenores cada una de las veces que se habían visto durante el verano, el brillo de una mañana no se confundía con el de ninguna otra de las muchas que se había sentado en el bar de la playa a esperarla —el pueblo vacío aún, las barcas inmóviles sobre el mar plateado que se despertaba bajo el pálido sol apenas desgajado del horizonte, una mujer barría frente a la puerta y regaba después rociando el suelo con la mano y el brillo perdido de alguna ventana al abrirse cruzaba como un rayo la bahía—. La reconocía por su forma de andar en la lejanía cuando doblaba un recodo del muelle, un poco echadas las caderas hacia adelante, con esas camisas blancas que siempre eran las mismas y ese cabello exagerado y rizado como largas virutas de metal, mientras aspiraba el aroma de los primeros cafés de la máquina y el chorro de aire imitaba una locomotora de juguete. Y ese inmitigable deseo de volver a verla apenas había desaparecido, tan intenso y que conocía con tal precisión y esperaba con tal temor que a veces asomaba antes incluso de que ella se hubiera ido —la espalda tan expresiva o más que su rostro— apremiada por unas obligaciones a las que sin embargo parecía no otorgar ninguna importancia, quizá para tranquilizarle a él que vivía atemorizado por la existencia y la posible e imprevista llegada de un marido al que no había vuelto a ver, y afloraba con tal fuerza que acababa confundiendo la presencia con el anhelo, fundidos ambos en un artificio que apenas podía desterrar el contacto o la voz o la seguridad de saber que estaba ahí mismo.

No hay más complicidad que la de la madre con su hijo en los primeros meses y la de los amantes durante ese periodo en que no es posible dilucidar dónde comienza la piel del uno y termina la del otro, o el calor, y donde se funden los personajes y adquieren alternativamente el papel uno del otro y a veces ambos el mismo confundiéndose en la añoranza del que han dejado desasistido y sin ropaje. Todo lo demás son transacciones, pensaba Martín.

Y tal vez porque vivía sumergido en esa inexplicable trabazón no atinó a pensar hasta mucho después que la facilidad con la que lo había seducido y el sosiego con que se desenvolvía ella en esa nueva situación por fuerza habían de suponer un pasado tumultuoso que le convertía a él en el simple eslabón de una cadena en la que prefería no pensar. Porque ¿cómo estar seguro de que, protegida por una coraza de bienestar y seguridad, estaba apostando lo mismo que él?

A la hora de cenar, aquel primer domingo solos en la ciudad, no hubo lugar a preguntas. Ninguno de los dos, envueltos ambos en una misma aureola de ternura y de cansancio, podía apartar los ojos del otro ni dejar el contacto de sus manos sobre la mesa y de las rodillas bajo el mantel como si les quedara todavía un punto del cuerpo que no hubiera entrado en contacto con otro del otro cuerpo. ¿Dónde estaba la separación, se preguntaba Martín anonado sin reparar en la fuente de gambas que al cabo de una hora, obedeciendo a un gesto de Andrea, se llevó intacta el camarero? No fue hasta más tarde, en las largas horas de espera que definirían el invierno lluvioso que siguió, cuando habría de intentar descubrir el misterio que había tras aquella mujer alegre y desenfadada, pero tan cauta, tan reservada, capaz de crear una intimidad tan profunda y al mismo tiempo tan poco dada a la confidencia, que hacía incomprensible su modo de proceder. Sin embargo en raras ocasiones se atrevió a preguntar, no sólo porque temía que ella le impusiera sin ambages la barrera que tácitamente había levantado desde el primer día, sino porque algo le decía que esos eran otros usos y costumbres, distintos de los que él conocía, donde no quedaban en absoluto delimitados la juerga, el placer, el trabajo, la fidelidad y la vida social. Había caído en un lugar donde no parecía haber diferencias entre una cosa y otra y donde no forzosamente el amor ilegítimo era vergonzante ni tenía por qué ser infidelidad. Le costaba entenderlo porque había sido educado y había vivido de otro modo, y nada estaba más lejos del hogar cerrado, ceñudo casi, que él había conocido, ni ese entresijo de relaciones en el que ella se movía tenía nada que ver con las escasas visitas que se acercaban por la casa del molino, y menos aún la de Sigüenza, donde apenas conocían a nadie. Y en los pocos meses que llevaba en la ciudad había sido testigo de comportamientos tan libres y despreocupados que de no haber ido acompañados por la sonrisa y la indiferencia habría creído que anticipaban verdaderas hecatombes.

Pero durante las primeras semanas de aquel largo verano no hubo lugar para la duda porque no había más evidencia ni más verdad que la exaltación, la turbación y la ternura de las horas robadas, el divertimiento y la risa y también el brillo de unas lágrimas en sus párpados que en cierta ocasión desveló el fulgor momentáneo del mar y sus reflejos en la oscuridad del tambucho y que emocionado sorbió como había aprendido a sorber aquella misma mañana los erizos de las rocas, pero cuyo significado ni comprendió ni se atrevió a indagar.

Cuando se ponía a pensar en aquel primer año que se había alejado sin nublarse ni fluctuar, se negaba a aceptar aún que también las pasiones intensas igual que las medrosas e indecisas están abocadas a la desintegración, aunque dejen a veces terribles secuelas, la peor de las cuales es sin duda la de negar esa ley general e inmutable, porque entonces la memoria de lo que ha significado confundida con la convicción de que por ser de tal calibre ha de perdurar eternamente, impulsa, condiciona y alienta las biografías y todos los actos que la definen en un vano intento de que prevalezca la pasión ya desintegrada y vencida frente a la nada y muestre, contra toda evidencia, su inexistente vitalidad.

Pero mucho antes de que esto ocurriera, Andrea había recibido ya la segunda de la infinita colección de cintas que habría acumulado al cabo de los años de no haberlas perdido todas como perdió aquella primera apenas un par de semanas después y como, Martín estaba convencido, había de perder también la elástica de color azul que les acababa de vender el tuerto del mercado.

Ya se había puesto otra vez las gafas con la cinta cuando resonó en el ámbito umbroso, desgarrada como un lamento, incierta como un maleficio, la carcajada del hombre que, agotado al rato por sus propias convulsiones, se tumbó de nuevo sobre las losas, se cubrió con la misma tela oscura y enmudeció de repente. Ellos salieron a la luz y amedrentados enfilaron por la pendiente que llevaba a la playa de sarga. No corría el aire y el calor se había petrificado sobre el suelo de asfalto. Ninguno de ellos habló mientras se perdían por las callejas vagamente insinuadas por las ruinas con alguna casa reconstruida, incluso con flores en las ventanas, silenciosa y cerrada como una ruina más. Habían tomado un camino y subían por unas escaleras construidas con piedras que bordeaban el acantilado, pero al llegar a lo alto se dieron cuenta de que no había salida.

—Volvamos, por aquí no se puede continuar —dijo Martín.

—Sí, allá está el mar otra vez —dijo Chiqui, que llevaba la delantera y señaló la plaza de la mezquita, desierta ahora.

A media ladera Martín se había detenido.

—Ven, Martín —dijo Andrea entonces—. ¿Qué estás mirando?

Desde la esquina de un callejón se veía una casa con una parra sobre la puerta. Dos hombres y una mujer sentados a una mesa de mármol bebían vino y en aquel momento la mujer se levantó, tomó consigo la botella vacía y entró en la casa. Apenas pudieron verle más que la larga cola de caballo cuando la puerta se cerró tras ella. Martín volvió la cabeza hacia el frente, Andrea le estaba mirando a él.

—¿Qué estabas mirando? —insistió.

Martín, sin responder, agarró la mano de Andrea y ascendió de nuevo por el camino, torció decidido a la derecha, luego a la izquierda y fue metiéndose por calles intrincadas, silenciosas y destruidas.

—¿Adónde vamos? —interrumpió Chiqui—. ¿Por qué no volvemos?

—Sigamos, por ahí —dijo Martín tirando de la mano de Andrea.

—No quiero seguir —dijo ella y fue a reunirse con Chiqui que se había detenido y estaba sentada en un poyo—, hace demasiado calor.

—Id si queréis —y le soltó la mano.

Ella le miró con suspicacia.

—¿Qué dices? —y se sentó a su vez.

—Que volváis al barco. Yo iré luego.

—Pero ¿dónde vas a ir?

—A dar un paseo.

—Iré contigo —dijo entonces. Había determinación en su voz y a punto estuvo de levantarse pero se dejó llevar del enojo que produce ese sentimiento de exclusión que nace con el indicio y no se movió.

—Ven pues —dijo él sin mirarla.

Pero lo dijo por decir, porque lo único que quería en este momento era que le dejaran solo para deshacer el camino e ir en busca de la muchacha del sombrero que había visto desde el

Albatros. Aunque entonces se había deshecho en la distancia cegada por el sol y no había podido ajustarla a la oculta imagen de su recuerdo bien podía ser la misma que la del patio de la parra. No era la cola de caballo sino algo más perenne, el aire, el gesto, la forma de apoyarse sólo por los hombros, tal vez con el resto del cuerpo separado de la pared, lo que le había sumergido otra vez en aquella historia que había dejado inconclusa. Quizá no hay historias inconclusas, se dijo, de un modo u otro debieron de cerrarse sin que nos diéramos cuenta. Pero ahora, saltando el tiempo de silencio, de olvido, un tiempo intermitente que sólo existe con la reminiscencia, se levantaba precisa y cierta como entonces dejando el otro tiempo, el real, el que le había acompañado hasta ahora, desteñido y lejano y ya no le fuera permitido asirse a él, ni atender a los cantos que desde allí lo llamaban, como si no reconociera la voz de Andrea y nada significara lo que le estaba diciendo.

Entonces apareció la vieja. Debía de haberles seguido durante un trecho y al detenerse les había adelantado y comenzaba a subir la cuesta. No parecía importarle el calor. Caminaba vacilando sobre las piedras pero su cuerpo enjuto mantenía una estabilidad precaria al ritmo de sus saltos deslavazados que sin embargo ejecutaba con primor y sin miedo, y se acompañaba con una cantinela monótona, como si recitara una retahíla de encargos que no quisiera olvidar, acoplada a su propio y deteriorado compás.

—Yo no quiero continuar, me voy —dijo Chiqui, se levantó e inició el descenso.

—Sigamos a la mujer —dijo Martín—, veamos a dónde va.

—Qué más da donde vaya, yo me voy, estoy agotada —dijo Chiqui.

Andrea se levantó también y la alcanzó, y Martín, que a pesar de todo había decidido seguirlas, cuando oyó el tono de conminación solapada de su voz que tan bien conocía en el que había advertido ya el matiz de menosprecio —déjalo, ya vendrá— pronunciado deliberadamente en voz más alta para que él lo oyera, dio la vuelta y se dirigió hacia el camino que ascendía por el promontorio y acoplándose al paso de la mujer la siguió en la distancia para no delatarse.

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